DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO
20-07-14 (Ciclo A)
El domingo pasado
escuchábamos en el evangelio de S. Mateo la parábola del Sembrador. En ella se
nos mostraba el trabajo de quien siembra y la necesidad de que lo sembrado
caiga en buena tierra para que de fruto. Todo ello con la confianza de que el
dueño de la mies la hará germinar en la tierra buena que hay a nuestro lado.
Pero el
evangelista continúa el relato con este pasaje de hoy, donde se nos muestra que
a pesar de la bondad y fertilidad del terreno en el que cae la semilla, y en
contra de todo lo previsto, crece también la cizaña.
Cómo es posible
que en medio de la buena tierra y habiendo sembrado la semilla adecuada crezca
también la cizaña.
La simbología de
la siembra nos ayuda a comprender lo que tantas veces sucede en la vida
cotidiana y real. En medio de la familia y de la sociedad, por muy buena que
sea la tierra y lo sembrado, muchas veces vemos con tristeza crecer el mal.
Hay padres que
sufren con impotencia ante el mal de sus hijos. A pesar de sus desvelos y de la
excelente educación que les dieron, ellos tomaron otro rumbo y han abandonado
hogar, amigos y valores, para adentrarse en el mundo de la droga, la
delincuencia o la violencia.
También sienten
el reproche disimulado de quienes les preguntan “¿no sembraste buena semilla?”
(Como al Sembrador del evangelio). Viviendo con dolor la incomprensión de los
demás.
Aunque todos
somos responsables para sembrar el bien, la justicia y la concordia en el
mundo, no podemos cargar con las consecuencias
del mal hacer de otros. La libertad de la que todos gozamos conlleva la
grave responsabilidad de ejercerla para el bien personal y común, y quienes
optan por caminos de perdición son los que han de dar cuentas de ello y no sus
progenitores, educadores o la misma comunidad.
También podemos
caer en la tentación de querer eliminar la cizaña a golpe de fuerza. Arrancarla
de raíz y echarla fuera. Y el Sembrador nos dice que no, que hay que esperar
hasta que todo haya madurado, entonces se verá con claridad cada cosa y el mal
caerá por su propio peso.
Qué bien lo narra
el libro de la Sabiduría que hemos escuchado en la primera lectura. “No hay más
Dios que tu, que cuidas de todo, para demostrar que no juzgas injustamente”.
Ante los
problemas que vive el mundo en general y nuestro entorno más cercano en
particular, muchas veces nos constituimos en jueces de los demás. Y antes de
comprender la realidad de los acontecimientos en su complejidad ya hemos dictado
nuestra dura sentencia.
Sin embargo Dios,
“poderoso Soberano, juzga con moderación y nos gobierna con gran indulgencia”.
La parábola del
sembrador junto con el evangelio que hoy escuchamos, no sólo es una llamada a
ser tierra buena y apartar de nosotros aquellos matojos y estorbos que impiden
crecer con vigor el buen grano. Es también una llamada a sembrar siempre paz y
concordia, bondad y esperanza, consuelo y misericordia entre todos para que no
dejemos nunca que crezca la mala hierba de la envidia, el rencor, la violencia
o la división entre quienes estamos
llamados a compartir un mismo presente y preparar un futuro mejor.
Con todo sabemos,
que pese a nuestros esfuerzos y desvelos, el mal es una realidad que quiere
imponerse y que su aceptación es imposible. Que un campo tenga cizaña es una
cosa, pero que esta crezca en el hogar, en la familia y en la sociedad, con el
silencio resignado y la apatía infecunda,
es otra muy distinta. La actitud frente al mal, es combatirlo con el
bien.
Y una manera
eficaz, es tener la capacidad suficiente para sembrar las reglas de una
convivencia adecuada desde el respeto, y saber ofrecer oportunidades para la
conversión sincera, lo que constituye un reto para todos y a la vez una tarea a
desarrollar con esperanza.
Como nos dice el
libro de la Sabiduría, “el justo debe ser humano”. Y Dios nos ha dado “la dulce
esperanza de que, en el pecado, da lugar al arrepentimiento”.
La justicia sin
corazón y sin misericordia se convierte a la larga en revancha. Y si no
ofrecemos al pecador o malhechor una oportunidad para la conversión jamás
podremos hablar de un Reino de Dios entre nosotros tal y como lo entendió
Cristo.
Con todo no
olvidemos que el evangelio termina con una clara advertencia. Al final la
cizaña será cortada y echada al fuego. Cada uno dará cuenta de sí ante Dios, y
el hecho de que su amor ofrezca siempre una nueva oportunidad para la
conversión y el perdón, no mitiga la clara y rotunda advertencia a quien
persiste en el mal, que de seguir así y no convertirse, acabará de la misma
manera.
La misericordia
de Dios dura por siempre, pero no se impone al obstinado que decida arrojar su
vida por el abismo alejándose de él por el camino del odio y la muerte.
Esta
es nuestra esperanza y nuestra responsabilidad, confiar siempre en la bondad y
misericordia del Señor, y poner todo de nuestra parte para que su Reino crezca
entre nosotros. Que su Espíritu nos ayude para seguir sembrando su evangelio en
medio de este mundo, sumido en la injusticia, el odio y las guerras.
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