jueves, 15 de diciembre de 2016

DOMINGO IV DE ADVIENTO



DOMINGO IV DE ADVIENTO

18-12-16 (Ciclo A)



     Llegamos al final de este tiempo de preparación para la navidad, y echando la mirada a estas cuatro semanas podemos ver si hemos dispuesto nuestra vida para acoger con esperanza y alegría al Señor.



     Como nos decía Juan el bautista al comenzar el adviento, “el tiempo se ha cumplido”. Dios entra en nuestras vidas para revitalizar en ellas todo el amor que él puso en el momento de nuestra creación. Dios viene a compartir nuestra historia para vivir, gozar y sufrir a nuestro lado. No quiere quedarse al margen de lo que nos suceda, sino acompañar nuestro camino de manera que siempre sintamos su fuerza y su ánimo renovador.



     El tiempo se ha cumplido y mirando nuestro corazón vamos a descubrir si estamos en disposición de recibir y acoger su palabra que se hace carne, y le dejamos transformar nuestras vidas.



     Este recorrido personal y profundo lo tuvo que realizar el mismo S. José. El evangelio de estos días nos situaba ante la generosa entrega de María; ahora volvemos la mirada hacia la otra persona fundamental en la vida de Jesús, aquel que le entregó su amor paternal, y por medio de quien descubrió que Dios era su verdadero Padre, Abba.



     José, era justo y no quería denunciar a María, nos cuenta el evangelio de Mateo. Cualquier hombre justo y cumplidor de la ley de Moisés tenía la obligación de denunciar a su mujer si ésta le había sido infiel.

     El evangelio recalca con especial sencillez que José era justo, pero según la justicia de Dios, que es ante todo bondad y misericordia. El supo mirar más allá de las leyes que tal vez eran y son demasiado frías y poco misericordiosas. Denunciar a María hubiera sido la ruina para ella, la hubieran condenado a morir.

     La actitud de José muestra que el amor auténtico es capaz de mirar más allá de lo que aparentemente acontece y descubrir desde la confianza, cuáles son las verdaderas actitudes del corazón. María, la mujer a la que amaba, no podía haber olvidado la promesa de amor fiel que le había hecho. Algo escondido a su entender tenía que estar pasando en ella. Y aquí entra la acción directa de Dios.

     “José, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Si María había mostrado su plena disponibilidad para acoger la propuesta de Dios, de ser la madre de su hijo, José muestra su fe auténtica al confiar en la palabra del Señor y recibir como propio, al Hijo de Dios.

     La persona de José es de trascendental importancia en la vida de Jesús. Todos los relatos de su infancia nos muestran la unidad de la Sagrada Familia. José y María junto al pesebre; los dos  contemplando la adoración de los Magos; los dos huyendo al exilio en Egipto para salvar la vida de su hijo; los dos regresando a Nazaret tras recibir José en sueños que Herodes había muerto. Los dos volviendo angustiados a Jerusalén para buscar al hijo perdido en el templo.

     Son relatos muy elaborados por la tradición cristiana, pero que si algo nos quieren dejar claro es la verdadera humanidad de un Dios que entra en la historia en el seno de una familia humilde pero unida, y que en esa unidad superarán las dificultades que vayan surgiendo.

     Así al terminar este adviento también nosotros hemos de revisar nuestra vida de fe y de entrega a los demás, y descubrir si estamos preparados para acoger al Dios que quiere acampar en medio de nosotros.

     Ver si nuestra disponibilidad y entrega son al estilo de María, capaces de acoger una nueva vida que nos haga vivir agradecidos a Dios por lo que somos y tenemos, a la vez que entregados a los demás, especialmente a los más pobres y necesitados. Ver si nuestra confianza en la acción de Dios es como la de José, que se deja cambiar el corazón para que sea Dios quien actúe a través de él.

     Así celebramos hoy una jornada especial de cáritas. Una de tantas, podemos creer. Pero no es una más, es la que en medio de estas fiestas tan opulentas para algunos, llaman nuestra atención ante la penuria de muchos hermanos.

     Preparar el camino al Señor se realiza desde la solidaridad, sabiendo que tal vez no tengamos medios para cambiar la historia, pero confiando que sí tenemos capacidad para hacer llegar un poco de esperanza a hogares cercanos, necesitados y que claman a Dios ante la injusticia que sufren.

     No podemos acabar sin recordar tantas situaciones de guerra, violencia y pobreza, que se sitúan ante el pesebre de Belén esperando que Dios con su nacimiento las llene de esperanza y amor. Al vivir esta jornada de solidaridad agradecemos al Señor todos los trabajos y esfuerzos de tantos voluntarios y personas anónimas que cada día, a través de Cáritas diocesana, llevan la esperanza y el consuelo a los hogares de los más desfavorecidos. Ellos son los mensajeros del Salvador en medio de la miseria, y son estrellas que brillan en medio de la oscuridad de un mundo que muchas veces se olvida de los pobres y marginados.

     El tiempo de Navidad que dentro de dos días celebraremos con alegría, ha de ser para el creyente un tiempo nuevo de reconciliación entre todos, buscando estrechar los lazos familiares y vecinales, sabiendo vivir la tolerancia y buscando que sea la palabra de Dios la que oriente nuestra vida en todo momento. Que nuestros hogares sean espacios de amor y escuelas de humanidad, así el mundo descubrirá la gloria de Dios por la paz que viven los hombres y mujeres que él ama desde siempre.




sábado, 10 de diciembre de 2016

DOMINGO III DE ADVIENTO



DOMINGO III DE ADVIENTO

11-12-16 (Ciclo A)



       El tercer domingo de adviento que hoy celebramos, es vivido por la comunidad cristiana como el domingo del gozo “Gaudete”.

       Y es que el camino que nos conduce a la celebración del nacimiento del Señor, cada vez es más corto, y esa cercanía la debemos vivir con ese sentimiento profundo de gozo y esperanza. El mismo sentimiento que llenaba de dicha la penuria de Juan en la cárcel, anhelando la manifestación del Esperado de los pueblos.



       El evangelio de hoy centra su contenido en la persona del Bautista, el mayor nacido de mujer, según el mismo Jesús.

       Juan fue de esas personas especialmente tocadas por Dios. Desde niño acogió en su alma la fe que sus padres Isabel y Zacarías le transmitieron. No en vano ellos mismos se habían visto agraciados por Dios en su ancianidad al recibir el gran regalo de su hijo.

       Los relatos del nacimiento de Juan lo asemejan mucho al del mismo Jesús. Y su madre Isabel va a comprender que este don de Dios tiene una misión concreta, ser el precursor del Mesías.

       En el encuentro entre María e Isabel, se entabla un diálogo profundamente creyente; ahora comparten algo más que el parentesco de la sangre. Por su fe se han hecho merecedoras de portar en sus entrañas la obra salvadora de Dios, Isabel dará a luz a quien anuncie al Salvador, María será la llena de gracia, porque de ella nacerá el Dios con nosotros, Jesucristo el Señor.

