DOMINGO II DE PASCUA
7-04-24 (Ciclo B)
Estamos inmersos en este tiempo gozoso que es la Pascua del Señor. El tiempo primordial en el que surge la Iglesia y con ella la experiencia comunitaria de una vida llena de esperanza y de gracia. Cristo ha resucitado, y este anuncio resuena de forma permanente en el corazón de aquellos que se sienten desbordados por la alegría de su fe.
Jesús, el Señor, sigue vivo y presente en medio de nosotros, y aunque las realidades cotidianas empañen esta mirada con sus sombras y oscuridades, en el tiempo de pascua recuperamos el impulso necesario para fortalecer nuestra fe y nuestra esperanza. Porque Cristo vive podemos esperar una vida semejante a la suya, donde la muerte no sea el final del camino, sino el paso a la vida definitiva para la que hemos sido creados en el amor del Padre.
La fiesta de la pascua judía, que en otros momentos fue
compartida por los discípulos con Jesús, es vista ahora con ojos bien
distintos. Antes era el recuerdo de una liberación pasada, de una experiencia
rememorada por generaciones para agradecer la misericordia de Dios con su
pueblo.
Pero la nueva Pascua
protagonizada por Jesús abre el paso permanente para la vida en plenitud, donde
la muerte es vencida para siempre. En muchas ocasiones el Señor les había
anunciado este acontecimiento. Él tenía que seguir el plan trazado por Dios
quien le había ungido con la fuerza de su Espíritu para anunciar la buena
noticia a los pobres, la libertad a los oprimidos y a todos la salvación. Era el
anuncio de su propia entrega pascual, abriendo con ella el camino a la
humanidad entera, de manera que sea posible el paso de la opresión a la
libertad, de la violencia a la paz, del egoísmo al amor y a la justicia.
Y ese paso definitivo, su
pascua, se producirá al asumir ese proyecto de vida con todas sus
consecuencias, soportando el rechazo, la negación y la traición, el odio y la
injusticia más absolutas, haciéndose solidario con los crucificados de este
mundo y padeciendo su misma suerte y su misma muerte en la cruz.
El silencio del viernes santo se rompe de forma definitiva ante el estruendo de la gran noticia; ¡Cristo ha resucitado!, y ya la muerte no oscurecerá el horizonte de la humanidad, sino que se abre para ella la puerta de la vida en plenitud, la vida que no tiene fin y que es la palabra definitiva de Dios como destino último de la historia.
Esta experiencia humana que sólo se puede vivir si hemos sido tocados con el don de la fe, supone para los cristianos, el centro de nuestra vida. Somos discípulos del Señor Jesús, muerto y resucitado, y nuestro mensaje, el evangelio que somos impulsados a anunciar, se resume en la transmisión de esta verdad fundamental.
Sabemos que no estamos
exentos de dudas y de momentos de oscuridad. La experiencia de los apóstoles
del Señor nos muestra cuántas veces atravesaron ellos mismos por esas tinieblas
que desconciertan y que dejan a uno en la más absoluta de las incertidumbres.
Tomás no era menos fiel que los otros discípulos. El también quería de corazón
a Jesús y le seguía con el mismo entusiasmo y autenticidad. Pero la evidencia
del Calvario se le presentaba como la imagen imborrable que desgarra y
ensombrece el alma haciendo difícil albergar cualquier esperanza.
Ahora salen sus hermanos con esa alegría extraña diciendo que
se les ha aparecido Jesús de forma clara, en persona. Que ha resucitado. Cómo
creer que es verdad cuando él mismo lo ha visto colgado en el madero de la
cruz, expirando su último aliento. Cómo dejar paso a la esperanza cuando todos
huyeron despavoridos ante el tormento de su amigo y Maestro.
Y sin embargo son ellos mismos, los temerosos del Gólgota los
que ahora se muestran entusiasmados, transformados y renovados en su ánimo.
Las palabras de Tomás ante el encuentro con el Señor, se han
quedado en la comunidad cristiana como expresión de confianza y gratitud,
“Señor mío y Dios mío”.
Sólo el encuentro con Jesús resucitado cambia la propia vida y la rejuvenece para siempre. Y este encuentro que en aquel momento se produjo de forma única e irrepetible, llega hasta nosotros a través de la comunidad cristiana.
La sucesión apostólica y la transmisión de este testimonio de
generación en generación, es lo que nos hace herederos de esta fe y portadores
de una misma esperanza por medio del amor.
También nosotros anhelamos ser una única comunidad cristiana con un solo corazón y una misma fe, al estilo de aquellos primeros cristianos cuya vida se entregaba con generosidad y afecto.
Para ello hemos de hacer que el saludo pascual de Jesús “paz a
vosotros”, sea el centro de nuestra vida comunitaria. La paz en el hogar, en la
Iglesia y en el mundo es cauce de fraternidad, camino eficaz en la construcción
de un mundo de hermanos y base de toda justicia.
La paz tantas veces alterada y nunca instaurada por completo
en medio del mundo, es para los cristianos una tarea permanente y un deber
fundamental de nuestra fe en Cristo resucitado.
Por ello debemos dejar que la luz pascual ilumine nuestras vidas para tender puentes de encuentro entre los alejados, y superar las barreras que todavía separan a quienes estamos llamados a compartir un mismo futuro en concordia.
Pidamos en esta Eucaristía que el Señor nos infunda
su paz, y que nosotros la acojamos con confianza y sin recelos. De este modo
mostraremos con nuestro testimonio personal el camino que conduce a una vida de
hermanos que con un mismo corazón y una sola alma, comparten su futuro en paz y
esperanza.
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