DOMINGO
V DE CUARESMA
26-03-23
(Ciclo A)
Llegamos al final de nuestro recorrido
cuaresmal, con este evangelio que nos presenta S. Juan y que nos sirve de
pórtico para la semana de pasión.
Estos cinco domingos nos han conducido desde
la llamada a la conversión, hasta la revelación de Jesús convertida en promesa:
“Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto
vivirá”.
Cinco domingos en los que el Señor nos ha
adelantado la experiencia del Reino en su transfiguración, ha calmado la sed de
agua viva de la Samaritana y devuelto la vista al ciego de nacimiento.
Todo un proceso de fe que culmina con este relato evangélico en el que la muerte, como realidad sufriente y amarga que trunca proyectos e ilusiones, se detiene ante la palabra de Jesús, “Lázaro, sal afuera”.
La muerte del amigo y el dolor de su familia, conmueven a Jesús. Esta experiencia toca profundamente su corazón porque ya no se trata del dolor de alguien alejado o desconocido. Lázaro es uno de sus íntimos, aquel que tantas veces le ha proporcionado momentos de paz y serenidad. Su hogar se le ofrecía al Señor como el propio y ahora está vacío y lleno de aflicción. Marta le ha mandado mensajes sobre la gravedad de su hermano y Jesús se ha retrasado, de ahí su reproche a la vez que su confianza, “si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto, aún así sé que todo lo que le pidas a Dios, él te lo concederá”.
En las palabras de Marta, se encuentran
las soledades de tantas personas que mueren sin el cariño y la cercanía de los
suyos. Tantos momentos de espera para reconciliarse y que llegan demasiado
tarde.
La muerte, realidad dramática de por sí,
muchas veces agudiza sus punzadas por la forma del morir. No es lo mismo llegar
al final de la vida con paz y serenidad, tras una existencia suficientemente
larga, que la sufrida en años más tempranos por un accidente inesperado, por
una enfermedad incurable, o la provocada por la violencia, la injusticia o el
odio.
Aunque toda muerte es una tragedia para los
seres queridos que han de separarse para siempre, la manera de morir también
debe de ser plenamente humana y humanizada.
Sabemos que la muerte vendrá para todos,
y la aceptación cristiana de la misma nos ayuda a preparar el encuentro con el
Señor, pero la muerte provocada por el hombre nunca puede ser aceptada ni
asumida con resignación ya que va en contra de la naturaleza humana y de la
voluntad divina.
Dios nos ha creado para que nuestra vida
tenga un sentido y en ella podamos encontrarnos con el Creador a través del
justo y digno desarrollo de la misma. Por eso debemos rebelarnos contra lo que
atenta a su normal devenir y luchar responsablemente por la paz y el respeto a
la dignidad de todos, estando de forma permanente al lado de los más débiles e
indefensos.
Pero el evangelio de hoy, lejos de ser
una narración mortuoria y descorazonadora, es una explosión de gozo y esperanza
ante la vida que Jesús nos ofrece. La muerte de un ser querido, aunque siempre
produzca dolor, necesite de la compañía y el afecto de los nuestros, además de
la cercanía y el respeto de todos, sólo puede ser superada desde la esperanza
en Cristo resucitado.
Las palabras y los gestos ayudan, pero es la fe firme en la promesa de vida que Jesús nos ofrece, la única que puede sanar el corazón roto por el dolor, de manera que vuelva a recuperar el ritmo de la vida agradecida a Dios por el don del amor compartido junto a nuestros seres queridos.
La muerte no tiene la última palabra
sobre la Creación, y el Dios Creador nos ha llamado a la vida en plenitud por
medio de su Hijo Jesucristo. “Yo soy la resurrección y la vida: el que muere y
cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no
morirá para siempre. ¿Crees esto?”, ¿Creemos esto nosotros?
Este es el fundamento de nuestra fe cristiana. Los cristianos no sólo admiramos a Jesús, el hombre que pasó haciendo el bien por nuestra historia. Para esto ni tan siquiera hace falta ser cristiano, hay muchas personas que valoran la bondad humana sin más. Nuestra razón de ser cristianos es que creemos en Jesucristo resucitado que ha vencido a la muerte y nos ha abierto el camino de la vida para todos sin distinción.
Desde esta certeza que es más fuerte que las dudas y sinsabores de la vida, brota la confesión de Marta. Su fe en Jesús supera la densidad de su dolor, de modo que la confianza en Dios le ayuda a vencer la amargura del momento, y así confiesa que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.
Este
evangelio de hoy se hace realidad cada vez que un creyente entrega en las manos
del Señor a un ser querido. Es un evangelio convertido en profecía, porque a
pesar de que muchas veces nos embargue la desolación y el desconsuelo, a pesar
de que nuestra fe sea débil y nos cueste comprender el designio de Dios, por
encima de todo ponemos nuestra confianza en el Señor.
El revivir temporal de Lázaro no fue más que un signo
de la vida a la que estamos llamados. Devolvió la alegría a sus hermanas y
además les mostraba el umbral necesario que todos debemos cruzar, la muerte
física. Pero lo más importante es que en ella, se estaba prefigurando la
resurrección gloriosa de Cristo, donde la muerte es vencida para siempre, y la
vida en Dios se extenderá por toda la eternidad.
La muerte no debemos vivirla desde la rebelión contra
Dios, tampoco con una resignación infecunda, hemos de asumirla como la entrega
de la propia existencia por amor a Dios y a los hermanos. Si vivimos, vivimos
para el Señor, si morimos, morimos para el Señor, en la vida y en la muerte,
somos del Señor”, nos dice S. Pablo.
No hemos sido creados para terminar en la nada. Hemos
sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien en su Hijo Jesucristo, nos ha
hecho hijos suyos, y por lo tanto coherederos de su Reino.
Vivamos pues con esta firme convicción, “porque la
vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma”, y de este modo podremos trasmitir a los demás
la esperanza que no defrauda porque está asentada en la roca firme de Aquel que
nos ha amado desde siempre.
Preparémonos en estos días que nos faltan para vivir
con gozo la fiesta central de nuestra fe.
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