lunes, 24 de julio de 2017

SOLEMNIDAD DEL APÓSTOL SANTIAGO - PATRONO DE BILBAO



SOLEMNIDAD DEL APÓSTOL SANTIAGO

25-7-17

       Celebramos hoy con alegría la fiesta de nuestro Santo Patrón, el Apóstol Santiago. El primero de los apóstoles del Señor en sellar su fiel seguimiento de Cristo con el martirio. Como hemos escuchado en el texto de los Hechos de los Apóstoles, su tesón, su entrega y su lealtad por la causa de Jesucristo, hace que sufra las iras del rey Herodes y sea ejecutado.

       Su muerte será el comienzo de una dura persecución contra los discípulos y seguidores de Jesús, pero que en vez de acabar con la llama de la fe, sería el riego fecundo de una tierra que vería crecer con vigor la semilla del Reino de Dios instaurado por Jesucristo, el Señor.



       Desde aquellos tiempos apostólicos, hasta nuestros días, han transcurrido muchos siglos, con sus noches oscuras y días de luz para la historia de la Iglesia. Pero siempre, y a pesar de las dificultades y penurias por las que nuestra familia eclesial ha podido atravesar, la fe de los apóstoles, su vida y su obra, son el fundamento y el ejemplo de nuestro seguimiento actual de Jesucristo.



       De Santiago sabemos muchas cosas; era pescador, el oficio de su familia, de posición acomodada dado que su padre Zebedeo tenía jornaleros; su recio carácter le hacía merecedor junto a su hermano Juan, del sobrenombre de “los hijos del trueno” (Boanergers). Como también hemos escuchado en el evangelio, su madre, Salomé pretendía situar a sus hijos en los puestos principales en ese reino prometido por Jesús. Lo cual les acarreó los recelos de los otros diez discípulos.



       Y al margen de las anécdotas, lo fundamental es que era amigo del Señor. Santiago pertenecía junto a su hermano y Pedro, a ese círculo de los íntimos de Jesús. Él será testigo privilegiado de los hechos y acontecimientos más importantes en la vida del Maestro; asiste a la curación de la suegra de Pedro; está presente en el momento de la transfiguración, en el monte Tabor; es testigo de la resurrección de la hija de Jairo; y acompañará a Jesús en su agonía, en Getsemaní.

       Pero Santiago también vivirá de cerca los momentos de amargura, el prendimiento de Jesús y la huída de todos ellos. Conocerá en su corazón el dolor de haber abandonado a su amigo y el don de su conversión motor y fuerza de una nueva vida entregada por completo al servicio del evangelio y a dar testimonio de la resurrección de su Señor.

       La tradición que vincula a Santiago con nuestra tierra se remonta a los primeros tiempos de la expansión cristiana por el mundo, hasta hacer de su sepulcro en la ciudad  Compostelana, lugar de encuentro universal de culturas y razas unidas por una misma fe.

       Precisamente esta devoción popular nos ha situado a nosotros desde antes de la fundación de nuestra villa de Bilbao allá por el año 1300, en paso obligado a los que desde la costa peregrinaban a Compostela. Y así de los cimientos de aquella primitiva iglesia de Santiago, se edificaría la que hoy es nuestra Catedral, colocando el origen y el final de este largo camino, bajo el patrocinio del mismo apóstol haciéndolo oficial para el templo y la Villa en el año 1643.

Millones de peregrinos se acercan cada año hasta Santiago de Compostela para venerar las reliquias del apóstol, y en el esfuerzo de este largo camino, encontrar desde la soledad y el recogimiento, el sentido de la auténtica vida cristiana.

       Santiago experimentó en su corazón una gran transformación que le llevó a cambiar su vida de forma radical para configurarse a Jesucristo. Su oficio de pescador lo cambió por el de misionero y pastor del pueblo a él encomendado. De aspiraciones y pretensiones de grandeza, pasó a buscar sólo la voluntad de Dios y ponerla por obra.

       De esta forma el que en la vida buscaba la gloria llegó a alcanzarla aunque por un sendero bien distinto al soñado en su juventud.



       En nuestros días muchos jóvenes son protagonistas de este camino compostelano. Jóvenes que también marchan buscando un sentido a su vida y un horizonte por el que les merezca la pena entregarse.

