DOMINGO III
DE ADVIENTO
15-12-12
(Ciclo C)
Llegamos
a este tercer domingo de Adviento y la invitación que recibimos a la luz de la
Palabra de Dios es al gozo y a la esperanza. Hasta la liturgia quiere empaparse
de este sentimiento, suavizando la sobriedad del color morado e invitando al
canto y a la alabanza.
Y
es que por si nos habíamos despistado en la vivencia del adviento, este es un
tiempo de esperanza y la esperanza siempre contiene ilusión, expectación y gozo
interior. Así volvemos a escuchar en el evangelio el momento vivido por Juan el
Bautista y lo que significaba para aquellos judíos creyentes.
Juan
no se desanima en su misión. Ha comprendido que su vida ha de ponerla al servicio de Dios y que es el
momento de provocar en medio de su realidad un cambio radical, una llamada a la
conversión.
Está
a punto de suceder el mayor acontecimiento vivido jamás por la humanidad. Dios
se va a manifestar cercano, humano y solidario con su creación, y nada hace
presagiar este hecho porque nuestras vidas no han experimentado ningún cambio
merecedor de este regalo de Dios. Sin embargo, por su amor y misericordia, Él
quiere compartir de forma plena la vida del ser humano y así sembrar en ella la
semilla fecunda de su Reino de amor, de justicia y de paz.
Muchos
de los que escuchaban a Juan, sintieron la necesidad interior de prepararse
para este momento y así nos lo presenta el evangelio que hemos escuchado:
“¿entonces que hacemos?”, le preguntan todos, escribas, fariseos, publicanos,
soldados. Y para todos hay una respuesta personal y concreta: que cada uno
realice su tarea sin injusticias ni opresiones. Y al igual que aquellos que
escuchaban al Bautista sintieron la necesidad del cambio personal, e iniciaron
un proceso de conversión, nosotros estamos llamados a vivir también esta
llamada del Señor.
La conversión personal es siempre semilla
fecunda de transformación social y comunitaria, ya que del cambio de cada uno
de nosotros se nutre la convivencia de todos.
Uno de los males que más afectan a
nuestra sociedad es la falta de conciencia responsable. A ninguno nos gusta
mirar con detenimiento nuestro interior y descubrir un rostro desfigurado por
el pecado. Preferimos maquillar la realidad para adaptarla a nuestro gusto y
así seguir contemplándola de forma superficial e infantil.
Pero a la hora de ver las vidas de los
demás cómo cambia el matiz de nuestra mirada. Entonces sí percibimos con mayor
claridad sus fallos y miserias, rebuscamos intenciones ocultas y sacamos
conclusiones enjuiciando sin pudor sus vidas e incluso condenando aquello que
nos disgusta. La desigualdad entre la tolerancia con uno mismo y la severidad
con el prójimo es suficiente muestra del desajuste moral que cada uno podemos
vivir.
Porque ¿cómo puedo erigirme en juez de mi
hermano, si no soy capaz de afrontar mi propia verdad con humildad y sencillez
delante de Dios?
Por eso antes de atreverme a juzgar la
vida de nadie, debo presentarme ante el evangelio proclamado y, como los
personajes citados en él, preguntarle con respeto, ¿qué debo hacer?
Y lo primero que toda persona auténtica
ha de hacer es mirar la propia vida con verdad. Pero no con la verdad del mundo
que está empañada por sus intereses y ambiciones, sino con la verdad de Dios.
Dios nos ha creado en el amor, para
establecer una relación paterno-filial con cada uno de nosotros, y muchas veces
le hemos dado la espalda, buscando nuestra independencia y alejándonos de Él.
Hemos creído que librándonos de Dios, nuestra condición humana brillaría con
luz propia, y sin embargo caemos en las tinieblas del egoísmo.
La
mirada sincera nos abre la puerta del encuentro con nosotros mismos y con los
demás, nos ayuda a caer en la cuenta de nuestra pequeñez y nos dispone para que
acogiendo la misericordia que Dios nos ofrece con generosidad, demos un cambio
a nuestra vida.
El efecto de esta conversión enseguida
hace evidentes sus frutos; nos infunde una fuerza interior que sabemos parte de
Dios y nos impulsa a seguir adelante en la vida. Sentimos cómo su amor nos
reconstruye y armoniza para estar en paz con él y con los hermanos, y salimos
confortados de una experiencia que ante todo expresa el encuentro gozoso con
Dios nuestro Señor.
El
adviento nos ofrece una nueva oportunidad de vivir con ilusión un cambio real
en nuestra vida, a fin preparar la llegada del Señor. Cambiar los signos de violencia y de ruptura
entre los hombres y los pueblos; superar los momentos de desesperanza y desánimo,
porque Dios está con nosotros y nada ni nadie podrán apartarnos de su amor y
misericordia.
Así
resuenan con esperanza las palabras del apóstol San Pablo, “hermanos, estad
siempre alegres en el Señor”, ... y en toda ocasión, en la oración, en la
súplica o en la petición, confiad porque estáis en la presencia de Dios.
Tengamos
siempre presente que a pesar de todas nuestras limitaciones y debilidades el
Señor no nos ha abandonado, y que por muy oscuro que veamos nuestro presente
personal, familiar o social, podemos
decir con el salmo; “Mi fuerza y mi
poder es el Señor, el es mi salvación”.
Que esta frase repetida con serenidad en
lo hondo de nuestros corazones, sea el ambiente interior que mueva nuestras
vidas, y así dispongamos la venida del Señor con una esperanza renovada. Que
así sea.
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