jueves, 15 de diciembre de 2016

DOMINGO IV DE ADVIENTO



DOMINGO IV DE ADVIENTO

18-12-16 (Ciclo A)



     Llegamos al final de este tiempo de preparación para la navidad, y echando la mirada a estas cuatro semanas podemos ver si hemos dispuesto nuestra vida para acoger con esperanza y alegría al Señor.



     Como nos decía Juan el bautista al comenzar el adviento, “el tiempo se ha cumplido”. Dios entra en nuestras vidas para revitalizar en ellas todo el amor que él puso en el momento de nuestra creación. Dios viene a compartir nuestra historia para vivir, gozar y sufrir a nuestro lado. No quiere quedarse al margen de lo que nos suceda, sino acompañar nuestro camino de manera que siempre sintamos su fuerza y su ánimo renovador.



     El tiempo se ha cumplido y mirando nuestro corazón vamos a descubrir si estamos en disposición de recibir y acoger su palabra que se hace carne, y le dejamos transformar nuestras vidas.



     Este recorrido personal y profundo lo tuvo que realizar el mismo S. José. El evangelio de estos días nos situaba ante la generosa entrega de María; ahora volvemos la mirada hacia la otra persona fundamental en la vida de Jesús, aquel que le entregó su amor paternal, y por medio de quien descubrió que Dios era su verdadero Padre, Abba.



     José, era justo y no quería denunciar a María, nos cuenta el evangelio de Mateo. Cualquier hombre justo y cumplidor de la ley de Moisés tenía la obligación de denunciar a su mujer si ésta le había sido infiel.

     El evangelio recalca con especial sencillez que José era justo, pero según la justicia de Dios, que es ante todo bondad y misericordia. El supo mirar más allá de las leyes que tal vez eran y son demasiado frías y poco misericordiosas. Denunciar a María hubiera sido la ruina para ella, la hubieran condenado a morir.

     La actitud de José muestra que el amor auténtico es capaz de mirar más allá de lo que aparentemente acontece y descubrir desde la confianza, cuáles son las verdaderas actitudes del corazón. María, la mujer a la que amaba, no podía haber olvidado la promesa de amor fiel que le había hecho. Algo escondido a su entender tenía que estar pasando en ella. Y aquí entra la acción directa de Dios.

     “José, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Si María había mostrado su plena disponibilidad para acoger la propuesta de Dios, de ser la madre de su hijo, José muestra su fe auténtica al confiar en la palabra del Señor y recibir como propio, al Hijo de Dios.

     La persona de José es de trascendental importancia en la vida de Jesús. Todos los relatos de su infancia nos muestran la unidad de la Sagrada Familia. José y María junto al pesebre; los dos  contemplando la adoración de los Magos; los dos huyendo al exilio en Egipto para salvar la vida de su hijo; los dos regresando a Nazaret tras recibir José en sueños que Herodes había muerto. Los dos volviendo angustiados a Jerusalén para buscar al hijo perdido en el templo.

     Son relatos muy elaborados por la tradición cristiana, pero que si algo nos quieren dejar claro es la verdadera humanidad de un Dios que entra en la historia en el seno de una familia humilde pero unida, y que en esa unidad superarán las dificultades que vayan surgiendo.

     Así al terminar este adviento también nosotros hemos de revisar nuestra vida de fe y de entrega a los demás, y descubrir si estamos preparados para acoger al Dios que quiere acampar en medio de nosotros.

     Ver si nuestra disponibilidad y entrega son al estilo de María, capaces de acoger una nueva vida que nos haga vivir agradecidos a Dios por lo que somos y tenemos, a la vez que entregados a los demás, especialmente a los más pobres y necesitados. Ver si nuestra confianza en la acción de Dios es como la de José, que se deja cambiar el corazón para que sea Dios quien actúe a través de él.

     Así celebramos hoy una jornada especial de cáritas. Una de tantas, podemos creer. Pero no es una más, es la que en medio de estas fiestas tan opulentas para algunos, llaman nuestra atención ante la penuria de muchos hermanos.

     Preparar el camino al Señor se realiza desde la solidaridad, sabiendo que tal vez no tengamos medios para cambiar la historia, pero confiando que sí tenemos capacidad para hacer llegar un poco de esperanza a hogares cercanos, necesitados y que claman a Dios ante la injusticia que sufren.

