sábado, 5 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

6-11-16 (Ciclo C)



       No es Dios de muertos sino de vivos; porque para él todos están vivos. Así de contundente se muestra Jesús en el evangelio que acabamos de escuchar, para zanjar una cuestión que dividía profundamente a la sociedad religiosa de su tiempo.



       Los cristianos hemos nacido a la fe en Jesucristo, precisamente tras el acontecimiento de su resurrección. Una realidad que supera toda comprensión humana, que desborda los límites de nuestra razón y a la que sólo podemos acercarnos desde la aceptación de la vida del Señor, de su entrega personal por fidelidad al amor de Dios, y de su muerte en la cruz como escándalo y fracaso ante los hombres.



       Si en el Calvario hubiera acabado todo, si en aquel primer Viernes Santo de nuestra historia se hubiera detenido la acción de Dios, jamás hubiéramos existido como Pueblo cristiano. La vida hubiera transcurrido en medio de las tinieblas de la desesperanza y las relaciones humanas seguramente hubieran sido más amargas.



       La resurrección de Jesús y su presencia alentadora en medio de la comunidad apostólica, van a configurar una humanidad nueva capaz de superar las limitaciones propias de nuestra condición. Porque ante la resurrección del Señor, nace la plena convicción de que la vida no termina se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo, como nos recuerda el prefacio de la misa de difuntos que tantas veces escuchamos ante la separación de nuestros seres queridos.

Los cristianos, aunque tenemos la gran suerte de haber experimentado este acontecimiento salvador en nuestro Señor Jesucristo muerto y resucitado, no hemos sido los únicos en acercarnos por la fe, a esta verdad revelada.



       Conforme a lo que hemos escuchado en la primera lectura del libro de los Macabeos, aquellos israelitas confiaban en la bondad de Dios, y que sus vidas no terminaban con esta vida conocida.



       Sólo desde esa convicción profunda, arraigada y vivida desde lo más hondo del alma, se puede entender que se dejaran matar por no rendir culto a otros ídolos. Las ideas personales las mantenemos con firmeza hasta un límite. Nadie, al margen del fanatismo, está dispuesto a morir por una idea vacía. Y precisamente lo que nos diferencia de ese fanatismo, es que los cristianos jamás podemos devolver mal por mal, ni morir matando. Sólo desde la certeza de la resurrección es comprensible la entrega de tantos mártires que prefirieron dejarse matar antes que renegar de su fe o defenderla de forma violenta. Porque bien sabían que aunque terminara la vida conocida de este mundo, se abría para ellos el Reino prometido por Jesucristo a los que creen en él.



       La resurrección de Cristo es la consecuencia de su entrega personal, paciente, humilde y servicial, arraigada en el amor incondicional a Dios Padre, y a los hombres y mujeres sus hermanos.

       Si su respuesta ante las injusticias sufridas hubiera sido agresiva y vengativa, no se hubiera diferenciado del resto de los seres humanos, que tantas veces respondemos con la misma injusticia que sufrimos.

       Jesucristo venció al odio desde el amor, a la venganza con el perdón, a la ira por medio de la misericordia y la compasión. Y ese es el camino capaz de traspasar la cruz y hacer que el seco madero de la muerte, se convierta en fértil árbol de vida y de esperanza.



       Muchas veces cuando nos enfrentamos ante la realidad de la muerte, nos pasa como a aquellos saduceos del evangelio. Nos presentamos al Señor con nuestros interrogantes buscando algo que nos dé pruebas suficientes de que esa resurrección prometida tiene una base razonable.

       Pruebas que escudriñamos en medio de las leyes y razones científicas a las que hemos dado rango de infalibilidad. Lo que dice la ciencia es lo único existente y lo demás pertenece al mundo de las ideas, a lo irreal.



       Sin embargo cuando nos planteamos los grandes interrogantes de nuestra existencia como son el sentido de la vida, su dignidad y valor inalienable, las relaciones de amor, de perdón y de solidaridad entre las personas, a éstas cuestiones no hay respuesta científica que las explique o determine, porque el ser humano no sólo es materia, sino que tiene un espíritu que lo anima, alienta y dignifica. Y es desde esta realidad trascendental de nuestro ser desde la que Jesús va a ofrecer su respuesta. Para ello sólo puede mostrar la prueba que brota de su experiencia personal. Los que sean juzgados dignos de la vida futura, serán hijos de Dios, porque participarán de la resurrección. (Nos dice en el evangelio)

       Y para alcanzar esa vida en plenitud hay que romper necesariamente con esta vida presente, que aunque sea muy necesaria y querida por todos, no deja de ser una vida limitada y donde tantas veces nos aferremos a ella como si no existiera otra esperanza. La vida hay que cuidarla y vivirla como anticipo de la vida futura y por eso no es indiferente nuestro actuar.

       La sociedad actual se caracteriza por frivolizar con todo aquello que resuena a religioso. Y no le importa burlarse de lo que antaño vivía con un temor desmesurado.

Incluso los creyentes muchas veces nos fijamos sólo en la misericordia divina, desviando nuestra atención de las consecuencias de una libertad mal ejercida y así seguir retardando la asunción de responsabilidades y la urgencia de nuestra conversión personal y comunitaria.



       Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, sí, pero también libres y responsables de nuestro destino inmediato y futuro. Y aunque la misericordia divina sea capaz de reconciliar a toda la creación con Él, los pasos para abrazar ese encuentro gozoso con el Padre Eterno han de ser personales e individuales. Cada uno de nosotros tendremos que dar cuentas ante Dios; así se lo advierten aquellas víctimas inocentes de la primera lectura a sus verdugos, y así lo seguimos advirtiendo a quienes en nuestros tiempos someten, oprimen y asesinan a tantos seres humanos condenados a su suerte por la ambición y el egoísmo de quienes han pervertido su corazón en el afán de poder.



       Por eso al confesar nuestra fe en Cristo resucitado y anhelar su mismo destino en una vida en plenitud, no podemos olvidar que nuestra construcción del Reino de Dios la estamos iniciando en el presente. Y que tanto en nuestra disposición personal a favor o en contra del plan de Dios como en las relaciones con nuestros hermanos, nos estamos jugando nuestro destino.



       Queridos hermanos, Cristo ha resucitado y esa es nuestra garantía de vida y de felicidad eterna. Por ello necesitamos  comenzar ya en el presente a desarrollar unas relaciones fraternas y auténticamente humanas entre todos. Que así lo vivamos en este mundo, y un día podamos disfrutarlo plenamente, en el Reino prometido por el Señor.


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