DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO
31-01-16 (Ciclo C)
Las lecturas que acabamos de escuchar y
que centran el sentido del día del Señor, nos ofrecen unos rasgos desde los que
meditar sobre la llamada que Dios nos hace a cada uno de nosotros, nuestra
vocación.
La fe que hemos recibido y que vamos
madurando en el corazón, responde al encuentro personal con Dios, donde al
igual que aquel buen profeta Jeremías, sentimos el gozo de sabernos elegidos y
amados por el Señor.
“Antes de formarte en el vientre, te
escogí, antes de que salieras del seno materno, te consagré”. Llegar a esta
conclusión en la vida, supone un largo camino de relación personal y amorosa
con Dios. En medio de todas las dificultades, a pesar de los sacrificios y
penurias, Dios me ha elegido y siempre ha estado a mi lado. No se ha
desentendido ni me ha abandonado.
Toda nuestra vida ha sido bendecida por
él, y bajo su atenta mirada discurren nuestros días.
Dios nos ha creado, nos ha elegido y nos
ha destinado a una misión concreta “ser profetas entre los gentiles”; es decir,
en medio de este mundo cada vez más alejado de Dios, hemos sido enviados a
transmitir nuestra esperanza y ser testigos del amor del Señor.
Esa es nuestra vocación. Cada uno de
nosotros, desde nuestra condición de vida y con nuestras capacidades, somos
urgidos por Dios para seguir alentando y sosteniendo la esperanza del mundo.
Transformarlo en su injusta realidad y mejorarlo para que todos los seres
humanos podamos vivir plenamente la dignidad de los hijos de Dios.
Al igual que a Jeremías, muchas veces nos
asaltará el miedo, la vergüenza, la incapacidad para saber cómo acercarnos a
los más alejados. Pero escuchamos como él la voz del Señor que nos dice “no les
tengas miedo... yo te convierto en plaza fuerte... porque yo estoy contigo para
librarte”.
Sentir hoy que estas palabras se nos
repiten a cada uno de nosotros con la misma ternura y confianza con la que las escuchó el profeta, nos ayuda
a revivir la alegría de nuestra fe y a la vez a renovar nuestras capacidades
para desarrollarla en la entrega a los demás.
San Pablo nos muestra el camino del amor.
Sendero por el que han de introducirse todas las relaciones humanas a fin de
encontrarse con Dios. El amor incondicional, sencillo y solidario a esta
humanidad nuestra, es la llave para abrir los corazones de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo y así llegar hasta ellos. El amor maduro y sereno que
no se deja llevar por los impulsos infantiles y egoístas, sino que busca la
verdad, la justicia y el bien de todas las personas por igual. Un amor capaz de
entregarse sin límites.
Es verdad que muchas veces nos ocurrirá
lo mismo que a Jesús. En el evangelio que hemos escuchado, vemos el cambio de
actitud de aquellos que al principio lo admiraban. De la aprobación inicial,
pasan al rechazo por sentirse denunciados en su soberbia y egoísmo. Los mismos
que aplauden lo que les conviene escuchar, se rebelan cuando se ven
desenmascarados en su injusticia.
Son las dos caras de la fidelidad al
evangelio que todos los creyentes en Jesucristo podemos y debemos vivir. La
cara gozosa de sentirnos amados por Dios y animados por el calor y cercanía de
su Espíritu Santo. Y la otra cara más difícil de asumir, por lo que supone de
sacrificio y de cruz.
Los cristianos hoy, tenemos que seguir
sintiéndonos profetas del evangelio, heraldos de la Buena Noticia de Jesucristo
que sigue siendo necesaria, a pesar de la indiferencia del entorno, para la
sanción de nuestro mundo.
Es difícil mantener siempre actitudes
como la comprensión, el respeto, la tolerancia y la apertura del corazón a los
demás, con la fidelidad al evangelio de Cristo. Se hace muy complicado
pretender contentar a quienes nos rodean y que en ocasiones buscan nuestra
aprobación, con la propuesta de la verdad y la integridad de la Palabra de Dios,
como le sucedía al profeta Jeremías. Sin embargo es en esta tensión donde ha de
desarrollarse nuestra vida y espiritualidad.
Encontrar la palabra oportuna para que la
luz de la fe ilumine la vida de los hermanos, es tarea permanente en el
evangelizador. Pero esa palabra debe transmitir con autenticidad el mensaje
evangélico que hemos recibido y del cual no somos dueños. Para que exista una
transmisión fraterna y generosa de la fe, es necesaria la vivencia interior y
madura del cristiano.
Para ello necesitamos llevar una vida
cercana a los mismos sentimientos de Cristo, los cuales sólo podemos conocer y
asumir desde la oración y la contemplación de su vida. Si la vida espiritual
siempre ha sido necesaria para vivir en fidelidad al evangelio, hoy más que
nunca se convierte en una urgencia para los cristianos actuales a fin de evitar
dos peligros, el puro voluntarismo y la falta de contraste.
El compromiso cristiano por la justicia y
la verdad han de ser impregnados por la luz del evangelio, de lo contrario
corremos el riesgo de ser justicieros con quienes no piensan o no son de los
nuestros, y manipular la realidad para que se ajuste a nuestros deseos.
La oración serena y guiada por la lectura
del evangelio de Jesús, nos ayudará a distanciarnos lo suficiente de la
realidad inmediata para poder mirarla con libertad y sin intereses egoístas. Y
compartir esa oración con los demás, escuchando y acercándonos a ellos con
comprensión, favorecerá una verdadera relación fraterna y auténticamente solidaria.
Esta es la llamada que Dios nos hace hoy.
Somos profetas de nuestro tiempo, contamos con su permanente cercanía y
aliento; nos ha dejado la fuerza de su amor para cambiar de raíz este mundo; y
sabemos que al igual que Jesús, también pasaremos por dificultades y rechazos.
Pero sobre todo confiamos en su promesa de permanecer a nuestro lado todos los
días “hasta el fin del mundo”.
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