miércoles, 2 de abril de 2025

DOMINGO V DE CUARESMA

 


DOMINGO V DE CUARESMA

6-04-25 (Ciclo C)

 

El domingo pasado la parábola del hijo pródigo nos presentaba la misericordia de Dios ante la actitud arrepentida del hijo que vuelve. Se nos narraba a través de una historia conmovedora, cómo en el pecado del hijo menor y a pesar de haber llevado una vida alejada del hogar paterno, siempre hay lugar para el arrepentimiento, y si somos capaces de buscar en lo profundo de nuestro interior reconociendo la verdad de nuestra vida, encontraremos la misericordia de Dios que nos abre sus brazos para llenarnos de su amor.

Pero en este seguimiento de Jesús, todavía hay lugar para las sorpresas. Si la parábola del hijo pródigo nos muestra el colmo de la misericordia divina, la vida misma de Jesús se nos presenta como la realización actualizada y eficaz de ese perdón.

Y así hoy nos situamos ante un acontecimiento en la vida del Señor que no nos deja lugar a dudas sobre su compasión.

Según el relato evangélico, a Jesús le presentan una mujer sorprendida en un grave pecado. Y además se le recuerda, que la Ley de Moisés, fundamento de la vida social y religiosa del pueblo de Israel, deja clara la sentencia que cae sobre la pecadora, la muerte por lapidación.

Desde nuestra mentalidad actual, nos parece desproporcionada, aberrante e injusta semejante sentencia. Pero no olvidemos que el momento y las circunstancias en las que se produce, hacía que esa ley fuera observada por todos como justa e indiscutible.

Sin embargo, ya el evangelista nos muestra la intencionalidad con la que los acusadores presentaban la cuestión a Jesús, no tanto para que prolongara la ley mosaica, sino para que como bien sospechaban, dictaminara una resolución contraria a ella y así tuvieran algo de qué acusarlo.

Realmente el pecado de adulterio les importaba menos que la posibilidad de tener algo serio contra Jesús, ya que su forma de vida y los argumentos de sus palabras, les descubría la falsedad de sus prácticas religiosas y la incoherencia de su proceder.

Y Jesús ciertamente no va a dejarse amedrentar, y aunque deba medir su intervención, lo que en ningún caso permitirá es que en el nombre de Dios se ajusticie a nadie, aunque la ley lo consienta. Y esta actitud no es irrelevante para nuestra experiencia de fe. La ley de Dios nos muestra el camino que conduce a la vida, desde la fidelidad, el amor y el respeto al prójimo, imagen y semejanza de Dios.

El mandamiento de la fidelidad matrimonial, lo que está custodiando ante todo es el núcleo del amor conyugal, donde han de favorecerse el desarrollo de la vida de los esposos y la transmisión de ese amor y educación a los hijos. Faltar a este principio no sólo supone un pecado ante Dios, sino que en cada ruptura provocada por el egoísmo de uno de los cónyuges, se hiere lo más íntimo del otro rompiendo la unidad familiar, la confianza depositada en ella, y perjudicando gravemente la vida y el desarrollo de los hijos.

El adulterio no es una anécdota en la vida del ser humano, es una traición a las promesas realizadas en libertad, y que rompe la armonía y la estabilidad de la vida de los afectados.

Pero de la aceptación de esta verdad y del compromiso que la pareja y la sociedad han de adquirir para cuidar el vínculo matrimonial, no se deriva que haya que preservarlo a costa de la vida de nadie. Y esto es lo que Jesús reprueba. No la verdad de la fidelidad matrimonial establecida y comprometida por el amor de Dios, sino la injusticia de la ley humana que la pretende custodiar de forma desproporcionada.

Por eso quien se crea libre de todo pecado y debilidad que se atreva a arrojar la primera piedra. Cuando alguien en la vida tropieza y cae, comete un error por grave que sea y fracasa como ser humano, siempre hay que buscar la forma de recuperar su dignidad y de que vuelva a dirigir su vida conforme a los valores fundamentales que la fe en Dios nos propone.

Y Jesús ofrece esa posibilidad porque nos mira a cada uno desde el amor, no desde la condena. Aunque nuestro mal y nuestro pecado sean graves, él no retira su mirada de nosotros y busca siempre la conversión del pecador y no su aniquilación.

Qué fácil le hubiera sido a Dios desentenderse del hombre cuando en tan innumerables ocasiones le hemos vuelto la espalda. Qué necesidad tenía de buscar una y otra vez nuestra conversión, él no necesita nada de nosotros para seguir siendo Dios. Y sin embargo, si en vez de procurar en todo momento nuestro regreso al hogar paterno, hubiera deseado la ruptura definitiva con el hijo que lo abandona, para qué nos envió a su Hijo Jesucristo como camino de salvación, verdad que nos regenera y vida en plenitud.

“Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”, y si este es el deseo de Aquel que nos ha creado, nadie tiene potestad para modificar su vivificante desarrollo. La dinámica del perdón de Dios, manifestado en Jesús, nos regenera y nos rejuvenece. Nos ayuda a recuperar la mirada limpia y confiada, y sobre todo nos posibilita que al retornar a la casa del Padre, podamos acogernos como hermanos y sintamos la dicha del encuentro en fraternidad.

“Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”. Este fue el final del diálogo entre Jesús y la mujer. Seguro que ante lo sucedido y al verse salvada de la muerte, aquella volvería a nacer. Jesús no sólo la ha salvado de un morir certero, sobre todo experimenta cómo quien sí podía condenarla como Maestro y Mesías, no lo hace, “yo tampoco te condeno”. Y estas palabras pronunciadas hace más de dos mil años, hoy se nos siguen diciendo a nosotros cada vez que con humildad y confianza acudimos sacramentalmente al Señor para pedir su misericordia.

Que no desaprovechemos las oportunidades que él nos da. Este tiempo cuaresmal que pronto concluye, es un recorrido por la verdad de nuestra vida para que contemplada con los ojos misericordiosos del Señor, la sintamos regenerada por su amor y, con vitalidad nueva, se sienta impulsada para ser sus testigos en nuestro mundo.

