DOMINGO XV TIEMP
O ORDINARIO
14-07-24 (Ciclo B)
“Bendito
sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo”. Así comienza esta carta que el
apóstol Pablo escribe a los cristianos de la comunidad de Éfeso, con un himno
de alabanza por el don de la fe que ha recibido.
Es
la conclusión de una experiencia vital que se ha ido forjando en el tiempo, a
través de las dificultades, las oscuridades y la confianza en el Señor que le
escogió para ser su apóstol y misionero.
Ésta
es de alguna forma la historia de todo discípulo de Jesucristo, que habiendo
acogido la llamada a su seguimiento para estar con él, y respondiendo
positivamente a ella, asume también con disponibilidad y confianza la misión de
transmitir esa fe a los demás.
San
Marcos nos cuenta cómo Jesús va enviando a sus discípulos a una tarea que no
precisa de demasiados medios materiales, sólo de lo indispensable, porque
acoger el evangelio y mostrarlo con sencillez a los demás no exige de grandes
cosas añadidas. De hecho el exceso de bienes suele dificultar la misión
evangelizadora de los cristianos y de la Iglesia.
Cuando
Jesús nos envía a la tarea apostólica, a las personas con quienes compartimos
la vida y la historia, no es con otra finalidad que la de entregarles,
generosamente, la palabra salvadora del Evangelio. No podemos buscar otros
fines ni albergar otras intenciones. El apóstol de Cristo no busca beneficios
materiales, ni honores o grandezas personales. Sólo entregar con su testimonio
sencillo, coherente y gozoso el tesoro de su fe, que como nos cuenta San Pablo,
no tiene otra meta que la de descubrir que Dios “nos ha destinado en la persona
de Cristo a ser sus hijos”. Y como hijos suyos, herederos de su reino y de su
vida en plenitud.
Si
descubriéramos la dimensión auténtica de esta gracia, nuestras vidas cambiarían
de forma radical. Vivir la consciencia de nuestro ser hijos de Dios, nos sitúa
ante el mundo y sus problemas, sociales y personales, de una forma bien
distinta.
Ser
hijos de Dios nos convierte en destinatarios de su misma vida, y por lo tanto
portadores permanentes de una esperanza que supera las adversidades del
presente de forma fecunda y positiva. Los hijos de Dios debemos albergar en
nuestras entrañas los mismos sentimientos de Cristo, disponibilidad en el
cumplimiento de la voluntad de Dios, solidaridad con los pobres, compasión por
los que sufren, fidelidad a la verdad que muestra la vida como es con sus luces
y sombras, y que no se conforma con contemplarla de pasivamente, sino que busca
transformarla según el plan de Dios, para dignificarla y renovarla desde el
amor y la misericordia.
Esta experiencia es la
que hemos de ofrecer a los demás como enviados por el Señor. Al igual que en el
relato de San Marcos vemos cómo Jesús envió a sus discípulos otorgándoles su
confianza y fortaleza, así también hoy nos envía a nosotros para transmitir
nuestra fe desde la autoridad de nuestra vocación cristiana y la lealtad en la
comunión eclesial.
Y para ofrecer algo a
los demás, primero hemos de vivirlo nosotros de forma consciente y responsable.
La fe no es un sentimiento que se expresa el domingo, o cuando nos acercamos a
la Iglesia. La fe ha de penetrar toda la vida del creyente, nuestras relaciones
familiares, personales, laborales y sociales. Ha de ser el ambiente en el que
nos movemos y existimos, la luz que ilumina nuestras opciones y el crisol que
purifica las decisiones.
Por la fe que
confesamos en Jesucristo, sentimos que es el Señor quien acompaña nuestros
pasos y nos anima en cada momento, sintiéndole como el amigo y el Maestro que
nos ha precedido con su entrega y que nos muestra el sendero por el que
seguirle cada día.
Y esta experiencia
vivida con autenticidad, también nos señala nuestra responsabilidad misionera y
evangelizadora.
No podemos
guardárnosla para nosotros en el silencio del corazón. Los discípulos de Jesús
somos enviados como comunidad creyente a anunciar a los demás nuestra fe,
compartirla con ellos y mostrar con gozo que merece la pena vivir así.
Sin creernos mejores
que nadie, pero sin disimular los valores
cristianos que orientan y fundamental nuestra existencia. Porque la fe
confesada debe transparentar la bondad y la misericordia del Señor, y
difícilmente podremos ser testigos de Cristo si por nuestra forma de vivir
oscurecemos la luz de su amor.
La fe que hemos
heredado de nuestros mayores, y que ha sido nutrida y madurada por una
formación cristiana adecuada, hay que actualizarla en nuestra vida cotidiana.
Si un día la abrazamos por la confianza que quienes nos la transmitieron nos
merecía, sólo podemos mantenerla viva si hemos sido nosotros tocados por el
corazón de Cristo, quien se nos ha revelado y nos sigue enviando a los hermanos
de nuestro tiempo.
El tiempo de verano
nos ofrece la posibilidad de estrechar las relaciones familiares y de amistad,
y en ellas ha de tener un papel central la propia experiencia de Dios, para
compartirla y vivirla en la comunión fraterna con aquellos que más queremos, y
con los que a veces tanto nos cuesta hablar de estos sentimientos profundos.
“Nadie es profeta en su tierra” escuchábamos el pesar de Jesús el domingo
pasado. Sin embargo, precisamente por el amor que tenemos a los nuestros, mayor
ha de ser el esfuerzo para procurar que la semilla de la fe emerja con fuerza
en sus vidas y así las llene de gozo y de esperanza.
Pidamos en esta
eucaristía al Señor, que nos ayude a saber discernir en cada momento la palabra
oportuna y el gesto adecuado, y así podamos sembrar su Reino entre los
nuestros, por medio de una vida confiada en su providencia y servicial con los
hermanos.
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