DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO
30-10-16 (Ciclo C)
“Amas a todos los seres y no odias nada de
lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado”.
Con estas palabras llenas de ternura, el
autor sagrado del libro de la Sabiduría, refleja los sentimientos más profundos
de Dios, sus entrañas de amor y de misericordia.
La eterna batalla entre el bien y el mal
no sólo condiciona las relaciones humanas, también afecta profundamente a la
conciencia creyente que busca una respuesta en la palabra de Dios. Cómo es
posible que exista el mal, si es voluntad del Creador la armonía y la
fraternidad entre todos los seres de la tierra.
Cómo es posible que Dios permanezca
aparentemente impasible ante el sufrimiento, la injusticia, la opresión y la
muerte cruel de tantos inocentes a lo largo de la historia humana.
Y lo que a nuestra mente parece
ocultársele, la Palabra de Dios nos ofrece una puerta para comprender y situar
nuestra propia vida y las relaciones que en ella entablamos con los demás.
Ciertamente en la voluntad creadora de
Dios jamás existió un lugar para el mal. Dios nos creó a su imagen y semejanza,
reflejando en la criatura el mismo ser del Creador. Dios no nos creó para una
existencia predeterminada, ni condicionada, sino que nos regaló el don de la
libertad mediante la cual pudiéramos desarrollar nuestra vida asumiendo también
la responsabilidad de nuestros actos.
Y así se ha manifestado las enormes
posibilidades del ser humano para proseguir la obra creadora de Dios. De tal manera
que junto a las sombras existentes en la historia humana, podemos hablar de una
bondad natural en el hombre, que le lleva a hacer el bien y a evitar el mal.
Que en el ejercicio de esa bondad natural, encontramos nuestra felicidad y el
pleno desarrollo de nuestro ser, sintiéndonos en armonía con nuestros
semejantes y con Dios.
Pero también es verdad, que junto a esta
bondad natural, coexisten en la historia permanentes episodios de maldad que
empañan la condición humana y que muchas veces determinan una mirada global de
la historia. El egoísmo, la ambición, la envidia, el deseo insaciable de poder
y riqueza, han sembrado de injusticias, dolor y muerte nuestra realidad,
mostrándonos que si es verdad que el ser humano es capaz de prolongar la mano
bondadosa de Dios, también puede ofrecer el rostro más opuesto a la divinidad,
rompiendo su alianza filial y rechazando el amor que Dios le ofreció.
Dios puso en nuestras manos el desarrollo
de nuestro destino. Nos creó con la capacidad suficiente para tomar las riendas
de nuestra vida y optar en cada momento por el camino que nos conduce hacia él,
o por el que nos aleja de su lado. Y aunque es difícil realizar apuestas
definitivas y más bien nos movemos entre los espacios intermedios que unas
veces nos acercan a Dios y otras nos distancian de él, ciertamente depende de
nosotros el cambiar y acoger su misericordia para recuperar nuestra dignidad de
hijos de Dios y hermanos entre nosotros.
No podemos culpar a Dios del mal existente
en el mundo. Es una trampa más que nos pone nuestro propio egoísmo y pecado
para evitar asumir la responsabilidad de nuestra libertad. La intervención de
Dios ya se ha manifestado en la vida de Jesús. Por medio de él nos ha mostrado
el camino que conduce a la vida en plenitud, y por el que podemos avanzar todos
con la fuerza del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.
De hecho el evangelio que acabamos de
escuchar nos muestra cómo es posible cambiar la vida, por muy condicionada que
se encuentre por cualquier causa, si confiamos en el Señor y nos dejamos
moldear por su amor regenerador.
Zaqueo representa a ese grupo de personas
con un pasado ensombrecido por la ambición y el egoísmo. San Lucas lo define
como jefe de publicanos y rico, es decir, como alguien que explota a los demás
en beneficio propio, colaborando injustamente en el sometimiento del pueblo
judío. Hasta su estatura física definía su baja calidad humana.
Sin embargo la mera curiosidad hace que su
vida se tropiece con la de Jesús, y probablemente sin pretenderlo se vio
atrapado por las redes del amor de Dios. Y pese a la murmuración de los demás,
Jesús se atreve a acercarse a él para ofrecerle una nueva oportunidad que
transforme su vida para siempre.
En el encuentro sincero y abierto con el
Señor, se hace posible el milagro de la regeneración humana, del nacimiento a
una nueva vida de verdad, justicia y paz que devuelve la dignidad con la que
fuimos creados por Dios.
La realidad sufriente de nuestro mundo,
nos tiene que llevar a trabajar por su transformación más profunda mediante los
valores cristianos de la conversión personal y el perdón.
La conversión exige un cambio radical en
la vida de la persona. No se puede exigir la cercanía, el perdón ni la
comprensión de los demás, si quien viviendo en el mal y la injusticia no da
muestras de arrepentimiento y sinceros deseos de cambio.
No se puede exigir a las víctimas de este
mundo, que den el primer paso en el camino de la reconciliación. Al igual que
Zaqueo, o el hijo pródigo de la parábola, ese primer esfuerzo personal e
interior de conversión, corresponde a quien vive sumido en el pecado.
Pero también y los afectados directamente
por el mal sufrido, deben estar abiertos a ofrecer una nueva oportunidad a
quienes la solicitan con autenticidad y sincera conversión.
Porque si Dios nos ha perdonado, y sigue
manifestando su misericordia cada vez que acudimos a él con sencillez y verdad,
no podemos tomar otra medida cuando somos nosotros los ofendidos y nos toca
ejercitar esa misericordia con el prójimo.
No olvidemos que cada día al rezar el
Padrenuestro, pedimos que Dios perdone nuestras ofensas como
también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, y si estas palabras están
vacías o son dichas con falsedad, toda nuestra oración resulta falsa.
La eucaristía
es el sacramento del amor. En ella celebramos el gozo del encuentro con Cristo
que parte para nosotros el pan, y que nos convoca a su mesa para que vivamos
como hermanos los unos con los otros. Que no endurezcamos nuestro corazón ante
quien verdaderamente arrepentido, manifiesta su deseo de cambiar de vida y de
volver a formar parte de la familia humana. De este modo la reconciliación
favorecerá la auténtica convivencia fraterna, ganaremos terreno al mal de este
mundo, y con la fuerza del Espíritu Santo se irá implantando el Reino de Dios.
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