SOLEMNIDAD
DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO
26-11-23
(Ciclo A)
El
tiempo litúrgico llamado ordinario culmina en esta fiesta de Jesucristo Rey y
Señor del Universo, y así la semana que viene comenzaremos el Adviento
preparatorio para las fiestas de Navidad.
La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos evoca el final de todos los tiempos. Ese momento de la historia en el que toda la realidad sea acogida por el Creador y llevada a la plenitud en su Reino. No conocemos el cuándo ni el cómo, pero sí sabemos que un día Dios reunirá en torno a sí a todos sus hijos para transformar de forma definitiva este mundo conocido y dar paso a esa realidad anunciada por Jesús, esperada por quienes formamos su Pueblo santo, y ya compartida junto al Señor, por los hermanos bienaventurados que nos precedieron.
Proclamamos a Jesucristo como único Señor de nuestras vidas. Sólo a él le rendimos culto y sólo en él ponemos nuestras esperanzas y anhelos sabiendo que como Buen Pastor sale al encuentro de los perdidos y abandonados, para congregarnos a todos en una misma familia fraterna y abierta, donde descansen los agobiados, se reconcilien los enfrentados y juntos alabemos a Dios nuestro Padre por toda la eternidad.
El
reinado de Cristo comenzado en su vida mortal, se manifiesta también en cada
corazón que lo acoge y en cada uno de sus discípulos, llamados a prolongar su
obra y a anunciar la Buena Noticia de su Reino. Jesús nos habla siempre en cada
situación cercana y próxima. Y nuestra dicha y bienaventuranza se hace realidad
si somos capaces de reconocerlo en el hermano necesitado, en el enfermo y
abatido, en el hambriento y marginado. Dios mismo se nos acerca a cada uno de
nosotros con semblante humilde y frágil, y seremos dichosos si lo reconocemos
tan real y tan humano.
El reinado de Cristo no se asemeja al de
los poderosos de este mundo. Su trono se asienta en el calvario junto a las
cruces y sufrimientos de todos los crucificados. Su corona se clava en sus
sienes con las espinas de la opresión, la violencia y la injusticia que padecen
tantos inocentes, y cuyo dolor es
recogido y elevado ante el Padre. Reconocer en Jesús crucificado el reinado de
Dios emergente, implica de nosotros una respuesta solidaria y fraterna.
Jesús
llama bienaventurados a quienes son capaces de mirar con el corazón el rostro
de los demás y superan sus prejuicios raciales, ideológicos o culturales,
porque por encima de todo prevalece el amor al prójimo, al ser humano, al
hermano. Cada vez que a uno de estos hacemos cualquier bien, que no cerramos nuestra
puerta a su llamada ni volvemos el rostro a su mirada, a Dios mismo hemos
asistido y jamás quedará en el olvido del Señor.
Pero si en la generosidad y la solidaridad está nuestra ventura, en el odio o la indiferencia se encuentra nuestra desgracia. Cada vez que cerramos el corazón al necesitado y su llanto cae en el desprecio y en el olvido, es a Dios mismo a quien damos la espalda y aunque su amor todo lo puede y perdona al corazón arrepentido, igualmente escucha el sufrimiento de sus hijos a causa de la dureza de sus hermanos.
Al
proclamar hoy a Jesucristo como nuestro Señor, hemos de revisar con fidelidad
el lugar que realmente ocupa en nuestras vidas, buscando esos espacios en los
que todavía no ha podido entrar porque hemos dejado que los acaparen otros
señores o ídolos.
Nuestra
cultura y forma de vida, son muy propicios para vivir en la fragmentación.
Son
muchos los que viven al margen de la fe; también hay quien la reduce a la
práctica de unos ritos religiosos más o menos arraigados en nuestras
costumbres, pero carentes de profundidad espiritual, lo cual conlleva la
ruptura entre la fe y la vida, relegando la experiencia religiosa al ámbito de
lo privado y evitando que toda nuestra existencia sea iluminada por ella.
Dejar que sea Cristo el centro de nuestra vida ha de suscitar en nosotros la necesidad natural de estar en diálogo permanente con Él. Llevando a la oración diaria lo que somos y sentimos, nuestros proyectos y problemas para que a la luz de su Palabra experimentemos el gozo de su cercanía y podamos seguir el camino que nos acerca a su persona, en el encuentro con los hermanos.
Nuestra libertad y responsabilidad han de desarrollarse desde la comunión con el resto de la comunidad cristiana. Todos nosotros formamos parte del mismo grupo de creyentes y aunque no podamos conocernos unos a otros, sí nos sentimos cordialmente unidos en la misma alabanza y oración al Señor. Desde esta pertenencia comunitaria y fraterna, colaboramos mutuamente para atender a los más necesitados, acompañamos el crecimiento en la fe de los más jóvenes y celebramos una misma esperanza en el amor. Esta experiencia de la fe vivida en unidad va construyendo el reino de Dios por medio de su Iglesia presente y actuante en el mundo a través de la implicación comprometida de sus miembros. Algo que en este duro tiempo de pandemia se hace más vital.
Jesús
promovió con insistencia la experiencia de la auténtica fraternidad, un
cristiano ante todo es hermano y hermana de los demás, debe asentar sus
relaciones en el amor, y fundamentar sus opciones en la justicia, la
solidaridad, la misericordia y la búsqueda del bien común. Y aunque la realidad
de inseguridad y angustia se mantengan dramáticamente en nuestro mundo, no por
ello podemos olvidar la esencia de nuestro ser creyente, porque si dejamos de
vivir este principio fundamental que cada día repetimos en el Padre nuestro,
Cristo será el sujeto de una bella idea, pero no el Señor de nuestras vidas.
Hoy como en cada eucaristía, volveremos a rezarlo justo antes de disponernos a compartir su Cuerpo entregado por nosotros. Hagamos un esfuerzo para sentir con autenticidad que somos hermanos, y aunque nos cueste muchas veces vivirlo, y tengamos que aceptar nuestra mala conciencia asumiendo nuestra necesidad de conversión por ello, no dejemos de repetir y anhelar día tras día, que el Dios Padre de todos, nos ayude a construir los puentes que nos acerquen y a evitar todo aquello que nos separe.
La
fe se transmite con la palabra unida al testimonio de la vida, que al
ofrecérsela a los demás como el proyecto que merece la pena ser vivido por
todos, lo avalemos siempre con la autenticidad de nuestro corazón que confiesa
a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador.
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