sábado, 18 de abril de 2020

DOMINGO II DE PASCUA



DOMINGO II DE PASCUA

19-4-20 (Ciclo A)



           “Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”. Esta frase situada en la mitad del evangelio que hemos escuchado, expresa el sentimiento pascual que reflejan los rostros de los apóstoles. Y es que Jesús, el Señor, ya no es el fracasado de la historia que han visto morir en la cruz, porque ha resucitado y sigue vivo y presente en medio de los suyos.



           Aquella experiencia única e irrepetible que sólo unos pocos tuvieron la dicha de vivir, se nos ha transmitido a lo largo de los siglos con toda su fuerza y vigor, de manera que hoy nosotros, después de casi dos mil años, seguimos proclamando con similar alegría y esperanza.



           Ninguna frase es tan repetida en el evangelio, ni ninguna experiencia tan narrada como ésta que escucharemos durante cincuenta días seguidos. Porque si larga era la cuaresma y profunda la herida de la Pasión y muerte de Jesús, mucho mayor es la alegría que debe marcar nuestros rostros al sentir con autenticidad la verdad fundamental de nuestra fe, que Jesús ha resucitado y la muerte ha sido vencida para siempre.



           Este tiempo pascual va mostrándonos de forma rica y diversa aquellos momentos que vivieron los apóstoles después de la Pascua. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos narra la vida de la comunidad cristina recién nacida. Ellos sólo tienen un mensaje que transmitir y constituye lo nuclear de la fe cristiana; “aquel que anunciaron los profetas, que pasó por este mundo haciendo el bien, vosotros lo habéis matado pero Dios lo ha resucitado y vive para siempre”.

           Pero difícilmente esta verdad de nuestra fe hubiera sido creída si no estuviera acompañada de un testimonio concreto e irrefutable. “Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. Y todo el mundo estaba impresionado por esto”.

           Cómo no iban a estarlo cuando lo normal de nuestro mundo de ayer y de hoy es que cada cual se busque la vida, resuelva sus problemas y triunfe si puede sobre los demás. Ciertamente la forma de vida de los cristianos resultaba una manera nueva e interpelante de vivir. Y por esa forma de vida fraterna, solidaria y piadosa, los demás reconocían que Alguien debía animarlos en su interior con una fuerza que irradiaba gozo y entusiasmo.



           El deseo de paz que Cristo resucitado proclama, es vivido en su más profundo sentido por aquella comunidad cristiana. No hay discordias ni envidias, rencores o sospechas. Todos encuentran en la Iglesia su hogar y desde el respeto mutuo a las diferencias legítimas de cada uno, y la unidad en aquello que es fundamental para la vida en común, va dando sus primeros pasos en la historia el grupo de los cristianos de quienes nosotros somos sus herederos.



           Pero como siempre hemos de hacer los que hoy somos protagonistas de la historia, al mirar nuestro entorno social y eclesial observamos con pesar las enormes brechas que se han abierto entre lo que el evangelio nos cuenta y nosotros vivimos.

           La paz de Cristo resucitado es permanentemente ultrajada. Su misma tierra sigue siendo regada con la sangre de sus hermanos ante la impotente mirada del mundo. La violencia que sigue existiendo en nuestro mundo, fruto del odio entre las personas llamadas a vivir la fraternidad, parece frustrar la llamada del Señor al amor y la concordia.



           La paz de Cristo resucitado no ha encontrado ni un momento de realidad en esta historia nuestra y ello se debe a que el estilo de vida que aquellas comunidades cristianas intentaron vivir, pronto se truncó en buenas intenciones vacías de contenido.



           Hoy no podemos decir los cristianos que tengamos todo en común y que ningún creyente pase necesidad. Ni tan siquiera estamos de acuerdo en lo importante. Las diferencias sociales, ideológicas y raciales, marcan nuestra división dentro y fuera de la Iglesia. Cada vez es mayor la sima que se abre entre ricos y pobres y éstos últimos están siempre a merced de nuestros intereses.



           Cómo podemos sentir alegría en medio de esta realidad sufriente. Cómo unir nuestras expresiones religiosas de gozosa esperanza con el entorno tan difícil que nos toca vivir en estos momentos de pandemia mundial.

           Pues aún así, aunque la realidad del mundo presente quiera desmentir el rumor esperanzado de la resurrección de Cristo, nosotros hemos de seguir sembrando la semilla del Reino de Dios en toda ocasión y con el mejor de los ánimos. No podemos sucumbir a la desazón, no podemos permitir que se deje de escuchar una palabra de aliento y paz. Somos herederos de una experiencia que es verdad y que tal vez en este tiempo se haga más necesaria escuchar.



           Aunque el mundo parezca sordo al anuncio gozoso de la resurrección del Señor, no por ello está menos necesitado de vivirlo. Y aunque parezca que la autosuficiencia del dinero o el poder son la solución, todos sabemos que al final debemos enfrentarnos a nuestro fin permanente o temporal. Para resucitar a una nueva vida hay que poner en este mundo los pilares sobre la que se sostenga, y éstos jamás podrán construirse por medio del egoísmo o la violencia.



           Hoy recordando el estilo de vida de los primeros cristianos, animados por la fuerza de Cristo resucitado, queremos dejar que renazca en nosotros la llama de la solidaridad. Agradecer lo que cada uno hace a favor de los demás, que si brota del corazón generoso y servicial, siempre es semilla de vida nueva.



           Que al intentar vivir conforme al ejemplo de nuestros primeros hermanos en la fe, también descubramos como ellos el rostro glorioso de Cristo resucitado, que colma nuestra vida de alegría, conduce nuestros pasos con su Espíritu y nos espera en el umbral del Reino que no tiene fin.