DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO
22-01-17 (Ciclo A)
El evangelio que acabamos de escuchar, nos
muestra el comienzo de la vida pública de Jesús. Y el evangelista San Mateo,
discípulo del Señor, ha querido unir por medio del profeta Isaías, la misión
que desempeñaba Juan el Bautista, con la que Jesús va a iniciar. “El
pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en
tierra de sombras de muerte una luz les brilló”.
Si el apresamiento de Juan suponía una
gran decepción para el pueblo que había esperado en sus palabras, el comienzo
de la misión de Jesús va a avivar la llama de la esperanza con una fuerza
renovada. Y así la llamada a los primeros discípulos que acabamos de escuchar en
el evangelio, nos sitúa en el origen del nuevo pueblo de Dios del cual somos
hoy sus herederos. La invitación de Jesús a sus discípulos, personal y directa,
se ha ido repitiendo a lo largo del tiempo hasta llegar a nosotros, con la
misma propuesta de hacernos pescadores de hombres. Lo cual supone dejar
nuestras redes y preocupaciones personales a un lado y asumir la nueva tarea
que el Señor nos encomienda y que no es otra que la de transmitir la Buena
Noticia del Evangelio a los demás.
Sin embargo en nuestros días esta misión
eclesial, con ser labor importante, no está exenta de dificultades que afectan
a su desarrollo. San Pablo en su primera carta a los corintios detecta un
problema serio en el interior de la comunidad cristiana. Al ir creciendo el
número de los creyentes y formar grupos comunitarios distintos, unos se ven más
cercanos al estilo y predicación de algunos de sus líderes que al de otros. Y
aunque las peculiaridades de cada persona son algo inevitable y hasta bueno, ya
que no somos hechos a troquel, todos iguales, las cuestiones accesorias a veces
se situaban en primer plano, llevando al olvido de la misión fundamental y
creando discordias en la comunidad.
Las distintas
maneras de exponer el mensaje de la fe, así como los destinatarios del mismo no
pueden condicionar, hasta el punto de dividir, a la comunidad cristiana. Por
eso Pablo, en el ejercicio de su ministerio apostólico, va a realizar una
llamada a la unidad, que ante todo se ha de basar en la fidelidad al evangelio,
del cual, el apóstol, es su servidor y fiel intérprete en la comunión con los
demás apóstoles.
Y esta
cuestión es de una relevancia y actualidad extraordinarias.
La experiencia
de fe de cada uno de nosotros, se basa además de en la relación personal con
Dios por medio de la oración y la vida sacramental, en el conocimiento de la
Sagrada Escritura y la tradición eclesial heredada. No somos los aquí presente
los primeros creyentes de la historia, y formamos parte de un largo proceso de
reflexión y profundización teológica que nos ha llevado a confesar un mismo
Credo, compendio de las verdades que los cristianos creemos y que son
fundamentales para nuestra fe.
De hecho como
todos sabemos, las distintas interpretaciones que en momentos concretos de esa
historia se han realizado por diferentes grupos eclesiales, han causado serias
divisiones que todavía perduran entre nosotros.
Sin embargo la
Iglesia Católica a la que pertenecemos, bajo la guía pastoral del sucesor de
Pedro y en comunión con los demás obispos del mundo, ha compaginado el
desarrollo teológico realizado por los distintos pensadores y maestros de la
fe, con el cuidado permanente de la comunión. De tal manera que ante cuestiones
novedosas, donde no ha existido una acogida suficientemente amplia por parte
del pueblo de Dios, y que tampoco el evangelio explicita de forma clara, se ha
preferido mantener la unidad antes que provocar la división.
Y esta
garantía de unidad es la misión que los pastores de la Iglesia tienen
especialmente encomendada. Muchas son las funciones que cada uno de los
cristianos debemos ejercer, pero el ministerio de la comunión ha sido conferido
a los Obispos, y éstos a sus colaboradores.
Este asunto
adquiere mayor relevancia, cuando a través de los medios de comunicación hoy
resulta sencillo acercarnos a un elenco de opiniones, que colocadas todas ellas
en el mismo plano, carecen de una justa discriminación. Podemos escuchar
argumentos sobre problemas de fe, tratados con el mismo rango a teólogos,
obispos, políticos y personas de cualquier condición. Y si bien es verdad que
como creyentes todos podemos y debemos expresar y compartir la fe, no tenemos
que confundir lo que es opinar libremente sobre algo, de lo que supone proponer
autorizadamente la verdad de la fe católica.
La libertad de
expresión, no conlleva la autoridad moral sobre lo expresado, la cual proviene
del ministerio legítimamente recibido en la comunión eclesial.
La fe y la
tradición eclesiales son un bien común de todo el pueblo de Dios, y no le es
lícito a nadie por su cuenta erigirse en portavoz universal de una
interpretación meramente personal. Las opiniones individuales, por sí solas, no
conducen a la construcción de la comunidad, y cuando éstas pretenden imponerse
como verdades al margen de la fe común, generalmente son un fraude.
La comunión
eclesial es la única garantía que podemos tener de vivir la fe en lealtad al
evangelio de Jesús. Una comunión que sostenida y alentada por el Espíritu
Santo, busca siempre el bien común, la promoción de las personas y la
construcción de la convivencia fraterna, en el amor y la esperanza.
El trabajo
ferviente y paciente de tantos teólogos y pensadores cristianos a lo largo de
los siglos, nos han ayudado a comprender mejor los designios del Señor. La fe
necesita comprenderse, razonarse, y ser propuesta a los demás en un lenguaje
actualizado a fin de que en diálogo con la cultura, podamos compartir un
horizonte de justicia y dignidad humana para todos. Pero la fe siempre es don,
y como tal no es algo de lo que el hombre pueda apropiarse egoístamente,
llegando a manipularla para que responda a sus criterios individualistas e
ideológicos. Como don que proviene de Dios, la fe siempre ha de estar referida
a Él, y ha de ser vivida con gratitud y humildad, en la madurez de la vida
comunitaria de la Iglesia.
La unidad
eclesial es nuestra garantía de autenticidad. La división sólo conduce al
ensoberbecimiento de uno mismo, al enfrentamiento teórico y existencial con los
hermanos, y a la ruptura con el deseo de Cristo de que todos seamos uno, “como
él y el Padre son uno”.
En la
eucaristía es el Señor quien se entrega por todos, para que viviendo la
auténtica fraternidad de forma gozosa y agradecida, seamos enviados al mundo
para convocar a otros hermanos a esta mesa del amor. La unidad de los creyentes
es la mejor visibilización y testimonio de fidelidad a Jesucristo, nos ayuda a
sentirnos hijos de la Iglesia que él fundó, y favorece nuestra misión
evangelizadora.
Que por medio
de esta celebración, el Señor nos ayude a saber vivir con humildad y
generosidad el don de la fe recibido, y así valorar con agradecimiento la
unidad de la familia cristiana de la cual formamos parte por medio de nuestro
bautismo.
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