DOMINGO V DE
CUARESMA
21-3-21 (Ciclo B)
Llegamos al último domingo de cuaresma para dar paso inmediato a los días más intensos del tiempo litúrgico, y así nos vamos preparando para vivir el acontecimiento central de nuestra fe en la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos deja
apreciar con claridad esa preparación en la misma vida de Jesús para asumir con
fidelidad la entrega absoluta de su vida por amor a los hombres, sus hermanos.
Así, mientras que algunos siguen interesados en su
persona por la curiosidad que en ellos despiertan sus palabras y gestos, otros
sentirán el peso de la radicalidad a la que son llamados, renunciando a
seguirle y abandonando el grupo de los discípulos del Señor.
Jesús va a ir enfrentándose en los momentos finales
de su vida a la incomprensión de casi todos y al rechazo de muchos. Aquel joven
nazareno que tanto entusiasmo despertó por sus palabras llenas de autoridad y
por sus signos colmados de esperanza, es rechazado al mostrar el verdadero
camino que conduce hasta el Padre, la entrega, la renuncia y el servicio. Para
dar el fruto que Dios espera, es necesario entregarse sin condiciones a su plan
salvador, porque “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo”.
No hay caminos alternativos ni atajos que nos eviten
la entrega personal si queremos de verdad seguir a Jesucristo. Tomar el camino
del sentimiento egoísta indiferente para con los demás y soberbio ante Dios,
sólo conduce a perder la vida, su sentido último y su plenitud.
Para seguir a Jesús no hay otro sendero que el
andado por él. El camino de la renuncia personal, la búsqueda permanente de la
voluntad de Dios y el amor desinteresado para con los hermanos.
El simbolismo del grano de trigo cuya fecundidad
depende de su muerte al plantarse en la tierra, se llena de contenido al
contemplar a Jesús clavado en una cruz plantada en el Calvario. Cristo es el grano
de trigo fecundo que va a colmar abundantemente las aspiraciones de la
humanidad, y en medio de la agitación que siente su alma por la misión que ha
de asumir en este momento fundamental de su vida, escucha con claridad el
respaldo definitivo del Padre “lo he glorificado y volveré a glorificarlo”.
Quien ve a Jesús ve a Dios, quien se une vitalmente a Jesús crucificado
compartirá el gozo de Cristo glorificado.
Esta experiencia de fe es importantísimo renovarla
constantemente en nuestro corazón porque las dificultades de la vida, los
momentos de adversidad y la prueba que debamos superar en cada recodo del
camino nos llevarán a sentir también en nuestra alma esa agitación y
desasosiego del mismo Señor. No pensemos que para él fue mucho más sencillo que
para nosotros mantener firme su ánimo y superar el dolor de las rupturas o del
abandono de los suyos. Jesús era plenamente hombre como cualquiera de nosotros
y durante los días santos que se nos acercan contemplaremos la durísima
realidad por él vivida.
Pero Jesús sí tenía un asidero indeleble sobre el
que sostener su vida, el amor del Padre y su relación íntima con él. La unidad
existencial entre Jesús y el Padre Dios que ha acompañado toda su vida, se hace
ahora más necesaria y consistente. Y son para nosotros garantía de que Dios
también actúa en nuestra vida si vivimos, como Jesús, completamente entregados
a él.
Cuando Jesús nos llama al seguimiento en su
servicio, lo hace con una promesa firme, “donde esté yo, allí también estará mi
servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará”.
Jesús no nos llama para seguirle a un destino
incierto, su llamada es la vida en plenitud, a participar de su misma gloria, a
compartir para siempre la realidad del Reino prometido, en una fraternidad
universal de hijos e hijas de Dios.
Esta es la meta de nuestra vida para la cual nos
vamos preparando a lo largo de la misma sabiendo que muchas veces tendremos que
caminar entre luces y sombras, gozos y pesares, dudas y certezas. Pero tengamos
muy presente que este camino no lo iniciamos nosotros, sino que lo transitamos
tras las huellas de Aquel que nos amó primero y que entregó su vida por el
rescate de todos.
Cristo, “a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a
obedecer”. Su obediencia incondicional y absoluta al plan de Dios fue vivida
con entrega y disponibilidad, sin renunciar al sufrimiento que muchas veces
llevaba consigo. Porque la obediencia, cuando es veraz y generosa, asume con
libertad los costes de la misma por puro amor y en la confianza plena en Dios.
La obediencia de Jesús “llevado a la consumación, se
ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna”. No
seguimos los cristianos a un fracasado de la historia. Somos discípulos del
único que ha sellado con su vida la alianza definitiva, y cuya ley ha sido
escrita en nuestros corazones para darnos vida eterna.
En muchos momentos, las adversidades y las angustias
nos pondrán ante la tentación del abandono, o la búsqueda de soluciones
inmediatas que muchas veces nos deshumanizan y destruyen. Es precisamente en el
momento de la prueba donde se manifiesta con verdad la categoría del individuo.
Es en medio de la debilidad donde más necesario se hace mostrar la fortaleza y
la coherencia con nuestra fe.
Pidamos en esta eucaristía, y en los días que nos quedan
para vivir la alegría pascual, que el Señor cree en nosotros un corazón puro,
como le hemos pedido en el salmo. Un corazón capaz de amar sin reservas a Dios,
escuchando su llamada y poniendo por obra su voluntad. De este modo, con la
vida renovada por completo, sentiremos de verdad la alegría de su salvación y
así nos entregaremos con generosidad al servicio de nuestros hermanos, con
quienes estamos llamados a transformar nuestro mundo en el reino de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario