DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO
29-01-17(Ciclo A)
Acabamos de
escuchar una de las páginas más hermosas del Evangelio, el Sermón de la
montaña, donde el evangelista San Mateo nos muestra la imagen de Jesús junto a
sus discípulos, y rodeado de una muchedumbre hambrienta de una palabra de
esperanza. Como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica; “Las
bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús
recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las
perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de
los cielos” (1716)
La liturgia eucarística nos propone este
pasaje evangélico tras el bautismo del Señor y el inicio de su vida pública. Es
como si nos presentara el proyecto de vida que Jesús va a desarrollar y el
contenido de su misión como centro del anuncio del Reino de Dios.
Y lo primero que puede llamar nuestra
atención es que ese centro lo van a ocupar los pobres, los que sufren y lloran,
los mansos y limpios de corazón, quienes pasan hambre de justicia y son
perseguidos por esta causa, los que buscan y trabajan por la paz, aquellos que
son misericordiosos y en definitiva quien es o será perseguido por su causa.
A todos ellos les llama benditos,
dichosos, bienaventurados, no por los padecimientos que están soportando, sino
por el horizonte que se les abre en el amor y la bondad de Dios, ya que han
sido hechos hijos y herederos de su Reino.
Las bienaventuranzas son el camino por el que nos
encontramos con el Señor y que muchos hermanos nuestros, en esta historia de
salvación, ya han recorrido de forma ejemplar. Ellos son nuestros maestros de
espiritualidad, testigos de un vivir para Dios y para los demás y ejemplo de
serenidad y misericordia incluso en momentos donde sufrieron martirio y
violencia.
Todas las bienaventuranzas entrelazan un proyecto de vida
unitario y que nos acerca de forma plena a la vida de Jesús, pero voy a
destacar tres, en las cuales descansan las demás porque son el núcleo
fundamental de la vida de Cristo; la pobreza, la limpieza de corazón y la
búsqueda de la paz.
Pobre
de espíritu es aquel que al margen de su situación material, buena o mala,
siempre busca el rostro de Dios. Jesús
emplea la palabra «pobres» (anawim en
hebreo) en el sentido que
le dieron los profetas del Antiguo Testamento, en particular los tardíos como
Sofonías: los humillados y sumisos a la voluntad de Dios (2.3). Jesús, quién
desde niño conocía muy bien las Escrituras, como todos sabemos, debe haber
tenido en mente la frase de Isaías: «En ese pondré mis ojos, en el humilde y
abatido.» (66.2). La unión de estos dos términos: «abatido» y «humilde»,
nos da el sentido en que Jesús emplea la palabra «pobre». «Pobre» es el que se
humilla ante Dios, el que reconoce su pobreza y necesidad espiritual, su
pobreza en el reino del espíritu, aunque tenga medios materiales. Pobre es el
manso, el piadoso, el que está disponible ante Dios.
Claro que la pobreza de espíritu no puede ser ajena
a la material. De hecho es casi imposible la una sin la otra. Nunca viviremos
la pobreza espiritual si no sabemos acoger la pobreza material como estilo de
vida austero y solidario.
El ser
humano tiene una unidad en sí mismo y es imposible mantener una espiritualidad
sencilla y humilde llevando una vida opulenta y egoísta, desentendida de la
debilidad y penuria ajena.
Vivir de
forma sencilla y sobria, además de hacernos solidarios con los demás, sobre
todo configura nuestro ser para acoger con disponibilidad la voluntad de Dios.
Esa
sencillez y humildad, expresión de nuestra pobreza espiritual, posibilitan
también la segunda bienaventuranza, el tener un corazón limpio para
mirar a los demás. La limpieza de corazón genera en nosotros una vida lúcida
para contemplar a los otros con
misericordia. Es del corazón de donde brotan las acciones y deseos más humanos
o más viles.
Un corazón
limpio regala permanentemente una nueva oportunidad; un corazón limpio hace
posible el milagro del perdón y de la reconciliación, porque sabe que todos
hemos sido reconciliados por el amor y la misericordia del Señor, y reconoce
que nuestra masa no es diferente de la de los demás.
Que
costoso es mantener viva esa mirada limpia. Qué pronto dejamos que aniden en
nuestra alma las sospechas, los recelos, las dudas. Es como si al encontrarnos
con el otro buscásemos primero sus fallos antes que sus virtudes, y sintiéramos
más alegría por sus debilidades que por sus triunfos.
Sin
embargo bien sabemos cuánto nos duele que se confundan con nosotros, que
alguien hable mal de uno. Y es que la mirada que no está limpia deja fácilmente
paso a la calumnia y a la mentira, sustrato del que se alimentan el odio y el
rencor.
Por
último, nos fijamos en una bienaventuranza de permanente actualidad; “Bienaventurados
los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados los hijos de
Dios”. Cada una de las bienaventuranzas conlleva para quien la vive un
premio, los pobres poseerán el reino de Dios, los misericordiosos alcanzan
misericordia, los que lloran son consolados...etc. Pero en este trabajar por la
paz, la promesa de Jesús va mucho más allá, “ellos serán llamados los hijos de
Dios”. La paz constituye el signo de la filiación divina, vivir en la paz
verdadera es sinónimo de estar en plena armonía con los hombres, nuestros
hermanos, con la creación entera y con Dios.
Porque el trabajo por la paz implica vivir una
existencia calmada, exenta de violencias, egoísmos y rencores, al estilo de
Jesús.
La
realidad que nos toca vivir, está teñida de sangre y surcada por el lamento
permanente de las víctimas de la violencia y el terror. Violencia generada por
la ambición, el egoísmo, las ideologías, el fanatismo, en definitiva, el poder
que se desea ejercer sobre el otro, sea ajeno o miembro del propio hogar.
Trabajar por la paz es responsabilidad de
todos. Primero de aquellos que tienen en sus manos la grave tarea de dirigir y
gobernar nuestro presente evitando las divisiones injustas en las que se
alimenta el odio. Pero también es nuestra responsabilidad como cristianos,
potenciando las actitudes de reconciliación y de perdón, que como hijos de Dios
hemos de vivir cada día, y poniendo nuestra semilla de esperanza en medio de
las dificultades y tensiones.
Vivir el espíritu de las bienaventuranzas
conllevará muchas veces participar de la última de ellas, “dichosos cuando os persigan por mi causa”. Pero pensemos que es mucho mejor ser criticados por
nuestra fidelidad a Jesucristo que por nuestra desidia e incoherencia de vida.
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