       Hoy nos unimos a ellos y a todos los peregrinos que con ilusión inician un camino intenso. Que estos días les ayude a encontrarse con ellos mismos y con Dios, y que el santo apóstol les guíe por la senda de la concordia, la solidaridad y el amor fraterno entre culturas y pueblos.

       En un tiempo donde los conflictos entre las naciones siguen sembrando de dolor y angustia a tantos inocentes, se hace muy necesario el fomento de estas experiencias de auténtica humanidad, donde la tolerancia y el respeto sean cauce de una comunicación  fecunda entre los pueblos.



       Por todo ello, hoy le pedimos a Santiago que siga velando por quienes honramos su memoria. Que nos ayude a fortalecer los vínculos fraternos entre todos los pueblos que lo celebran como su patrón, que nos anime en la construcción de la paz y la concordia, y que tomando su vida como ejemplo y estímulo, seamos fieles seguidores de Jesucristo, nuestro único Señor y Salvador.

jueves, 20 de julio de 2017

DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO




DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO

23-07-17 (Ciclo A)

      

El domingo pasado escuchábamos en el evangelio de S. Mateo la parábola del Sembrador. En ella se nos mostraba el trabajo de quien siembra y la necesidad de que lo sembrado caiga en buena tierra para que de fruto. Todo ello con la confianza de que el dueño de la mies la hará germinar en la tierra buena que hay a nuestro lado.



Pero el evangelista continúa el relato con este pasaje de hoy, donde se nos muestra que a pesar de la bondad y fertilidad del terreno en el que cae la semilla, y en contra de todo lo previsto, crece también la cizaña.



Cómo es posible que en medio de la buena tierra y habiendo sembrado la semilla adecuada crezca también la cizaña.

La simbología de la siembra nos ayuda a comprender lo que tantas veces sucede en la vida cotidiana y real. En medio de la familia y de la sociedad, por muy buena que sea la tierra y lo sembrado, muchas veces vemos con tristeza crecer el mal.



Hay padres que sufren con impotencia ante el mal de sus hijos. A pesar de sus desvelos y de la excelente educación que les dieron, ellos tomaron otro rumbo y han abandonado hogar, amigos y valores, para adentrarse en el mundo de la droga, la delincuencia o la violencia.



También sienten el reproche disimulado de quienes les preguntan “¿no sembraste buena semilla?” (Como al Sembrador del evangelio). Viviendo con dolor la incomprensión de los demás.



Aunque todos somos responsables para sembrar el bien, la justicia y la concordia en el mundo, no podemos cargar con las consecuencias  del mal hacer de otros. La libertad de la que todos gozamos conlleva la grave responsabilidad de ejercerla para el bien personal y común, y quienes optan por caminos de perdición son los que han de dar cuentas de ello y no sus progenitores, educadores o la misma comunidad.



También podemos caer en la tentación de querer eliminar la cizaña a golpe de fuerza. Arrancarla de raíz y echarla fuera. Y el Sembrador nos dice que no, que hay que esperar hasta que todo haya madurado, entonces se verá con claridad cada cosa y el mal caerá por su propio peso.

      

Qué bien lo narra el libro de la Sabiduría que hemos escuchado en la primera lectura. “No hay más Dios que tu, que cuidas de todo, para demostrar que no juzgas injustamente”.



Ante los problemas que vive el mundo en general y nuestro entorno más cercano en particular, muchas veces nos constituimos en jueces de los demás. Y antes de comprender la realidad de los acontecimientos en su complejidad ya hemos dictado nuestra dura sentencia.

Sin embargo Dios, “poderoso Soberano, juzga con moderación y nos gobierna con gran indulgencia”.

La parábola del sembrador junto con el evangelio que hoy escuchamos, no sólo es una llamada a ser tierra buena y apartar de nosotros aquellos matojos y estorbos que impiden crecer con vigor el buen grano. Es también una llamada a sembrar siempre paz y concordia, bondad y esperanza, consuelo y misericordia entre todos para que no dejemos nunca que crezca la mala hierba de la envidia, el rencor, la violencia o la división entre quienes estamos  llamados a compartir un mismo presente y preparar un futuro mejor.