Que al acoger el perdón del Señor, abramos siempre el corazón para responder con semejante grandeza a nuestros  hermanos en vez de hacernos sus jueces y verdugos. Y nunca olvidemos que la misericordia que se recibe de verdad, ha de ser entregada a los demás con generosidad.

viernes, 28 de marzo de 2025

DOMINGO IV DE CUARESMA

 


DOMINGO IV DE CUARESMA

30-03-25 (Ciclo C)

 

Pasamos el ecuador de este tiempo cuaresmal en el domingo de “laetare”, de la alegría ante la proximidad de la Pascua del Señor. Y al caminar junto a él escuchamos en este día la que sin duda es el alma de las parábolas. Si el domingo pasado contemplábamos la paciencia del Viñador para con la higuera infecunda, por la cual se volverá a desvivir a fin de que dé frutos de vida, hoy nos sorprende ante la misericordia de un Padre que sufre la marcha del hijo, y que lo espera siempre con los brazos abiertos.

Muchas veces al escuchar este evangelio concedemos excesivo protagonismo al hijo menor, de hecho todos la conocemos como “la parábola del hijo pródigo”. Y sin embargo lo que Jesús nos está diciendo con ella es la inmensidad del amor del Padre, que tras sufrir el desprecio de un hijo que le exige en vida su parte de la herencia, se marcha de su lado para malvivir lejos de él.

El personaje citado, muchas veces representa con fidedigna claridad nuestras actitudes ante Dios. Hemos recibido todo de Él, la vida que es su mayor don, el amor de la familia que nos ha acogido en su seno, la fe que se nos ha transmitido como fundamento de nuestra existencia y el seno de la comunidad eclesial en la que hemos crecido y profundizado en nuestra condición de hijos e hijas de Dios. Y como respuesta a este regalo del Señor, respondemos exigiendo nuestra parte de forma egoísta para dilapidarla viviendo perdidamente. Es decir: la vida regalada, la poseemos egoístamente como si nos perteneciera a nosotros, decidiendo la viabilidad y el destino de otros seres humanos, y subordinando su valor absoluto al interés particular, llegando a devaluarla si no me conviene su existencia.

La misma realidad familiar en la que todos subsistimos como personas de pleno derecho es despreciada y quebrada por el egoísmo y la violencia de algún miembro sobre los demás; rupturas entre esposos, imposiciones caprichosas de hijos malcriados o la violencia machista que subyuga a la mujer bajo la tiranía del hombre. La unidad familiar está siempre a merced de la entrega personal de sus miembros, y si alguno de ellos se impone de forma egoísta, la dolorosa quiebra a todos afecta y amarga por igual.

O bien podemos asemejar la herencia derrochada por el hijo menor con nuestras actitudes de desafecto e incluso rechazo para con la comunidad eclesial a la que pertenecemos y en la que nacimos a la fe. Cuantas veces perdemos el tiempo y la paz discutiendo sobre ideologías particulares, creando problemas donde no existen y sospechando los unos de los otros. Cuantas veces fomentamos la división en el hogar eclesial avivando conflictos superfluos por las simpatías o rechazos que suscitan personajes de moda.

La fe sin comunión es pura falacia que concluye en el sectarismo y la ruptura de la unidad, sólo la unidad que nace del amor, de la comprensión y la acogida fiel del evangelio del Señor, es garantía de autenticidad en el seguimiento de Jesús.

Aquel hijo menor de la parábola, no sólo se marchaba de su casa a vivir una aventura personal fruto de una inmadurez existencial. Rompía los fundamentos de la vida familiar, humillaba al Padre que todo lo había puesto en sus manos, escandalizaba a los empleados que observaban la osadía de su acción, y abría un abismo de desencuentro con su hermano mayor, quien se presenta al final del relato evangélico con una dureza extrema, incapaz de perdonar su pecado, tal vez más por envidia que por virtud.

Y en toda esta realidad está la persona fundamental, el Padre que vive con dolor de corazón, tanto la actitud irresponsable de su hijo menor, a quien además lo pierde sin saber de su destino, y la amargura del hijo mayor quien se va desmoronando en un odio hacia su hermano lo que sume en mayor angustia, si cabe, al Padre de ambos.

Cómo afectan nuestras decisiones individualistas al conjunto del hogar. Cuán grande es la ruptura que provoca la acción de uno sólo y cómo repercute sobre la vida de todos. El Padre preocupado, dolorido y angustiado por el hijo que no ve por la distancia; y también sufriendo y sintiendo la pérdida del otro hijo que pese a estar a su lado vive como si no existiera para él.

Sólo la conversión sincera y auténtica cimienta la nueva relación. Cuando el hijo vuelve, tras reconocer su maldad y la indignidad de su vida, lo hace de corazón. Él sabe que no es digno de ser hijo, y que lo justo será tratarlo como a un sirviente.

Pero una vez más es el Padre quien nos sorprende; el dolor y la injusticia sufrida no le han dañado el corazón. Él ante todo es su Padre y eso nada puede cambiarlo, y como tal lo acoge con un amor inmenso, que supera cualquier comprensión. Ciertamente el pequeño merecerá un serio castigo por su acción; pero cuando un hijo muerto vuelve a la vida, un hijo perdido es recuperado, lo único que cabe es celebrarlo por todo lo alto, porque se ha vuelto a restañar la unidad familiar, y el gozo de la conversión es mucho mayor que el dolor del pecado.

De hecho la actitud del hijo mayor nos deja bien claro lo infecundo e inútil del rencor. Su rechazo a compartir la fiesta por su hermano recuperado expresa el resquemor de su alma en esta historia. En realidad, y a tenor de sus palabras, él también vivía lejos de su padre aunque compartiera el mismo techo; no había sido capaz de sentirle cerca y de vivir como un auténtico heredero ya que al reprocharle que no le hubiera dado nunca un cabrito para celebrar algo con sus amigos, en el fondo reconocía su desafecto filial.

