DOMINGO XXVII TIEMPO
ORDINARIO
2-10-16 (Ciclo C)
La
palabra de Dios que hoy se nos proclama contiene como tema central la fe. La fe
como don recibido y que necesita de un permanente cuidado, y la fe como
respuesta del ser humano hacia Dios y que nos lleva a vivir con responsabilidad
y entrega el seguimiento de Jesucristo.
El
evangelio comienza con una petición por parte de los apóstoles a Jesús,
“auméntanos la fe”. Y el evangelista se ha cuidado bien de mostrar quienes son
los que realizan esta petición. No son fariseos, ni escribas, ni nadie del
pueblo que sigue con alegría el nuevo camino marcado por Jesús. Son los más
íntimos, aquellos que comparten la mayor cercanía del maestro, los apóstoles,
quienes sienten necesidad de fortalecer su fe. De tal calado es esta necesidad,
que el mismo Jesús les responde que si su fe fuera como un granito de mostaza,
sería más que suficiente.
Los
momentos por los que atraviesan los apóstoles comienzan a complicarse. En Jesús
han encontrado mucho más que a un líder. Sus palabras y gestos les hacen ver la
cercanía de Dios en medio de ellos. Palabras que serenan el corazón, que les
llenan de esperanza y consuelo y que vienen acompañadas de signos liberadores,
que sanan a los enfermos, liberan a los oprimidos y devuelven la dignidad a los
marginados.
Jesús
les muestra el camino de la fraternidad y el amor, del servicio y el
desprendimiento, la generosidad que se desborda en la entrega de la vida. Pero
este camino no está exento de dificultades y sacrificios, de tal manera que
tras el entusiasmo de muchos, está el abandono de algunos, y los recelos y
dudas de casi todos.
De
ahí que la petición de los discípulos sea más que pertinente. Se saben
necesitados de una fortaleza mayor para poder mantener la fidelidad en el
seguimiento de Jesús. Y ese don, cuando se pide de corazón y con entera
disponibilidad, es concedido abundantemente por el señor.
La
fe no es una cualidad con la que se nace, ni se logra alcanzar por las fuerzas
y méritos personales. La fe es un don de Dios, que siendo generosamente
derramado por él, encuentra serias dificultades en el corazón humano para
germinar y crecer.
Como
nos muestra la parábola del sembrador, aunque sea esparcida con abundancia, no
todos los suelos en los que cae están debidamente preparados para acogerla y
darle vida.
Y
cuando esa semilla de la fe cae en una tierra no debidamente cuidada y saneada,
o donde se dejan crecer otros intereses que la ahogan y anulan, por mucho que
hayamos recibido el don, por la desidia y descuido se va apagando lentamente.
Ya S. Pablo en su carta a Timoteo nos lo advierte con insistencia “aviva el
fuego de la gracia de Dios que recibiste”.
Cuantas
veces vemos en nuestras comunidades cristianas que muchos jóvenes se acercan
para solicitar un sacramento, bien sea el matrimonio o el bautismo de sus
hijos, con una fe muy deficiente. Preguntados por su fe, muchos de ellos
responden que sí creen en algo, o que les parece bien la educación que en su
día recibieron, aunque ya no participen de la vida sacramental, ni celebren su
fe, ni se acerquen a la Iglesia más que para cumplir con ritos sin darles su
debido sentido y fundamento.
La
fe no es creer en algo. La fe es creer en Jesucristo como nuestro Señor, quien
nos ha mostrado el rostro de Dios, nuestro Padre, y que nos llama a formar
parte de su Pueblo Santo que es la Iglesia, para así en fraterna comunión
eclesial, trabajar con ilusión y entrega al servicio de su Reino de amor,
justicia y paz.
Los
cristianos no podemos dar respuestas indeterminadas sobre nuestra fe. Tenemos
que saber con claridad quién en nuestro Señor, lo que supone él en nuestra
vida, y sobre todo sentir su presencia alentadora y cercana en todos los
momentos por muy difíciles que puedan ser.
Claro
que necesitamos que aumente nuestra fe, pero sólo puede ser aumentado aquello
que ya existe y de lo que uno, siendo consciente de su debilidad, ansía
fortalecer poniendo todo lo que está en su mano para vivir con gozo su
experiencia de amistad y amor para con Dios.
La
participación en los sacramentos es el gran alimento de nuestra vida
espiritual. Esa frase tan moderna y facilona de “soy creyente pero no
practicante”, sólo demuestra dos cosas, la primera una pobreza argumental y la
segunda una irresponsabilidad comodona.
La
fe que no se celebra y se asienta en una práctica habitual se muere, carece de
fundamento cierto y termina por convertirse en una ideología que adecua las
ideas a la forma de vivir. Una fe no vivida con los demás y contrastada en la
comunidad cristiana termina por echar a Dios de nuestra vida dejando que entre
otro ídolo más condescendiente con nuestros gustos, que nada nos critique ni
exija conversión. Quien persiste en esta actitud, termina por hacerse un dios a
su medida, pero que nada tiene que ver con el Dios Padre de nuestro Señor
Jesucristo.
Y
la segunda cuestión que apuntaba era la irresponsabilidad. Hay personas que no
conocen a Jesucristo porque nadie les ha hablado de él. Su alejamiento de Dios
no es fruto de su negación explícita sino de su desconocimiento. Pero muchos de
los alejados de hoy sí oyeron hablar de Jesús, conocieron en un tiempo la vida
del Señor e incluso recibieron su Cuerpo sacramental en la Eucaristía.
Sin
embargo la apatía y comodidad de unos padres poco entusiastas de su fe en unos
casos, el ambiente social que llena el tiempo de ocio de muchos adolescentes y
jóvenes lejos de contextos religiosos, y la falta de testimonio coherente y
entregado de muchos cristianos, han dificultado su crecimiento e inserción
madura en la comunidad.
Y
en este sentido todos debemos asumir nuestra responsabilidad en la transmisión
de la fe. Si la fe es don de Dios, y por lo tanto su fuente y destino es sólo
Dios, no cabe duda de que los medios de los que el Señor se sirve también están
en nuestras manos.
Y
los primeros transmisores de la fe son las familias, todos los que formamos el
núcleo familiar tenemos que ayudar a las jóvenes generaciones a experimentar el
amor de Dios y que conozcan a Jesús como a su amigo y Señor. Tarea para la que
la cuentan con la eficaz colaboración de los equipos de catequistas de la
parroquia, que no deja de realizar esfuerzos para favorecer este encuentro
gozoso entre los más jóvenes y Jesús.
Y
todos nosotros, la comunidad cristiana entera, tenemos que revisar nuestra vida
y pedirle al Señor con humildad, que nos aumente este don de la fe que hemos
recibido, para que seamos fieles testigos suyos, viviendo con coherencia y
entrega, sin tener miedo de dar la cara por él, y tomando parte en los trabajos
del evangelio conforme a las fuerzas que nos ha dado.
Esta
semana la Iglesia celebrará la fiesta de Ntra. Sra., la Virgen del Rosario,
pidamos a María, en su dimensión de mujer orante, que llevemos una vida intensa
de oración, para que uniendo la fe y la vida, seamos fieles testigos del amor
de Jesucristo que nos envía para ser sal y luz en medio de nuestro mundo.
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