       Juan comprendió por esa fe recibida y madurada en su alma, que Dios le llamaba a una misión especial. Según nos relata el evangelio, pronto vivió la soledad del desierto y en austeridad para entrar en una comunión más plena con Dios, conocer su voluntad y proclamar su palabra. Retomar la misión de otro gran profeta del Antiguo Testamento, Isaías, y volver a clamar, “en el desierto preparar el camino al Señor”.

       Una preparación que a todos alcanza y urge para cambiar la vida y así acoger de corazón el don que Dios hace a la humanidad entera, a su propio Hijo encarnado en la persona de Jesús y por quien toda la creación será reconciliada para siempre con su Creador.

       La vida de Juan fue acogida por muchos como una bendición de Dios. Su llamada a la conversión y a recibir un bautismo que abriera la puerta a un estilo de vida nuevo, basado en la misericordia y en el amor, fue seguido por aquellos que anhelaban una vida más digna y fraterna.

       Pero la voz de Juan no sólo anunciaba la cercanía del Salvador. También denunciaba la injusticia y la opresión; y no sólo en el plano de la vida social, también se enfrentará al mismo rey Herodes por llevar una conducta indigna de quien ha de ser modelo y ejemplo para los demás.

       Juan no será encarcelado por su anuncio del Reino de Dios. Ni por llamar a la conversión de los pecadores, o señalar próximo al Mesías.

       Juan será apresado y ejecutado por denunciar la infidelidad matrimonial de un rey, y entrar así con su denuncia en la dimensión moral de la vida personal y privada de quienes por su cargo debían de ser ejemplares para los demás.

       Preparar el camino al Señor para favorecer que su reinado se implante en nuestras vidas, no será posible si no conlleva la conversión individual, la de todos sin excepción.

       Ciertamente que la meta no es quedarnos en el intimismo. Que la fe ha de vivirse y desarrollarse en comunión con los demás de forma que sus frutos redunden en la transformación de toda la realidad. Pero la única manera de poder transformar este mundo nuestro y posibilitar la emergencia el Reino de Dios, es haciendo que primero Dios reine en nuestros corazones y así, con nuestra vida renovada en su totalidad, transparente y testimonie la verdad de una existencia totalmente entregada al servicio del Señor y de los hermanos.



       Jesús termina diciendo en el evangelio escuchado, que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista. De nadie ha dicho jamás cosa semejante. La admiración que mostraba Jesús por la obra y la vida de Juan, nos hacen ver la gran importancia que tuvo para el desarrollo del plan salvador de Dios.

       Sin embargo Jesús concluye, que el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él. Una afirmación que debemos entenderla como el anuncio de una nueva era que se abre ante el mundo y que va a ser instaurada por él. Con Jesús ha llegado el Reino de Dios tantas veces anunciado, y sus signos ya van apuntando a una nueva humanidad; los ciegos ven, los inválidos andad, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia.

       Juan vivía angustiado en su cautiverio por no poder seguir sembrando el camino por el que venga el Salvador. Pero ante la respuesta de Jesús a aquellos discípulos por él enviados, le hará comprender que su vida y su muerte han tenido un sentido, y ciertamente ha merecido la pena dedicar su existencia a preparar el camino al Señor.

       Esa alegría de Juan es la que hoy celebramos y es preludio de lo que estamos llamados a vivir con el nacimiento de Jesús.

       Nosotros debemos acoger  con ilusión los mismos rasgos de la esperanza del Bautista. Posiblemente nunca lleguemos a ver realizados nuestros sueños de una humanidad renovada, fraterna y solidaria. Pero seguro que si nos dejamos transformar por el Espíritu de Dios contemplaremos grandes signos de su amor en nuestra vida y en nuestro entorno, familiar y social.

El tiempo de adviento canta constantemente “Ven Señor Jesús”. Y Jesús ya vino hace dos milenios, viene hoy en nuestro presente concreto, y vendrá a nuestro encuentro en la consumación de nuestra vida. Pero su venida sólo es gozosa si es acogida. Pedirle al Señor que venga, supone abrir nuestra vida para que entre en ella y así habitados por su Espíritu, prolonguemos con nuestros gestos sencillos pero eficaces, su obra de salvación.

       Dios sigue enviando su mensajero delante de los hombres para prepararle el camino. Y ese mensajero somos cada uno nosotros. Que nos dejemos sorprender por su venida y así nos sintamos renovados en la esperanza y el amor.

viernes, 2 de diciembre de 2016

DOMINGO II DE ADVIENTO



DOMINGO II DE ADVIENTO

4-12-16 (Ciclo A)



       “Preparad el camino del Señor”. Esta llamada del último gran profeta del Antiguo Testamento, Juan el Bautista, nos sitúa hoy ante la cercana venida del Señor. Así la Palabra de Dios que se nos anuncia nos invita a vivir desde la conversión este tiempo de gracia y de esperanza.



       El profeta Isaías, en medio del exilio de su pueblo, cuando parece que ya se han perdido las razones para mirar al futuro con optimismo, lanza una palabra de aliento, “brotará un renuevo del tronco de Jesé”. Es decir, de este pueblo abatido y humillado, similar a un palo seco y muerto donde no cabe ninguna posibilidad para que crezca nada, Dios hará posible una vida nueva y fecunda.

       Su mirada hacia el futuro nace de la confianza en ese Dios cuyo reinado va a transformar para siempre la realidad presente. “De las espadas forjarán arados y de las lanzas podaderas”, allí donde hoy sólo vemos violencia y muerte, nacerá con vigor la paz y la justicia. Este es el gran acontecimiento de nuestra historia de salvación. El primer canto que tras el nacimiento del Señor se va a escuchar de boca de los ángeles hacia los pastores será “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama”.



       Es por eso que no resulta extraño que todo el canto de Isaías sea un himno de paz. La paz es un don de Dios; la paz supera nuestras intenciones personales e individuales porque siempre es cosa de dos. Necesitamos esa paz y para ello todos hemos de preparar el camino, como nos dice Juan el Bautista en el evangelio.



       La paz sólo será posible si viene de la mano de la justicia y de la misericordia. Así lo anuncia el profeta, dejando claro que en el corazón de Dios no hay olvido posible del desamparado. El Dios de la paz es ante todo el Señor de la misericordia que se fija en el dolor y el sufrimiento de los pobres, en el llanto de las víctimas de este mundo insolidario y egoísta. El Dios de la paz nos hace ver que en la raíz de los conflictos, violencias e injusticias, está el abandono y el desprecio hacia los más necesitados.



       Un mundo como el nuestro dividido entre el norte y el sur, entre pobres y ricos, jamás conocerá la paz mientras no trabaje por la justicia y la solidaridad que brotan de la conciencia fraterna entre todos los hombres y pueblos. Y esta conciencia de fraternidad universal sólo se puede sustentar sobre la base del amor de Dios, Señor de la historia.

       Dios no juzgará por apariencias, ni sentenciará de oídas, nos dice el profeta. Una sociedad como la que nos rodea, en la que tanto sufrimiento se genera por el egoísmo y la violencia, no queda desamparada de Dios. Y aunque el presente de nuestro mundo nos sobrecoja muchas veces, debemos seguir manteniendo la esperanza a la vez que nos esforzamos para cambiarlo y mejorarlo.



Los cristianos tenemos una difícil tarea para preparar la venida del Señor a nuestras vidas. Primero hemos de superar las resistencias personales por las que todos atravesamos. No es fácil mirarse a uno mismo y reconocer el gran camino que nos falta para vivir con coherencia el mensaje del Evangelio. Cuanto nos cuesta vivir con honestidad la llamada del Señor a ser prójimos los unos de los otros, y por lo tanto hermanos.



En segundo lugar también nos debemos al compromiso por la conversión y transformación del entorno.

Los creyentes en Cristo debemos elevar nuestra voz en aquellas situaciones donde los derechos de las personas y la dignidad de los más débiles están en peligro. El miedo a la crítica y el enfrentamiento, por muy natural que sea no nos justifica. La fidelidad al mensaje de Jesucristo requiere del creyente un claro posicionamiento en favor de los más pobres y abandonados, y esto exigirá de nosotros ir en muchas ocasiones en contra de intereses económicos o incluso de nuestro bienestar personal.



       Celebrar la fe cada domingo nos ha de ayudar a identificarnos con esos sentimientos de Cristo donde por encima de sus miedos y de los rechazos sufridos, está la fidelidad al Padre Dios que le ha enviado a anunciar la buena noticia a los pobres, la liberación de los oprimidos, el año de gracia del Señor.



       Y este deseo se ha de concretar en lo cotidiano de nuestra vida, asumiendo nuestro compromiso en la transmisión de la fe y sabiendo acertar a la hora de explicitarla a los demás. Este tiempo cercano a la Navidad, donde se puede percibir un mundo cada vez más secularizado y alejado de la fe, en el que muchos se pueden preguntar el porqué de estas fiestas, su sentido y razón, los cristianos debemos expresar su fundamento y origen con sencillez y naturalidad.

Las luces y adornos navideños sólo encuentran su sentido en la realidad de la Encarnación de Dios, en el nacimiento de un Niño que para nosotros es el Salvador, aunque para el mundo entero sea sólo Jesús de Nazaret.



Los cristianos no podemos limitarnos a celebrar un tiempo al modo del mundo pagano, debemos expresar con gestos y símbolos la autenticidad de lo que celebramos, y para ello debemos preparar nuestro interior personal y el exterior social que nos rodea. Nuestros adornos y expresiones externos han de manifestar a quién esperamos con ilusión y alegría, y que no es otro que a Dios hecho hombre, en la sencillez y pequeñez de un Niño, ante quien oramos, y a quien adoramos porque en él reconocemos al Hijo de Dios, nuestro Señor.



Que este tiempo que nos queda por delante sea provechoso para todos, y nos ayude a preparar la venida del Señor a nuestra vida, a nuestros hogares y a este mundo que tanto ansía, aunque a veces sin saberlo, a su Salvador.

jueves, 17 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXIV T.O. - JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO



DOMINGO XXXIV SOLEMNIDAD

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO (20-11-16; ciclo C)



         Celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo como Rey del universo. Una manera de acercarnos al final de la vida de Jesús con ojos de fe, y a la que unimos nuestra esperanza  de participar un día en ese Reino de amor, de justicia y de paz instaurado por el Señor.

        

         Toda la vida de Jesús ha estado entregada al servicio de ese Reino de Dios. Su espiritualidad centrada en el amor y obediencia al Padre, su desarrollo personal en el conocimiento y escucha de la Palabra de Dios para ofrecerla a los demás con la autoridad de quien la cumple, y sobre todo su pasión por los últimos de este mundo sin hacer distinciones por motivos de raza, cultura e incluso religión, nos muestran a una persona especialmente tocada por Dios hasta el punto de reconocer en él al Mesías, al Hijo del Todopoderoso.

Esta experiencia de fe que nosotros hoy compartimos y celebramos entorno al altar del Señor, nos ha sido transmitida por el testimonio de otros creyentes. Llegando en esta transmisión de la fe hasta los cimientos apostólicos.

Aquellos primeros discípulos del Señor, nos han dejado como testamento este evangelio que hemos escuchado y donde el Rey de los judíos aparece coronado de espinas, revestido con el manto de su cuerpo torturado, y entronizado en el patíbulo de la Cruz, para escándalo y fracaso de quienes lo seguían con entusiasmo, pero que en la hora de la verdad lo abandonaron a su suerte.

Estas fueron las insignias reales de Jesús a quien nosotros reconocemos como nuestro único Señor.

         Jesús no es rey al modo de la realeza de este mundo. Ni sus formas personales, y mucho menos su comportamiento con los demás, podrá llevarnos a confundir el contenido de su vida. Jesús se enfrenta y condena la tiranía de los poderosos que someten y oprimen a los pequeños. Rechaza la opulencia y el lujo egoísta que se desentiende de los pobres, asumiendo un estilo de vida donde comparte su misma pobreza y se rebela contra la injusticia que la sustenta. Y por último, lejos de imponer su poder por la fuerza, subyugando a los opositores y contrarios, nos muestra el camino de la entrega personal, del servicio y de la misericordia como el único auténticamente humano por el que merece la pena vivir y morir.

         La realeza de Jesús consiste en dar su vida, por cuya sangre hemos recibido la redención y de este modo, desautoriza cualquier intento de manipular su mensaje por parte de falsos mesías que autoproclamándose liberadores de los pueblos, en realidad los someten bajo el yugo del terror y del miedo.

        

         Situada de esta forma nuestra comprensión de Jesucristo como Rey del Universo, también podemos acercarnos adecuadamente a lo que supone para nuestras vidas.

         Seguir a Jesús por el camino del Reino de Dios nos lleva a distinguir con especial claridad los hitos que marcaron el recorrido de su vida, la cual se nos narra en el evangelio, y desde la que iluminamos nuestra existencia.

          

         Aunque el reino de Dios no es de este mundo, en el sentido de que no se identifica con ninguna realización política temporal, este reino hemos de comenzar a construirlo en el presente.



         El reino de Dios se basa en las bienaventuranzas proclamadas por Jesús. Se sustenta en la misericordia y en el perdón que nos reconcilia y nos hermana en el amor. El Reino de Dios se asienta en la justicia que a todos dignifica y en la verdad que nos hace libres. El reino de Dios rechaza el lucro egoísta y la opresión de los débiles, favoreciendo al necesitado, al pobre y al oprimido. Reconoce la dignidad de todo ser humano como imagen y semejanza del Creador, denunciando las injusticias que se cometan contra él, y luchando siempre por su promoción y desarrollo, con la conciencia de ser una única fraternidad.

         Desde esta acogida del Reino de Dios, los cristianos nos sentimos especialmente invitados a caminar de la mano de nuestro Señor con la fuerza de su Espíritu Santo.

         Así podemos entender la entrega desinteresada de tantos hombres y mujeres, que fieles a su vocación sacerdotal, religiosa y laical, van sembrando a su paso semillas de vida y de esperanza, descubriendo entre las sombras del presente, destellos de la luz de Dios que iluminan con su amor nuestros pasos y nos ayudan a confiar en un futuro mejor.



         Quiero significar de forma especial un servicio que muchos cristianos desarrollan en su vida y mediante el cual van construyendo el Reino de Dios. Me refiero al compromiso social y político como expresión de la fe y vinculado a la vida de la comunidad eclesial.



         No es fácil en un mundo tan condicionado por los intereses de mercado, de prestigio, de poder, e incluso de partido, desarrollar una labor entregada y auténtica, en fidelidad al evangelio del Señor y en comunión con su Iglesia.

         Muchas veces los cristianos en la vida pública se sienten zarandeados entre las presiones de aquellos sectores de la sociedad que desean ser privilegiados en sus intereses, y las exigencias que la conciencia cristiana y la enseñanza de nuestra Iglesia les ofrece respetuosamente, para un justo servicio al bien común.

         Es muy difícil, a la vez que injusto, marcar claves de conducta absolutas y generales, sobre todo en un ambiente plural y libre como el sociopolítico. Pero tal vez sí debamos tener muy en cuenta todos los cristianos que ser seguidores de Jesucristo conlleva la fidelidad a su Palabra, recogida en el Evangelio y vivida a lo largo de la historia por su Iglesia, y esta experiencia comunitaria de la fe ha de ser para nosotros la primera escuela que forme nuestras conciencias y el hogar en el que contrastar nuestras posiciones para poder tomar una decisión coherente con nosotros mismos y en fidelidad a la verdad de nuestra fe.

         Junto a esto, la comunidad cristiana, y en especial los responsables de la misma, debemos alentar, sostener y acompañar con afecto a quienes de forma generosa entregan su vida al servicio de los demás. A veces somos demasiado exigentes y críticos sin comprender las tensiones y dificultades que nuestros hermanos tienen que vivir cada día, además del riesgo que muchas veces sufren sus personas y familias.



         Entregar la vida al servicio del bien común, en una sociedad multicultural, libre y democrática muchas veces conllevará sufrir la tensión interior entre lo posible y lo deseable. Tensión que sólo se puede vencer con una vida espiritual asentada en Dios, creador y defensor del ser humano, por medio del seguimiento de Jesucristo, único Señor a quien debemos servir, y animados con la fuerza del Espíritu Santo que nos mantiene unidos en la esperanza y en el amor.

        

           Que al celebrar hoy esta fiesta del Señor, revitalicemos nuestro compromiso por el Reino de Dios, le demos gracias por quienes entregan su vida al servicio de los demás y así un día podamos todos escuchar las palabras que Jesús, en su trono del dolor prometió a quien compartía su agonía, Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso.

viernes, 11 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXIII T.O. - DIA DE LA IGLESIA DIOCESANA



DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO

13-11-16 (Ciclo C – Día de la Iglesia Diocesana)



Queridos hermanos todos. Celebramos en este domingo, día del Señor, una jornada de especial relevancia para nuestra vida comunitaria, el día de la Iglesia diocesana. Un día que nos invita a seguir a Jesús más firmemente y a ser servidores de su Evangelio. La invitación se dirige al corazón de cada miembro de la iglesia diocesana y, de manera especial, al de cada una de nuestras parroquias y comunidades, grupos y movimientos eclesiales. Es un día para celebrar la alegría de ser comunidad diocesana y para renovar nuestra vocación de serlo.                
Nadie sobra en la iglesia en su propósito de ser verdadero Cuerpo de Cristo y auténtico Pueblo de Dios. Todos los miembros somos necesarios para constituir este cuerpo vivo. Sin nuestra colaboración siempre le faltará algo. Por esta razón, es también un día para fortalecer nuestra implicación personal y comunitaria

La familia cristiana es mucho mayor que esta pequeña porción comunitaria en la que hemos nacido a la fe, y en la que de forma cotidiana la vivimos y enriquecemos por medio de los sacramentos y la actividad pastoral. Nuestra parroquia, esta de Santiago, y con ella todas las demás parroquias de Bizkaia, forman la Iglesia diocesana de Bilbao, que bajo la guía y el servicio apostólico de nuestro Obispo, desarrolla la misión evangelizadora y misionera que Nuestro Señor Jesucristo encomendó a los apóstoles.

Pero esta labor apostólica sólo puede realizarse en la comunión eclesial. Todo en la Iglesia es comunión, y sin ella nada pueda darse que podamos considerar auténtico. Los Obispos del mundo viven esa unidad en la comunión entre ellos y con el Papa, sucesor de Pedro y Pastor de la Iglesia universal; nosotros en la diócesis, sacerdotes, religiosos y seglares, también vivimos esa unidad de fe y de vida en la comunión entre nosotros y con nuestro Obispo diocesano, D. Mario.

Por ello podemos decir, que la jornada de la Iglesia diocesana es ante todo la fiesta de la familia que reaviva en su corazón los lazos de unidad, de afecto y de auténtica fraternidad, lazos fundamentales para construir una familia eclesial sana, abierta a todos y que vive en fidelidad al evangelio del Señor.

En esta tarea estamos todos involucrados, y de hecho el apóstol Pablo, como hemos escuchado en su carta, no escatima en esfuerzos para concienciar a todos los miembros de la comunidad para que asuman su responsabilidad en la Iglesia y en el mundo, “el que no trabaja que no coma”.  No podemos vivir nuestra vinculación eclesial con apatía o desidia, como si el desarrollo de su vida no fuera con nosotros. La pertenencia a la Iglesia ha de ser afectiva, con corazón y profundo sentimiento de que es mía, que es mi familia vital y existencial, y también con una pertenecía efectiva, es decir, que se nota su efecto en mi comportamiento, compromiso y desarrollo de toda mi existencia. Ser miembro de la Iglesia me hace hermano de los demás cristianos, seguidor y discípulo de Jesucristo, el Señor,  e hijo de Dios y heredero de su Reino. Un  Reino que sin tener en este mundo su plena realización, sí va emergiendo con la entrega personal de cada creyente que lo va transformando y regenerando desde la justicia, el amor y la paz.

En esto se manifiesta el ejercicio de nuestra vocación concreta, la llamada que de Dios hemos recibido y que con libertad y responsabilidad cada uno desarrolla en su vida cotidiana.

Todos somos responsables de que nuestras comunidades se sientan enriquecidas con los distintos ministerios y carismas que la hagan vigorosa y eficaz en la transmisión de la fe.

Por ello podemos sentir la estrecha vinculación entre Iglesia diocesana y las distintas vocaciones que puedan nacer para su servicio.

