DOMINGO II DEL AÑO
15-1-17 (Ciclo A)
Una
vez que hemos dejado atrás las fiestas navideñas, tras el Bautismo de Jesús
damos comienzo a este tiempo litúrgico llamado “ordinario”, un espacio en el
que se resalta la vida cotidiana del Señor, su palabra y su obra misionera de
anuncio del Reino de Dios.
Es
el momento de marcar la diferencia con el estilo de vida y de fe vividos hasta
entonces, y cuyo cambio va preparando el gran profeta Juan con su llamada a la conversión.
El
va a ser el primero en señalar ante todos que el tiempo se ha cumplido, y que
la promesa de Dios de instaurar su reinado, se ha realizado en Jesús; “Este es
el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Una frase que para nosotros
puede parecer extraña, pero que en aquel contexto enmarcado en la tradición
judía, manifestaba claramente que ese Jesús, era el Hijo de Dios.
El
Cordero de Dios, en la simbología bíblica, muestra la inocencia, la pureza y la
bondad más plenas. Los corderos sacrificados en el Templo de Jerusalén eran la
mejor ofrenda a Dios, porque eran animales puros, sin mancha.
Pues
en esta experiencia religiosa, definir a uno como el Cordero de Dios era lo
mismo que señalarlo como el enviado de Dios, el Mesías, el Salvador. El único
capaz de salvar a su pueblo y de redimirlo de sus pecados. Y si es muy
importante que sobre alguien recaiga esta señal, igualmente fundamental es
quien lo señala.
Juan
no es un personaje cualquiera, es el profeta del momento, con gran ascendencia
sobre un pueblo sediento de Dios.
Su
palabra no dejaba indiferente a nadie, ni tan siquiera a los poderosos alejados
de la fe. Hijo de un gran sacerdote, Zacarías, Juan va a constituir el nexo de
unión entre los tiempos en los que Dios enviaba mensajeros delante de él, hasta
este momento central de la historia donde él mismo va a irrumpir en la persona
de su Hijo amado.
Al
señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, Juan está anunciando
que la entrada de Dios en la historia ya
se ha hecho realidad, y que ahora es cuestión de seguir a su elegido porque su
bautismo no será sólo de agua, sino que el mismo Espíritu Santo se derramará
sobre todos realizando en ellos la salvación.
Aquel
anuncio de Juan tuvo consecuencias inmediatas. Sus seguidores comenzaron a
acercarse a Jesús haciéndose sus discípulos. Ya no necesitaban de alguien que
les hablara de los designios de Dios porque Jesús transparentaba su amor y su
misericordia.
Juan
aceptó el final de su misión, y supo menguar en su protagonismo personal para
favorecer el seguimiento de Jesús por parte de todos, para que encontraran en
él, el único camino, verdad y vida.
Jesús
asume así su papel en la historia, comenzando como uno de tantos al recibir el
bautismo, signo de su misión, y aceptando el testimonio que Juan ha dado de él,
sabiendo que su vida ya no será la misma. El tiempo se ha cumplido y ahora con
su vida va a mostrar que el Dios con nosotros camina al lado de sus hijos para
llevar la creación a su plenitud.
Este
comienzo de la vida pública del Señor, en el que nuevamente se remarca el papel
fundamental de Juan, nos ayuda a comprender la importancia de las mediaciones
en la transmisión de la fe.
Al
igual que Juan el Bautista, también nosotros tenemos que señalar al Cordero de
Dios que pasa a nuestro lado, favoreciendo el encuentro de los hermanos con él,
y ayudando a que muchas personas alejadas de la fe puedan sentir que Dios les
ama y les llama.
Esta
vocación misionera y evangelizadora es un don de Dios que siempre debemos
agradecer como comunidad cristiana. Una gratitud que hacemos extensiva a tantos
hombres y mujeres que desde los diferentes servicios y ministerios comparten su
vida y su fe con los demás; catequistas, monitores, animadores de grupos de
jóvenes, adultos, matrimonios, liturgia. Y junto a ellos también destacamos el
servicio tan necesario para con los más pobres, enfermos y necesitados, a
través de cáritas y pastoral de la salud.
Pero
no acaba en estos servicios eclesiales la misión de la Iglesia. Todos los
cristianos estamos llamados a anunciar la Buena Noticia de Jesucristo en
cualesquiera de los ambientes de nuestra vida, personal, familiar y social,
para que el don de la fe que hemos recibido sea también experimentado por
aquellos que buscan a Dios en sus vidas. Por eso debemos vivir nuestra fe con
sencillez y verdad.
Sencillez
porque no podemos ni debemos tratar de imponer nada a nadie. La fe para que sea
auténtica ha de nacer de la libertad de la persona.
Pero
también hemos de ser cristianos en verdad, es decir, sin temor ni vergüenza
ante nadie. No tenemos una fe para ocultarla a los demás, ni para devaluarla a
fin de que sea aceptada por todos. Seguir a Cristo exige del cristiano
fidelidad y coherencia, y porque sabemos que ambas virtudes nos cuestan, por
las limitaciones de nuestra condición humana, no debemos caer en la cobardía de
quienes siempre quieren quedar bien ocultando los fundamentos de su vida para
no ser criticados. La fe que no se vive, se muere, y los valores que se
disimulan no convencen.
Cuando
S. Juan anunciaba la presencia del Mesías, no era una mera información; era una
invitación a seguirle a él y sólo a él. Y esta misión de señalar al Señor en
medio de nuestra vida para que le puedan reconocer los demás, la hemos de
acoger como propia en nuestro corazón. Hoy somos nosotros los testigos de
Jesucristo en medio de nuestra sociedad.
De
este modo, cada vez que nos reunimos para celebrar nuestra fe, le sentimos
presente en medio de nosotros, y por eso antes de recibirle en el Sacramento de
la Eucaristía le reconocemos como el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo. Que este sacramento que a todos nos une como hermanos, nos ayude a
seguir los pasos de Jesucristo con esperanza, y con la fuerza de su Espíritu
seamos testigos de su amor en el mundo.
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