     No podemos acabar sin recordar tantas situaciones de guerra, violencia y pobreza, que se sitúan ante el pesebre de Belén esperando que Dios con su nacimiento las llene de esperanza y amor. Al vivir esta jornada de solidaridad agradecemos al Señor todos los trabajos y esfuerzos de tantos voluntarios y personas anónimas que cada día, a través de Cáritas diocesana, llevan la esperanza y el consuelo a los hogares de los más desfavorecidos. Ellos son los mensajeros del Salvador en medio de la miseria, y son estrellas que brillan en medio de la oscuridad de un mundo que muchas veces se olvida de los pobres y marginados.

     El tiempo de Navidad que dentro de dos días celebraremos con alegría, ha de ser para el creyente un tiempo nuevo de reconciliación entre todos, buscando estrechar los lazos familiares y vecinales, sabiendo vivir la tolerancia y buscando que sea la palabra de Dios la que oriente nuestra vida en todo momento. Que nuestros hogares sean espacios de amor y escuelas de humanidad, así el mundo descubrirá la gloria de Dios por la paz que viven los hombres y mujeres que él ama desde siempre.




sábado, 10 de diciembre de 2016

DOMINGO III DE ADVIENTO



DOMINGO III DE ADVIENTO

11-12-16 (Ciclo A)



       El tercer domingo de adviento que hoy celebramos, es vivido por la comunidad cristiana como el domingo del gozo “Gaudete”.

       Y es que el camino que nos conduce a la celebración del nacimiento del Señor, cada vez es más corto, y esa cercanía la debemos vivir con ese sentimiento profundo de gozo y esperanza. El mismo sentimiento que llenaba de dicha la penuria de Juan en la cárcel, anhelando la manifestación del Esperado de los pueblos.



       El evangelio de hoy centra su contenido en la persona del Bautista, el mayor nacido de mujer, según el mismo Jesús.

       Juan fue de esas personas especialmente tocadas por Dios. Desde niño acogió en su alma la fe que sus padres Isabel y Zacarías le transmitieron. No en vano ellos mismos se habían visto agraciados por Dios en su ancianidad al recibir el gran regalo de su hijo.

       Los relatos del nacimiento de Juan lo asemejan mucho al del mismo Jesús. Y su madre Isabel va a comprender que este don de Dios tiene una misión concreta, ser el precursor del Mesías.

       En el encuentro entre María e Isabel, se entabla un diálogo profundamente creyente; ahora comparten algo más que el parentesco de la sangre. Por su fe se han hecho merecedoras de portar en sus entrañas la obra salvadora de Dios, Isabel dará a luz a quien anuncie al Salvador, María será la llena de gracia, porque de ella nacerá el Dios con nosotros, Jesucristo el Señor.

       Juan comprendió por esa fe recibida y madurada en su alma, que Dios le llamaba a una misión especial. Según nos relata el evangelio, pronto vivió la soledad del desierto y en austeridad para entrar en una comunión más plena con Dios, conocer su voluntad y proclamar su palabra. Retomar la misión de otro gran profeta del Antiguo Testamento, Isaías, y volver a clamar, “en el desierto preparar el camino al Señor”.

       Una preparación que a todos alcanza y urge para cambiar la vida y así acoger de corazón el don que Dios hace a la humanidad entera, a su propio Hijo encarnado en la persona de Jesús y por quien toda la creación será reconciliada para siempre con su Creador.

       La vida de Juan fue acogida por muchos como una bendición de Dios. Su llamada a la conversión y a recibir un bautismo que abriera la puerta a un estilo de vida nuevo, basado en la misericordia y en el amor, fue seguido por aquellos que anhelaban una vida más digna y fraterna.

       Pero la voz de Juan no sólo anunciaba la cercanía del Salvador. También denunciaba la injusticia y la opresión; y no sólo en el plano de la vida social, también se enfrentará al mismo rey Herodes por llevar una conducta indigna de quien ha de ser modelo y ejemplo para los demás.

       Juan no será encarcelado por su anuncio del Reino de Dios. Ni por llamar a la conversión de los pecadores, o señalar próximo al Mesías.

       Juan será apresado y ejecutado por denunciar la infidelidad matrimonial de un rey, y entrar así con su denuncia en la dimensión moral de la vida personal y privada de quienes por su cargo debían de ser ejemplares para los demás.