En tiempos donde la vocación sacerdotal y religiosa escasea, todos los miembros de la familia eclesial tenemos que ponernos en clave vocacional. Las familias cristianas deben ser semilleros de vocaciones, donde sientan con gozo y gratitud la llamada de uno de sus miembros al servicio pastoral y a la animación de la comunidad. Tener un hijo sacerdote o religiosa o religioso, no es una desgracia, sino una gracia que Dios nos ha hecho porque ha provocado que en nuestro hogar se haya gestado con su amor y su bendición, una vida al servicio de los demás con entera disponibilidad y dedicación.

Esta vocación de ser miembros activos de la iglesia vale para todos, y es necesario que saquemos también sus consecuencias en el campo del sostenimiento económico de nuestra Iglesia. Una de las claves para tomar conciencia de nuestra madurez eclesial es que la Iglesia debe ser sostenida económicamente por sus propios miembros. El Estado sólo debe entregar, aquello que los fieles han decidido compartir a través de sus impuestos, y así lo ha establecido la legislación vigente.

Nadie puede acusar a la Iglesia de vivir a costa de quienes no la quieren, aunque esta Iglesia nuestra, no haga distinción de credos a la hora de servir con generosidad a todas las personas a través de sus instituciones y de manera muy especial para con los pobres, a través de cáritas.

Cristo tampoco despreció al necesitado por no ser de fe judía. Al contrario, como buen Samaritano, nos llama para acercarnos al hermano que sufre para ejercer con él la misericordia que brota de su amor incondicional y universal.


    La Iglesia ha de ser siempre el corazón de la humanidad, el motor del amor fraterno que transforme y dinamice el desarrollo de unas relaciones más justas y solidarias donde sea posible que emerja el reino de Dios. Y nuestra pertenencia a la Iglesia ha de ser vivida con plena conciencia y gratitud ya que en ella hemos nacido a la vida en Cristo, y en ella fortalecemos nuestra espiritualidad que nos une a Dios y a los hermanos.



Que en este día gozoso sintamos la amorosa compañía de nuestra Madre Santa María. Que ella nos ayude a vivir con entera disponibilidad nuestra vocación, para que así podamos cantar con gozo las obras grandes que el Señor ha realizado en nuestras vidas.

sábado, 5 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

6-11-16 (Ciclo C)



       No es Dios de muertos sino de vivos; porque para él todos están vivos. Así de contundente se muestra Jesús en el evangelio que acabamos de escuchar, para zanjar una cuestión que dividía profundamente a la sociedad religiosa de su tiempo.



       Los cristianos hemos nacido a la fe en Jesucristo, precisamente tras el acontecimiento de su resurrección. Una realidad que supera toda comprensión humana, que desborda los límites de nuestra razón y a la que sólo podemos acercarnos desde la aceptación de la vida del Señor, de su entrega personal por fidelidad al amor de Dios, y de su muerte en la cruz como escándalo y fracaso ante los hombres.



       Si en el Calvario hubiera acabado todo, si en aquel primer Viernes Santo de nuestra historia se hubiera detenido la acción de Dios, jamás hubiéramos existido como Pueblo cristiano. La vida hubiera transcurrido en medio de las tinieblas de la desesperanza y las relaciones humanas seguramente hubieran sido más amargas.



       La resurrección de Jesús y su presencia alentadora en medio de la comunidad apostólica, van a configurar una humanidad nueva capaz de superar las limitaciones propias de nuestra condición. Porque ante la resurrección del Señor, nace la plena convicción de que la vida no termina se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo, como nos recuerda el prefacio de la misa de difuntos que tantas veces escuchamos ante la separación de nuestros seres queridos.

Los cristianos, aunque tenemos la gran suerte de haber experimentado este acontecimiento salvador en nuestro Señor Jesucristo muerto y resucitado, no hemos sido los únicos en acercarnos por la fe, a esta verdad revelada.



       Conforme a lo que hemos escuchado en la primera lectura del libro de los Macabeos, aquellos israelitas confiaban en la bondad de Dios, y que sus vidas no terminaban con esta vida conocida.



       Sólo desde esa convicción profunda, arraigada y vivida desde lo más hondo del alma, se puede entender que se dejaran matar por no rendir culto a otros ídolos. Las ideas personales las mantenemos con firmeza hasta un límite. Nadie, al margen del fanatismo, está dispuesto a morir por una idea vacía. Y precisamente lo que nos diferencia de ese fanatismo, es que los cristianos jamás podemos devolver mal por mal, ni morir matando. Sólo desde la certeza de la resurrección es comprensible la entrega de tantos mártires que prefirieron dejarse matar antes que renegar de su fe o defenderla de forma violenta. Porque bien sabían que aunque terminara la vida conocida de este mundo, se abría para ellos el Reino prometido por Jesucristo a los que creen en él.



       La resurrección de Cristo es la consecuencia de su entrega personal, paciente, humilde y servicial, arraigada en el amor incondicional a Dios Padre, y a los hombres y mujeres sus hermanos.

       Si su respuesta ante las injusticias sufridas hubiera sido agresiva y vengativa, no se hubiera diferenciado del resto de los seres humanos, que tantas veces respondemos con la misma injusticia que sufrimos.

       Jesucristo venció al odio desde el amor, a la venganza con el perdón, a la ira por medio de la misericordia y la compasión. Y ese es el camino capaz de traspasar la cruz y hacer que el seco madero de la muerte, se convierta en fértil árbol de vida y de esperanza.



       Muchas veces cuando nos enfrentamos ante la realidad de la muerte, nos pasa como a aquellos saduceos del evangelio. Nos presentamos al Señor con nuestros interrogantes buscando algo que nos dé pruebas suficientes de que esa resurrección prometida tiene una base razonable.

       Pruebas que escudriñamos en medio de las leyes y razones científicas a las que hemos dado rango de infalibilidad. Lo que dice la ciencia es lo único existente y lo demás pertenece al mundo de las ideas, a lo irreal.



       Sin embargo cuando nos planteamos los grandes interrogantes de nuestra existencia como son el sentido de la vida, su dignidad y valor inalienable, las relaciones de amor, de perdón y de solidaridad entre las personas, a éstas cuestiones no hay respuesta científica que las explique o determine, porque el ser humano no sólo es materia, sino que tiene un espíritu que lo anima, alienta y dignifica. Y es desde esta realidad trascendental de nuestro ser desde la que Jesús va a ofrecer su respuesta. Para ello sólo puede mostrar la prueba que brota de su experiencia personal. Los que sean juzgados dignos de la vida futura, serán hijos de Dios, porque participarán de la resurrección. (Nos dice en el evangelio)

       Y para alcanzar esa vida en plenitud hay que romper necesariamente con esta vida presente, que aunque sea muy necesaria y querida por todos, no deja de ser una vida limitada y donde tantas veces nos aferremos a ella como si no existiera otra esperanza. La vida hay que cuidarla y vivirla como anticipo de la vida futura y por eso no es indiferente nuestro actuar.

