DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO
12-2-23 (Ciclo A)
La temática que aborda en este
domingo la Palabra de Dios, en especial la primera lectura y el evangelio,
incide directamente en la manera de vivir hoy la fe por parte de muchos cristianos.
“No he venido a abolir la ley, sino a darla cumplimiento”, dice Jesús en este
largo Sermón de la montaña, y que desarrolla ese precioso proyecto de vida que
contienen las Bienaventuranzas.
El ser humano establece sus
relaciones con Dios y con los demás, no de forma arbitraria y caprichosa, sino
desde un compendio de leyes y valores, que le ayudan a entender la propia vida
y su manera de desarrollarla en la comunión fraterna y filial. Desde nuestro
más temprano raciocinio vamos asumiendo unos principios morales que nos ayudan
a favorecer el bien y a rechazar el mal. Y no como algo extrínseco y ajeno a
nosotros, sino como la manera de conducirnos de forma libre y responsable, para
un mejor crecimiento humano y espiritual.
Cuando nuestros padres corrigen
y reprenden aquellas actitudes negativas nuestras, lo hacen desde sus propios
valores, y sabiendo que es su obligación velar por nuestro bien, porque nos
aman y desean lo mejor para nosotros.
Lo mismo sucede con Dios. Él no
ha impuesto al ser humano una ley carente de humanidad, todo lo contrario. Si
nos acercamos con madurez y responsabilidad a cada una de las Leyes divinas,
vemos cómo son la condición de posibilidad de un desarrollo fraterno y
auténtico entre nosotros. Para ello, es necesario que reconozcamos la primacía
de Dios sobre todo lo demás. Sólo podemos aceptar la Ley de Dios, si amamos a
Dios sobre todas las cosas, y si respetamos su nombre y su gloria desde el amor
de hijos que él mismo nos tiene.
Es imposible vivir los valores
del evangelio, y conducir nuestra vida bajo la guía de nuestro Señor
Jesucristo, si previamente no reconocemos la autoridad absoluta de Dios en
nuestra existencia personal y colectiva.
Como nos enseña el libro del Eclesiástico, “delante de nosotros está la vida y la muerte, elige lo que quieras”. Somos responsables de nuestro presente y de nuestro futuro. No podemos cargar sobre otros hombros el peso que cada uno debe soportar como consecuencia de sus actos y decisiones, de las cuales deberá dar cuenta ante Dios.
Es curioso cómo en nuestros
días, si bien es verdad que cada vez más nos levantamos contra las injusticias
y males que se cometen en el mundo, con mayor vehemencia juzgamos los
comportamientos ajenos y con facilidad nos erigimos en jueces de la vida del
vecino, sin embargo con mayor celo queremos proteger nuestro ámbito de
decisiones y obras.
Podemos hablar y juzgar a los demás, pero a mí que nadie me toque, que soy libre para hacer lo que me da la gana. Incluso entre muchos creyentes se da la paradoja de si bien aceptan y dicen seguir con afecto a Jesús, en quien creen de corazón, sin embargo, la manera de vivir esa fe en Cristo la realizan “a su modo”; soy creyente, pero no practicante, yo me confieso directamente con Dios, no necesito de intermediaros humanos...
Y aquí es donde debemos volver a
escuchar la voz del Señor; “no creáis que he venido a abolir la ley y los
profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud”.
Las herramientas que el Señor ha
puesto en nuestro camino son una ayuda, y como tales debemos acogerlas. Claro
que lo importante es la fe y la fidelidad a Cristo, claro que por encima del
pecado está la gracia, que como nos dice S. Pablo sobreabunda con creces allí
donde pretende imponerse el mal. Pero este ejercicio de conversión y de vida bajo
la acción del Espíritu, no se da de forma casual ni individualista, y mucho
menos autojustificando comportamientos comodones y caprichosos.
La ley y las normas que Dios ha
establecido, han de ser acogidas como medios pedagógicos para conducirnos de
manera personal y comunitaria, hacia una convivencia en el amor y en la
comunión fraterna. Nunca son una carga si son acogidas en la libertad y
responsabilidad de los hijos.
Jamás los consejos de nuestros padres, sus correcciones y hasta a veces los castigos, que sabemos han partido con certeza de su amor por nosotros, nos han causado ningún trauma ni odio hacia ellos, al contrario, precisamente porque nos han amado con toda su alma, han asumido su grave responsabilidad de evitarnos males mayores, educándonos primero en la responsabilidad para que un día hiciéramos el uso adecuado de nuestra libertad.
La conciencia rectamente
formada, debe contemplar con claridad las consecuencias de cada decisión que
tomamos. No es igual una que otra. Toda acción humana conlleva unas secuelas
para uno mismo y para los demás, y si por nuestro comportamiento hemos causado
algún daño, debemos repararlo, tanto con el hermano herido como con Dios.
Para eso existe el sacramento
del perdón, en el que el mismo Jesús ha querido vincular la misericordia divina
mediante la mediación humana “lo que ates en la tierra, quedará atado en el
cielo”, dirá a Pedro y demás apóstoles.
La Iglesia no es una institución
sin más. Es la familia de los hijos de Dios que animada por el Espíritu Santo,
sigue las huellas de Jesucristo nuestro Salvador.
Dios no ha querido que el ser
humano camine en la oscuridad y el sin sentido, abandonado a su suerte y
condenado a las consecuencias de su comportamiento irresponsable. “Dios
predestinó la sabiduría antes de los siglos para nuestra gloria” nos ha dicho
S. Pablo. No estamos solos. Tenemos la asistencia permanente del Señor quien
nos ha dado una conciencia por la cual entramos en diálogo con él, y que
formada desde el contraste y el discernimiento con el resto de la familia
cristiana, nos ayuda a encontrar el camino de vuelta al Padre, cuando por
cualquier causa nos hemos separado de él y de los hermanos.
Los sacramentos son medios
eficaces por los que recibimos la gracia de Dios. En ellos se nos entrega el
mismo Jesucristo que nos redime con su amor y nos envía a prolongar su obra
salvadora.
Ningún cristiano puede
prescindir de ellos, porque sin el bálsamo del perdón sacramental que sana y
regenera nuestra vida cuando el pecado la ha degradado, y sin la fuerza renovadora
del alimento que nos da la Eucaristía, Pan de vida eterna y Cáliz de eterna
salvación, nuestra existencia espiritual languidece y muere. Y quien crea
encontrar otro camino que prescinda de esta interacción sacramental se confunde
de sendero y se va separando de la vida comunitaria.
Uno de nuestros mayores males como cristianos en un primer mundo autocomplaciente, es la desidia e indolencia religiosa. Como nada nos cuesta ni tenemos que sufrir por vivir libremente la fe, corremos el riesgo de devaluarla y acomodarla a las modas del ambiente. Así tampoco chirría en medio de una sociedad opulenta y hedonista.
Pidamos en esta celebración, que
el Señor nos conceda la fortaleza de nuestra identidad cristiana, para vivir
nuestra fe con gozo y coherencia, de manera que seamos auténticos testigos de
su amor, en medio de nuestro mundo.
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