De qué le servía vivir como hijo, si en realidad se comportaba como un esclavo. Por qué ahora aprovecha para reprochar la generosidad de su padre cuando él no ha sabido acogerla diariamente en su vida.

Además el mayor abunda en su mezquindad al rechazar al hermano diciendo “ese hijo tuyo”. Si el padre había acogido a su hijo, el hermano lo sigue rechazando, y por eso no puede entrar en la fiesta común. El relato del evangelio se queda ahí. No nos dice el final de la historia, si hubo abrazo fraterno, o el padre sigue sufriendo la ausencia de uno de sus hijos.

Nosotros somos quienes debemos terminar esta historia en cada momento de nuestra vida. No tenemos nada que envidiar a los hermanos de la parábola; sus actitudes por una u otra parte son causantes del dolor del Padre y de la fractura familiar. Sólo la vida del Padre es digna de ser compartida; una vida de amor, de búsqueda, de espera, de misericordia y de perdón. Una vida que genera gozo y que construye la unidad esencial del hogar donde todos podamos tener sitio en la misma mesa donde se celebra el único banquete pascual.

Si no somos capaces de perdonarnos no podremos compartir la misma fiesta. Que este tiempo cuaresmal nos ayude a purificar nuestras actitudes personales y comunitarias, de manera que nos lleven a una auténtica conversión para volver al hogar como hijos de Dios y hermanos entre nosotros.

jueves, 20 de marzo de 2025

DOMINGO III DE CUARESMA

 

DOMINGO III DE C


UARESMA

23-3-25 (Ciclo C)

 

         El centro de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar es su radical llamada a la conversión, al cambio de vida y a la toma de conciencia de nuestra responsabilidad en la marcha de este mundo.

Jesús tiene una clara percepción de la realidad que lo rodea, de cómo la acción de las personas repercute de forma directa en su situación vital, para bien y para mal. Y junto a ello también percibe cómo la conciencia humana ha ido alejando de sí esa responsabilidad pasándosela incluso a Dios como explicación de los males y de los bienes. Si a uno le va bien en la vida, eso quiere decir que su comportamiento moral es el adecuado y que Dios le premia con bienes materiales, con salud, con prosperidad. Pero si por el contrario la vida de una persona está marcada por la desgracia, la enfermedad, la miseria y la marginación será que algo habrá hecho mal y que su situación es consecuencia y castigo por ese pecado cometido, bien por él o incluso por sus antepasados. El bien se premia y el mal se castiga. Este pensamiento estaba profundamente arraigado en la experiencia religiosa del pueblo de Israel, de tal manera que Jesús con su pregunta “¿pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos para acabar así?” va a afrontar la cuestión de forma directa y clara.

Y lo primero que deja fuera de toda duda es que las desgracias del ser humano, las catástrofes naturales y cualquier mal que afecte al hombre no son la respuesta vengativa de un Dios justiciero que nos paga según nuestro obrar. Lo que nos sucede a nosotros, es fundamentalmente consecuencia de lo que hacemos o dejamos hacer a nosotros mismos, a otras personas o al entorno natural.

         El ser humano es responsable de lo que sucede a su alrededor y nuestro trabajo cotidiano va asentando y cimentando el futuro de nuestra vida, para bien o para mal.

         En el relato del libro del Éxodo,  Moisés va a descubrir algo asombroso, e insospechado, Dios se preocupa por el sufrimiento de su pueblo. Dios padece con él y se compadece de él; no se mantiene ajeno a la historia del hombre, y el lamento del oprimido ha llegado hasta su presencia. Esa situación se le hace insoportable y en el clamor del oprimido la creación entera se está lamentando. Por eso hay que actuar, pero no de forma ajena al desarrollo de la historia, interviniendo de manera sobrenatural y al margen de la libertad de las personas. Dios va a intervenir por medio de su criatura, el hombre, imagen y semejanza suya, para que asumiendo su propia responsabilidad y tomando conciencia de su ser, regenere la humanidad y la libere de sus opresores.  Y así Moisés va a comprender que por encima de sus limitaciones y temores, por encima de sus capacidades y virtudes, está la mano bondadosa de Dios que le anima, sostiene y fortalece para asumir su responsabilidad de hermano y lidere la liberación de su pueblo.

         Y lo primero que debe hacer es observar la realidad con los mismos ojos de Dios, lo cual le exige una primera conversión. Por mucho que pretendamos sintonizar con Dios, si no somos capaces de salir de nosotros mismos, lo único que conseguiremos será moralizar esa mirada, pero no se verá transformada. Ver con los ojos de Dios es situarse al lado del que sufre, del oprimido, del pobre para escuchar sus lamentos y compartir sus sentimientos. De lo contrario nos pasará como a Moisés que se resiste a la llamada de Dios.

         La resistencia de Moisés nos revela que muchas veces nosotros también ponemos excusas para vivir tranquilos, sin meternos a fondo en la realidad. Pero a la vez, sabemos igual que Moisés, que una vez que nos hemos dejado atrapar el corazón por Dios, ya no nos pertenece porque le pertenece a él, y una y otra vez le sentimos que insiste para que colaboremos generosamente en su obra de salvación.

Cuántas veces percibimos que el alma se nos conmueve ante las injusticias del mundo y que aunque apaguemos el televisor o cerremos el periódico, esa realidad nos atormenta. Sentimos la impotencia de no saber qué hacer, el miedo al futuro que se nos va presentando, la intranquilidad de saber que este mundo no es el que Dios quiere para el desarrollo de sus hijos.

Por eso Jesús asume su misión como una urgente llamada a la toma de conciencia de sus hermanos, haciéndonos saber que el mal y el bien de este mundo no es obra directa de Dios, sino nuestra, y aunque él se empeñe en sembrar el amor, la justicia y la paz, si nosotros nos cerramos a su amor, podemos sofocar su crecimiento y favorecer el germen del odio, la injusticia y el terror.