Con todo sabemos, que pese a nuestros esfuerzos y desvelos, el mal es una realidad que quiere imponerse y que su aceptación es imposible. Que un campo tenga cizaña es una cosa, pero que esta crezca en el hogar, en la familia y en la sociedad, con el silencio resignado y la apatía infecunda,  es otra muy distinta. La actitud frente al mal, es combatirlo con el bien.

Y una manera eficaz, es tener la capacidad suficiente para sembrar las reglas de una convivencia adecuada desde el respeto, y saber ofrecer oportunidades para la conversión sincera, lo que constituye un reto para todos y a la vez una tarea a desarrollar con esperanza.



Como nos dice el libro de la Sabiduría, “el justo debe ser humano”. Y Dios nos ha dado “la dulce esperanza de que, en el pecado, da lugar al arrepentimiento”.

La justicia sin corazón y sin misericordia se convierte a la larga en revancha. Y si no ofrecemos al pecador o malhechor una oportunidad para la conversión jamás podremos hablar de un Reino de Dios entre nosotros tal y como lo entendió Cristo.

      

Con todo no olvidemos que el evangelio termina con una clara advertencia. Al final la cizaña será cortada y echada al fuego. Cada uno dará cuenta de sí ante Dios, y el hecho de que su amor ofrezca siempre una nueva oportunidad para la conversión y el perdón, no mitiga la clara y rotunda advertencia a quien persiste en el mal, que de seguir así y no convertirse, acabará de la misma manera.



La misericordia de Dios dura por siempre, pero no se impone al obstinado que decida arrojar su vida por el abismo alejándose de él por el camino del odio y la muerte.

       Esta es nuestra esperanza y nuestra responsabilidad, confiar siempre en la bondad y misericordia del Señor, y poner todo de nuestra parte para que su Reino crezca entre nosotros. Que su Espíritu nos ayude para seguir sembrando su evangelio en medio de este mundo, sumido en la injusticia, el odio y las guerras.

viernes, 14 de julio de 2017

DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO

16-07-17 (Ciclo A)



       El domingo pasado escuchábamos en el evangelio, cómo Jesús daba gracias a Dios porque se había revelado a los sencillos y humildes, y no a los que se tienen por sabios y entendidos. Esa revelación divina, se nos ofrece por medio de la palabra del Señor, quien adaptaba su lenguaje para que pudieran entenderle todos, utilizando parábolas, ejemplos de la vida concreta y cercana que cada uno podía comprender con mayor facilidad.

       Durante estos domingos Jesús nos va a hablar del Reino de Dios, ese va a ser el centro de su mensaje, a la vez que el motivo principal de su misión, procurar que ese Reino vaya emergiendo en medio de nosotros y su búsqueda se convierta en el objetivo fundamental de nuestras vidas.

       Y lo primero que nos enseña el Señor, es que para posibilitar el desarrollo del Reino de Dios, es prioritario preparar el terreno donde su semilla debe germinar, para lo cual nos propone esta hermosa parábola que acabamos de escuchar, y que no por muy oída acaba de calar en nuestro ser.

       Ante todo Jesús nos muestra cómo ese Reino de Dios no es obra del hacer humano, ni tan siquiera por mucho que lo anhele su corazón. El Reino de Dios es un regalo que se nos da por pura gratuidad y generosidad de Aquel que nos ha creado para compartir su misma vida en plenitud. Y como nos cuenta la parábola, es el Sembrador quien sale a sembrar, y su semilla es esparcida por toda la tierra con idéntica abundancia y generosidad.

       El Sembrador no escatima en su esfuerzo, y no repara en gastos a la hora de procurar que sobreabunde el fruto en la tierra. Y como nos ha recordado el profeta Isaías en la primera lectura, Dios confía en que al igual que como baja la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar,…, así será su palabra que sale de su boca, no volverá a él vacía sino que hará su voluntad.

       Sin embargo, como sigue diciendo Jesús, parte de esa semilla cae al borde del camino, o en terreno pedregoso, o entre zarzas. En unos casos será pisada por la gente o alimento para pájaros, en otros se secará por falta de profundidad y en otros casos la fuerza de las zarzas que la rodean la ahogarán antes de que se desarrolle.

