DOMINGO IV DE CUARESMA
30-03-14 (Ciclo A)
Si el domingo
pasado contemplábamos a Jesús como el agua viva, hoy se nos revela como la
luz del mundo. En el evangelio que hemos escuchado se nos muestra algo más
que la recuperación de la vista por parte de un ciego de nacimiento. La luz de
Cristo devuelve la esperanza, la dignidad y la alegría. De hecho en este cuarto
domingo de cuaresma, hacemos un paréntesis en la sobriedad propia del tiempo
litúrgico, para dejar que se introduzca la luz de la esperanza en la
resurrección prometida. Hoy es el domingo de “Laetare”, de la alegría, por
nuestro futuro en plenitud.
Y como tantas
veces hemos escuchado en la Escritura, la vida de Jesús conlleva numerosos
contrastes. Para aquel ciego será el Salvador, el Mesías prometido, para los
fariseos será un trasgresor de la ley, ya que por encima de una curación
sorprendente, que devuelva la vista o la vida a un ser humano, para ellos ha de imponerse el cumplimiento estricto de la ley
de Moisés, y de modo especial la observancia del sábado.
La luz de Dios
pone al descubierto las actitudes más ocultas y también las obras más
auténticas. Para quienes se dejan interpelar por los hechos, ven que un hombre
impedido y marginado por su ceguera, ha recuperado su dignidad y la liberación
de la enorme carga que de ella se derivaba. Ya no tiene que mendigar ni que
depender de la caridad y misericordia de los demás. Para él se ha hecho la luz
en su vida y desde ahora puede caminar sin tropezar en las piedras del camino,
superando también los obstáculos que le impedían vivir con esperanza.
Este hecho
extraordinario lo ha realizado otro hombre que nada ha exigido a cambio, cuyas
palabras y obras lo preceden, ya que para muchos está suponiendo un aliento de
ilusión en medio de sus vidas marcadas por el dolor, el abandono o el
desprecio.
Está claro que
Jesús tiene un don especial que a todos desconcierta y que a nadie deja
indiferente.
Pero lo que más
extraña de su actuar es que no busca beneficio personal, ni se pone al servicio
de los poderosos que le pueden devolver el favor o promocionar su mensaje, su
obrar va unido al anuncio del Reino de Dios, que expresa el deseo del Padre
eterno de que todos sus hijos se salven.
La luz de Cristo
busca iluminar nuestras vidas y darlas calor con su amor incondicional. Una
experiencia que es regeneradora de los corazones desgarrados y que llena de
alegría a todos los que se dejan sanar por su misericordia.
El encuentro de
Jesús con el ciego se da desde la compasión que le produce esa situación. Sus
discípulos le preguntarán quién pecó él o sus padres. Porque según su
mentalidad, arraigada en la tradición judía, cuando uno padecía una enfermedad
de nacimiento tan grave, era por un pecado suyo o de sus antepasados.
Sin embargo a
Jesús no le preocupan tanto las razones morales, ya que el pecado del ciego o
de sus padres también está llamado a ser redimido por la conversión de sus
vidas, lo que en este momento le mueve es sólo la realidad de esclavitud y
dependencia que aquel ser humano había padecido desde siempre, por causa de una
ceguera de la que nadie tenía por qué ser culpable, y mucho menos ser fruto de
un castigo divino.
Jesús desea que
vuelva a brillar para aquel hombre la verdadera luz de Dios, restaurar la
verdad divina que no es causante de ninguna desgracia ni vengadora del mal
humano, y en su nombre le devuelve la vista y con ella la esperanza de iniciar
una vida nueva.
Jesús es la luz
del mundo. Y la primera claridad que busca instaurar es la de una imagen de
Dios sana y auténtica. La historia humana ha manchado demasiado la imagen de
Dios utilizando su nombre de forma arbitraria y alejándolo de los más
necesitados como si estuvieran desamparados de su mano y de su amor. Nadie puede
apropiarse del nombre de Dios, y esa es la primera lección que Jesús da a los
fariseos y sacerdotes de su tiempo, lo cual le llevará a la persecución y a la
muerte en la cruz.
Hoy somos
nosotros quienes revivimos este pasaje del evangelio en nuestro recorrido
cuaresmal. Y por ello nos convertimos en destinatarios de su enseñanza, que por
una parte nos llama a acercarnos a los hermanos con compasión y misericordia, a
la vez que nos exige vivir la fe desde su verdad más profunda y auténtica.
Una fe que ha de
ser confesada por una vida coherente y misericordiosa. Una fe que se manifieste
ante los demás con el testimonio personal, entregado, solidario y fraterno,
buscando siempre hacer el bien al necesitado antes que preocuparnos por su
forma de vivir y pensar.
La comunidad
cristiana recibió del Señor un claro mandato de ser misionera; de anunciar al
mundo la Buena Noticia del Reino de Dios desde el anuncio explícito de
Jesucristo, la denuncia de las injusticias y el testimonio personal. Todo ello
ha de verse reflejado cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía, ya
que ésta es la mesa de la auténtica fraternidad, en la que presididos por el
mismo Jesucristo, nos sentimos enviados con la fuerza de su Espíritu Santo a
sembrar en el mundo su semilla de amor y de paz.
Junto a este
mandato del Señor, también debemos escuchar otra exigencia evangélica que a
todos nos iguala y a nadie lo eleva sobre los demás; “no juzguéis y no
seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad y seréis perdonados,
la medida que uséis con los demás la usarán con vosotros”.
Hoy
es un buen día para que todos nos acerquemos a Cristo con nuestras cegueras
personales y sociales, a fin de que él nos vaya sanando. Recordando el final
del evangelio no hay peor ciego que aquel que no quiere ver. Que el
Señor nos ayude para que iluminados por la luz del amor, veamos siempre con
limpieza de corazón a los demás y así vivamos conforme a su voluntad, porque
serán los limpios de corazón, los que verán el rostro de Dios.
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