       La sociedad actual se caracteriza por frivolizar con todo aquello que resuena a religioso. Y no le importa burlarse de lo que antaño vivía con un temor desmesurado.

Incluso los creyentes muchas veces nos fijamos sólo en la misericordia divina, desviando nuestra atención de las consecuencias de una libertad mal ejercida y así seguir retardando la asunción de responsabilidades y la urgencia de nuestra conversión personal y comunitaria.



       Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, sí, pero también libres y responsables de nuestro destino inmediato y futuro. Y aunque la misericordia divina sea capaz de reconciliar a toda la creación con Él, los pasos para abrazar ese encuentro gozoso con el Padre Eterno han de ser personales e individuales. Cada uno de nosotros tendremos que dar cuentas ante Dios; así se lo advierten aquellas víctimas inocentes de la primera lectura a sus verdugos, y así lo seguimos advirtiendo a quienes en nuestros tiempos someten, oprimen y asesinan a tantos seres humanos condenados a su suerte por la ambición y el egoísmo de quienes han pervertido su corazón en el afán de poder.



       Por eso al confesar nuestra fe en Cristo resucitado y anhelar su mismo destino en una vida en plenitud, no podemos olvidar que nuestra construcción del Reino de Dios la estamos iniciando en el presente. Y que tanto en nuestra disposición personal a favor o en contra del plan de Dios como en las relaciones con nuestros hermanos, nos estamos jugando nuestro destino.



       Queridos hermanos, Cristo ha resucitado y esa es nuestra garantía de vida y de felicidad eterna. Por ello necesitamos  comenzar ya en el presente a desarrollar unas relaciones fraternas y auténticamente humanas entre todos. Que así lo vivamos en este mundo, y un día podamos disfrutarlo plenamente, en el Reino prometido por el Señor.


miércoles, 26 de octubre de 2016

DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO

30-10-16 (Ciclo C)



      “Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado”.



      Con estas palabras llenas de ternura, el autor sagrado del libro de la Sabiduría, refleja los sentimientos más profundos de Dios, sus entrañas de amor y de misericordia.



      La eterna batalla entre el bien y el mal no sólo condiciona las relaciones humanas, también afecta profundamente a la conciencia creyente que busca una respuesta en la palabra de Dios. Cómo es posible que exista el mal, si es voluntad del Creador la armonía y la fraternidad entre todos los seres de la tierra.

      Cómo es posible que Dios permanezca aparentemente impasible ante el sufrimiento, la injusticia, la opresión y la muerte cruel de tantos inocentes a lo largo de la historia humana.



      Y lo que a nuestra mente parece ocultársele, la Palabra de Dios nos ofrece una puerta para comprender y situar nuestra propia vida y las relaciones que en ella entablamos con los demás.



      Ciertamente en la voluntad creadora de Dios jamás existió un lugar para el mal. Dios nos creó a su imagen y semejanza, reflejando en la criatura el mismo ser del Creador. Dios no nos creó para una existencia predeterminada, ni condicionada, sino que nos regaló el don de la libertad mediante la cual pudiéramos desarrollar nuestra vida asumiendo también la responsabilidad de nuestros actos.

      Y así se ha manifestado las enormes posibilidades del ser humano para proseguir la obra creadora de Dios. De tal manera que junto a las sombras existentes en la historia humana, podemos hablar de una bondad natural en el hombre, que le lleva a hacer el bien y a evitar el mal. Que en el ejercicio de esa bondad natural, encontramos nuestra felicidad y el pleno desarrollo de nuestro ser, sintiéndonos en armonía con nuestros semejantes y con Dios.



      Pero también es verdad, que junto a esta bondad natural, coexisten en la historia permanentes episodios de maldad que empañan la condición humana y que muchas veces determinan una mirada global de la historia. El egoísmo, la ambición, la envidia, el deseo insaciable de poder y riqueza, han sembrado de injusticias, dolor y muerte nuestra realidad, mostrándonos que si es verdad que el ser humano es capaz de prolongar la mano bondadosa de Dios, también puede ofrecer el rostro más opuesto a la divinidad, rompiendo su alianza filial y rechazando el amor que Dios le ofreció.



      Dios puso en nuestras manos el desarrollo de nuestro destino. Nos creó con la capacidad suficiente para tomar las riendas de nuestra vida y optar en cada momento por el camino que nos conduce hacia él, o por el que nos aleja de su lado. Y aunque es difícil realizar apuestas definitivas y más bien nos movemos entre los espacios intermedios que unas veces nos acercan a Dios y otras nos distancian de él, ciertamente depende de nosotros el cambiar y acoger su misericordia para recuperar nuestra dignidad de hijos de Dios y hermanos entre nosotros.

      No podemos culpar a Dios del mal existente en el mundo. Es una trampa más que nos pone nuestro propio egoísmo y pecado para evitar asumir la responsabilidad de nuestra libertad. La intervención de Dios ya se ha manifestado en la vida de Jesús. Por medio de él nos ha mostrado el camino que conduce a la vida en plenitud, y por el que podemos avanzar todos con la fuerza del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.



      De hecho el evangelio que acabamos de escuchar nos muestra cómo es posible cambiar la vida, por muy condicionada que se encuentre por cualquier causa, si confiamos en el Señor y nos dejamos moldear por su amor regenerador.



      Zaqueo representa a ese grupo de personas con un pasado ensombrecido por la ambición y el egoísmo. San Lucas lo define como jefe de publicanos y rico, es decir, como alguien que explota a los demás en beneficio propio, colaborando injustamente en el sometimiento del pueblo judío. Hasta su estatura física definía su baja calidad humana.

      Sin embargo la mera curiosidad hace que su vida se tropiece con la de Jesús, y probablemente sin pretenderlo se vio atrapado por las redes del amor de Dios. Y pese a la murmuración de los demás, Jesús se atreve a acercarse a él para ofrecerle una nueva oportunidad que transforme su vida para siempre.



      En el encuentro sincero y abierto con el Señor, se hace posible el milagro de la regeneración humana, del nacimiento a una nueva vida de verdad, justicia y paz que devuelve la dignidad con la que fuimos creados por Dios.

      La realidad sufriente de nuestro mundo, nos tiene que llevar a trabajar por su transformación más profunda mediante los valores cristianos de la conversión personal y el perdón.

      La conversión exige un cambio radical en la vida de la persona. No se puede exigir la cercanía, el perdón ni la comprensión de los demás, si quien viviendo en el mal y la injusticia no da muestras de arrepentimiento y sinceros deseos de cambio.

      No se puede exigir a las víctimas de este mundo, que den el primer paso en el camino de la reconciliación. Al igual que Zaqueo, o el hijo pródigo de la parábola, ese primer esfuerzo personal e interior de conversión, corresponde a quien vive sumido en el pecado.

      Pero también y los afectados directamente por el mal sufrido, deben estar abiertos a ofrecer una nueva oportunidad a quienes la solicitan con autenticidad y sincera conversión.

