DOMINGO
II DE ADVIENTO
10-12-17
(Ciclo B)
En este
segundo domingo de adviento, la llamada del Señor a través de los personajes de
la Sagrada Escritura, es la de “prepararle el camino”. Una tarea a la que el
pueblo de Dios ha sido siempre urgido y que en diferentes momentos de densidad
espiritual, la ha vivido con esperanza e ilusión.
Ciertamente
si echamos una mirada a nuestra historia podemos comprobar con tristeza que la
realidad humana actual no difiere demasiado de la de otros tiempos. Sí que la
sociedad ha evolucionado en la tecnología y la ciencia, que los adelantos
actuales permiten salir de la propia tierra hacia el espacio algo inimaginable
para generaciones pretéritas. Pero en el fondo del ser humano, en su forma de
vivir y relacionarse con los demás, en sus anhelos más profundos ¿podríamos
decir que hemos cambiado tanto? Todos buscamos la felicidad, luchamos por
sobrevivir y fundamos nuestra dicha en las relaciones más personales y cercanas,
con los nuestros. Algo que desde siempre ha procurado desarrollar el hombre con
igual intensidad.
Sin
embargo los mismos problemas afectan a esta humanidad en el discurrir de los
tiempos. A la luz de la Sagrada Escritura vemos cuantas veces se nos narran
sucesos que oscurecen el Plan salvador de Dios. Enfrentamientos, opresiones,
injusticias, abusos del inocente, guerras… Hechos que a pesar de distanciarse
de nosotros en miles de años, sin embargo destacan en nuestra mente con una
frescura singular.
Cómo no
vamos a comprender el sufrimiento del pueblo hebreo en medio de una guerra que
lo aniquilaba, cuando en nuestros días son demasiados los pueblos en guerra que
se acercan a nuestro hogar por el televisor. Cómo no vamos a saber lo que sufre
el inocente oprimido cuando en nuestros días millones de seres humanos mueren
en la miseria y el abandono. Cómo no vamos a sentirnos cercanos al dolor de los
enfermos y desahuciados que buscaban con desesperación quien les acogiera
cuando en medio de esta sociedad tan avanzada hay ancianos y enfermos que
acaban sus días en el olvido hasta de sus familiares más cercanos. Cómo no
vamos a comprender y solidarizarnos con el dolor de las víctimas de la
violencia, cuando el fanatismo religioso o
político sigue dejando regueros de sangre a la vista de todos.
Y a la
luz de esta realidad podemos preguntarnos, ¿dónde está la salvación de Dios?
Qué es lo que celebramos en navidad, el acontecimiento histórico de la entrada
de Dios en nuestra vida, o el recuerdo de una promesa incumplida. Y es entonces
donde ha de abrirse paso con fuerza la luz de la esperanza y de la fe.
“No
perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años y mil años
como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos”, nos
ha recordado el apóstol S. Pedro en su carta. La historia contemplada con los
ojos de Dios supera el tiempo y sus acontecimientos concretos. La navidad no es
la manifestación de un deseo imposible, sino el recuerdo de un hecho que cambió
la historia humana porque Dios entró en ella para asumirla y sanarla,
compartirla a nuestro lado y regenerarla de modo que la semilla de su reino ha
sido sembrada y su crecimiento, aunque lento y costoso, es imparable.
Por ese
motivo en este tiempo de gracia recordamos tantas veces el mismo estribillo,
“preparad el camino al Señor”, o como también insiste el profeta Isaías,
“consolad, consolad a mi pueblo dice vuestro Dios, habladle al corazón”. Si
nuestra experiencia de fe nos presenta con toda su fuerza esta cercanía del
Señor en medio del tiempo presente, hemos de desbrozar el camino para favorecer
su encuentro con los hombres y mujeres necesitados de esperanza.
Preparar
el camino al Señor no es una frase añeja en un libro caduco. Es un imperativo
moral vivo y actual, que brota de la misma persona de Jesucristo de cuya Buena
Noticia somos nosotros sus testigos.
Es
verdad que la realidad social, humana, política y económica no ha sido saneada
en su totalidad.
Que por
mucho que nos esforcemos los cristianos nada nos garantiza un cambio radical de
la historia. Pero esta triste limitación no debe vencer nuestra esperanza ni la
adhesión vital al proyecto de Jesús. Él tampoco modificó la historia inmediata
de su pueblo, pero con su entrega nos abrió la puerta de la salvación. Una
realidad que trasciende los límites de nuestra historia, pero que hunde sus
raíces en nuestra realidad presente.
Sabemos
que es difícil cambiar la realidad de forma inminente, y que por muchos gestos
de solidaridad y justicia que tengamos para con los más necesitados, no vamos a
erradicar el hambre y la miseria de inmediato, o expulsar la lacra de la
violencia y el odio con la ignominia que supone para toda la humanidad. Pero
también sabemos que en cada signo de fraternidad que tenemos para con nuestros
hermanos más pobres e indefensos, estamos cimentando de amor y de esperanza las
relaciones humanas. Y aunque sean aparentemente insignificantes, son expresión
real de que algo en este mundo se va transformando en la línea del Reino de
Dios.
El
adviento es para nosotros los cristianos tiempo de esperanza y de compromiso.
Con el recuerdo vivo y fresco de lo acontecido en la historia humana en aquella
primera navidad, sabemos con certeza que Dios está entre nosotros. Que su amor
se ha derramado de forma plena y permanente en su Hijo Jesús y que en él hemos
sido tomados como hijos e hijas todos nosotros.
Esta experiencia nos ha de llenar de gozo
y de consuelo, a la vez que nos ayuda a vivir cada día con ilusión a pesar de
las dificultades y penurias que podamos padecer. Y a la vez, porque somos
conscientes del don de Dios que hemos recibido por la fe, tomamos con
responsabilidad la tarea de preparar el camino al Señor, para que por medio de
nuestro testimonio creyente, de nuestras palabras y obras, podamos acercar a
los demás nuestra propia esperanza y compartir la auténtica fraternidad.
Es lo
que en esta eucaristía le pedimos al Señor, por intercesión de su madre
bendita, cuya fiesta de su concepción inmaculada vamos a celebrar mañana. Que
ella nos asista siempre en esta misión de sembrar de esperanza nuestro mundo, y
así vivamos con gozo nuestra vocación cristiana.
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