DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO
5-11-23 (Ciclo A)
Un domingo más somos
invitados a compartir este don gratuito de Dios que nos congrega como familia
eclesial, para fortalecer nuestra fe y unirnos en la esperanza.
Y la Palabra de Dios
que se nos ha proclamado hoy, nos invita a la reflexión profunda sobre nuestra
forma de vivir la responsabilidad pastoral y apostólica. El evangelio siempre
nos confronta con la vida y en unos casos nos demandará mayor solidaridad para
con los pobres, en otros autenticidad en la vida personal y social, o bien una
mayor generosidad y profundidad en la dimensión espiritual y vida de oración.
Todos sacamos consecuencias prácticas para nuestra vida si con apertura de
corazón y humildad acogemos esa palabra del Señor.
Pero en este día,
tanto Jesús en el evangelio como el profeta Malaquías en la primera lectura,
nos ayudan a mirar con verdad la vida de quienes tienen la misión especial de
ser guías y maestros en el conocimiento y aceptación de la voluntad de Dios,
los sacerdotes. Y si bien es verdad que todos los cristianos debemos dar fiel
testimonio de Jesucristo a través de una vida coherente, no cabe duda de que
esta fidelidad ha de ser especialmente cuidada por quienes han asumido una responsabilidad
sagrada ante la comunidad eclesial.
En la historia de
Israel han existido grandes hombres entregados y generosos, que han dedicado
sus vidas por entero al servicio de Dios
con dedicación a su pueblo. Ellos han contribuido con claridad a preparar el
camino al Señor y disponer debidamente a su pueblo para acogerlo con gozo.
También en la vida de
la Iglesia han sido y son innumerables los ministros del evangelio que se han
entregado con entusiasmo y dedicación a anunciar el Reino de Dios, sin buscar
nada que no fuera la alegría de compartir junto a los hermanos una misma fe y
esperanza. Gracias a ellos hoy nosotros podemos vivir nuestro seguimiento de
Cristo, porque por su testimonio sencillo y fraterno nos han abierto a la fe
transmitiéndonos su alegría y avalando con su generosidad y sacrificios la
palabra testimoniada.
Sin embargo Jesús y
el profeta nos muestran también el lado oscuro del mal ejercicio de este
ministerio. “En la cátedra de Moisés se
han sentado los letrados y fariseos: haced y cumplid lo que os digan, pero no
hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen”. Que dura
crítica, pero con qué claridad es dicha.
Jesús se enfrenta a
quienes aprovechándose de su posición ante la comunidad creyente, reducen su
misión a la imposición de normas y preceptos o a la condena inmisericorde de
quienes los quebrantan, sobre todo por su incoherencia y falsedad. Situándose
al amparo de la posición que ostentan se han convertido en jueces de los demás,
pero sus vidas quedan al margen de sus juicios, y esto el pueblo entero lo
descubre cayendo en el error de valorar los principios de la fe en función de
la forma de vida de quienes los enuncian. Es decir, que si un sacerdote nos
dice que en la vida hay que ser misericordioso y solidario con los demás, pero
él es egoísta y ruin, es que entonces su palabra no sirve de nada. De este modo
la misma verdad de la fe se hace depender de la autenticidad de vida de quien
la profesa.
Y aunque en gran
medida esto es así, y si nos falta coherencia personal y eclesial difícilmente
haremos creíble el mensaje que anunciamos, ante todo debemos saber separar la
verdad de la fe de las limitaciones de la vida de quienes la proponen. Y esta
es una tarea en la que todos los cristianos tenemos igual responsabilidad.
En nuestro tiempo
presente es mucho más destacable la entrega absoluta y desinteresada de los
servidores de la comunidad eclesial que sus pretensiones personales. Claro que
entre tantos siempre habrá quienes busquen su beneficio personal, o los que
reduzcan su labor ministerial a una doctrina desencarnada y carente de
compasión, o quienes incluso han tenido un comportamiento execrable y delictivo
con menores indefensos. Sin embargo, y hay que decirlo con toda la fuerza de la
verdad contrastada, el mal ejercicio del ministerio sacerdotal de algunos es
una herida menor ante la gran entrega generosa y auténtica fidelidad de la
multitud de servidores del Evangelio.
No obstante, sí es
notable el hecho de magnificar cualquier tipo de escándalo eclesial, y dar una
imagen generalizada de ese hecho que por muy deleznable que sea sólo responde a
la acción de un sujeto y nunca al desarrollo de la vida comunitaria. El caso es
que esta imagen, en parte real pero también enormemente distorsionada, genera
una opinión en algunos sectores de la sociedad e incluso de la propia Iglesia
de que o bien todo vale, o no hay que fiarse de nadie.
Y es entonces cuando
hay que volver a escuchar la voz del Señor, “haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen”.
El hecho de que la vida de algunos vaya en contra de lo que sus labios
profesan, no quita valor a la fe anunciada, sino sólo a la autenticidad de sus
vidas. Y esto que en los sacerdotes y Obispos adquiere notas mayores, también
sirve para el conjunto de los cristianos. Porque aunque las palabras del Señor
son dirigidas a la comunidad religiosa de su tiempo, esta también tenía una
gran proyección social. De este modo, y sin querer desviar la atención hacia
otros colectivos, la verdad, la coherencia y la honradez abarcan todos los
órdenes de la vida. Y si es verdad que en ámbito de la fe y en la vida
religiosa de cada uno esto adquiere una exigencia superior, la mezquindad, la
corrupción y la falsedad en la vida pública tienen consecuencias catastróficas
para todos. “Haced y cumplid lo que os
digan, pero no hagáis lo que ellos hacen”, es una advertencia a la que
todos los que nos atrevemos a realizar una propuesta de vida o de fe a los
demás, debemos tener gravada a fuego en el corazón y en la conciencia.
Todos somos
responsables de la acción evangelizadora por lo que si conforme a nuestra
manera de vivir estamos poniendo en riesgo la veracidad de esa misión, debemos
saber acoger la justa crítica que se nos pueda hacer e iniciar un camino de
conversión. No podemos pretender ser seguidores de Jesús, anunciar su Palabra,
proponer su proyecto de vida y llevar nosotros un estilo contrario a los
fundamentos de la misma. En este sentido debemos ser humildes y saber aceptar
la justa denuncia que se nos pueda hacer por parte de los creyentes y de
cualquier otra persona.
Pero junto a esto,
también debemos tener clara conciencia de que a pesar de nuestras infidelidades
y fracasos, la verdad del Evangelio no depende de nuestra forma de vivir, sino
que viene avalada por Aquel que se entregó por nosotros, y con su sangre mostró
al mundo el amor de Dios que a todos ofrece su salvación y vida en plenitud.
El evangelio, mis
queridos hermanos, a todos nos confronta con la verdad del Señor, y por mucho
que nos resistamos, al final esa verdad prevalece y resplandece con intensidad.
El que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido, dice el Señor.
Pidamos con humildad
al Señor, el don de la fidelidad y de la coherencia, para que los cristianos
llevemos siempre una vida acorde a nuestra fe, y de esa forma podamos dar un
testimonio creíble Jesucristo en medio de nuestro mundo, tan necesitado de amor
y de esperanza.
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