Ante esta situación, no podemos quedarnos cruzados de brazos, porque “tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro, así que córtala”.

La parábola de Jesús no es una amenaza vacía y gratuita, es una seria advertencia de lo que está por llegar. Si bien es cierto que la salvación de nuestras vidas viene por la fe en Jesucristo, igualmente cierto es que esa fe ha de manifestar su propiedad a través de las obras que realiza. O dicho con palabras del apóstol Santiago, “muéstrame tu fe sin obras, y yo por las obras te mostraré mi fe”.

         La paciencia de Dios llega a su culmen en la entrega de su Hijo, quien una y otra vez ha ido intercediendo en nuestro favor como el viñador de la misma parábola “déjala todavía este año”. Pero esa intercesión de Jesús tiene destinatarios concretos, aquellos que aunque sea tarde, estén dispuestos a acoger la llamada a la conversión y den los frutos propios del árbol de la vida en el que han sido insertados. Todas las personas podemos superar nuestros egoísmos y acoger la misericordia de Dios. Y si ese cambio real se produce, y abrimos las puertas de nuestro corazón a los demás dejándonos conmover por sus necesidades, entonces daremos el fruto esperado.

Ahora bien, quien se obstine en mantener la miseria de sus hermanos oprimiendo y ultrajando su dignidad, destruyendo hasta lo más sagrado que es su vida, por la ambición y la opulencia, entonces tendrá que afrontar la misma sentencia del Señor, “córtala”. Porque si a pesar de los esfuerzos del Hijo de Dios por salvar el corazón enfermo de odio y de egoísmo de aquellos que han puesto su confianza en el ídolo del poder y de la violencia, no se suscita en ellos el cambio y la conversión, entonces se han forjado su destino, que tal vez en esta vida les deslumbre con un efímero resplandor, pero cuyas consecuencias deberán asumir ante Dios.

Vivimos en una realidad donde la idolatría se abre paso como una nueva religión. Los diferentes ídolos, a los que de una u otra forma podemos rendir culto, se unen para hacernos creer que somos como dioses, y que todo lo podemos con nuestras propias fuerzas. Provocando que el corazón se nos vaya cerrando al amor, y responda solamente a los impulsos de su egoísmo.

Sin embargo Dios no está dispuesto a perder la gran obra de su creación que es el ser humano, por eso una y otra vez sale a nuestro encuentro para llamarnos y atraernos hacia sí. Cómo no va a derrochar en esfuerzos el que no escatimó la entrega de su propio Hijo para que fuéramos rescatados por su amor.

Queridos hermanos. La Palabra del Señor ilumina siempre nuestra vida, aunque a veces lo que nos descubre esa luz no sea de nuestro agrado. Eso quiere decir que el Espíritu Santo sigue actuando en nosotros y que de forma constante y fecunda, trabaja nuestra conciencia y corazón para transformarlo. Que sigamos viviendo este tiempo cuaresmal con gratitud y confianza para poder llegar a la Pascua con una vida renovada en esperanza y caridad.

jueves, 13 de marzo de 2025

DOMINGO II DE CUARESMA

 


DOMINGO II DE CUARESMA

16-03-25 (Ciclo C)

 

En nuestro itinerario hacia la pascua, vamos avanzando a la luz de la Palabra de Dios que cada domingo se nos proclama. Es el día del encuentro con el Señor y con los hermanos, que congregados entorno al altar, compartimos la vida cotidiana para que iluminada por el Evangelio y fortalecida con el Cuerpo del Señor, vuelva renovada a las tareas de cada día.

Y en este segundo domingo de cuaresma podemos detener nuestra mirada en la experiencia de los grandes personajes de la Sagrada Escritura. En todos ellos se nos muestra con sencillez y claridad, cómo ha sido su relación con Dios; una relación cercana, personal, fluida y entrañable. Relación que no sólo afectaba a los protagonistas principales de cada momento histórico, sino que era compartida por toda la comunidad creyente.

La historia de Abrahán que se nos narra en el Génesis, es mucho más que la experiencia de nuestro padre en la fe. Son los cimientos de una relación paterno-filial que en Jesús encontrará su momento culminante, pero que desde siempre ha distinguido la fe del pueblo de Israel.

Porque esa fe no se sustenta en un compendio de ideas y teorías sobre la divinidad, sino en la experiencia concreta, personal y comunitaria que nace de una relación existencial y vital. Ningún protagonista bíblico creía en el Dios de otro por oídas, sino en el suyo propio con el que entraba en esa relación mística y personal. Una relación real que estaba fuera de toda duda, aunque  el fruto de la misma conllevara una respuesta confiada y radical.

Abrahán fue conducido por esa relación con Dios hacia caminos insospechados para él, y en ocasiones aparentemente contradictorios. Cuando Dios le promete una descendencia como las estrellas del cielo, y él asiente entregándose a la alianza, tendrá que vivir la prueba de ofrecer a su único hijo como sacrificio a Dios.

Sólo en la relación sólidamente edificada en el amor y la fe, es posible responder con generosidad y convicción.

Así nos lo muestra también el evangelio de este día. Los discípulos de Jesús van profundizando en el conocimiento del amigo que los ha llamado. Hasta este momento narrado por S. Lucas, han compartido momentos desconcertantes. Han visto y oído cosas totalmente nuevas y que superan su capacidad de entendimiento. Se van dando cuenta de que Jesús no es un maestro al uso, como los de los escribas y fariseos.

También viven con especial desconcierto esa actitud de Jesús en la que trata con una familiaridad inaudita al Dios de la Alianza, reinterpretando la Ley de Moisés de forma novedosa y, para algunos, escandalosa.

Unos versículos anteriores a los que hoy se nos han proclamado, el mismo Pedro, ante la pregunta que Jesús le lanza sobre su identidad, le responderá con firmeza; “tú eres el Mesías de Dios”. (v.20)

En este contexto, Jesús decide compartir su experiencia espiritual de forma especial con algunos de ellos, y tomando a los tres discípulos que van configurando el núcleo de los íntimos, Pedro, Santiago y Juan, sube al monte a orar.