       Así siente Jesús que está resultando la siembra de su Palabra en medio de su pueblo. Un pueblo que inicialmente parecía estar abierto y dispuesto a escucharle, que animados por el testimonio de Juan el Bautista y ante el asesinato de éste, van en busca de Jesús para sentir revitalizada su esperanza, pero que ante las dificultades que comienzan a surgir, las expectativas que se habían creado y que nada tenían que ver con el mensaje de amor y entrega del Señor, y la presión de los poderosos que atemorizan y amenazan cualquier atisbo de cambio y de justicia, hacen que se pierdan por el camino y comiencen a abandonar el entusiasmo original.

       La semilla del Reino de Dios no desarrolla su fruto de forma inmediata e inminente. Requiere también de nuestro trabajo confiado y paciente, para lo cual es imprescindible que hunda sus raíces en la profundidad de una tierra buena, fértil, fecunda, limpia de otras yerbas o intereses creados que puedan ahogarla antes de crecer.

       Y esa tierra también ha sido encontrada por el Sembrador dando fruto abundante y generoso.

       Los creyentes debemos ser buena tierra donde germine con vigor la semilla del Reino de Dios, porque en la vida concreta del cristiano es donde han de darse los frutos del amor, la misericordia y el servicio que transformen por completo toda la realidad social y eclesial. Esta tierra humana y limitada que somos, ha de velar para protegerse de dos peligros siempre presentes, uno externo y otro interno.

El externo no es otro que las dificultades que se derivan de este mundo nuestro tan materialista e indiferente ante las necesidades de los demás. En él la semilla de la fe encuentra la aridez de una tierra que sólo se preocupa del bienestar egoísta y donde los valores de la generosidad y la sencillez difícilmente pueden arraigarse ante la dureza del corazón.

Pero también se encuentra con dificultades internas y que al igual que la cizaña amenazan con ahogar los espíritus débiles e inmaduros. En ocasiones los mismos cristianos ponemos graves dificultades  al desarrollo del Reino de Dios. Fomentamos la división entre nosotros, acogemos ideologías contrarias  al evangelio y facilitamos con nuestro silencio propuestas deshumanizadoras. Es verdad que muchas veces las presiones del ambiente nos hacen experimentar la debilidad de nuestras convicciones, pero estas sólo sucumben cuando han perdido sus sustento y fundamento, es decir cuando nos lanzamos a los brazos de otros dioses que nos han deslumbrado con su brillo superficial. Si nuestra fe es débil, y no la alimentamos adecuadamente, pronto se diluirá en la nada. La semilla del Reino de Dios que hoy nosotros debemos esparcir con generosidad y en abundancia requiere de permanentes cuidados para que, limpia de obstáculos, arraigue primero en nosotros, y así germine en frutos de vida y de esperanza.

Hoy también nosotros debemos salir como sembradores a sembrar. Sembrar la semilla de la fe en el hogar y en el trabajo, entre nuestros niños, jóvenes y mayores. Sembrar una palabra de denuncia de las injusticias que atentan contra la dignidad del ser humano y el respeto de las vidas más débiles. Sembrar la esperanza gozosa de Cristo resucitado, para que encuentre corazones dispuestos donde el Señor haga germinar abundantemente su gracia y su amor, y así el fruto que cada uno coseche, redunde en beneficio de la humanidad entera. Que él bendiga nuestro servicio generoso, arraigándolo en la tierra fecunda de nuestros corazones, y lo premie con el gozo inmenso de sabernos fieles colaboradores suyos en la instauración de su Reino de amor, de justicia y de paz.


miércoles, 5 de julio de 2017

DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO

9-07-17 (Ciclo A)



El evangelio que acabamos de escuchar, es toda una acción de gracias que brota del corazón gozoso de Jesús ante la acogida que entre los más sencillos va teniendo su Palabra. Jesús da gracias al Padre porque se ha revelado a los últimos de este mundo, mostrando su amor y misericordia para con los sencillos y humildes. No en vano el mismo Jesús nos invita a aprender de él que es “manso y humilde de corazón”.



La mansedumbre y la humildad de Jesús no se contraponen a su misión de anunciar el Reino de Dios con rotundidad y entrega.  Su fidelidad a la misión encomendada por el Padre, le hace seguir su camino sin desvíos ni flaquezas, y la contundencia con la que denuncia la injusticia y el sufrimiento de sus hermanos, los hombres y mujeres más débiles, va siempre acompañado de este sentimiento acogedor y sencillo para todos.



