domingo, 18 de mayo de 2014

DOMINGO V DE PASCUA


DOMINGO V DE PASCUA
18-05-14 (Ciclo A)


       Durante estos domingos de pascua, junto a los relatos evangélicos que nos narran la experiencia de encuentro con Cristo resucitado vivida por los discípulos, también se nos recuerdan aquellos momentos previos a la Pasión del Señor que releídos con este espíritu pascual, adquieren un significado bien distinto.

       San Juan en el evangelio que acabamos de escuchar nos vuelve a situar en aquel instante de la última cena con el Señor. En esa tarde donde Jesús abría su alma a sus amigos de una forma totalmente nueva, donde los gestos y las palabras dichas adquieren un significado sagrado de amor y entrega absolutos, el Señor va a unir en su persona tres elementos esenciales de nuestra fe.

       En la mesa donde se comparte la cena, el pan y el vino van a ser constituidos en su Cuerpo y Sangre entregados por toda la humanidad. Una acción de gracias a Dios y una bendición en las que Jesús promete su asistencia para siempre a fin de sostener la fe y la esperanza de sus amigos.

       Si la cena pascual de los judíos produjo de forma inmediata la liberación del pueblo de Israel  hacia una tierra nueva, la nueva Pascua instaurada por Jesús también nos saca de nuestra vieja humanidad condicionada por las limitaciones y miserias, para llevarnos a la vida en plenitud que nos ofrece la comunión con Jesucristo el Señor.

       En esa misma cena narrada por S. Juan, Jesús unirá al hecho de compartir su mesa el gesto del servicio y la entrega a los demás. En el lavatorio de los pies,  no se perpetúa una costumbre antigua de la tradición judía, ante todo se instaura un nuevo mandato, el del amor, que nos lleva a hacernos servidores de los hermanos buscando con especial afecto y ternura a los últimos y más necesitados de todos.

       Compartir la mesa de los hermanos nos impulsa a la misión de construir un mundo fraterno y justo, y esta unidad es de tal entidad, que si nos desentendemos de esta necesaria actitud vital de servicio y de entrega a los demás tampoco nos podremos encontrar con Cristo en su mesa de una forma digna y plena.

       Y el tercer elemento vivido en aquella cena pascual es el que hemos escuchado en el evangelio de hoy, la llamada a la esperanza en la resurrección; “no tengáis miedo, no perdáis la calma”. Quienes hemos compartido su mesa y vivimos conforme a su proyecto de vida entregados al servicio de los hermanos, tenemos asegurada una morada en su Reino.

       La cena pascual es preparación y fortaleza para lo que está por venir. Es verdad que en muchas ocasiones perdemos de vista esa perspectiva global de la fe, y la inmediatez de nuestros problemas, dificultades y sufrimientos, pueden empañar la visión de nuestros ojos impidiéndonos alcanzar con la mirada el rostro del Señor que nos sigue sosteniendo y esperando con ternura.

       Y es en esos momentos donde adquiere enorme importancia la vida de la comunidad cristiana. La fe vivida entre nosotros y compartida en cada encuentro oracional y celebrativo como este, nos ayuda a mantener viva la llama de la esperanza. Solos no podemos hacer nada, y una fe que se intenta esconder y vivir en soledad acaba por vaciarse de contenido y por perder su sentido vital.

       El tiempo pascual que estamos viviendo es también el tiempo de la Iglesia de Cristo. La experiencia narrada en los Hechos de los Apóstoles nos ayuda a comprender el porqué del empuje misionero y evangelizador de aquellos primeros discípulos del Señor. En ellos encontramos cómo las comunidades van creciendo, cuantos hermanos y hermanas se van sumando por la predicación apostólica, y cómo desde la unidad, la oración y la apertura al Espíritu Santo, es posible superar incluso las mayores penalidades de la vida.

       Hoy nosotros nos reconocemos herederos de esta verdad que con nuestra vida hemos de confesar y testimoniar a los demás. Las dificultades en las que nos vemos inmersos pueden ser similares o distintas a las de otras épocas, aunque en su raíz fundamental haya una clara coincidencia: la tentación de creernos autosuficientes y vivir prescindiendo de Dios.

       Por eso debemos también cuidar con esmero nuestra vinculación a la comunidad eclesial para evitar absolutizar los criterios personales, y buscar con honestidad la verdad que nos une como hermanos y nos ayuda a vivir con la dignidad de los hijos de Dios.

       Desde este sentimiento, agradecemos a Dios de forma especial el don del ministerio pastoral. La sucesión apostólica representa para la comunidad creyente la continuidad de la misión encargada por Cristo a su Iglesia, y la comunión entre los Pastores la garantía de la autenticidad evangélica.

       Hoy damos gracias de forma especial por nuestro Papa Francisco, llamado por el Señor para congregar a sus hermanos en la fe y el amor siguiendo así la misión de S. Pedro. Un servicio que conlleva una enorme entrega y sacrificio, y que sólo tiene sentido desde una fe profundamente asentada en Jesucristo y una confianza absoluta en la misericordia y el amor de Dios.

Que el Señor siga mandando obreros a su mies y todos vivamos nuestra vocación cristiana como un servicio a los demás de forma que germine, abundantemente, la semilla del Reino de Dios.

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