DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO
16-10-16 (ciclo C)
El evangelio que acabamos de escuchar, nos muestra
una situación de enorme desolación. Un juez “que ni le importa Dios ni los
hombres”. Una muestra de corrupción personal absoluta, ante la que una pobre
mujer viuda, totalmente desamparada y sin que nadie la ayude, se atreve a
reclamar justicia.
A todas luces, aquella mujer echaba súplicas al
vacío, ya que no tenía ninguna posibilidad de ser escuchada en su angustia. Y
sin embargo el Señor utiliza esta escena para justificar la necesidad de pedir
a Dios sin descanso, de no perder nunca la confianza en nuestro Padre.
Es verdad que existen situaciones de absoluta
desolación, donde no hay lugar para ningún resquicio de esperanza y en las que
parece que todo se ha terminado. Y muchos de esos desahucios del alma se deben
a las injusticias cometidas por los hombres sin escrúpulos ni conciencia.
Y sin embargo hasta esa gente depravada puede tener
alguna razón para hacer el bien hasta sin quererlo. Y es el ejemplo que pone
Jesús del juez injusto, que es capaz de hacer justicia, aunque sólo sea para
que dejen de molestarlo.
Y es aquí donde da el salto a la fe. Si eso es
capaz de hacer un malvado, ¿cómo no va a escuchar nuestra súplicas nuestro
Padre del Cielo?, cómo podemos dudar de que el Señor está atento a las
necesidades de sus hijos y que nada de lo que nos acontece le es indiferente.
Y sin embargo, con la última frase del evangelio,
Jesús pone en duda que Dios vaya a encontrar esta fe cuando llegue el final de
los tiempos.
Por qué tiene el Señor esta duda sobre nosotros.
La experiencia vital que Jesús comparte junto a sus
discípulos, le hace ver cuán débil son las opciones fundamentales de nuestra
vida. Cuantas veces le han dicho “te seguiré a donde vayas”, “lo dejaré todo
por ti”, “tú eres el Mesías de Dios”… Palabras que han pronunciado sus
seguidores e incluso sus apóstoles, pero que van acompañadas de permanentes
negaciones, dudas y temores.
En domingos pasados hemos escuchado cómo el Señor
les decía que “si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera
arráncate y plántate en el mar, y os obedecería”. Y es que la fe es una
experiencia que requiere permanentes cuidados para que no languidezca y muera,
ya que son constantes las dificultades con las que se va a encontrar a lo largo
de la vida del creyente.
La fe exige la adhesión al Señor de forma plena e
incondicional. Creer contra toda dudad, esperar contra toda esperanza, amar en
definitiva a Dios, y desde Él a los hermanos, de forma plena y libre.
Acudimos a Dios, a nuestro buen y fiel Juez, cuando
nos vemos necesitados en la enfermedad, en la necesidad o en la debilidad de la
vida, y muchas veces vemos que nuestra situación física y material se mantiene
intacta. Que no nos hemos curado nosotros o los nuestros, que seguimos en la
necesidad material que tanto apremia nuestros hogares y seres queridos, que no
se produce el milagro tan anhelado y necesitado. Entonces surge la duda o el
reproche, ¿por qué, Señor?
Y esto nos sucede porque nuestra mirada y nuestra
esperanza está puesta en el bien reclamado, y no en el encuentro personal con
el Señor por medio del cual sienta mi vida sanada y salvada, más allá de lo
físico o material.
Se puede vivir digna y plenamente en medio de la
necesidad, porque ella es intrínseca a nuestra naturaleza humana, y sin embargo
no es lo constitutivo de la misma. Nuestra vida es mucho más que sus límites,
ante todo es imagen y semejanza del Creador, que nos ha llamado a una vida en
plenitud más allá de las circunstancias del presente, aunque ellas hayan de ser
transformadas y sanadas cada día con nuestra entrega personal.
Dios no nos desampara porque no experimentemos un
resultado positivo en nuestras preces, todo lo contrario. Nuestra petición
auténtica ha de estar orientada a solicitar de su misericordia el don de su
Espíritu Santo, para poder experimentar su presencia alentadora y su fuerza
victoriosa en medio de cualquier adversidad. Y esto nos lo asegura el Señor.
El gran peligro que corremos en este tiempo de
adelantos, logros y éxitos humanos en todos los campos de la ciencia y del
saber, es creernos inmunes a cualquier indigencia. Se impone con sutileza la
imagen de que el destino y la gloria están en nuestras manos poderosas y
autosuficientes. No necesitamos de nada ni de nadie más allá de nosotros
mismos, y el hombre sólo tiene que escuchar y obedecer sus propios deseos que
serán lo que le haga grande y feliz.
Pero es en este horizonte embrujado donde lo único
que encontramos es la frustración y el
desamparo. “Combatís y hacéis la guerra. No tenéis
porque no pedís. Pedís y
no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en
vuestras pasiones” (St. 4, 2b-3) Nos dice el apóstol Santiago en su carta. Vemos con desilusión que
aquello que muchas veces deseamos nos resulta inalcanzable, y que incluso
aunque estuviera al alcance de nuestra mano no sería el colmo de nuestra dicha.
Sólo la fe
purificada y acrisolada en el abandono absoluto en las manos de Dios, es lo que
fortalece nuestra esperanza, nos colma en el amor y nos otorga la dicha y el
gozo.
Pero para ello
ha de liberarse de muchas ataduras que la constriñen y debilitan, porque no hay
nada que más hunda al ser humano que la ausencia de esperanza, a lo cual sólo
se llega si se pierden el amor y la fe.
Por eso el Señor
teme que nos dejemos arrastrar por falsos ideales, o lo que es semejante, que
vayamos en pos de ídolos que prometen felicidades inmediatas a cambio de
subyugar nuestra libertad. Y para ello, anima el Apóstol Pablo en su carta a
Timoteo y a todos los discípulos del Señor, que en todo momento proclamen la
Palabra de Dios, insistiendo “a tiempo y
a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina. Porque
vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de
maestros a la medida de sus propios deseos y de los que les gusta oír”. Y
qué gran vacío cuando al pervertirse el mensaje no queda nada de lo auténtico,
de lo verdadero.
La mentira ha
existido siempre, y es la mejor argucia que ha utilizado el Maligno para
confundir las sanas conciencias.
Ese “relativismo
epistemológico” de nuestros días que nos
lleva a considerar que todo nuestro conocimiento depende de la perspectiva
cultural, ideológica o institucional de los sujetos, y que no es en sí mismo
verdadero o falso, sino que depende únicamente de las opiniones subjetivas, es
lo que nos lleva a negar en última instancia, al mismo Dios.
Y San Pablo, conocedor de esas corrientes del
pensamiento, nos previene para que buscando la verdad intrínseca de los seres y
de las cosas, seamos capaces de reconocer en ellas la bondad misericordiosa del
Señor.
Hoy somos nosotros los que debemos anunciar a
Cristo a tiempo y a destiempo, sabiendo que somos los discípulos el Señor en
este momento de nuestra historia. Y si es verdad que la Palabra debe ser
permanentemente anunciada, no cabe duda de que el mejor anuncio es el
testimonio personal de nuestras vidas.
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