DOMINGO III DE
CUARESMA
12-03-23 (Ciclo A)
“El que
beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed”.
Con este simbolismo del agua que acabamos de escuchar
en el diálogo con la Samaritana, nos introduce la liturgia en un proceso catequético
que nos preparará para vivir la experiencia pascual.
Estos últimos domingos de cuaresma, eran vividos en
las primeras comunidades cristianas con una intensidad singular. Los
catecúmenos, aquellos que se preparaban para su bautismo y plena participación
en la vida de la Iglesia, acogían la enseñanza del evangelio en el que tres
rasgos fundamentales de la persona de Jesús van a preparar su reconocimiento
pascual como el Mesías, el Santo de Dios. Jesús es el agua viva, él es la luz
del mundo, él nos trae la vida eterna.
El primero de ellos, Jesús el agua viva, es el que en
este domingo se nos presenta, por medio del evangelista S. Juan.
La experiencia de la sed ha servido para iluminar la
actitud de permanente búsqueda del ser humano, y la necesidad de saciar su alma
en el encuentro pleno con Dios. El pueblo de Israel, que desde su origen toma
conciencia de haber sido especialmente elegido por el Creador, vive su
experiencia de liberación de la opresión de Egipto como una clara intervención
de Dios en su historia. De hecho, la principal fiesta de su vida social y
religiosa será la Pascua, el paso del Mar Rojo hacia la tierra prometida, el
paso de la esclavitud a la libertad, recuperación de la vida y de la dignidad
perdida.
Pero aquella vivencia intensa de encuentro de Dios con
su pueblo, no está exento de dificultades, tensiones y dudas. El camino por el
que Dios va llamando a sus elegidos tiene sus exigencias personales, y la
primera liberación a la que somos urgidos es a la de nuestros propios egoísmos
e individualismos, que tantas veces esclavizan la vida propia y ajena. El
desierto cuaresmal nos enfrenta con nosotros mismos haciéndonos sentir con
mayor profundidad nuestra sed de Dios y disponiéndonos a buscarle con sincero
corazón.
Esta experiencia de búsqueda, es la que acerca a Jesús
y aquella mujer de Samaria.
El
encuentro con el Señor va a suponer para ella el reconocimiento de su vida
atormentada, la recuperación de la dignidad quebrantada, y una renovada ilusión
por vivir. La sed de sentido queda saciada ante el descubrimiento de un Dios
que se nos acerca, nos acepta como somos y nos invita a beber de su amor
inagotable para transformarnos el corazón de modo radical. Ese amor hace crecer
en nosotros una vida nueva que se desborda en favor de los demás y que nos
ayuda a vivir la vida, en medio de las dificultades de este mundo, con un
espíritu nuevo y gozoso.
En el
diálogo que entablan Jesús y la Samaritana surgen muchas cuestiones de la vida
y de la fe. Vemos cómo el Señor dialoga con ella con toda libertad para
situarla delante su propia vida y verdad, con lo que hay en ella de luz y de
sombra. Pero sus palabras no encierran ningún juicio inmisericorde de manera
que aquella mujer, tan maltratada por tantas circunstancias adversas, se siente
a gusto hablando con el desconocido. Y en esa conversación sincera y abierta
también ella reprocha a los judíos su exclusivismo religioso y étnico, a lo que
Jesús responde que esa división entre los hermanos por motivos de fe y de
costumbres ha terminado, ya que los que quieran dar culto verdadero adorarán
al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios
es espíritu, y los que le dan culto deban hacerlo en espíritu y verdad.
En ese
encuentro cercano y amistoso, surgen también las confesiones más profunda e
íntimas. Por una parte la que la mujer hace de su esperanza personal; Sé que
va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.
A lo que
Jesús responde revelando su identidad; Yo soy.
Él es el
esperado del pueblo sediento de Dios. Él es el agua viva que apaga esa sed y
colma todos nuestros anhelos. Pero para vivir la experiencia del encuentro
gozoso con el Señor, también nosotros debemos acercarnos al pozo de donde mana
esa agua viva y buscar con sencillez al único que la ofrece con ternura y amor.
El culto que Dios quiere ha de darse en espíritu y en
verdad. Es decir, debe brotar del corazón de cada uno de nosotros y de la vida
auténtica y fiel de toda la comunidad creyente. A Dios, que es espíritu y
verdad, no podemos verle fuera de sus manifestaciones sacramentales y lugares
de especial encuentro como son los pobres, los enfermos y los necesitados. Allí
donde siempre ha querido estar, entre sus hijos más humildes, los que sufren la
injusticia y claman permanentemente su misericordia y compasión.
El culto
que Dios quiere es el de un pueblo santo unido en la fe, la esperanza y el
amor, lo que se expresa de forma activa por medio de la comunión eclesial y su
dimensión caritativa. El amor de los hermanos y la unidad de su fe han de
visibilizarse en la entrega a los necesitados, en el compromiso transformador
de la realidad y en la construcción del reinado de Dios.
Ésta ha de ser para nuestra comunidad cristiana la
experiencia cuaresmal. Un camino por la senda del Dios de la vida, en medio de
la cual sentimos sed. Sed de justicia, de amor y de paz. Una sed que nos empuja
a la búsqueda permanente de la voluntad del Señor, y que nos lleva a acercarnos
al mismo pozo que aquella mujer samaritana para vivir el encuentro con nuestro
Salvador.
Que hoy,
reconociendo la verdad de nuestra vida, mirando el pasado con ojos compasivos y
aceptándonos como somos, estemos dispuestos para acoger el amor del Señor
que nos transforma y convierte de
verdad, en auténticos hijos de Dios, y que esa renovación interior se
manifieste en nuestro comportamiento y testimonio de vida.
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