DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO
5-2-23 (Ciclo A)
“Vosotros sois la sal de la
tierra... vosotros sois la luz del mundo”.
Nada más concluir la
proclamación de las bienaventuranzas, Jesús comienza a desgranar esta larga
enseñanza en la que va a condensar el contenido de su proyecto de vida.
Y lo hace con esta llamada a tomar conciencia
de nuestra identidad en medio del mundo. Somos sal y luz dentro de un entorno
que muchas veces ha perdido el rumbo, porque avanza entre sombras y tinieblas, y
también carece de calidad y de sabor auténticamente humano.
Somos sal y luz para que, insertos en la masa de nuestra realidad concreta, compartiendo los anhelos y las dificultades de nuestros semejantes, podamos alumbrar con nuestra vida, y dar nuevo sabor con nuestra entrega, a quienes nos rodean y comparten nuestro presente.
La imagen de la luz es en la
Sagrada Escritura es imagen del mismo Dios. No olvidemos que ya en el libro del
Génesis, lo primero que hace Dios es separar la luz de las tinieblas. El Sol es
fuente vida, su luz hace que las cosas sean porque son percibidas y
reconocidas, su calor genera el desarrollo de los seres vivos, y está claro que
sin su existencia, la vida sería imposible.
En medio del caos de esa
oscuridad, Dios hizo germinar su Creación, y dentro de ella estableció al ser
humano, creado a su imagen y semejanza, para que con su existencia diera
noticia cierta de su Creador.
El hombre caminando bajo la luz
conoce y acierta en alcanzar su destino, puede conducir su vida con verdad y
reconocer a sus semejantes en la igualdad y el amor fraterno. La luz nos da
certeza de lo que existe, asegura nuestros pasos, serena nuestras emociones y
verifica las intenciones que pone al descubierto. En la claridad no hay lugar
para el oscurantismo ni la mentira, porque todo lo pone al descubierto, y eso
nos obliga a reconocernos en nuestra propia verdad.
Por el contrario es en la
oscuridad donde se establece la inseguridad y el miedo, donde emerge la mentira
y la amenaza porque en ella pretenden ocultarse los impulsos más bajos y
egoístas que el pecado infringe en el corazón del hombre.
Por eso el antagonismo que Jesús establece entre luz y oscuridad, es el mismo que el que existe entre el bien y el mal, entre la gracia y el pecado.
Por otra parte, el segundo
simbolismo que utiliza el Señor es el de la sal. La sal se nos ofrece en la
misma naturaleza, no tenemos más que extraerla del agua del mar que la contiene
o de las salinas del interior. Esa sal, además de acentuar el gusto propio de
los alimentos, ayuda a su conservación y cuidado, de manera que se ha
convertido en un elemento imprescindible en la vida del hombre.
Pero además la sal, bien utilizada, no se impone a lo que da sabor, ni se destaca en los alimentos que condimenta. Pasa aparentemente desapercibida, y sin embargo su presencia no se puede disimular.
Pues estos dos elementos que utiliza Jesús en su Palabra, son puestos como modelo de nuestras actitudes cristianas, para nosotros mismos y de cara a los demás.
Si Cristo es la luz del mundo,
aquel de quien el anciano Simeón proclamó “Luz de las naciones y gloria de su
pueblo Israel”, nosotros estamos llamados a vivir esta cualidad, tomando
conciencia de la misión que se nos ha confiado.
La luz de la fe, si es vivida
con auténtica coherencia, no puede ser ocultada, ni mitigada, porque entonces
no ilumina ni nuestra vida, ni la de los demás.
Los cristianos no podemos tapar
la vela que alumbra y calienta el corazón de los hombres, y si alguna llama es
más tenue o endeble, debe ser avivada por otras llamas más vivas, en vez de
sofocada. La luz de los fuertes ha de animar y sostener la de los más débiles.
Nuestro mundo necesita de
personas que irradien la luz de Jesucristo, luz que viene animada por la cera
de su Palabra, y la mecha del Espíritu Santo que anima cada corazón creyente.
Una luz que ilumine la verdad de cada cosa, y ponga al descubierto la falsedad
que, a su vez, quiere imponerse en medio del mundo.
La fe en Jesús nos ha de llevar
a dar testimonio del Evangelio en medio de cada acontecimiento y circunstancia
que nos toque vivir, sabiendo que las consecuencias pueden ser adversas para
nosotros, como lo fueron para quien es el origen de toda luz, nuestro Señor.
Pero si por miedo o desidia, si nos dejamos acomplejar por los ambientes e ideologías dominantes, entonces estaremos
poniendo la lámpara debajo del celemín.
Cuando la luz ilumina de verdad,
emergen con fuerza las auténticas intenciones que sustentan la vida del hombre.
En medio de la precariedad económica, la luz pone al descubierto los fraudes,
los egoísmos y las injusticias que tantas personas padecen. En medio del
progreso del hombre, la luz pone al descubierto los ataques contra la vida
humana en cualquiera de sus fases, los abandonos de los débiles a su suerte,
los malos tratos en el hogar, la violencia que padecen los más indefensos.
En medio de una sociedad hedonista y autocomplaciente con sus propios vicios, los cuales airea con la intención de darles carta de naturalidad, la luz de Cristo nos habla de compromiso y fidelidad en el matrimonio, de respeto en las relaciones interpersonales, de educación y acompañamiento a las generaciones más jóvenes, de manera que no reproduzcan e incrementen los abusos y miserias de quienes, puestos en la palestra de los medios, se muestran como modelos de identidad.
Es la luz de Dios la que debe
guiar el camino del hombre, porque es en esa luz donde fue llamado a la vida
para vivirla en la dignidad humana, y no en la mediocridad de una existencia
condenada a la oscuridad del caos existente antes de infundir el Espíritu Santo
sobre toda la Creación.
La manera de vivir y desarrollar
este don que hemos recibido es al modo de la sal. No debemos pretender los
discípulos del Señor utilizar medios y caminos distintos de los suyos.
El Verbo eterno de Dios, por el misterio de la Encarnación, se hizo uno con nosotros en la persona de Jesús. Él nos fue mostrando con la sencillez de su vida, el camino de la fidelidad a la voluntad del Padre, viviendo y compartiendo su existencia como uno más, en medio de los suyos. Así ha de ser nuestra vocación cristiana. Ser uno con los hermanos, de manera que por nuestro testimonio personal de vida, y por el anuncio que explícitamente hagamos de Cristo, iluminemos las vidas de los demás, a fin de que experimenten también ellos, el gozo de sentir el amor inmenso de Dios.
Que hoy podamos sentir, por la
fuerza del sacramento que estamos celebrando y que alimenta nuestra vida, ese
deseo manifestado por el Señor al final del evangelio proclamado: “Brille así
vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria
a vuestro Padre que está en los cielos”.
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