DOMINGO
IV DE CUARESMA
19-03-23
(Ciclo A)
Si el domingo pasado contemplábamos a
Jesús como el agua viva, hoy se nos revela como la luz del mundo. Que
importante en este tiempo de sombras, donde las distintas situaciones
personales y sociales nos oscurecen la mirada y retraen el ánimo, poder atisbar
la luz de la esperanza que viene del Señor. Pues así en el evangelio que hemos
escuchado se nos muestra algo más que la recuperación de la vista por parte de
un ciego de nacimiento. La luz de Cristo devuelve la esperanza, la dignidad y
el gozo. De hecho en este cuarto domingo de cuaresma, hacemos un paréntesis en
la sobriedad propia del tiempo litúrgico, para dejar que se introduzca la luz
de la alegría de la resurrección prometida. Hoy es el domingo de “Laetare”, de
la alegría, por nuestro futuro en plenitud.
Y como tantas veces hemos escuchado en la
Escritura, la vida de Jesús conlleva numerosos contrastes. Para aquel ciego
será el Salvador, el Mesías prometido, para los fariseos será un trasgresor de
la ley, ya que por encima de una curación sorprendente, que devuelva la vista o
la vida a un ser humano, para ellos ha de
imponerse el cumplimiento estricto de la ley de Moisés, y de modo especial
la observancia del sábado.
La luz de Dios pone al descubierto las
actitudes más ocultas y también las obras más auténticas. Para quienes se dejan
interpelar por los hechos, ven que un hombre impedido y marginado por su
ceguera, ha recuperado su dignidad y la liberación de la enorme carga que de
ella se derivaba. Ya no tiene que mendigar ni que depender de la caridad y
misericordia de los demás. Para él se ha hecho la luz en su vida y desde ahora
puede caminar sin tropezar en las piedras del camino, superando también los
obstáculos que le impedían vivir con esperanza.
Este hecho extraordinario lo ha realizado
otro hombre que nada ha exigido a cambio, cuyas palabras y obras lo preceden,
ya que para muchos está suponiendo un aliento de ilusión en medio de sus vidas
marcadas por el dolor, el abandono o el desprecio.
Está claro que Jesús tiene un don
especial que a todos desconcierta y que a nadie deja indiferente.
Pero lo que más extraña de su actuar es que no busca beneficio personal, ni se pone al servicio de los poderosos que le pueden devolver el favor o promocionar su mensaje, su obrar va unido al anuncio del Reino de Dios, que expresa el deseo del Padre eterno de que todos sus hijos se salven.
La luz de Cristo busca iluminar nuestras vidas y darlas calor con su amor incondicional. Una experiencia que es regeneradora de los corazones desgarrados y que llena de alegría a todos los que se dejan sanar por su misericordia.
El encuentro de Jesús con el ciego se da
desde la compasión que le produce esa situación. Sus discípulos le preguntarán
quién pecó él o sus padres. Porque según su mentalidad, arraigada en la
tradición judía, cuando uno padecía una enfermedad de nacimiento tan grave, era
por un pecado personal o familiar.
Sin embargo a Jesús no le preocupan tanto
las razones morales, ya que el pecado del ciego o de sus padres también está
llamado a ser redimido por la conversión de sus vidas, lo que en este momento
le mueve es sólo la realidad de esclavitud y dependencia que aquel ser humano
había padecido desde siempre, por causa de una ceguera de la que nadie tenía
por qué ser culpable, y mucho menos ser fruto de un castigo divino.
Jesús desea que vuelva a brillar para él
la verdadera luz de Dios, restaurar la verdad divina que no es causante de ninguna
desgracia ni vengadora del mal humano, y en su nombre le devuelve la vista y
con ella la esperanza de iniciar una vida nueva.
Jesús es la luz del mundo. Y la primera
claridad que busca instaurar es la de una imagen de Dios sana y auténtica. La
historia humana ha manchado demasiado la imagen de Dios utilizando su nombre de
forma arbitraria y alejándolo de los más necesitados como si estuvieran
desamparados de su mano y de su amor. Nadie puede apropiarse del nombre de
Dios, y esa es la primera lección que Jesús da a los fariseos y sacerdotes de
su tiempo, lo cual le llevará a la persecución y a la muerte en la cruz.
Hoy somos nosotros quienes revivimos este
pasaje del evangelio en nuestro recorrido cuaresmal. Y por ello nos convertimos
en destinatarios de su enseñanza, que por una parte nos llama a acercarnos a
los hermanos con compasión y misericordia, a la vez que nos exige vivir la fe
desde su verdad más profunda y auténtica.
Una fe que ha de ser confesada por una
vida coherente y misericordiosa. Una fe que se manifieste ante los demás con el
testimonio personal, entregado, solidario y fraterno, buscando siempre hacer el
bien al necesitado antes que preocuparnos por su forma de vivir y pensar.
La comunidad cristiana recibió del Señor
un claro mandato de ser misionera; de anunciar al mundo la Buena Noticia del
Reino de Dios desde el anuncio explícito de Jesucristo, la denuncia de las
injusticias y el testimonio personal. Todo ello ha de verse reflejado cada vez
que nos reunimos para celebrar la Eucaristía, ya que ésta es la mesa de la
auténtica fraternidad, en la que presididos por el mismo Jesucristo, nos
sentimos enviados con la fuerza de su Espíritu Santo a sembrar en el mundo su
semilla de amor y de paz.
Junto a este mandato del Señor, también debemos escuchar otra exigencia evangélica que a todos nos iguala y a nadie lo eleva sobre los demás; “no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad y seréis perdonados, la medida que uséis con los demás la usarán con vosotros”.
Hoy es un
buen día para que todos nos acerquemos a Cristo con nuestras cegueras
personales y sociales, a fin de que él nos vaya sanando. Recordando el final
del evangelio no hay peor ciego que aquel que no quiere ver. Que el
Señor nos ayude para que iluminados por la luz del amor, veamos siempre con
limpieza de corazón a los demás y así vivamos conforme a su voluntad, porque
serán los limpios de corazón, los que verán el rostro de Dios.
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