Y en esa experiencia de intimidad con el Padre, el relato evangélico nos muestra a Jesús en su identidad divina, dentro de la relación intra-Trinitaria. Su rostro transfigurado, unido a la voz de Dios Padre que identifica y señala a su Hijo amado, reconocido como tal por la Ley y los profetas representados en Moisés y  Elías, envuelve la vida de los discípulos que se encuentran desbordados. Ellos sólo podían expresar lo bien que se sentían, y únicamente después del encuentro con el Resucitado pudieron entender en su profundidad esta experiencia.

Los tres vivieron por anticipado el encuentro con el Cristo glorioso pos-pascual, lo cual les ayudó a reconocerlo tras la dureza de la Cruz.

La oración de Jesús a la que en este momento asisten, deja en ellos un poso esencial en su vida y que más tarde se revitalizará en su propia experiencia personal. Sólo en la oración íntima, cercana y confiada, se produce el encuentro con Dios. Encuentro que transforma la existencia del hombre porque nunca le dejará indiferente.

Dios se da de forma plena al corazón que con sencillez y humildad se abre a su amor, y su gracia desborda de tal manera cualquier previsión humana, provocando en el hombre un cambio radical que lo transfigura, para configurarlo más profundamente al modelo de Hombre Nuevo que es Cristo.

Los discípulos que acompañaron al Señor en este momento de su vida, vieron experimentar en él un cambio inexplicable, pero en todo momento lo reconocieron con claridad. Era el mismo Jesús con quien compartían su vida cotidiana, pero a la vez, se abría entre ambos un abismo de identidades incapaces de comprender.

Compartir esa experiencia les convertía en unos privilegiados y a la vez en portadores de una tarea nueva. Su deseo de permanecer en ese ambiente divino que todo lo envuelve y conforta, contrasta con la misión de seguir anunciando la novedad del Reino de Dios, del cual ellos se han convertido en testigos oculares.

 

La transfiguración del Señor, revivida de forma vigorosa tras su resurrección, les ha llevado a comprender que su destino último, como nos enseña S. Pablo en su carta a los filipenses que hemos escuchado, es que “Cristo nos transformará, según el modelo de su cuerpo glorioso”. Es decir, que nuestro destino no está condenado al fracaso de la muerte, sino a la promesa cierta de nuestra futura inmortalidad.

Lo acontecido en este momento de la vida de Jesús y sus discípulos, nos ayudará a asumir el tramo que queda de camino hacia la Pascua. Para eso hay que bajar de la montaña sagrada, para introducirnos en la senda de la entrega y el servicio hasta el extremo.

Ahora hemos recuperado fuerzas en el encuentro con el Dios vivo y todopoderoso. Es momento de acompañar a Jesús, en su entrega salvadora.

Si el domingo pasado, el Señor vivió la dura experiencia de padecer la tentación humana que desconcierta y angustia, hoy recibe la fortaleza y el aliento que su relación con el Padre le infunde, de manera que pueda llevar hasta el final su proyecto de vida.

Nosotros también recibimos esta misma fortaleza en nuestra vida de discípulos, si como Jesús, dejamos que Dios nos inunde con su gracia. Si dejamos que la oración personal y comunitaria sea fundamento de nuestra vida; si nutrimos nuestra alma con el alimento vivificador de su Cuerpo y de su Sangre, sacramento de su redención.

Los discípulos del Señor, que vivimos en esta hora y tiempo, necesitamos de una espiritualidad asentada en los fundamentos de la experiencia personal de encuentro con Jesucristo, de lo contrario no podremos superar el camino hacia el Calvario al que cada envite de la vida nos introduce. Que sepamos buscar esos espacios vitales, para que reanimados y fortalecidos por su gracia, vivamos con gozo nuestra fe, y la transmitamos con generosidad a los demás.

sábado, 8 de marzo de 2025

DOMINGO I DE CUARESMA

 



DOMINGO I DE CUARESMA

9-03-25  (Ciclo C)

 

          Con el rito de la imposición de la ceniza, comenzábamos el pasado miércoles este tiempo de gracia que es la cuaresma. En él vamos a prepararnos personal y comunitariamente para que convirtiendo nuestra vida al Señor, podamos vivir la experiencia central de nuestra fe, la Pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, fundamento de nuestra vida cristiana.

Ante nosotros tenemos cuarenta días en los que la Palabra de Dios busca empapar nuestros corazones, para que situados frente a nuestro propio ser nos veamos con sencillez y con verdad, descubriendo aquello que nos va alejando del amor de Dios y de la auténtica fraternidad con los demás.

Dios nos ayuda a contemplar la realidad de nuestra vida y sobre todo nos anima a asumirla con responsabilidad y gratitud. El Espíritu del Señor es el que nos introduce en nuestro desierto interior para descubrirnos tal y como somos con nuestras luces y sombras, fracasos y logros, situaciones de gracia y de pecado. En este desierto del alma, Dios sale a nuestro encuentro para llenarnos con su amor y misericordia, y así ayudarnos a entender la vida que cada uno tiene por delante como un proyecto que está por realizarse y que lo podemos desarrollar siguiendo el camino de su Hijo Jesús, nuestro Señor y Salvador.

          En este itinerario cuaresmal no estamos solos. Jesús nos abre el camino y se sitúa a nuestro lado para hablarnos al corazón y llenarlo con la fuerza de su Espíritu. Y qué mejor maestro que aquel que pasó por similares penalidades en su vida.

Como nos narra la Sagrada Escritura, Jesús tiene ante sí su futuro. Sabe que su existencia está marcada por esa relación cercana, personal e íntima con su Padre Dios. El siente que su persona entera está en las manos de Dios y nadie más que él puede ser dueño de la misma. Ni el poder, ni la gloria o el dinero, son lo suficientemente grandes como para traicionar a Dios. “Al Señor tu Dios adorarás y sólo a Él darás culto”. Con esta frase termina su lucha interior con el Tentador, y marca de forma definitiva el rumbo de su vida.

