DOMINGO IV DE PASCUA
11-05-14 (Ciclo A – Jornada por las vocaciones)
En este domingo
de pascua, en el que seguimos celebrando la alegría de la fe en Cristo
resucitado, la Iglesia nos invita a orar de forma especial por las vocaciones.
Estas son un don de Dios para quienes son llamados por él a la misión
evangelizadora, y un regalo generoso para las comunidades cristianas a las que
son enviados.
En el tiempo
pascual no sólo se nos cuenta la experiencia gozosa que vivieron aquellos
discípulos ante la resurrección del Señor. También recordamos el nacimiento de
la Iglesia como fiel continuadora de la obra de Jesús, que él mismo nos
encomendó.
En la
resurrección de Cristo, los creyentes recibimos la fuerza alentadora del
Espíritu Santo, y ahora nos toca a nosotros proseguir el camino trazado por el
Señor viviendo conforme a su enseñanza. Así van surgiendo las primeras
adhesiones al grupo de los creyentes. Aquellos que escuchan a Pedro narrar su vivencia,
se sienten alentados a seguir sus mismos pasos y abrazan con entusiasmo la fe
en Jesucristo. Todos son llamados a la fe. Todos son convocados a participar de
la misma comunidad creyente, viviendo en una misma esperanza y construyendo el
Reino de Dios. Y para esta tarea hacen falta muchos brazos.
Dios nos llama a
cada uno de forma personal, pero sirviéndose de mediaciones. Todos los
creyentes hemos nacido a la fe por medio de la palabra y del testimonio de
otros creyentes que nos han precedido. Nuestros padres, los catequistas y
educadores que tuvimos, la misma comunidad cristiana en la que cada domingo
celebramos la eucaristía, todos ellos son piedras vivas que sostienen y
alimentan el edificio de nuestra personalidad creyente y gracias a ellos hoy podemos
mantener de forma adulta nuestra fe.
Ninguno de
nosotros podría sostener su fe y su esperanza si no contáramos a nuestro lado
con otros hermanos que nos conforten en la debilidad, fortalezcan en la
adversidad y nos ayuden en medio de las dificultades de la vida.
Pues hoy la
Iglesia nos hace partícipes de una necesidad cada vez más interpelante. Hacen
falta una clase muy específica de obreros en la mies del Señor. Si todos los
brazos y carismas son igualmente importantes para la vida de la Iglesia, en
nuestros días hay unas vocaciones que se necesitan suscitar con extraordinaria
urgencia; la llamada a la vida religiosa y a la sacerdotal.
La vocación
religiosa es en nuestros días un estímulo de renovada humanidad. En medio de un
mundo donde cada uno se preocupa de lo suyo, en el que crece el individualismo
y donde muchos ponen su esperanza en el materialismo, se pueden contemplar
también espacios fraternos donde la vida comunitaria, la generosidad y la
disponibilidad se abren camino y se entregan al servicio de los demás.
En medio de la
sequedad y del desierto, brotan oasis de vida que no piensan en sí mismos sino
en los más necesitados. Que no se preocupan de su bienestar sino del bien de
los más pobres, y que por encima de sus vidas ponen las de aquellos a los que
sirven con dedicación, porque en ellos aflora con frescura y generosidad, el
manantial inagotable del amor de Dios.
No tenemos más
que echar la mirada a los países más pobres donde tantos religiosos y
religiosas han regado con su sangre la semilla de su entrega generosa. También
entre nosotros hay múltiples comunidades que encuentran su sentido en el
servicio a Dios y a los demás, desde la gran riqueza de sus carismas. Son una
muestra de la mano abierta de Dios que sigue entregando su amor al ser humano
sin pedir nada a cambio, sin reproches ni condiciones, simplemente por amor.
Y junto a las
vocaciones religiosas también está la vocación sacerdotal. Si es verdad que en
una época era un estado de vida respetado socialmente y que muchas familias se
alegraban de tener un hijo sacerdote, hoy es una posibilidad poco contemplada e
incluso rechazada, hasta por las familias cristianas.
Hoy nuestras
comunidades cristianas necesitan de sacerdotes, que a ejemplo del Buen Pastor,
acompañen la fe y la vida de los creyentes de manera que todos formemos una
auténtica fraternidad, unida en la comunión, y viviendo en fidelidad al
evangelio del Señor.
Jesús nos
previene contra quienes pretenden entrar
en el aprisco de las ovejas por una puerta distinta de él. Aquellos que
en vez de buscar el bien de los demás se preocupan del suyo propio, quienes en
vez de anunciar la Palabra de Dios, pretenden imponer sus ideas, poniendo en
peligro la unidad de la familia eclesial.
El sacerdote
tiene como misión fundamental ser garante de la comunión en su comunidad
concreta, desde la estrecha colaboración con su Obispo de quien ha recibido la
ordenación sacramental. Y este servicio es en nuestros días de vital
importancia en la Iglesia, donde tantas veces asistimos a expresiones confusas
que en nada ayudan a la unidad deseada por el Señor.
En un tiempo de
conflictos, donde incluso en la Iglesia es fácil caer en la controversia y la
división, necesitamos de personas que nos ayuden a vivir conforme al evangelio
de Jesucristo y sean un referente de unidad comunitaria. La única manera de
conservar viva esta llama es mantenernos unidos en la fe, la esperanza y la
caridad, y si perdemos a las personas que pueden ayudarnos a ello, corremos un
serio peligro de arbitrariedad y de egoísmo.
En
esta eucaristía vamos a pedir que el Señor siga llamando al corazón de los
jóvenes para que desde esa generosidad que ellos tienen se abran a su voz.
Que nosotros, padres, madres, catequistas
y comunidad cristiana entera seamos tierra buena en la que la semilla de su fe
y de su entrega se desarrolle adecuadamente. De su respuesta generosa y de
nuestra aportación responsable depende nuestro futuro creyente y humano. Que lo
que Dios haya sembrado en su corazón, cuente con nuestra ayuda y cuidado para
que llegue a buen fin.
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