DOMINGO IV DE CUARESMA
14-03-21 (Ciclo B)
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a
su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que
tengan vida eterna”.
En esta frase que hemos escuchado en el
evangelio de hoy, se condensa con nitidez la obra y la misión de nuestro Señor
Jesucristo, quien ha sido enviado por el Padre al mundo, no para condenarlo,
sino para que se salve por él.
El cuarto domingo de cuaresma, llamado
de laetare, “alegría”, nos presenta en el horizonte la luz pascual donde se
cumple de forma definitiva el plan salvador de Dios en la resurrección de
Jesús.
Pero para llegar a la luz pascual antes
hemos de superar el camino de las sombras y tinieblas, donde es preciso que
vayamos transformando nuestra vida para posibilitar que emerja el hombre nuevo
cuya existencia se identifique plenamente con Cristo.
Vivimos sustentados por una promesa
salvífica que nos ofrece la posibilidad de ser hijos de Dios. Esa promesa
anunciada por los profetas y esperada por el pueblo de Israel, se ha hecho
realidad en la persona de Jesús. “Él es el camino, la verdad y la vida”. La Luz
que pone al descubierto todas las obras y conductas del ser humano, para
ayudarle a reconocer su desvío en el camino de forma que pueda retomar el rumbo
que le conduzca hacia su plenitud en el amor.
La vida de Jesús ha sido un permanente
acompañamiento en fraternidad. Asumiendo nuestra condición humana, el Hijo de
Dios se hacía partícipe de nuestra debilidad, pero no para sucumbir bajo el
peso del pecado y del mal, sino para mostrarnos que es posible superar esa
realidad que nos deshumaniza si vivimos bajo la acción del Espíritu de Dios y
nos dejamos modelar conforme a su voluntad de Padre.
Sin embargo en multitud de ocasiones
hemos dado la espalda a su llamada. Hemos creído como el hijo pródigo que
nuestra madurez se encuentra lejos del hogar paterno y que cuanto más lejos
estamos de Dios más autónomos, libres e independientes somos. Nuestro egoísmo y
soberbia nos llevan a vivir de espaldas a Dios ocultándonos de su mirada y
huyendo de la luz que nos denuncia y delata.
Es la experiencia relatada en la primera
lectura tomada del 2º libro de las Crónicas. El pueblo entero, con sus jefes y
sacerdotes se habían pervertido con las costumbres paganas, viviendo al margen
de la Alianza establecida con Dios, y creyendo que una vez llegado el tiempo
del bienestar y bonanza, ya Dios no hace falta para nada.
En nuestros días bien podía esto
asemejarse a la embriaguez de una sociedad acomodada en sus adelantos
económicos y científicos, que se cree autora y dueña de la creación y que
interviene sobre ella y sobre la misma humanidad conforme a los criterios que
convengan en el momento. Así se va introduciendo en el camino de la
insolidaridad para con los pobres, el proteccionismo egoísta de sus bienes, y
la subordinación del valor de la vida humana conforme a los intereses del más
fuerte.
Y cuando vivimos de espaldas a Dios,
buscamos un ídolo al cual entregar nuestra voluntad y del que nos hacemos sus
siervos. El ídolo del consumismo, de la violencia y del odio, que van
transformando nuestra inteligencia en modas, nuestra libertad en esclavitud,
nuestra ilusión en rutina vacía de esperanza.
En esta situación, somos llamados por el
Señor a nacer de nuevo, a contemplar al Hijo del Hombre elevado como estandarte
de salvación, “para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.
El hecho de que la voluntad universal de
salvación que Dios nos ofrece sea obra de su amor gratuito, no nos exime de
responsabilidades y de tener que dar una respuesta clara a su favor.
La fe que nos salva es para nosotros
tarea y compromiso; “el que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya
está condenado”. Y estas palabras por muy duras que parezcan, no son sino la
clarificación de las actitudes que a todos nos mueven.
El evangelio no habla de la increencia
como algo involuntario en el hombre. Hay personas que no han conocido a Cristo,
no por mala voluntad, sino porque nadie les ha anunciado el evangelio. A estos
no se refiere el evangelista.
S. Juan con claridad expresa la causa de
la condenación; “que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la
tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas”. Esta es la razón de su destino
ajeno al amor de Dios.
Dios quiere que todos sus hijos se
salven, pero ha puesto en nuestras manos la capacidad de tomar decisiones que
abarquen toda nuestra existencia, y de las cuales somos los únicos
responsables.
Hablar en nuestros días de pecado, de
maldad, de condenación y perdición, parecen trasnochadas, e incluso en ambientes
cristianos suscitan rechazo y se busca suavizarlas, cuando no evitarlas. Y
preferimos llevar una vida anodina que no nos produzca demasiados quebraderos
de cabeza, y mucho menos nos meta el miedo en el cuerpo.
Cuando somos llamados a la conversión no
se nos realiza una invitación al miedo o al terror, sino que somos convidados a
vivir la alegría del encuentro en el amor y en la paz para con Dios y con los
hermanos. Nadie ama por miedo. El amor sólo puede emerger desde la confianza,
el afecto, la libertad y el respeto. Y la prueba del amor incondicional de Dios
está en que ha enviado a su Hijo al mundo como camino de salvación. Pero a
nadie le va a imponer seguir ese camino en contra de su voluntad.
La respuesta del hombre ha de ser libre
y responsable, y si bien en su acogida afirmativa al amor de Dios encuentra su
dicha y su gloria, en la negación está su condena, por duro que nos parezca el
así decirlo.
Los cristianos participamos de la misma
misión de Cristo. Y hemos de sentir como propia la tarea salvadora que el Señor
inició con la instauración de su Reino. Si creemos de verdad que el Hijo de
Dios ha venido al mundo para que el mundo se salve por él, nosotros, hijos de
Dios en Cristo, debemos empeñar nuestra vida en esta misma labor, ser portadores
de esperanza y de vida para nuestros hermanos.
Que él nos ayude para anunciar con
ilusión su evangelio, de modo que por los frutos de nuestra entrega, otros
puedan encontrarse con Aquel que tiene palabras de vida eterna.
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