DOMINGO
III DE PASCUA
4-05-14
(Ciclo A)
El domingo pasado, destacábamos la
actitud alegre como fruto de la experiencia pascual en la que vivimos los
creyentes. Una alegría serena y realista que sin dejar de mirar la verdad de
nuestro mundo, con sus permanentes oscuridades, no por ello se deja arrebatar
el gozo que siente nuestro corazón al celebrar el triunfo de Cristo sobre la
muerte.
Y esta alegría es posible mantenerla
viva si se alimenta constantemente del
don eucarístico que hoy nos narra el evangelio.
Dos discípulos de Jesús, de quienes
sabemos que uno se llamaba Cleofás, huyen de la Jerusalén hostil donde han
matado al Señor. En su huída se encuentran desconcertados ante la compañía de
un misterioso viajero que se les ha unido, y que les habla de la Palabra de
Dios. La Sagrada Escritura y los acontecimientos pasados, son comprendidos e
iluminados de una forma nueva y esperanzada, “les ardía el corazón”. En el
encuentro con el Resucitado, descubren que la vida y la muerte de Jesús es el resultado de una absoluta fidelidad a
la voluntad de Dios, y Dios no puede dejar sucumbir el amor y la entrega
generosa de quien era su propio Hijo, el Señor.
Esas palabras del compañero desconocido
van a ser acompañadas por un signo fundamental, “Sentados a la mesa con ellos
tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio”. Entonces, nos
cuenta el evangelista, “a ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”.
En la fracción del pan, reconocen a Jesús
cuyo ser ha quedado para siempre vinculado al sacramento de su amor.
Ahora se disipan las dudas y los miedos,
sabiendo que el compañero de camino no era otro que el Señor resucitado, y ese
encuentro fue tan real y evidente para ellos, que les cambió la vida para
siempre.
Los que huían aterrados regresan a
Jerusalén, porque el mensaje que deben dar a sus hermanos es mucho más
importante que sus propias vidas. De hecho tienen la certeza existencial de que
aunque esta vida conocida termine o se la arrebaten, Dios la llevará a su
plenitud por la misma entrega de Jesús, el Cristo.
Como nos ha recordado el mismo S. Pedro
en su carta, “Por Cristo, vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio
gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza”.
Nuestra fe se asienta en esta experiencia
pascual que renovó las vidas de los apóstoles ayudándoles a superar las dudas y
los miedos. Y es alimentada día tras día mediante la acogida de la Palabra del
Señor y la celebración comunitaria de la fe cuya máxima expresión y vínculo con
Cristo, se produce en la Eucaristía.
La Eucaristía, es mucho más que un
recuerdo de algo que sucedió en el pasado, es la actualización en el presente
de la muerte y resurrección de Jesucristo. Hoy y aquí, Jesús se hace presente
en el Pan y el Vino que mediante su consagración por medio de la acción del
Espíritu Santo y de las palabras que el Señor pronunció en aquella tarde del Jueves Santo, se convierte para nosotros
en su Cuerpo y su Sangre entregados para nuestra salvación.
Por la escucha de su palabra alimentamos
nuestra vida, sostenemos la esperanza y fortalecemos la fe que nos une.
Compartir el pan que el Señor nos entrega, nos impulsa a asumir el mismo
compromiso que adquirieron los discípulos, volver a la Jerusalén de nuestro
entorno, y anunciar la Buena Noticia de la resurrección del Señor. Un anuncio
que implica todo nuestro testimonio personal, y la entrega generosa y solidaria
al servicio de nuestros hermanos más necesitados.
La comunidad eclesial que en este tiempo
pascual vive gozosa la resurrección del Señor, no es ajena a la realidad
sufriente de nuestro mundo. La alegría nunca puede ser plena cuando hay tantos
rincones donde se padece y se sufre por causa de la injusticia, de la violencia
y de la desigualdad.
Y para descubrir estos espacios de
oscuridad tampoco tenemos que ir demasiado lejos de nuestro entorno. Entre
nosotros siguen existiendo pobres. Personas sin los recursos necesarios para
subsistir con dignidad. Familias desesperanzadas por la falta de un trabajo,
inmigrantes que no encuentran la oportunidad buscada y que muchas veces sufren
el rechazo y la persecución, jóvenes esclavos de las drogas que los arroja a un
pozo de miseria y marginación de donde les resulta imposible salir en su
soledad, ancianos que soportan sus últimos años de vida en la soledad y el
abandono.
Todas estas personas nos muestran el lado
más doloroso y sufriente de la realidad, un calvario permanente donde sigue en
pie la cruz de Jesús que sufre y padece a su lado.
En medio de ellos, Cáritas lucha con
denodada entrega para hacer que germine en sus vidas la semilla de la
esperanza. Y aunque siempre hay necesidades que nos superan, también es justo
acoger los signos de vida que por medio de la generosa solidaridad de las
comunidades cristianas, se van desarrollando cada día.
Compartir el pan de la Eucaristía que el
Señor mismo nos reparte, es un gesto elocuente
de la fraternidad que a todos nos une. Cristo resucitado sigue
manifestando toda su misericordia y ternura en cada expresión de generosidad
que nos lleva a compartir con aquellos que pasan necesidad.
Si nosotros reconocemos al Señor
resucitado en este Pan Sagrado que cada día comulgamos ante su altar, pensemos
que también nuestros hermanos necesitados le pueden reconocer con semejante
claridad, si quienes nos confesamos cristianos prolongamos el amor de Cristo
por medio de nuestra solidaridad para con ellos.
Esta
experiencia de fraterna comunión es lo que vamos a compartir en la eucaristía.
Porque cada vez que nos reunimos para celebrar el misterio de la fe, es
Jesucristo resucitado quien se hace presente en medio de nosotros. Que él siga
sosteniendo nuestra esperanza y acrecentando nuestro amor, para que podamos
entregarnos al servicio del evangelio, y así un día podamos participar de su
misma mesa en el Reino prometido a todos los que él ama.
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