          Sólo Dios es el Señor, sólo a Él se le debe adoración, y sólo en Él está la vida en plenitud, aquella por la que merece la pena entregarse. Los señores de este mundo, los poderosos y satisfechos, sólo se sirven a sí mismos y se valen de los demás para detentar su gloria. Muchos son los que desean ocupar esos puestos, tal vez todos en el fondo de nuestro corazón vivamos más de una vez esa ambiciosa tentación. Pero no hay más que ver la realidad circundante para darnos cuenta de que es muy difícil unir justicia y verdad, con  el ansia de poder y riqueza; generalmente estas ambiciones son causa directa de la injusticia y de la violencia que sufren los débiles a manos de los fuertes, y están en la base de todas las desigualdades y opresiones. Claro ejemplo de ello lo vemos de forma dramática en tantos campos de batalla que tiñen de sangre y dolor nuestro mundo, y donde la muerte se instaura por tantas guerras injustas y depravadas.

          La cuaresma nos ha de ayudar a depurar nuestras intenciones profundas, descubrir la verdad de nuestra vida y orar con confianza a Dios para que sea Él quien nos oriente y acompañe en el camino hacia su Reino. No en vano las tres actitudes que tradicionalmente nos propone la Iglesia, ayuno, caridad y oración, son un medio muy adecuado y eficaz para este fin. La austeridad y el ayuno nos ayudará a comprender mejor las necesidades de los demás, a sentirnos cercanos a ellos y a liberarnos de tantas ataduras que nos van esclavizando y apropiándose de nuestros sentidos. El amor auténtico se concreta en obras de caridad para con los pobres y necesitados. No somos austeros para ahorrar sino para compartir con aquellos que pasan necesidad, reconociendo que los bienes que poseemos no son propiedad nuestra de forma exclusiva e individualista, sino que han de servir al bien de todos porque Dios ha puesto en nuestras manos su creación para que desarrollándola de forma justa y respetuosa, a todos nos aproveche por igual. Es el egoísmo instaurado en el corazón por el maligno, lo que tantas veces  infunde en nosotros deseos de acaparar, cayendo en la idolatría que nos somete y esclaviza.

Estas dos actitudes primeras, que el mismo Jesús va imponiendo frente al tentador que pretende desviarle de su camino, encuentran su fuerza y fundamento en la tercera, la oración. Toda la vida del Señor discurre bajo la acción del Espíritu de Dios. En Él descansa nuestra existencia, y sólo a Él pertenece nuestro ser. El mismo Espíritu que empujó a Jesús al desierto y que lo fortaleció constantemente en la búsqueda de la voluntad del Padre, es el que ahora nos ayuda a iniciar este recorrido cuaresmal.

Y lo debemos emprender desde nuestras realidades concretas, en el seno familiar, en el mundo laboral o de estudio, en nuestras relaciones afectivas y sociales; todo nuestro ser ha de ponerse en situación de vuelta hacia Dios. Porque de esta experiencia gozosa de encuentro personal con el Señor, sentiremos renovada nuestra fe para poder ser en medio del mundo testigos de la esperanza cristiana.

          Es verdad que cada vez resulta más complicado hablar de Dios en el ambiente actual. Muchas veces parecemos cristianos anónimos, o lo que es peor, vergonzantes. Podemos llegar a ocultar nuestra fe hasta en los ambientes de mayor confianza, como son el mismo núcleo familiar. Y sin embargo no cabe duda de que el testimonio personal y la constancia, junto con la conciencia dichosa de pertenecer a una comunidad eclesial en la que hemos nacido y crecido a la fe en Jesucristo, son el mejor ejemplo que podemos ofrecer para evangelizar.

 Cuantas veces debemos recordar esa frase del evangelio; “lo que rebosa en el corazón, lo habla la boca”. Esta es la muestra de una vida cristiana vivida con alegría y esperanza. Tal vez seamos menos los que nos confesamos creyentes hoy, pero no cabe duda de que en esa confesión valiente y sincera de muchos hermanos nuestros, se va robusteciendo la fe de los más débiles, consolidando la de quienes atraviesan por penumbras, y dando testimonio auténtico de Jesucristo.

          Estamos comenzando un tiempo privilegiado para volver la mirada hacia el Señor y descubrir lo que nos pide a cada uno en este momento. Todos necesitamos convertirnos: renunciar al odio, al egoísmo o la injusticia; no sólo evitar causar cualquier daño al prójimo, sino procurar siempre hacerle el bien.

La oportunidad de acercarnos a vivir sacramentalmente esta experiencia del perdón, es una puerta santa que se nos abre de forma preeminente en este tiempo. Para ello la Iglesia nos muestra el camino adecuado para celebrar la conversión; contemplar desde la verdad nuestra vida, reconocernos necesitados de la misericordia del Señor, y sentir con dolor el mal que hemos podido causar con mayor o menor responsabilidad. Acercarnos al sacerdote, ministro de la Iglesia, y a quien Jesucristo ha encomendado escuchar y acoger al pecador para transmitirle sacramentalmente su misericordia, es indispensable para poder celebrar con autenticidad este sacramento. En ese diálogo auténtico y sencillo, recibimos el consuelo del Señor, quien a través de su Iglesia nos estimula y la fortalece para cambiar de actitudes e iniciar una vida bajo la acción de su gracia.

Que el Señor nos ayude para que este camino cuaresmal nos acerque más a él. De este modo podremos llegar a la experiencia pascual con el corazón renovado y vivir con gozo y gratitud la alegría de su resurrección, en la cual se fundamenta nuestra fe y nuestra esperanza.

 

sábado, 22 de febrero de 2025

DOMINGO VII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO VII TIEMPO ORDINARIO

23-02-25 (Ciclo C)


Un domingo más nos reunimos como comunidad cristiana para celebrar nuestra fe. Qué necesario es en nuestros días poder contar con un espacio como este, donde con serenidad y apertura de corazón, podamos escuchar la Palabra de Dios, y compartir el Pan de la eucaristía que fortalece, anima y sostiene nuestra esperanza.