       Preparar el camino al Señor para favorecer que su reinado se implante en nuestras vidas, no será posible si no conlleva la conversión individual, la de todos sin excepción.

       Ciertamente que la meta no es quedarnos en el intimismo. Que la fe ha de vivirse y desarrollarse en comunión con los demás de forma que sus frutos redunden en la transformación de toda la realidad. Pero la única manera de poder transformar este mundo nuestro y posibilitar la emergencia el Reino de Dios, es haciendo que primero Dios reine en nuestros corazones y así, con nuestra vida renovada en su totalidad, transparente y testimonie la verdad de una existencia totalmente entregada al servicio del Señor y de los hermanos.



       Jesús termina diciendo en el evangelio escuchado, que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista. De nadie ha dicho jamás cosa semejante. La admiración que mostraba Jesús por la obra y la vida de Juan, nos hacen ver la gran importancia que tuvo para el desarrollo del plan salvador de Dios.

       Sin embargo Jesús concluye, que el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él. Una afirmación que debemos entenderla como el anuncio de una nueva era que se abre ante el mundo y que va a ser instaurada por él. Con Jesús ha llegado el Reino de Dios tantas veces anunciado, y sus signos ya van apuntando a una nueva humanidad; los ciegos ven, los inválidos andad, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia.

       Juan vivía angustiado en su cautiverio por no poder seguir sembrando el camino por el que venga el Salvador. Pero ante la respuesta de Jesús a aquellos discípulos por él enviados, le hará comprender que su vida y su muerte han tenido un sentido, y ciertamente ha merecido la pena dedicar su existencia a preparar el camino al Señor.

       Esa alegría de Juan es la que hoy celebramos y es preludio de lo que estamos llamados a vivir con el nacimiento de Jesús.

       Nosotros debemos acoger  con ilusión los mismos rasgos de la esperanza del Bautista. Posiblemente nunca lleguemos a ver realizados nuestros sueños de una humanidad renovada, fraterna y solidaria. Pero seguro que si nos dejamos transformar por el Espíritu de Dios contemplaremos grandes signos de su amor en nuestra vida y en nuestro entorno, familiar y social.

El tiempo de adviento canta constantemente “Ven Señor Jesús”. Y Jesús ya vino hace dos milenios, viene hoy en nuestro presente concreto, y vendrá a nuestro encuentro en la consumación de nuestra vida. Pero su venida sólo es gozosa si es acogida. Pedirle al Señor que venga, supone abrir nuestra vida para que entre en ella y así habitados por su Espíritu, prolonguemos con nuestros gestos sencillos pero eficaces, su obra de salvación.

       Dios sigue enviando su mensajero delante de los hombres para prepararle el camino. Y ese mensajero somos cada uno nosotros. Que nos dejemos sorprender por su venida y así nos sintamos renovados en la esperanza y el amor.

viernes, 2 de diciembre de 2016

DOMINGO II DE ADVIENTO



DOMINGO II DE ADVIENTO

4-12-16 (Ciclo A)



       “Preparad el camino del Señor”. Esta llamada del último gran profeta del Antiguo Testamento, Juan el Bautista, nos sitúa hoy ante la cercana venida del Señor. Así la Palabra de Dios que se nos anuncia nos invita a vivir desde la conversión este tiempo de gracia y de esperanza.



       El profeta Isaías, en medio del exilio de su pueblo, cuando parece que ya se han perdido las razones para mirar al futuro con optimismo, lanza una palabra de aliento, “brotará un renuevo del tronco de Jesé”. Es decir, de este pueblo abatido y humillado, similar a un palo seco y muerto donde no cabe ninguna posibilidad para que crezca nada, Dios hará posible una vida nueva y fecunda.

       Su mirada hacia el futuro nace de la confianza en ese Dios cuyo reinado va a transformar para siempre la realidad presente. “De las espadas forjarán arados y de las lanzas podaderas”, allí donde hoy sólo vemos violencia y muerte, nacerá con vigor la paz y la justicia. Este es el gran acontecimiento de nuestra historia de salvación. El primer canto que tras el nacimiento del Señor se va a escuchar de boca de los ángeles hacia los pastores será “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama”.