Que necesario se hace en nuestros días asumir las actitudes del Señor. Sometidos a los modos y maneras del mundo, los cristianos corremos el riesgo de comportarnos más según las reglas del mercado, del poder o del bienestar, que conforme al espíritu fraterno, sencillo y misericordioso de Jesús.



Desde niños se nos enseña a competir y pelear. Competimos en los estudios, en las artes y la cultura, en el deporte y en el ocio. Peleamos por ser más que los demás, superarnos respecto de nuestros padres y mayores, y nos olvidamos que la justa promoción humana y el valor de la superación para mejorar, ha de ir siempre acompañada de la sencillez y la humildad para reconocernos limitados y necesitados de los demás.

No sólo hemos de educar a los niños y jóvenes en esta dimensión generosa, servicial y fraterna. Nosotros los mayores debemos reeducarnos también, y recuperar a la luz de la fe, el verdadero carácter cristiano con el que construir nuestras relaciones interpersonales desde valores que nos unan y no nos enfrenten.



La mansedumbre y la humildad son el sustrato necesario para el perdón y la reconciliación. Sólo los corazones sencillos y humildes saben acoger y perdonar con verdad. Podemos recordar ese pasaje del evangelio de S. Lucas donde el Padre espera ansioso la vuelta del hijo pródigo que se había marchado de su lado. No era él el culpable de su marcha y lo sabía, pero lo importante no era buscar culpables. Lo fundamental consistía en recuperar a su hijo perdido, y si para eso tenía que sacrificar cualquier orgullo o reproche no dudaba en hacerlo de corazón y abrazarlo lleno de gozo.



Cuantos de vosotros padres y madres no habéis experimentado el silencio y la paciencia, la humillación y la tolerancia como el medio más eficaz para la reconciliación conyugal y el acercamiento a los hijos. Y por muy grande que haya sido la ofensa sufrida, ¿no ha sido mayor el gozo del reencuentro recuperando así la armonía familiar?

      

La sociedad necesita de espacios de auténtica humanidad, donde el respeto y la confianza se vayan abriendo paso a la hora de enjuiciar las vidas de quienes nos rodean desde comportamientos más sencillos y menos orgullosos.



Es verdad que en demasiadas ocasiones abrimos brechas en la convivencia que resultan casi insalvables. La intolerancia, la violencia en la sociedad y en el hogar, el egoísmo explotador de los más débiles, todo ello se abre como un abismo de dolor y rencor que es lo más contrario al Reino de Dios que Jesús nos presenta como proyecto de vida. Descubrir la urgencia de ir sanando este mundo desde el amor, y poner todo nuestro esfuerzo en construir puentes de encuentro que favorezcan la fraternidad, es una exigencia de nuestra fe, y un motivo de esperanza para todos.

Jesús nos dice en el evangelio que su yugo es llevadero y su carga ligera. A esta conclusión sólo puede llegar quien asume su misión y condición desde el amor y la entrega a los demás. El yugo de la familia y sus cargas son llevaderos si se viven desde el amor, el respeto y el servicio. El yugo de la amistad y sus cargas, se soportan desde la confianza y la sinceridad. Y así podemos seguir con todo en la vida descubriendo que según cómo nos enfrentemos a cada aspecto de la misma, viviremos en un ambiente interior de gozo y serenidad, o por el contrario desde la amargura y el enfrentamiento.



Hemos de reconocer que en la mayoría de las ocasiones, nuestra forma de enfrentarnos a la vida va a determinar el cómo la vivamos. Si nos movemos en un ambiente interior de paz y esperanza, es más fácil transmitir esa paz en todo lo que hacemos. Si por el contrario caemos con facilidad en los prejuicios, en la envidia o en el mal pensar de los demás, también sembraremos a nuestro lado discordia y malestar. No olvidemos que una de las bienaventuranzas del Señor es “dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”.



Es lo que en esta eucaristía le pedimos al Señor. Que él nos ayude a tener limpieza en el mirar y en el sentir, para que el corazón goce de una salud que nos ayude a ser comprensivos y misericordiosos con quienes nos rodean, y que vayamos creando entre todos un estilo de relaciones humanas basadas en la humildad y la sencillez para podernos reconocer como hermanos y así vivir el gozo de nuestra condición de hijos de Dios.