DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO
3-10-21 (Ciclo B)
Las lecturas de este domingo, en especial la primera y
el evangelio, centran su atención sobre lo que constituye el núcleo de la
realidad familiar, el amor de los esposos, la relación establecida por Dios
entre el hombre y la mujer, en aras a la complementariedad de sus vidas y al
mutuo desarrollo de su existencia.
Tema de permanente actualidad, porque ese deseo de Dios expresado en el libro del Génesis como origen de la creación, donde se establece la alianza nupcial entre el hombre y la mujer, ha sido en nuestros días seriamente transformado.
Desde cualquier planteamiento antropológico, y ciertamente desde las realidades culturales más antiguas, podemos observar cómo la institución familiar pasó por momentos de aceptación de la poligamia, para asentarse de forma definitiva en una realidad monógama, donde la unión entre un hombre y una mujer, no sólo garantiza la supervivencia de la especie, sino que ha sido entendida como la complementariedad que ambos sexos necesitan para su pleno desarrollo humano.
De tal modo ha sido importante esta realidad matrimonial que costumbres, tradiciones y leyes han avalado y protegido este vínculo, conscientes de su trascendencia social y humana.
Así nosotros, herederos de una tradición bíblica e
iluminados por la palabra de Jesucristo, seguimos valorando la unión entre el
hombre y la mujer, como el fundamento de la existencia humana, y la
manifestación visible del amor generoso y entregado del uno para con el otro,
que encuentra su máxima expresión en la transmisión de la vida a los hijos,
fruto de ese amor.
Todos somos conscientes del valor de la familia, de
esa matriz personal en la que hemos nacido a la vida, en la que también hemos
crecido rodeados del amor de nuestros padres, y desde la que nos hemos
desarrollado como personas adultas. Todos sabemos lo que supone tener un padre
y una madre que nos han querido, y también comprendemos la enorme pérdida que
supone el carecer de alguno de ellos, sobre todo en las edades más tempranas.
Por todo ello la Iglesia, en su grave responsabilidad
de iluminar la vida de los creyentes a la luz del Evangelio de Jesucristo, no
ha cesado en hacer múltiples llamamientos en defensa de la familia, de la
protección que hace de la vida de sus miembros desde el momento de su
concepción hasta su muerte natural, y en la sacramentalidad del matrimonio como
algo propio y exclusivo entre un hombre y una mujer.
Y es que la comunidad eclesial ni es dueña de la
Palabra de Dios, ni puede interpretarla conforme a su voluntad y mucho menos
manipularla por la presión que pueda infringir una determinada ideología
imperante. Porque una cosa es que
tengamos que respetar las diversas formas de entender la vida, y otra muy
distinta anular la realidad familiar en aras a una ideologizada defensa de
derechos más que cuestionables.
Todos tenemos, ciertamente, derecho a vivir conforme a
nuestros principios morales y antropológicos, y nadie puede juzgar ni marginar
por ello, a quienes han optado por una convivencia distinta a la suya. Las
marginaciones homófobas y excluyentes están fuera de toda justificación, y el
respeto a la dignidad de los demás es una exigencia cristiana.
Pero una cosa es el derecho a desarrollar la vida
adulta como cada uno lo considere conforme a sus convicciones, y otra muy
distinta el derecho a la paternidad o maternidad. La vida humana es un don de
Dios, un regalo fruto del amor de los padres que han podido transmitir esa vida
distinta de la suya y que no les pertenece. Por esta razón no existe ningún
derecho natural a ser padre o madre, sino que en cualquier caso es un regalo
que supera su voluntad.
Este respeto a
la vida del nuevo ser, nos ha de llevar a evitar cualquier manipulación que ponga
en peligro su normal desarrollo, porque desde el momento en el que ha sido
concebido, ya no es una parte del cuerpo femenino sino alguien distinto de él,
y que en su debilidad y dependencia necesita y merece mayor respeto y cuidado.
Ciertamente hay matrimonios que no pueden tener hijos,
y que sienten esa falta con gran dolor por el mucho amor que podían entregar y
que la naturaleza se lo ha denegado. Para ellos el camino de la adopción se
abre como una puerta de esperanza, en la que no sólo van a encontrar el
desarrollo de toda su capacidad de padres, sino que además, y pensando en el
niño, van a dar un hogar y un entorno familiar digno a unas criaturas que
carecían de ello.
Porque no olvidemos que si bien no es un derecho del
adulto el ser padre o madre, sí es un derecho del niño el tener padre y madre
que le quieran, le cuiden y le ayuden en su desarrollo como persona.
Los gobiernos tienen la capacidad de hacer las leyes,
pero dicha capacidad legislativa no siempre conlleva la justicia, y su
autoridad moral queda seriamente dañada cuando al querer otorgar derechos
sustentados en ideologías subjetivas, malogra y perjudica derechos objetivos,
fundamentales y universales.
Ciertamente la realidad matrimonial y familiar pasa
por momentos de grandes dificultades. Cada vez son más frecuentes las rupturas
entre los esposos y las uniones con nuevas parejas. Los niños reparten su
tiempo entre el padre y la madre. Y por muy acostumbrados que podamos estar a
ello, sabemos que siempre, detrás de cada ruptura hay dolor y sufrimiento para
todos, y en este sentido la comunidad cristiana debe saber acompañar para en la
medida de lo posible ayudar a superar las dificultades, y también acoger a
quien atraviesa por ellas con sencillez y comprensión.
Como nos dice Jesús en su evangelio, muchas veces es
la dureza de nuestro corazón la que nos impide reconciliarnos y superar las
barreras que nosotros mismos ponemos en el camino del amor.
Los egoísmos, las individualidades, la falta de
comunicación, la frivolidad e irresponsabilidad, nos llevan a situaciones
irreversibles que no sólo nos cuestan la felicidad a los adultos, sobre todo
tiene graves consecuencias para los hijos que se convierten en las víctimas
silenciosas de todo ello, y a veces en instrumento de agresión en las manos
adultas.
La familia es el gran tesoro que todos poseemos, y por el que merece la pena entregarse a fondo perdido. De su salud depende nuestra dicha y si ésta nos falta nuestra desgracia es inmensa.
De esta realidad familiar no podemos excluir a Dios.
Si ante los problemas y dificultades prescindimos de él, nuestra soledad y
debilidad son absolutas, y las soluciones claramente deficientes.
Dios bendice la unión de los esposos cuando éstos se
prometen amor, fidelidad y respeto, y si el matrimonio es vivido desde esta
conciencia de ser bendición de Dios, y cada día en medio de la oración de los
esposos es presentado al Señor con confianza, seguro que las dificultades se
superan fortaleciendo aún más los vínculos de ese amor prometido.
Si todas las bodas son hermosas porque en ellas se
enuncia el amor como proyecto confiado, mucho más lo son las celebraciones de
las bodas de plata y oro, manifestación del camino recorrido, expresión de un
amor probado y gratitud por el don recibido del Señor.
Hoy vamos a pedir a Dios por todos los matrimonios,
para que sean vividos como la preciosa vocación a la que han sido llamados. Que
el Señor fortalezca sus momentos de debilidad, y que puedan encontrar en la
comunidad cristiana el espacio donde alimentar su fe, esperanza y amor
conyugal.
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