       Es por eso que no resulta extraño que todo el canto de Isaías sea un himno de paz. La paz es un don de Dios; la paz supera nuestras intenciones personales e individuales porque siempre es cosa de dos. Necesitamos esa paz y para ello todos hemos de preparar el camino, como nos dice Juan el Bautista en el evangelio.



       La paz sólo será posible si viene de la mano de la justicia y de la misericordia. Así lo anuncia el profeta, dejando claro que en el corazón de Dios no hay olvido posible del desamparado. El Dios de la paz es ante todo el Señor de la misericordia que se fija en el dolor y el sufrimiento de los pobres, en el llanto de las víctimas de este mundo insolidario y egoísta. El Dios de la paz nos hace ver que en la raíz de los conflictos, violencias e injusticias, está el abandono y el desprecio hacia los más necesitados.



       Un mundo como el nuestro dividido entre el norte y el sur, entre pobres y ricos, jamás conocerá la paz mientras no trabaje por la justicia y la solidaridad que brotan de la conciencia fraterna entre todos los hombres y pueblos. Y esta conciencia de fraternidad universal sólo se puede sustentar sobre la base del amor de Dios, Señor de la historia.

       Dios no juzgará por apariencias, ni sentenciará de oídas, nos dice el profeta. Una sociedad como la que nos rodea, en la que tanto sufrimiento se genera por el egoísmo y la violencia, no queda desamparada de Dios. Y aunque el presente de nuestro mundo nos sobrecoja muchas veces, debemos seguir manteniendo la esperanza a la vez que nos esforzamos para cambiarlo y mejorarlo.



Los cristianos tenemos una difícil tarea para preparar la venida del Señor a nuestras vidas. Primero hemos de superar las resistencias personales por las que todos atravesamos. No es fácil mirarse a uno mismo y reconocer el gran camino que nos falta para vivir con coherencia el mensaje del Evangelio. Cuanto nos cuesta vivir con honestidad la llamada del Señor a ser prójimos los unos de los otros, y por lo tanto hermanos.



En segundo lugar también nos debemos al compromiso por la conversión y transformación del entorno.

Los creyentes en Cristo debemos elevar nuestra voz en aquellas situaciones donde los derechos de las personas y la dignidad de los más débiles están en peligro. El miedo a la crítica y el enfrentamiento, por muy natural que sea no nos justifica. La fidelidad al mensaje de Jesucristo requiere del creyente un claro posicionamiento en favor de los más pobres y abandonados, y esto exigirá de nosotros ir en muchas ocasiones en contra de intereses económicos o incluso de nuestro bienestar personal.



       Celebrar la fe cada domingo nos ha de ayudar a identificarnos con esos sentimientos de Cristo donde por encima de sus miedos y de los rechazos sufridos, está la fidelidad al Padre Dios que le ha enviado a anunciar la buena noticia a los pobres, la liberación de los oprimidos, el año de gracia del Señor.



       Y este deseo se ha de concretar en lo cotidiano de nuestra vida, asumiendo nuestro compromiso en la transmisión de la fe y sabiendo acertar a la hora de explicitarla a los demás. Este tiempo cercano a la Navidad, donde se puede percibir un mundo cada vez más secularizado y alejado de la fe, en el que muchos se pueden preguntar el porqué de estas fiestas, su sentido y razón, los cristianos debemos expresar su fundamento y origen con sencillez y naturalidad.

Las luces y adornos navideños sólo encuentran su sentido en la realidad de la Encarnación de Dios, en el nacimiento de un Niño que para nosotros es el Salvador, aunque para el mundo entero sea sólo Jesús de Nazaret.



Los cristianos no podemos limitarnos a celebrar un tiempo al modo del mundo pagano, debemos expresar con gestos y símbolos la autenticidad de lo que celebramos, y para ello debemos preparar nuestro interior personal y el exterior social que nos rodea. Nuestros adornos y expresiones externos han de manifestar a quién esperamos con ilusión y alegría, y que no es otro que a Dios hecho hombre, en la sencillez y pequeñez de un Niño, ante quien oramos, y a quien adoramos porque en él reconocemos al Hijo de Dios, nuestro Señor.



Que este tiempo que nos queda por delante sea provechoso para todos, y nos ayude a preparar la venida del Señor a nuestra vida, a nuestros hogares y a este mundo que tanto ansía, aunque a veces sin saberlo, a su Salvador.