DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO
14-2-2021 (Ciclo B)
Celebramos
en este domingo, la jornada anual de Manos Unidas. Una campaña donde la
solidaridad cristiana se hace extensiva a los países más pobres y necesitados
del mundo, a través de la acción misionera y evangelizadora de la Iglesia de
Jesús. El lema “contagia solidaridad, para acabar con el hambre”, nos ayuda a
tomar conciencia de nuestra misión en medio de las necesidades de tantos
hermanos víctimas de las injusticias y de las limitaciones, entre las que el
mundo de la enfermedad es siempre una llamada a la cercanía y la solidaridad.
Y
es precisamente este aspecto de implicación personal, lo que vamos a contemplar
al celebrar nuestra fe. Y para ello necesitamos la luz del Señor que orienta nuestros
pasos según su voluntad, y nos ayuda con la fuerza de su espíritu y el consuelo
de su amor de Padre.
La
Palabra de Dios proclamada nos sitúa ante la realidad del estigma humano bajo
la forma de lepra, que separa y margina al enfermo alejándolo de la comunidad y
condenándole a vagar en soledad y desamparo. La ley de Moisés marca al leproso
como impuro y por lo tanto fuera de todo derecho que asiste a cualquier miembro
de la comunidad judía. Esa impureza era entendida como consecuencia del pecado
personal o el de sus antepasados, ante lo cual Dios lo castigaba, marcándolo
para siempre, de forma que todos vieran y temieran su pecado, y obligándolo a
vivir en la exclusión.
Así
ha sido entendida durante mucho tiempo la pobreza en el mundo, unas veces como
culpa de los pueblos que no saben administrarse, otras debido a la mala suerte
de las catástrofes naturales, o como fruto de guerras y violencias. Y si bien
esta forma de pensar ha cambiado y ya nadie se atrevería a decir que la pobreza
es culpa de los pobres, igualmente cierto es que sus consecuencias siguen
siendo las mismas. Los pobres son cada vez más pobres, su miseria es cada vez
mayor y la hambruna, la violencia y las enfermedades son los estigmas a los que
están condenados.
Y
en medio de esta situación que hoy se nos presenta a los cristianos de todo el
mundo, resuena con fuerza el Evangelio de Marcos, en ese encuentro entre Jesús
y el enfermo de lepra;
“Si quieres puedes limpiarme. Sintiendo
lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: `quiero; queda limpio”.
El
clamor del leproso llega a Jesús en forma de desgarradora petición “si quieres puedes limpiarme”. Un grito
de desesperación unido a un acto de fe en el vacío que encuentra una respuesta
salvadora “quiero, queda limpio”.
El querer de Jesús lleva consigo mucho
más que la buena voluntad. San Marcos nos muestra una actitud profunda del
Señor, “sintió lástima”, se dejó afectar en lo más profundo de su ser por aquel
hombre desesperado que acudía a su encuentro. Todo lo contrario a la pena infecunda
que suscita en nosotros las imágenes lejanas del televisor y que en breves
segundos son sustituidas por otras más agradables o superfluas. Jesús sintió
lástima, el dolor que conmueve e indigna y que provoca su acción inmediata para
cambiar radicalmente esa realidad injusta humanamente, y falsa en su
implicación religiosa.
Jesús
rompe con la ley que impide acercarse y tocar a un leproso, “extendió la mano y lo tocó”. Por esa
acción él mismo comprometía su vida ante los demás, porque según la ley, él también
sería considerado impuro. Pero lejos de contentarse con ello, además le envía a
presentarse ante los sacerdotes, guardianes de las normas de Moisés, para que
cumpla lo prescrito por su purificación, de forma que se haga público todo lo
sucedido. Así Jesús invalida públicamente aquel precepto que en nombre de Dios
se había dictado y que excluía al enfermo de la comunidad, condenándolo a la
miseria.
Sentir lástima ha de comprometer nuestro
ser, llevándonos a implicarnos de forma activa y consecuente con la persona
sufriente, de forma que nuestro gesto de solidaridad no humille a nadie y pueda
regenerar la vida rota dignificándola para siempre. Y todo ello desde la
gratuidad y la entrega desinteresada.
Los cristianos estamos llamados a ser en
medio de nuestro mundo semilla de calidad humana. Los enfermos, los pobres y
necesitados, las personas que sufren injusticias o cualquier debilidad, no son
para nosotros invisibles ni podemos mostrarnos ante ellas con indiferencia. Son
nuestros hermanos y hermanas, donde el mismo Señor se hace presente de forma
sacramental, ya que él mismo nos indicó con indiscutible autoridad, que “lo que
a estos hermanos necesitados hicisteis, a mí me lo hicisteis” (Mt 25)
Este
ha de ser hoy, por tanto, el compromiso
que brote de la mesa del amor fraterno. Mirar al hermano necesitado cercano o
lejano con entrañas de misericordia. Mirarlos con compasión para ver el dolor
del hambre, la enfermedad y la muerte, y descubrir el rostro de Dios que a
través de ellos pide “si quieres puedes limpiarme”.
Los
misioneros, hombres y mujeres entregados a los demás, extienden su mano y
ofrecen su vida para decir con ella “quiero, queda limpio”, y es a ellos a
quienes hoy también acercamos a nuestra eucaristía para agradecerles su labor,
alentarles en su misión y compartir solidariamente su compromiso a través de
nuestras aportaciones económicas, y nuestra oración. Ellos son la mano de Dios
que sigue sembrando esperanza y que nos recuerdan que es muy urgente hacer del
mundo, la tierra de todos. Una mano que lejos de temer contagios, acoge con
ternura, y entrega amor y misericordia.
Que el Espíritu del Señor nos de su luz
para ver esta realidad necesitada, y fortalezca nuestra voluntad para
intervenir en ella de forma justa, solidaria y fraterna.
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