      Porque si Dios nos ha perdonado, y sigue manifestando su misericordia cada vez que acudimos a él con sencillez y verdad, no podemos tomar otra medida cuando somos nosotros los ofendidos y nos toca ejercitar esa misericordia con el prójimo.



      No olvidemos que cada día al rezar el Padrenuestro, pedimos que Dios perdone nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, y si estas palabras están vacías o son dichas con falsedad, toda nuestra oración resulta falsa.



La eucaristía es el sacramento del amor. En ella celebramos el gozo del encuentro con Cristo que parte para nosotros el pan, y que nos convoca a su mesa para que vivamos como hermanos los unos con los otros. Que no endurezcamos nuestro corazón ante quien verdaderamente arrepentido, manifiesta su deseo de cambiar de vida y de volver a formar parte de la familia humana. De este modo la reconciliación favorecerá la auténtica convivencia fraterna, ganaremos terreno al mal de este mundo, y con la fuerza del Espíritu Santo se irá implantando el Reino de Dios.

viernes, 21 de octubre de 2016

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO

JORNADA DEL DOMUND 23-10-16 (ciclo C)



      Un año más, unimos ante el altar del Señor la celebración de la Eucaristía, fuente y culmen de nuestra vida cristiana, con la acción misionera de la Iglesia, que brota del mandato de Jesucristo de anunciar el Evangelio a todas las gentes y pueblos de la tierra.



      La vocación misionera de la Iglesia, y por ella la de todos los que formamos parte del Pueblo de Dios, brota de forma natural de la mesa fraterna en la que convocados por el Señor Jesús, escuchamos su Palabra y compartimos el Pan de la vida.



      Es la Eucaristía la que nos impulsa a transmitir la fe a los demás, la que nos anima a proclamar con sencillez y fidelidad aquello que rebosa nuestro corazón, y que manifestamos como respuesta agradecida cada vez que celebramos el Sacrificio Eucarístico “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”. Y es este anuncio explícito de Jesucristo lo que en este día del Domund celebramos.

      Ya el Beato Pablo VI, en la fiesta de la Inmaculada del año 1975, entregó al mundo una magnífica Encíclica titulada “El anuncio del Evangelio” (Evangelii Nuntiandi). En ella nos señalaba que el fin de la Iglesia es evangelizar, es decir, anunciar la Buena Noticia de la Salvación a todas las gentes. E insistía el Papa, en que  esta misión fundamental recibida de nuestro Señor, es una tarea que nos concierne a todos por igual, pastores, religiosos y laicos. Todos hemos recibido el don de la fe, y si lo vivimos de corazón, con gozo y esperanza, es justo ofrecerlo a los demás como un proyecto de vida digno y capaz de colmarles de dicha y felicidad.



      El compromiso misionero de la Iglesia no es sólo el que se desarrolla en los países más remotos de la tierra. Ni tampoco es el anuncio que se realiza entre los más pobres y desheredados del mundo. La misión evangelizadora se realiza en todos los lugares y ambientes donde se desenvuelve nuestra vida, comenzando precisamente entre los más cercanos, aquí y ahora.



      Ciertamente la Iglesia ha desempeñado una labor ingente entre los más necesitados del mundo. Fiel al mandato del Señor, desde los comienzos mismos del cristianismo, los apóstoles y sus sucesores sintieron el empuje misionero que el Espíritu Santo les infundía en su corazón. Así el Apóstol Pablo abre la predicación evangélica a los pueblos paganos, y mediante el testimonio de los creyentes y su anuncio constante, se fue transmitiendo la fe en Jesucristo hasta nuestros días y nuestro mundo.



      Fieles a esta vocación misionera, muchos cristianos siguen hoy entregando sus vidas en los lugares más alejados y hostiles del mundo, compartiendo con los pobres sus destinos y muchas veces regando con su sangre la semilla de la fe que generosamente sembraron.

        Ellos son para nosotros ejemplo de servicio silencioso y fecundo, a la vez que estímulo para comprometernos desde nuestra realidad presente en su misma causa por el Reino de Dios.



      Y es que la vocación misionera no sólo se realiza marchando a tierras lejanas, también podemos y debemos desarrollarla en nuestro ambiente concreto, siendo testigos del evangelio de Jesucristo en nuestras familias, trabajo y demás lugares en los que vivimos.

      De hecho tal vez hoy sea mucho más difícil y penoso evangelizar este primer mundo nuestro, en el que la indiferencia religiosa y muchas veces la hostilidad hacia la Iglesia, resultan especialmente beligerantes, que no en aquellos lugares donde la miseria y injusticia predisponen el corazón humano para abrirse confiadamente al Dios de la misericordia y el amor.



      Qué inútil parece anunciar un estilo de vida sencillo y solidario a quienes sólo piensan en poseer y triunfar. Cómo angustia defender la vida humana de todos los seres, cuando el ambiente se empeña en situar por delante el bienestar egoísta que degrada la dignidad de los más indefensos.

Y qué difícil resulta defender los valores morales cristianos, en medio de una sociedad mediatizada por la crítica fácil y mezquina contra la Iglesia y sus pastores, donde todo vale con tal de desprestigiar el mensaje ofendiendo al mensajero.



Esta es la realidad en la que nosotros tenemos que anunciar el evangelio de Jesús. Esta es la misión actual de toda la Iglesia, que a pesar de la incómoda indisposición de nuestra sociedad, es enviada por nuestro Señor a sembrar en ella su Palabra y su amor.



Ciertamente no podemos utilizar las mismas herramientas que en el pasado. Ya no estamos en una sociedad de cristiandad, sino en una realidad pagana, donde se presentan muchos ídolos y se abrazan estilos de vida y de convivencia muy alejados de nuestro modelo cristiano.

Sin embargo, es este mundo el que nos toca vivir y en él actúa el Espíritu Santo de Dios. Sus signos de justicia, de misericordia y de paz también se dan en él, aunque a veces aparezcan tenuemente o se entremezclen con la cizaña. Es nuestra tarea descubrir y potenciar todo lo bueno que hay en la sociedad actual, sus valores de libertad y de respeto a los derechos humanos, su capacidad para solidarizarse ante las tragedias y su ansia de paz y justicia.

Pero a la vez que valoramos lo bueno de nuestro mundo, no podemos callarnos ante las injusticias y los abusos que se cometen, incluso desde la legalidad de los poderosos.

Y aunque la fe no puede imponerse, tampoco puede dejar de proponerse por quienes la confesamos, porque no hay mayor enemigo para la Iglesia de Jesucristo que la apatía o la desidia de quienes la formamos.



Hoy es un día en el que oramos y valoramos agradecidos el trabajo y la entrega de nuestros misioneros en todo el mundo, pero la mejor manera de que ellos sientan nuestro apoyo y estímulo, es compartiendo su mismo entusiasmo por el Reino de Dios a través de nuestro trabajo aquí, siendo cristianos activos y comprometidos en el anuncio del evangelio del Señor.



