DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO
JORNADA DEL DOMUND 23-10-16 (ciclo C)
Un año más, unimos ante el altar del Señor
la celebración de la Eucaristía, fuente y culmen de nuestra vida cristiana, con
la acción misionera de la Iglesia, que brota del mandato de Jesucristo de
anunciar el Evangelio a todas las gentes y pueblos de la tierra.
La vocación misionera de la Iglesia, y por
ella la de todos los que formamos parte del Pueblo de Dios, brota de forma
natural de la mesa fraterna en la que convocados por el Señor Jesús, escuchamos
su Palabra y compartimos el Pan de la vida.
Es la Eucaristía la que nos impulsa a
transmitir la fe a los demás, la que nos anima a proclamar con sencillez y
fidelidad aquello que rebosa nuestro corazón, y que manifestamos como respuesta
agradecida cada vez que celebramos el Sacrificio Eucarístico “anunciamos tu
muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”. Y es este anuncio
explícito de Jesucristo lo que en este día del Domund celebramos.
Ya el Beato Pablo VI, en la fiesta de la
Inmaculada del año 1975, entregó al mundo una magnífica Encíclica titulada “El
anuncio del Evangelio” (Evangelii Nuntiandi). En ella nos señalaba que el fin
de la Iglesia es evangelizar, es decir, anunciar la Buena Noticia de la
Salvación a todas las gentes. E insistía el Papa, en que esta misión fundamental recibida de nuestro
Señor, es una tarea que nos concierne a todos por igual, pastores, religiosos y
laicos. Todos hemos recibido el don de la fe, y si lo vivimos de corazón, con
gozo y esperanza, es justo ofrecerlo a los demás como un proyecto de vida digno
y capaz de colmarles de dicha y felicidad.
El compromiso misionero de la Iglesia no
es sólo el que se desarrolla en los países más remotos de la tierra. Ni tampoco
es el anuncio que se realiza entre los más pobres y desheredados del mundo. La
misión evangelizadora se realiza en todos los lugares y ambientes donde se
desenvuelve nuestra vida, comenzando precisamente entre los más cercanos, aquí
y ahora.
Ciertamente la Iglesia ha desempeñado una
labor ingente entre los más necesitados del mundo. Fiel al mandato del Señor,
desde los comienzos mismos del cristianismo, los apóstoles y sus sucesores
sintieron el empuje misionero que el Espíritu Santo les infundía en su corazón.
Así el Apóstol Pablo abre la predicación evangélica a los pueblos paganos, y
mediante el testimonio de los creyentes y su anuncio constante, se fue
transmitiendo la fe en Jesucristo hasta nuestros días y nuestro mundo.
Fieles a esta vocación misionera, muchos
cristianos siguen hoy entregando sus vidas en los lugares más alejados y
hostiles del mundo, compartiendo con los pobres sus destinos y muchas veces
regando con su sangre la semilla de la fe que generosamente sembraron.
Ellos son para nosotros ejemplo de servicio silencioso y fecundo, a la
vez que estímulo para comprometernos desde nuestra realidad presente en su
misma causa por el Reino de Dios.
Y es que la vocación misionera no sólo se
realiza marchando a tierras lejanas, también podemos y debemos desarrollarla en
nuestro ambiente concreto, siendo testigos del evangelio de Jesucristo en
nuestras familias, trabajo y demás lugares en los que vivimos.
De hecho tal vez hoy sea mucho más difícil
y penoso evangelizar este primer mundo nuestro, en el que la indiferencia
religiosa y muchas veces la hostilidad hacia la Iglesia, resultan especialmente
beligerantes, que no en aquellos lugares donde la miseria y injusticia
predisponen el corazón humano para abrirse confiadamente al Dios de la
misericordia y el amor.
Qué inútil parece anunciar un estilo de
vida sencillo y solidario a quienes sólo piensan en poseer y triunfar. Cómo
angustia defender la vida humana de todos los seres, cuando el ambiente se
empeña en situar por delante el bienestar egoísta que degrada la dignidad de
los más indefensos.
Y qué difícil
resulta defender los valores morales cristianos, en medio de una sociedad
mediatizada por la crítica fácil y mezquina contra la Iglesia y sus pastores,
donde todo vale con tal de desprestigiar el mensaje ofendiendo al mensajero.
Esta es la
realidad en la que nosotros tenemos que anunciar el evangelio de Jesús. Esta es
la misión actual de toda la Iglesia, que a pesar de la incómoda indisposición
de nuestra sociedad, es enviada por nuestro Señor a sembrar en ella su Palabra
y su amor.
Ciertamente no
podemos utilizar las mismas herramientas que en el pasado. Ya no estamos en una
sociedad de cristiandad, sino en una realidad pagana, donde se presentan muchos
ídolos y se abrazan estilos de vida y de convivencia muy alejados de nuestro
modelo cristiano.
Sin embargo,
es este mundo el que nos toca vivir y en él actúa el Espíritu Santo de Dios.
Sus signos de justicia, de misericordia y de paz también se dan en él, aunque a
veces aparezcan tenuemente o se entremezclen con la cizaña. Es nuestra tarea
descubrir y potenciar todo lo bueno que hay en la sociedad actual, sus valores
de libertad y de respeto a los derechos humanos, su capacidad para
solidarizarse ante las tragedias y su ansia de paz y justicia.
Pero a la vez
que valoramos lo bueno de nuestro mundo, no podemos callarnos ante las
injusticias y los abusos que se cometen, incluso desde la legalidad de los
poderosos.
Y aunque la fe
no puede imponerse, tampoco puede dejar de proponerse por quienes la confesamos,
porque no hay mayor enemigo para la Iglesia de Jesucristo que la apatía o la
desidia de quienes la formamos.
Hoy es un día
en el que oramos y valoramos agradecidos el trabajo y la entrega de nuestros
misioneros en todo el mundo, pero la mejor manera de que ellos sientan nuestro
apoyo y estímulo, es compartiendo su mismo entusiasmo por el Reino de Dios a
través de nuestro trabajo aquí, siendo cristianos activos y comprometidos en el
anuncio del evangelio del Señor.
Que de esta
forma también podamos un día decir con el Apóstol San Pablo, “he combatido bien
mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”.
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