Una Palabra que de la mano del evangelista S. Lucas resuena con especial fuerza ya que nos confronta con la realidad de nuestras vidas.

“Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo”. Qué evangelio tan entrañable y concreto, con qué claridad el Señor nos sitúa ante las actitudes más profundas de nuestra vida y nos revela a su vez las entrañas misericordiosas de Dios, nuestro Padre.

Jesús sabe perfectamente lo que a todos nos cuesta caminar por la senda de la perfección. Él mismo será blanco de críticas, se irá granjeando poderosos enemigos, sufrirá la injusticia y el desprecio, y a los ojos de cualquiera estaría más que justificado por su parte, emplear la misma moneda para pagar a quien tanto daño le causa.

Sin embargo, él entiende muy bien que su misión no es la de mantener la dinámica del “ojo por ojo y diente por diente”, tan empleada en las relaciones humanas. Ni tan siquiera la de juzgar a quien en su vida se introduce por esa senda del rencor y la venganza.

Jesús ha asumido una vocación que le llevará a instituir un camino nuevo, fresco y fecundo en el que la semilla de la misericordia y del perdón hará que germine el Reino de Dios al que dedicará toda su existencia. Porque la justificación de ese camino no viene dada por el derecho que el ser humano tiene de llevar una vida digna y buena, sino porque nuestro Padre es compasivo, a pesar de lo que nosotros podamos ser.

En esto consiste la fidelidad al mensaje evangélico. Muchas veces asistimos a críticas que se lanzan contra la Iglesia y sus pastores porque transmitimos un mensaje demasiado riguroso.

Cuando hablamos de la fidelidad matrimonial, del derecho a la vida y la dignidad inalienable de todo ser humano desde el momento de su concepción hasta el de su final natural; cuando se insiste en la necesidad de establecer las relaciones humanas desde la solidaridad, el respeto y la equitativa distribución de los bienes en pro de una real fraternidad. Y en este sentido se llama la atención sobre el peligro que encierra el individualismo que nos hace insolidarios, en el materialismo que nos lleva al egoísmo ambicioso, el hedonismo que esclaviza y nos hace dependientes de nuestras pasiones, entonces se mira para otro lado y se tacha este discurso de trasnochado y carente de realismo.

La exposición de la fe cristiana, en su integridad, jamás puede sustraerse al pueblo de Dios. Todos sabemos que el evangelio de Jesús tiene el listón muy alto, y que debemos introducirnos en un camino de permanente conversión para poder identificarnos cada día más con él. Pero esta verdad lejos de desanimarnos ha de suscitar en nosotros sentimientos de humildad y de autenticidad. Humildad para reconocer que necesitamos la ayuda del Señor en todos los momentos de nuestro caminar; que solos no podemos superar las dificultades de la vida y de la fe; y que su gracia puede más que nuestra debilidad. Pero también necesitamos ser auténticos, es decir, no falsear el evangelio para adecuarlo a nuestra realidad concreta. Somos nosotros los que tenemos que convertirnos, cambiar e ir integrando en nuestra vida los valores inalienables del evangelio de Jesús, y no adaptar éste a nuestra conveniencia personal, manipulándolo y falseando el mensaje del Señor para tranquilizar falsamente nuestras conciencias. No podemos adaptar el evangelio a nuestros intereses, porque entonces podrá ser palabra de hombre, pero no de Dios.

Y no olvidemos que esta humildad y autenticidad a quienes nos es más urgente y necesaria es a nosotros, a los miembros de la Iglesia, fieles, religiosos y pastores. Porque si quienes hemos recibido del Señor la misión de anunciar el evangelio en su integridad, no realizamos con fidelidad esta misión, quién la desarrollará por nosotros.

La fidelidad a la Palabra de Dios ha de estar siempre por encima de nuestra capacidad para vivirla. Y muchas veces cuando la expongamos nos sentiremos denunciados por ella ante la debilidad de nuestra vida concreta porque sentiremos con vergüenza que con los labios decimos una cosa y hacemos otra muy distinta. Pero si tenemos valor para anunciarla con fidelidad y apertura de corazón y para escucharla con humildad, también el Señor nos ayudará para sentir la fuerza de su compasión que regenera nuestra vida y la redime con su amor.

En nuestros días exponer el evangelio que hemos escuchado y hablar del amor a los enemigos y del perdón a quienes tanto mal nos causan, se vuelve para muchos escandaloso. Lo mismo ocurría en tiempos de Jesús. Sin embargo Él nos enseña a estar cerca de las víctimas del mal para acompañar con amor y ternura su dolor, ofrecerlas una palabra de consuelo y alivio capaz de regenerar con el bálsamo de la esperanza sus vidas injustamente rotas, y acompañarlas el tiempo que sea necesario para que recuperen las riendas de su vida y la puedan rehacer sobre las bases de la justicia, la verdad y la dignidad. Pero también esta palabra eclesial ha de ser propuesta con valor y firmeza, de forma que se ayude a evitar el odio y el rencor que lejos de regenerar la existencia humana la hunden en la venganza y la envilece.

Y esta tarea, que muchas veces resultará incomprendida y otras muchas criticada, no podemos eludirla por miedo o cobardía.

 La fidelidad a Jesucristo nos ha de llevar a proponer el mensaje  de su evangelio en su integridad, con valor y autenticidad. Respetando cada situación humana, no erigiéndonos nunca en jueces de nadie, pero sabiendo que por el bien de nuestros hermanos debemos ser fieles en la transmisión de la fe de la que somos testigos autorizados. Y que en el seguimiento de Jesucristo no vale cualquier manera de interpretar su palabra ni su vida, ya que la única que puede presentarse ante el mundo como voz autorizada por el Señor, para exponer con fidelidad su mensaje de salvación, es la de su Iglesia, fundada por él sobre el cimiento de los apóstoles y sus sucesores.

