DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO
9-10-16 (ciclo C)
Cada vez que
nos reunimos para celebrar el Día del Señor, realizamos lo que el Apóstol Pablo
recomienda a Timoteo en su carta, hacer “memoria de Jesucristo, el
Señor, resucitado de entre los muertos”. En esto consiste
precisamente la Eucaristía, en hacer memoria de nuestro Señor, muerto y
resucitado, que sigue vivo en medio de su Iglesia alentando y sosteniendo la fe
de sus hermanos.
Hacemos
memoria de Jesucristo, no como quien recuerda a una persona o un acontecimiento
del pasado, sino actualizando esa vida de Cristo en nuestro presente desde la
experiencia profunda del encuentro personal con él. Un encuentro que siempre es
gracia y gratuidad, como acabamos de escuchar en el evangelio de hoy.
No tenemos que
esforzarnos demasiado para comprender lo que la lepra significaba en tiempos de
Jesús. Si toda enfermedad o desgracia era entendida por la sociedad de entonces
como un castigo de Dios por algún pecado que el afectado o sus antepasados
habían cometido, la lepra constituía la marca más clara de estar maldito ante
Dios y los hombres.
Un leproso
estaba condenado a la marginación y el abandono por parte de todos, su vida
discurría al margen de los pueblos y solo podían vivir de la caridad de los
demás.
Cuando
aquellos leprosos se encuentran fortuitamente con Jesús, nos cuenta el
evangelista que se pararon a lo lejos. Ni tan siquiera ante quien creían su
salvador se atrevían a acercarse.
Y desde
aquella distancia, Jesús escuchó su lamento, “ten compasión de nosotros”.
Y la respuesta
de Jesús, puede parecernos desconcertante. Les manda que vayan a presentarse
ante los sacerdotes, los garantes de la fe y la pureza. Sólo creyendo que
realmente se iban a curar, podían realizar ese camino. Ningún leproso se
hubiera atrevido jamás a ir a Jerusalén, entrar en su templo sagrado y
presentarse a los sacerdotes manteniendo su enfermedad, dado que semejante
acción les costaría la vida.
La fe de
aquellos hombres sanó sus vidas, pero hay algo más que es lo nuclear del evangelio,
“Uno de ellos viendo que estaba curado, se volvió
alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús,
dándole gracias”.
Diez quedaron curados, pero sólo uno experimentó el sentido
de la gratuidad en el encuentro con Jesús y comprendió que si la salud es
importante, mucho más lo es sentir que la vida de uno está “llena
de gracia”.
Cuántas veces nos dirigimos al Señor para
presentarle nuestras necesidades, anhelos y preocupaciones, y cuántas, incluso
le reprochamos los males que sufrimos.
Pero que
escasas son nuestras oraciones agradecidas, gratuitas y generosas en las que
contemplemos nuestra vida con sencillez y gratuidad para descubrir el inmenso
amor que Dios ha puesto en ellas y la fuerza que la misma fe nos produce en el
corazón.
La cultura
presente no ayuda demasiado a la gratuidad. Nos hemos llegado a creer los amos
del mundo y que todo lo que tenemos se debe a nuestros propios méritos y
esfuerzos.
Además, por
los sentidos se nos meten todo un elenco
de realidades superfluas que nos van creando necesidades inútiles y que nos
hacen olvidar lo que realmente tiene importancia para nuestras vidas y las de
los demás.
Sólo si
tenemos la capacidad suficiente para echar una mirada a nuestro alrededor y
darnos cuenta de cómo viven la inmensa mayoría de los seres humanos, nos
daremos cuenta de la suerte que hemos tenido de nacer en este primer mundo y
vivir como vivimos.
Al igual que a
aquellos leprosos judíos del evangelio, les hizo falta que uno de ellos fuera
extranjero para caer en la cuenta de su ingratitud, también a nosotros nos hace
falta que sean precisamente los extranjeros, inmigrantes y necesitados, los que
nos estén recordando continuamente nuestra privilegiada posición en la realidad
mundial.
No hay más que
observar cómo muchos inmigrantes valoran y agradecen lo poco que hacemos por
ellos. Cómo los niños aprecian la comida y el vestido, cómo agradecen los
juguetes que a otros les sobran.
La gratuidad
brota más espontáneamente ante la necesidad. Quien está necesitado y se siente
acogido, agradece los gestos de afecto y amor que se le brindan. Quien está
harto de todo y no carece de nada, poco puede agradecer y menos ofrecer de
corazón a los demás.
La fe en
Jesucristo es pura gratuidad. Ninguno llega a creer por sus propios méritos ni
por su esfuerzo intelectual. Sólo desde el encuentro personal, cercano y
sincero, vivido en medio de la comunidad cristiana, y alimentado por la oración
y los sacramentos, es posible vivir la gratuidad de la fe.
Hoy es un buen
día para que desde lo más profundo de nuestro corazón demos gracias a Dios por
todos los dones que él nos ha concedido. Para ello pedimos la intercesión de
nuestra madre la Virgen María, la llena de gracia. Ella en su sencillez y
humildad supo reconocer la presencia de Dios en su vida, ofreciéndose por
entero a Él para participar de forma plena en su obra salvadora. Que nuestra
vida pueda ser también un cántico de alabanza al Señor, que comparte nuestras
penas, nos sostiene en la adversidad, y con amor generoso sale a nuestro
encuentro para colmarnos de gracia y bendición.
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