viernes, 12 de abril de 2024

DOMINGO III PASCUA

 


DOMINGO III DE PASCUA

14-4-24 (Ciclo B)


El domingo pasado, destacábamos la actitud alegre como exponente de la realidad pascual que vivimos los creyentes. Una alegría serena y realista que sin perder de vista la verdad de nuestro mundo, con sus muchas oscuridades, no por ello se dejaba arrebatar el gozo que siente nuestro corazón al celebrar el triunfo de Cristo sobre la muerte.

Esta alegría pascual puede parecer empañarse ante la llamada a la conversión que la Palabra de Dios nos invita a vivir hoy. Y esto porque hemos reducido la realidad de la reconciliación a momentos puntuales como la cuaresma o el adviento, mientras que si profundizamos en la experiencia pascual, la verdadera conversión se suscita en el encuentro con Cristo resucitado.

Pedro en el relato de los Hechos de los Apóstoles inicia su predicación arrancando de la dramática realidad vivida ante el martirio del Señor. “Matasteis al autor de la vida”, con esta contundencia denuncia la responsabilidad de la que todos participan. Unos por ser instigadores, otros ejecutores y todos complacientes espectadores que sin hacer nada, dejaron ajusticiar a Jesús, como si de un criminal se tratara.

La denuncia del apóstol exige una gran valentía para asumir por una parte, que él mismo lo había negado y por otra que el perdón de Dios se extiende a todos sin distinción, si con sinceridad asumimos nuestra vida y la reorientamos hacia el amor que Dios nos ofrece.

Pedro anuncia a Jesucristo muerto y resucitado, fin último del plan salvador de Dios anunciado desde antiguo, y en quien se han cumplido todas las promesas del Creador. Nuestro actuar humano está muchas veces empañado por la ignorancia, el miedo o la desidia. Pero la luz pascual ante la resurrección del Señor, nos ayuda a contemplar nuestras vidas con una actitud nueva, con esperanza y fidelidad.

Esperanza porque ahora nuestros temores han sido superados ante la experiencia de encuentro con Jesucristo resucitado, y confianza dado que sabemos que Dios no nos ha abandonado, y que su Espíritu permanece alentando la fe y el amor de su pueblo.

Así lo experimentaron aquellos discípulos del Señor en los diferentes encuentros con él vividos. Los evangelistas nos narran cómo muchas veces permanecía la duda o el temor, cómo la sorpresa les deja sin palabras y lo que les cuesta abrir el corazón para creer que su Maestro sigue vivo.

Pese a todo el saludo del Señor es siempre el mismo, “paz a vosotros”. No les reprocha ni su abandono ni su temor. Jesús comprende la dificultad humana para entender con tantos prejuicios como tenemos. Por eso necesitamos que él nos abra el entendimiento y que nos ayude a profundizar desde la fe, en el misterio del destino último de nuestras vidas.

Y aunque queramos acoger sin recelo la novedad de esta experiencia gozosa que nos ayuda a esperar un futuro en la plenitud de la vida divina, también debemos asumir que es necesario pasar por el trance de la cruz; “era necesario que el Mesías padeciera, resucitara de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicara la conversión y el perdón de los pecados”.

Una tentación de todos nosotros es querer esquivar la cruz. A nadie le gusta el sufrimiento ni el dolor, como tampoco a Jesús. Cuando la comunidad cristiana habla de asumir la cruz, no lo hacemos como elección positiva, buscando el sufrimiento gratuito. Asumir la cruz significa afrontar con valor las consecuencias de una vida coherente con la fe confesada. Aceptar los costes que conllevan en nuestros días ser discípulos de Jesucristo, y no negarle o traicionarle como tantas veces, desde el comienzo mismo, hacemos los que a pesar de tener un corazón bien dispuesto, nos vence el temor o la duda.

Eso es lo que aquellos discípulos, con Pedro a la cabeza, intentan transmitirnos. Ellos mismos siguieron al Señor con entusiasmo, lo conocieron y amaron como nadie, y sin embargo en el momento fundamental le fallaron. Ahora nos intentan transmitir con su predicación que estemos alerta en la vida, que nosotros no somos mejores que ellos ni tenemos una fortaleza especial por mucho que sepamos que Cristo ha triunfado sobre la muerte. De hecho podía parecer que para la comunidad nacida tras la resurrección de Jesús le sería más llevadero soportar las dificultades del camino porque conocía el final victorioso del Señor. Y sin embargo no fue así.

Por eso es necesario mantener viva la confianza en la misericordia del Señor. Y la llamada a la conversión que hoy se nos hace es para aceptar con humildad el peso de nuestras cobardías y temores, y ponerlos ante el Señor para que él nos ayude a superarlos con valor.

Los discípulos de Jesús volvieron a mirar al Señor con entereza y sencillez. Y en el cruce de sus miradas no sólo no encontraron reproches ni condenas, sino una acogida llena de amor por parte de aquel que entregó su propia vida por ellos y por toda la humanidad.

También nosotros debemos saber levantarnos cada vez que tropezamos y caemos, sabiendo que si grande es el mal cometido o la distancia que nos separa de Dios, mayor es su amor y misericordia que todo lo vence y regenera para la vida eterna.

Si creemos de verdad que Cristo ha resucitado no podemos desconfiar de su poder salvador, que a todos nos acoge para reconciliarnos con él y entre nosotros.

Esta llamada pascual a la conversión, exige por nuestra parte dos actitudes esenciales, humildad y generosidad.

Sólo la humildad nos ayuda a reconocer la responsabilidad de las acciones cometidas y sus consecuencias para los demás. Los egoísmos, las violencias, los odios y rencores, todo ello precisa de grandes dosis de humildad para ser afrontadas con verdad por nuestra parte a fin de que el Señor las purifique y transforme.

Y la segunda actitud es la generosidad. Tal vez no nos cueste demasiado pedir perdón, pero ¿estamos también dispuestos a perdonar? ¿Somos generosos con los demás, en la misma medida en que deseamos que lo sean con nosotros?

Esta es la gran cuestión que a la luz de la Pascua debemos responder en lo profundo del alma. Cristo murió perdonando a quienes lo mataban, y en su resurrección no buscó la venganza divina. Al contrario. El perdón que descendía de la cruz, en la resurrección de Jesucristo regenera a la humanidad entera y le abre el camino de la vida en plenitud.

Pidamos al Señor en esta eucaristía que nos ayude a experimentar el don del perdón en nuestra vida, porque vivido como él nos ha enseñado, asentado en el amor sincero, es camino de encuentro y de reconciliación sanadora. Y así seremos los cristianos en medio de este mundo nuestro tan necesitado de esperanza, mensajeros de la vida y de la paz.

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