II DOMINGO DE CUARESMA
16-03-14 (Ciclo A)
En este segundo domingo de nuestro
recorrido cuaresmal, la primera interpelación que brota de la Palabra de Dios
que acabamos de escuchar, es la recibida por Abrahán, “sal
de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré”.
Esta llamada interior también la
recibimos nosotros en este tiempo de gracia, para vivir en profundidad el
sentido cuaresmal de la fe, que no es otro que el de ponernos en camino para
desinstalarnos de nuestra forma de vida antigua y asumir un modo de vivir más
acorde con el espíritu del Señor Jesús.
El camino que Abrahán es invitado a
recorrer necesita un equipaje ligero pero bien provisto de lo esencial. Deberá
cargar su alma de confianza para afrontar las largas penalidades como son el
cansancio, la aridez del desierto o la sensación de fracaso. Sólo la firmeza de
su fe y el calor afectivo de su relación con Dios le van a prevenir ante el
desaliento y la desesperanza futura.
La promesa realizada por Dios de
enriquecerle con una gran descendencia y de darle una tierra fértil y próspera,
hay que creerla con toda el alma para mantener el rumbo de su vida. Y fue
precisamente por haber creído hasta el final en aquella promesa de Dios, por lo
que consideramos a Abrahán como el padre de todos los creyentes.
Es importante recordar de vez en cuando
de dónde brota la experiencia religiosa y hacer memoria de aquellos que nos han
precedido en el camino de la fe. Sin embargo, esto no es suficiente para
mantener nuestra propia experiencia ni desde ella podemos dar razón a los demás
de lo que somos y creemos cada uno de nosotros.
Nuestra fe no se asienta sólo en las
vivencias de personajes del pasado. Nuestra fe cristiana hunde sus raíces en
aquella experiencia apostólica de encuentro con el Resucitado pero al igual que
los apóstoles, necesitamos vivirla en primera persona para comprenderla en su
profundidad.
Hoy el evangelio nos narra un momento de la
vida de Jesús compartido con los más íntimos del Señor. La transfiguración es
el gran anuncio de la resurrección de Jesús, anticipo de su gloria y
manifestación divina que le proclama como el hijo amado, el
predilecto.
Desde nuestra comprensión actual de la
fe, podríamos decir que Pedro, Santiago y Juan vivieron una experiencia íntima,
mística, de la realidad divina de Jesús, incapaces de comprenderla en ese
momento y menos de narrarla a los demás, de ahí que fuera mejor que guardaran
silencio y la madurasen en su corazón.
San Mateo nos cuenta este episodio en la
mitad de su evangelio, como queriendo decirnos que lo que a partir de ahora va
a suceder, los últimos momentos de la predicación del Señor, su pasión y su
muerte, no son más que el preámbulo para el gran acontecimiento de nuestra salvación;
el Jesús de la historia, el Nazareno que ha ido anunciando la Buena Noticia del
Reinado de Dios, aquel que pasó haciendo el bien y sembrando de esperanza los
corazones desgarrados, que anunciaba la liberación de los oprimidos y devolvía
la salud a los enfermos, es el Mesías, el Cristo, el Dios con nosotros.
Y aunque los últimos momentos de la vida
de Jesús, su prendimiento, tortura y muerte, dejara abatidos y en lo más
frustrante de los fracasos a quienes habían puesto su vida y su esperanza en él,
gracias a esa experiencia vivida a su lado, comprendieron que era él mismo
quien ahora se acercaba hasta ellos resucitado.
La transfiguración del Señor fue como
todos los momentos de la vida de Jesús única e irrepetible. Ninguno de nosotros
puede acercarse a lo vivido por aquellos privilegiados de la historia. Pero por
su testimonio y entrega, por la sucesión apostólica que llega hasta nuestros
días, y por nuestra vivencia personal de encuentro con Jesucristo a través de
la oración y del servicio a los demás, podemos comprender la experiencia del
Tabor.
Cada vez que en medio de nuestras
penumbras buscamos momentos de soledad y oramos con confianza al Señor
pidiéndole que nos ilumine, que nos fortalezca y ayude, sentimos el calor de su
presencia que alienta y sostiene nuestra debilidad. Es como si también nosotros
pudiéramos notarle cercano y accesible. Escuchando su palabra que nos anima a
seguir adelante con confianza y serenidad.
Los cristianos no creemos en una historia
del pasado, aunque sus momentos históricos ocurrieran entonces. Nosotros
seguimos a Jesucristo resucitado, a cuya vida nos acercarnos a través del
testimonio que se nos ha transmitido y que de alguna manera también hemos
experimentado personalmente, de manera que hoy somos nosotros los depositarios
y testigos cualificados del Resucitado.
El silencio que Jesús pidió a los
apóstoles, fue para no adelantar acontecimientos que era necesario vivirlos en
su cruda realidad. Pero el impulso misionero y evangelizador que brotó de la
luz pascual, es ya imparable y está en nuestras manos mantenerlo vivo y
fecundo.
Como nos dice el apóstol Pablo en su
segunda carta a Timoteo, tomad parte en los duros trabajos del
Evangelio, según las fuerzas que Dios os dé. Esa es
nuestra misión a la cual no podemos renunciar como cristianos, y menos en el
presente de nuestra realidad actual, social y religiosa. Esta es la vida
entregada de nuestros misioneros, quienes siguen haciendo brillar en medio del
mundo la llama de la fe.
En un tiempo como el presente, donde los
cauces de información son tan extensos y veloces, y en el que las propuestas
para vivir de determinadas maneras son tan diversas y en ocasiones tan
contrarias a lo que nosotros entendemos como vida digna y realmente humana, se
hace preciso y urgente que los cristianos manifestemos con tesón y valentía el
estilo de vida que propone el evangelio del Señor y que nosotros estamos
llamados a vivir con coherencia y gozo.
La fe como nos
enseñaba el Beato Juan Pablo II, “no se impone, se propone”, y el único
medio eficaz y veraz de transmisión es el testimonio personal acompañado del
anuncio explícito de Cristo.
Es verdad que muchas veces nos sentiremos
injustamente tratados o incomprendidos, y que el ambiente social no es
respetuoso con la Iglesia a la que pertenecemos y en la que compartimos nuestra
esperanza, que incluso siguen existiendo zonas del mundo donde los cristianos
exponen arriesgadamente su vida por confesar y vivir la fe. Pero no podemos
quedarnos encerrados en los templos para vivir una fe en secreto y al calor de
los nuestros, ya que una fe que no se comparte y tiene vocación de
universalidad, no responde al mandato misionero de Jesús; “Id a todo el
mundo y anunciad del Evangelio”.
Que la fuerza y el amor del Señor Jesús
nos ayuden a vivir el gozo de la fe y así la podamos transmitir a los demás con
renovada esperanza. Y que esta eucaristía, en la que tenemos muy presentes a
nuestros misioneros, sea también oración confiada al Señor por las vocaciones
sacerdotales, tan necesarias en nuestro tiempo.
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