DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO
13-07-14 (Ciclo A)
El
domingo pasado escuchábamos en el evangelio, cómo Jesús daba gracias a Dios
porque se había revelado a los sencillos y humildes, y no a los que se tienen
por sabios y entendidos. Esa revelación divina, se nos ofrece por medio de la
palabra del Señor, quien adaptaba su lenguaje para que pudieran entenderle
todos, utilizando parábolas, ejemplos de la vida concreta y cercana que cada
uno podía comprender con mayor facilidad.
Durante
estos domingos Jesús nos va a hablar del Reino de Dios, ese va a ser el centro
de su mensaje, a la vez que el motivo principal de su misión, procurar que ese
Reino vaya emergiendo en medio de nosotros y su búsqueda se convierta en el objetivo
fundamental de nuestras vidas.
Y
lo primero que nos enseña el Señor, es que para posibilitar el desarrollo del
Reino de Dios, es prioritario preparar el terreno donde su semilla debe
germinar, para lo cual nos propone esta hermosa parábola que acabamos de
escuchar, y que no por muy oída acaba de calar en nuestro ser.
Ante
todo Jesús nos muestra cómo ese Reino de Dios no es obra del hacer humano, ni
tan siquiera por mucho que lo anhele su corazón. El Reino de Dios es un regalo
que se nos da por pura gratuidad y generosidad de Aquel que nos ha creado para
compartir su misma vida en plenitud. Y como nos cuenta la parábola, es el
Sembrador quien sale a sembrar, y su semilla es esparcida por toda la tierra
con idéntica abundancia y generosidad.
El
Sembrador no escatima en su esfuerzo, y no repara en gastos a la hora de
procurar que sobreabunde el fruto en la tierra. Y como nos ha recordado el
profeta Isaías en la primera lectura, Dios confía en que al igual que como baja la lluvia y la nieve del cielo, y
no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla
germinar,…, así será su palabra que sale de su boca, no volverá a él vacía
sino que hará su voluntad.
Sin
embargo, como sigue diciendo Jesús, parte de esa semilla cae al borde del
camino, o en terreno pedregoso, o entre zarzas. En unos casos será pisada por
la gente o alimento para pájaros, en otros se secará por falta de profundidad y
en otros casos la fuerza de las zarzas que la rodean la ahogarán antes de que
se desarrolle.
Así
siente Jesús que está resultando la siembra de su Palabra en medio de su
pueblo. Un pueblo que inicialmente parecía estar abierto y dispuesto a
escucharle, que animados por el testimonio de Juan el Bautista y ante el
asesinato de éste, van en busca de Jesús para sentir revitalizada su esperanza,
pero que ante las dificultades que comienzan a surgir, las aspiraciones que se
habían creado y que no llegan a cumplirse, y la presión de los poderosos que
atemorizan y amenazan cualquier atisbo de cambio y de justicia, hacen que se
pierdan por el camino y comiencen a abandonar el entusiasmo original.
La
semilla del Reino de Dios no desarrolla su fruto de forma inmediata e
inminente. Requiere también de nuestro trabajo confiado y paciente, para lo
cual es imprescindible que hunda sus raíces en la profundidad de una tierra
buena, fértil, fecunda, limpia de otras yerbas o intereses creados que puedan
ahogarla antes de crecer.
Y
esa tierra también ha sido encontrada por el Sembrador dando fruto abundante y
generoso.
Los
creyentes debemos ser buena tierra donde germine con vigor la semilla del Reino
de Dios, porque en la vida concreta del cristiano es donde han de darse los
frutos del amor, la misericordia y el servicio que transformen por completo
toda la realidad social y eclesial. Esta tierra humana y limitada que somos, ha
de velar para protegerse de dos peligros siempre presentes, uno externo y otro
interno.
El externo no es otro que las
dificultades que se derivan de este mundo nuestro tan materialista e indiferente
ante las necesidades de los demás. En él la semilla de la fe encuentra la
aridez de una tierra que sólo se preocupa del bienestar egoísta y donde los
valores de la generosidad y la sencillez difícilmente pueden arraigarse ante la
dureza del corazón.
Pero también se encuentra con
dificultades internas y que al igual que la cizaña amenazan con ahogar los
espíritus débiles e inmaduros. En ocasiones los mismos cristianos ponemos
graves dificultades al desarrollo del
Reino de Dios. Fomentamos la división entre nosotros, acogemos ideologías
contrarias al evangelio y facilitamos
con nuestro silencio propuestas deshumanizadoras. Es verdad que muchas veces
las presiones del ambiente nos hacen experimentar la debilidad de nuestras
convicciones, pero estas sólo sucumben cuando han perdido sus sustento y
fundamento, es decir cuando nos lanzamos a los brazos de otros dioses que nos
han deslumbrado con su brillo superficial. Si nuestra fe es débil, y no la
alimentamos adecuadamente, pronto se diluirá en la nada. La semilla del Reino
de Dios que hoy nosotros debemos esparcir con generosidad y en abundancia
requiere de permanentes cuidados para que, limpia de obstáculos, arraigue
primero en nosotros, y así germine en frutos de vida y de esperanza.
Hoy también nosotros debemos salir como
sembradores a sembrar. Sembrar la semilla de la fe en el hogar y en el trabajo,
entre nuestros niños, jóvenes y mayores. Sembrar una palabra de denuncia de las
injusticias que atentan contra la dignidad del ser humano y el respeto de las
vidas más débiles. Sembrar la esperanza gozosa de Cristo resucitado, para que
encuentre corazones dispuestos donde el Señor haga germinar abundantemente su
gracia y su amor, y así el fruto que cada uno coseche, redunde en beneficio de
la humanidad entera. Que él bendiga nuestro servicio generoso, arraigándolo en
la tierra fecunda de nuestros corazones, y lo premie con el gozo inmenso de
sabernos fieles colaboradores suyos en la instauración de su Reino de amor, de
justicia y de paz.
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