DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO
7-07-24 (Ciclo B)
“No desprecian a un profeta más que en su
tierra”.
Esta frase con la que termina el evangelio
de hoy nos revela el amargo sentimiento de Jesús ante el rechazo de los suyos.
Él, que es bien recibido por las gentes de pueblos y ciudades lejanos de su
tierra, vive sin embargo la desconfianza y la sospecha que suscita entre sus
paisanos, lo cual no hace más que aumentar los sinsabores de su misión y sentir
cómo son precisamente aquellos en quienes más confiaba los que le dan la
espalda; “¿no es ese el hijo del carpintero?”.
San Marcos nos muestra el lado más duro de
la tarea profética; el desprecio y la indiferencia de los destinatarios del evangelio.
Y aquel desánimo que vivieron Ezequiel, Pablo y el mismo Jesús, sigue siendo
una realidad presente hoy entre nosotros.
Muchas veces queremos compartir nuestra
experiencia de fe entre los nuestros, con nuestros familiares más cercanos y
amigos, y esa falta de respuesta positiva por su parte, e incluso de respeto,
hace que vivamos nuestra fe en silencio, ocultándola por miedo al rechazo o a
la burla.
Cuantas veces escuchamos a tantos padres y
abuelos, el sufrimiento que sienten al no poder transmitir la fe que viven como
un don de Dios, a sus hijos y nietos. Hasta os echáis la culpa como si
dependiera sólo de vosotros.
Nada más lejos de la realidad. Vuestro
testimonio de vida, y vuestro anuncio explícito de Jesús aun cuando vivís la
oposición del ambiente, demuestra que realmente Dios ocupa un lugar central en
vuestra vida, y por eso lo celebramos en medio de la comunidad cristiana, para
sentir la fuerza renovadora del Espíritu Santo que nos envía al mundo a seguir
construyendo el Reino de Dios.
Jesús, a pesar de todas las dificultades,
seguía proponiendo un estilo de vida nuevo. Su palabra y sus obras causaban
extrañeza porque no era como la de los demás. En un mundo condicionado por los
intereses particulares, donde los valores se centran en el poder, el dinero o
el placer, él muestra otra senda distinta cargada de solidaridad y
misericordia, y en la que el valor fundamental es el amor, semilla de justicia,
de esperanza y de paz.
Del mismo modo nosotros hoy, sólo
necesitamos del aval de nuestra vida para vivir la fe con autenticidad. Aunque
el mundo entero nos cuestione y critique, no podemos responderle con juicios y
condenas. Desde el evangelio de Jesús sabemos que la fe es un don de Dios que
hemos de proponer con sencillez y gratitud, pero nunca se ha de imponer con
medios que violentan la libertad de la persona.
Una fe impuesta carece de amor, y por lo
tanto ni libera ni salva, sólo oprime y angustia. Quien vive un cristianismo
intransigente, sin caridad ni esperanza, acabará convirtiéndose en un fundamentalista. Cristo no entregó su vida
para consagrar teorías ideológicas y
moralistas sino para que todos encontremos el camino de nuestra salvación,
desde la respuesta libre y gozosa al amor que Dios nos tiene.
Por eso lo
importante de la vivencia confesante de la fe, no está en los frutos
apostólicos que de nuestro testimonio se puedan derivar, sino de la misma
alegría que surge en lo más profundo de nuestro corazón por el mismo hecho de
sentirnos amados por Dios, y esto ciertamente emerge con fuerza mediante la
entrega amorosa a los demás.
Jesús se desvivía
para transmitir a las gentes el inmenso amor de Dios para con todos, en
especial los más pobres y débiles, los últimos y marginados. Y su entrega era
fortalecida no por la respuesta de los que pudieran seguirlo o rechazarlo, sino
por ese amor de Dios que llenaba su corazón, fortalecía su esperanza y
manifestaba con sencillez, pero viva elocuencia, que el Reino de Dios había
llegado con Jesús. El evangelista S. Marcos termina su relato diciendo que
Jesús no pudo hacer allí muchos milagros y que se extrañaba de su falta de fe.
Sin embargo curó a
quienes se abrieron a él y mostraron su confianza en el Señor, esparciendo con
generosidad la semilla del amor y el consuelo.
Cuando nosotros nos sintamos rechazados
por la fe, bien por confesarla ante los demás o bien porque nuestros esfuerzos
por transmitirla no sean suficientemente acogidos, no nos desanimemos ni
perdamos la esperanza, Dios sabe cómo llevar adelante su obra, y en cualquier
caso hemos de tener presente que no somos nosotros los dueños de la mies, sino
él.
Y sobre todo mantengamos fresco el ánimo
del corazón, porque ser seguidores de Jesucristo es la mejor apuesta de nuestra
vida, nos llena de gozo y nos sostiene en la adversidad. Si para muchos la
Iglesia es una mera institución, para nosotros es nuestro hogar, el espacio
vital en el que nos sentimos reconocidos y en el que podemos compartir la misma
esperanza. En definitiva, el hogar familiar donde somos acogidos y respetados
por lo que cada uno es, y no por lo que las expectativas del ambiente o de la
moda exigen en cada momento.
Por eso seguimos celebrando cada domingo
la Eucaristía. Ella es el centro de la vida cristiana, fuente y culmen de
nuestra fe, y ante el Altar, congregados como hermanos y hermanas, sentimos la
presencia del Señor que nos sigue animando con su palabra y fortaleciendo con
su Espíritu de amor.
Pidamos en esta celebración al Señor, que
siga alentando nuestra vocación evangelizadora. Que encontremos la manera oportuna
de transmitir a los demás la fe que compartimos y que sintiendo el afecto y el
estímulo de los demás cristianos, podamos dar testimonio de nuestra esperanza
con el ejemplo de nuestras vidas.
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