sábado, 3 de mayo de 2014

DOMINGO III DE PASCUA


DOMINGO III DE PASCUA
4-05-14 (Ciclo A)

El domingo pasado, destacábamos la actitud alegre como fruto de la experiencia pascual en la que vivimos los creyentes. Una alegría serena y realista que sin dejar de mirar la verdad de nuestro mundo, con sus permanentes oscuridades, no por ello se deja arrebatar el gozo que siente nuestro corazón al celebrar el triunfo de Cristo sobre la muerte.

Y esta alegría es posible mantenerla viva  si se alimenta constantemente del don eucarístico que hoy nos narra el evangelio.

Dos discípulos de Jesús, de quienes sabemos que uno se llamaba Cleofás, huyen de la Jerusalén hostil donde han matado al Señor. En su huída se encuentran desconcertados ante la compañía de un misterioso viajero que se les ha unido, y que les habla de la Palabra de Dios. La Sagrada Escritura y los acontecimientos pasados, son comprendidos e iluminados de una forma nueva y esperanzada, “les ardía el corazón”. En el encuentro con el Resucitado, descubren que la vida y la muerte de Jesús  es el resultado de una absoluta fidelidad a la voluntad de Dios, y Dios no puede dejar sucumbir el amor y la entrega generosa de quien era su propio Hijo, el Señor.

Esas palabras del compañero desconocido van a ser acompañadas por un signo fundamental, “Sentados a la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio”. Entonces, nos cuenta el evangelista, “a ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”.

En la fracción del pan, reconocen a Jesús cuyo ser ha quedado para siempre vinculado al sacramento de su amor.

Ahora se disipan las dudas y los miedos, sabiendo que el compañero de camino no era otro que el Señor resucitado, y ese encuentro fue tan real y evidente para ellos, que les cambió la vida para siempre.

Los que huían aterrados regresan a Jerusalén, porque el mensaje que deben dar a sus hermanos es mucho más importante que sus propias vidas. De hecho tienen la certeza existencial de que aunque esta vida conocida termine o se la arrebaten, Dios la llevará a su plenitud por la misma entrega de Jesús, el Cristo.

Como nos ha recordado el mismo S. Pedro en su carta, “Por Cristo, vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza”.

Nuestra fe se asienta en esta experiencia pascual que renovó las vidas de los apóstoles ayudándoles a superar las dudas y los miedos. Y es alimentada día tras día mediante la acogida de la Palabra del Señor y la celebración comunitaria de la fe cuya máxima expresión y vínculo con Cristo, se produce en la Eucaristía.

La Eucaristía, es mucho más que un recuerdo de algo que sucedió en el pasado, es la actualización en el presente de la muerte y resurrección de Jesucristo. Hoy y aquí, Jesús se hace presente en el Pan y el Vino que mediante su consagración por medio de la acción del Espíritu Santo y de las palabras que el Señor pronunció en aquella tarde  del Jueves Santo, se convierte para nosotros en su Cuerpo y su Sangre entregados para nuestra salvación.

Por la escucha de su palabra alimentamos nuestra vida, sostenemos la esperanza y fortalecemos la fe que nos une. Compartir el pan que el Señor nos entrega, nos impulsa a asumir el mismo compromiso que adquirieron los discípulos, volver a la Jerusalén de nuestro entorno, y anunciar la Buena Noticia de la resurrección del Señor. Un anuncio que implica todo nuestro testimonio personal, y la entrega generosa y solidaria al servicio de nuestros hermanos más necesitados.

La comunidad eclesial que en este tiempo pascual vive gozosa la resurrección del Señor, no es ajena a la realidad sufriente de nuestro mundo. La alegría nunca puede ser plena cuando hay tantos rincones donde se padece y se sufre por causa de la injusticia, de la violencia y de la desigualdad.

Y para descubrir estos espacios de oscuridad tampoco tenemos que ir demasiado lejos de nuestro entorno. Entre nosotros siguen existiendo pobres. Personas sin los recursos necesarios para subsistir con dignidad. Familias desesperanzadas por la falta de un trabajo, inmigrantes que no encuentran la oportunidad buscada y que muchas veces sufren el rechazo y la persecución, jóvenes esclavos de las drogas que los arroja a un pozo de miseria y marginación de donde les resulta imposible salir en su soledad, ancianos que soportan sus últimos años de vida en la soledad y el abandono.

Todas estas personas nos muestran el lado más doloroso y sufriente de la realidad, un calvario permanente donde sigue en pie la cruz de Jesús que sufre y padece a su lado.

En medio de ellos, Cáritas lucha con denodada entrega para hacer que germine en sus vidas la semilla de la esperanza. Y aunque siempre hay necesidades que nos superan, también es justo acoger los signos de vida que por medio de la generosa solidaridad de las comunidades cristianas, se van desarrollando cada día.

Compartir el pan de la Eucaristía que el Señor mismo nos reparte, es un gesto elocuente  de la fraternidad que a todos nos une. Cristo resucitado sigue manifestando toda su misericordia y ternura en cada expresión de generosidad que nos lleva a compartir con aquellos que pasan necesidad.

Si nosotros reconocemos al Señor resucitado en este Pan Sagrado que cada día comulgamos ante su altar, pensemos que también nuestros hermanos necesitados le pueden reconocer con semejante claridad, si quienes nos confesamos cristianos prolongamos el amor de Cristo por medio de nuestra solidaridad para con ellos.

      Esta experiencia de fraterna comunión es lo que vamos a compartir en la eucaristía. Porque cada vez que nos reunimos para celebrar el misterio de la fe, es Jesucristo resucitado quien se hace presente en medio de nosotros. Que él siga sosteniendo nuestra esperanza y acrecentando nuestro amor, para que podamos entregarnos al servicio del evangelio, y así un día podamos participar de su misma mesa en el Reino prometido a todos los que él ama.

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