Que nuestra celebración comunitaria de la fe y el encuentro personal con el Señor en la oración de cada día, nos ayuden a vivir esta misión de discípulos en medio de nuestro mundo con entrega, valor y alegría de corazón.

 

viernes, 14 de febrero de 2025

DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO

16-02-25 (Ciclo C)

 

         “Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza”. Esta frase podría resumir la llamada que la Palabra de Dios que hemos escuchado nos realiza a cada uno de nosotros. La confianza en el Señor es principio y fin de nuestra fe, es una bendición para el alma que serena y pacifica nuestro ser, y es también el crisol por el que se manifiesta la autenticidad de nuestra esperanza. 

         La confianza nos hace sentirnos seguros y queridos por Dios, es un sentimiento cálido y ofrece seguridad a nuestra vida. Todos necesitamos confiar en alguien y saber que esa confianza no va a quedar defraudada. La confianza es base del amor en el matrimonio, ejemplo y modelo para los hijos, y necesidad ineludible de la fe.

Pero la confianza, tanto en las personas como en Dios, hay que alentarla de forma permanente para que no caiga en la desidia y el sin sentido. Sólo se puede confiar desde el amor y la cercanía a través de una relación personal, madura y fiel.

         Así podremos entender la promesa que S. Lucas manifiesta en su evangelio. Son dichosos los pobres, los hambrientos, los que lloran, los perseguidos porque en su enorme necesidad sólo cabe encontrar consuelo en Dios. Ya no les queda otra esperanza que elevar los ojos al cielo y dejar actuar al Señor. Estos son dichosos porque Dios no desoye los lamentos de sus hijos, y menos los de aquellos que sufren de forma casi permanente, víctimas de la injusticia. De ahí la necesaria advertencia a los poderosos que mantienen su poder sobre la opresión de los pobres. En un mundo donde la ambición, el afán de poder y el egoísmo inhumano van agudizando las diferencias entre pobres y ricos, es necesario lanzar una clara advertencia desde la fe; ese no es el camino de la humanidad sino el de su degradación.

         Quienes ponen su confianza en lo material olvidando las necesidades de los demás, ya han elegido su destino, y a éstos hay que advertirles que en su corazón se ha producido una ruptura fundamental, cambiando a Dios por los ídolos y rompiendo la armonía de la creación.

         Los cristianos confiamos en la Palabra del Señor, y nuestra confianza se mantiene incluso por encima de las evidencias del presente que muchas veces nos llenan de dolor y angustia. Confiamos ante la enfermedad de un ser querido, y es en nuestra cercanía amorosa donde también sentimos la compañía del mismo Dios.

Nuestra mayor muestra de la confianza en el Señor se manifiesta ante el acontecimiento de la muerte. Como nos enseña el apóstol San Pablo, en la resurrección de Jesucristo, todos tenemos abierta la puerta de la vida eterna, la vida en plenitud junto a Dios. Y es ante la muerte de nuestros seres amados donde con mayor intensidad sentimos la necesidad de confiar plenamente en la Palabra de Jesús “yo soy el camino, y la verdad y la vida, el que creen en mi vivirá para siempre”. 

Esta es la esencia de nuestra fe. Lo exclusivamente genuino de ella y lo que llena de sentido todas las actitudes de solidaridad y compromiso en favor de los demás que todo creyente ha de desarrollar en su vida.

Porque confiamos en Jesucristo y anhelamos la vida en plenitud que él nos ofrece, sabemos que debemos llevar la dicha y la esperanza a los que sufren, a los pobres, a los que padecen cualquier injusticia y necesidad, a los que mueren de hambre y miseria por el egoísmo y la dureza de corazón de otras personas que, habiendo sido más afortunadas en la vida, se manifiestan frías e insensibles.

La confianza en Dios nos lleva a acoger y asumir su mismo proyecto liberador y solidario. Los cristianos tenemos que ser la voz que denuncie las injusticias que padecen nuestros hermanos, aún a riesgo de las críticas que puedan darse; no olvidemos la advertencia final del evangelio “¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros, eso mismo hacían vuestros padres con los falsos profetas!”.

La Iglesia de Jesucristo extendida a lo largo y ancho del mundo ha demostrado su fidelidad a Dios y a la verdad de su mensaje, precisamente en medio de las personas más necesitas. Necesidad que no sólo se manifiesta en la precariedad material, sino en cualquier miseria que fracture su inalienable dignidad.

La confianza en Dios no es un privilegio de los pobres y abatidos. Ciertamente ellos están en condiciones tan precarias que lo único que les queda es elevar la mirada al cielo esperando la misericordia divina ante la ausencia de la humana.

Pero también nosotros hemos de ser agradecidos y renovar cada día nuestra confianza en el Señor. Dios nos ha regalado el don de nuestro mundo, y  entre las muchas posibilidades existentes, hemos tenido la enorme dicha de nacer en este tiempo y en circunstancias favorables. No pensemos que todo se debe a nuestro trabajo o esfuerzo personal, y mucho menos a que nos lo merezcamos más que otros, sino más bien a una enorme suerte que hemos de agradecer siempre al Señor.

Los ricos y afortunados no son los despreciados de Dios. Jesús miró con amor a aquel joven rico que se le acercó con interés por alcanzar la vida eterna. Pero ciertamente quienes en la vida han sido sonreídos con tanta ventura, tienen que dejarse empapar por la fría lluvia de quienes llaman a sus puertas clamando caridad. La abundancia de unos sólo encuentra su legitimidad en la apertura a la fraterna caridad para con los pobres. Sólo así pueden dar gracias a Dios con honestidad, porque su gratitud se deja traspasar por el crisol de la solidaridad y el amor.

Que esta gratitud se transforme en generosidad para con aquellos que sufren y que necesitan de una cercanía realmente fraterna, y que cada día vayamos ganando en capacidad de misericordia y compasión de tal manera que nos lleve a luchar por el bien común de todos los seres humanos. Esta será la prueba de nuestra confianza en Dios y de nuestra responsabilidad para con la obra de sus manos. Que así sea.