Que de esta forma también podamos un día decir con el Apóstol San Pablo, “he combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”.

jueves, 13 de octubre de 2016

DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO

16-10-16 (ciclo C)



El evangelio que acabamos de escuchar, nos muestra una situación de enorme desolación. Un juez “que ni le importa Dios ni los hombres”. Una muestra de corrupción personal absoluta, ante la que una pobre mujer viuda, totalmente desamparada y sin que nadie la ayude, se atreve a reclamar justicia.

A todas luces, aquella mujer echaba súplicas al vacío, ya que no tenía ninguna posibilidad de ser escuchada en su angustia. Y sin embargo el Señor utiliza esta escena para justificar la necesidad de pedir a Dios sin descanso, de no perder nunca la confianza en nuestro Padre.



Es verdad que existen situaciones de absoluta desolación, donde no hay lugar para ningún resquicio de esperanza y en las que parece que todo se ha terminado. Y muchos de esos desahucios del alma se deben a las injusticias cometidas por los hombres sin escrúpulos ni conciencia.

Y sin embargo hasta esa gente depravada puede tener alguna razón para hacer el bien hasta sin quererlo. Y es el ejemplo que pone Jesús del juez injusto, que es capaz de hacer justicia, aunque sólo sea para que dejen de molestarlo.

Y es aquí donde da el salto a la fe. Si eso es capaz de hacer un malvado, ¿cómo no va a escuchar nuestra súplicas nuestro Padre del Cielo?, cómo podemos dudar de que el Señor está atento a las necesidades de sus hijos y que nada de lo que nos acontece le es indiferente.

Y sin embargo, con la última frase del evangelio, Jesús pone en duda que Dios vaya a encontrar esta fe cuando llegue el final de los tiempos.

Por qué tiene el Señor esta duda sobre nosotros.

La experiencia vital que Jesús comparte junto a sus discípulos, le hace ver cuán débil son las opciones fundamentales de nuestra vida. Cuantas veces le han dicho “te seguiré a donde vayas”, “lo dejaré todo por ti”, “tú eres el Mesías de Dios”… Palabras que han pronunciado sus seguidores e incluso sus apóstoles, pero que van acompañadas de permanentes negaciones, dudas y temores.

En domingos pasados hemos escuchado cómo el Señor les decía que “si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera arráncate y plántate en el mar, y os obedecería”. Y es que la fe es una experiencia que requiere permanentes cuidados para que no languidezca y muera, ya que son constantes las dificultades con las que se va a encontrar a lo largo de la vida del creyente.

La fe exige la adhesión al Señor de forma plena e incondicional. Creer contra toda dudad, esperar contra toda esperanza, amar en definitiva a Dios, y desde Él a los hermanos, de forma plena y libre.

Acudimos a Dios, a nuestro buen y fiel Juez, cuando nos vemos necesitados en la enfermedad, en la necesidad o en la debilidad de la vida, y muchas veces vemos que nuestra situación física y material se mantiene intacta. Que no nos hemos curado nosotros o los nuestros, que seguimos en la necesidad material que tanto apremia nuestros hogares y seres queridos, que no se produce el milagro tan anhelado y necesitado. Entonces surge la duda o el reproche, ¿por qué, Señor?

Y esto nos sucede porque nuestra mirada y nuestra esperanza está puesta en el bien reclamado, y no en el encuentro personal con el Señor por medio del cual sienta mi vida sanada y salvada, más allá de lo físico o material.

Se puede vivir digna y plenamente en medio de la necesidad, porque ella es intrínseca a nuestra naturaleza humana, y sin embargo no es lo constitutivo de la misma. Nuestra vida es mucho más que sus límites, ante todo es imagen y semejanza del Creador, que nos ha llamado a una vida en plenitud más allá de las circunstancias del presente, aunque ellas hayan de ser transformadas y sanadas cada día con nuestra entrega personal.

Dios no nos desampara porque no experimentemos un resultado positivo en nuestras preces, todo lo contrario. Nuestra petición auténtica ha de estar orientada a solicitar de su misericordia el don de su Espíritu Santo, para poder experimentar su presencia alentadora y su fuerza victoriosa en medio de cualquier adversidad. Y esto nos lo asegura el Señor.

El gran peligro que corremos en este tiempo de adelantos, logros y éxitos humanos en todos los campos de la ciencia y del saber, es creernos inmunes a cualquier indigencia. Se impone con sutileza la imagen de que el destino y la gloria están en nuestras manos poderosas y autosuficientes. No necesitamos de nada ni de nadie más allá de nosotros mismos, y el hombre sólo tiene que escuchar y obedecer sus propios deseos que serán lo que le haga grande y feliz.

Pero es en este horizonte embrujado donde lo único que encontramos es la frustración y  el desamparo. Combatís y hacéis la guerra. No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones” (St. 4, 2b-3) Nos dice el apóstol Santiago en su carta. Vemos con desilusión que aquello que muchas veces deseamos nos resulta inalcanzable, y que incluso aunque estuviera al alcance de nuestra mano no sería el colmo de nuestra dicha.

Sólo la fe purificada y acrisolada en el abandono absoluto en las manos de Dios, es lo que fortalece nuestra esperanza, nos colma en el amor y nos otorga la dicha y el gozo.

Pero para ello ha de liberarse de muchas ataduras que la constriñen y debilitan, porque no hay nada que más hunda al ser humano que la ausencia de esperanza, a lo cual sólo se llega si se pierden el amor y la fe.

Por eso el Señor teme que nos dejemos arrastrar por falsos ideales, o lo que es semejante, que vayamos en pos de ídolos que prometen felicidades inmediatas a cambio de subyugar nuestra libertad. Y para ello, anima el Apóstol Pablo en su carta a Timoteo y a todos los discípulos del Señor, que en todo momento proclamen la Palabra de Dios, insistiendo “a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de los que les gusta oír”. Y qué gran vacío cuando al pervertirse el mensaje no queda nada de lo auténtico, de lo verdadero.

La mentira ha existido siempre, y es la mejor argucia que ha utilizado el Maligno para confundir las sanas conciencias.

Ese “relativismo epistemológico” de nuestros días que nos lleva a considerar que todo nuestro conocimiento depende de la perspectiva cultural, ideológica o institucional de los sujetos, y que no es en sí mismo verdadero o falso, sino que depende únicamente de las opiniones subjetivas, es lo que nos lleva a negar en última instancia, al mismo Dios.



Y San Pablo, conocedor de esas corrientes del pensamiento, nos previene para que buscando la verdad intrínseca de los seres y de las cosas, seamos capaces de reconocer en ellas la bondad misericordiosa del Señor.



Hoy somos nosotros los que debemos anunciar a Cristo a tiempo y a destiempo, sabiendo que somos los discípulos el Señor en este momento de nuestra historia. Y si es verdad que la Palabra debe ser permanentemente anunciada, no cabe duda de que el mejor anuncio es el testimonio personal de nuestras vidas.