Homilías

 
 
HOMILÍA DE SS. FRANCISCO, en la Casa de Santa Marta. Ante las víctima de abusos sexuales por parte de sacerdotes. 7-7-2014

''La imagen de Pedro viendo salir a Jesús de esa sesión de terrible interrogatorio, de Pedro que se cruza la mirada con Jesús y llora. Me viene hoy al corazón en la mirada de ustedes, de tantos hombres y mujeres, niños y niñas, siento la mirada de Jesús y pido la gracia de su orar. La gracia de que la Iglesia llore y repare por sus hijos e hijas que han traicionado su misión, que han abusado de personas inocentes. Y hoy estoy agradecido a ustedes por haber venido hasta aquí.
Desde hace tiempo siento en el corazón el profundo dolor, sufrimiento, tanto tiempo oculto, tanto tiempo disimulado con una complicidad que no, no tiene explicación, hasta que alguien sintió que Jesus miraba, y otro lo mismo y otro lo mismo? y se animaron a sostener esa mirada.
Y esos pocos que comenzaron a llorar nos contagiaron la consciencia de este crimen y grave pecado. Esta es mi angustia y el dolor por el hecho de que algunos sacerdotes y obispos hayan violado la inocencia de menores y su propia vocación sacerdotal al abusar sexualmente de ellos. Es algo más que actos reprobables. Es como un culto sacrílego porque esos chicos y esas chicas le fueron confiados al carisma sacerdotal para llevarlos a Dios, y ellos los sacrificaron al ídolo de su concupiscencia. Profanan la imagen misma de Dios a cuya imagen hemos sido creados. La infancia, sabemos todos es un tesoro. El corazón joven, tan abierto de esperanza contempla los misterios del amor de Dios y se muestra dispuesto de una forma única a ser alimentado en la fe. Hoy el corazón de la Iglesia mira los ojos de Jesús en esos niños y niñas y quiere llorar. Pide la gracia de llorar ante los execrables actos de abuso perpetrados contra menores. Actos que han dejado cicatrices para toda la vida.
Sé que esas heridas son fuente de profunda y a menudo implacable angustia emocional y espiritual. Incluso de desesperación. Muchos de los que han sufrido esta experiencia han buscado paliativos por el camino de la adicción. Otros han experimentado trastornos en las relaciones con padres, cónyuges e hijos. El sufrimiento de las familias ha sido especialmente grave ya que el daño provocado por el abuso, afecta a estas relaciones vitales de la familia.
Algunos han sufrido incluso la terrible tragedia del suicido de un ser querido. Las muertes de estos hijos tan amados de Dios pesan en el corazón y en la conciencia mía y de toda la Iglesia. Para estas familias ofrezco mis sentimientos de amor y de dolor. Jesús torturado e interrogado con la pasión del odio es llevado a otro lugar, y mira. Mira a uno de los suyos, el que lo negó, y lo hace llorar. Pedimos esa gracia junto a la de la reparación.
Los pecados de abuso sexual contra menores por parte del clero tienen un efecto virulento en la fe y en la esperanza en Dios. Algunos se han aferrado a la fe mientras que en otros la traición y el abandono han erosionado su fe en Dios.
La presencia de ustedes, aquí, habla del milagro de la esperanza que prevalece contra la más profunda oscuridad. Sin duda es un signo de la misericordia de Dios el que hoy tengamos esta oportunidad de encontrarnos, adorar a Dios, mirarnos a los ojos y buscar la gracia de la reconciliación.
Ante Dios y su pueblo expreso mi dolor por los pecados y crímenes graves de abusos sexuales cometidos por el clero contra ustedes y humildemente pido perdón.
También les pido perdón por los pecados de omisión por partes de lideres de la Iglesia que no han respondido adecuadamente a las denuncias de abuso presentadas por familiares y por aquellos que fueron víctimas del abuso, esto lleva todavía a un sufrimiento adicional a quienes habían sido abusados y puso en peligro a otros menores que estaban en situación de riesgo.
Por otro lado la valentía que ustedes y otros han mostrado al exponer la verdad fue un servicio de amor al habernos traído luz sobre una terrible oscuridad en la vida de la Iglesia. No hay lugar en el ministerio de la Iglesia para aquellos que cometen estos abusos, y me comprometo a no tolerar el daño infligido a un menor por parte de nadie, independientemente de su estado clerical. Todos los obispos deben ejercer sus oficios de pastores con sumo cuidado para salvaguardar la protección de menores y rendirán cuentas de esta responsabilidad.
Para todos nosotros tiene vigencia el consejo que Jesús da a los que dan escándalos: la piedra de molino y el mar (cf. Mat 18,6).
Por otra parte vamos a seguir vigilantes en la preparación para el sacerdocio. Cuento con los miembros de la Pontificia Comisión para la Protección de Menores, todos los menores, sean de la religión que sean, son retoños que Dios mira con amor.
Pido esta ayuda para que me ayuden a asegurar de que disponemos de las mejores políticas y procedimientos en la Iglesia Universal para la protección de menores y para la capacitación de personal de la Iglesia en la implementación de dichas políticas y procedimientos. Hemos de hacer todo lo que sea posible para asegurar que tales pecados no vuelva a ocurrir en la Iglesia.
Hermanos y hermanas, siendo todos miembros de la Familia de Dios, estamos llamados a entrar en la dinámica de la misericordia. El Señor Jesús nuestro salvador es el ejemplo supremo el inocente que tomó nuestros pecados en la Cruz, reconciliarnos es la esencia misma de nuestra identidad común como seguidores de Jesucristo. Volviéndonos a El, acompañados de nuestra Madre Santísima a los Pies de la Cruz buscamos la gracia de la reconciliación con todo el Pueblo de Dios. La suave intercesión de nuestra Señora de la Tierna Misericordia es una fuente inagotable de ayuda en nuestro viaje de sanación.
Ustedes y todos aquellos que sufrieron abusos por parte del clero son amados por Dios. Rezo para que los restos de la oscuridad que les tocó sean sanados por el abrazo del Niño Jesús, y que al daño hecho a ustedes le suceda una fe y alegría restaurada.
Agradezco este encuentro. Y por favor, recen por mi para que los ojos de mi corazón siempre vean claramente el camino del amor misericordioso, y que Dios me conceda la valentía de seguir ese camino por el bien de los menores. Jesús sale de un juicio injusto, de un interrogatorio cruel y mira a los ojos de Pedro, y Pedro llora. Nosotros pedimos que nos mire, que nos dejemos mirar, que lloremos, y que nos dé la gracia de la vergüenza para que como Pedro, cuarenta días después podamos responderle: ?Vos sabès que te amamos? y escuchar su voz ?Volvè por tu camino y apacentà a mis ovejas? y añado ?y no permitas que ningún lobo se meta en el rebaño?.'

PP. FRANCISCO
 
 
 
 
DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO
13-07-14 (Ciclo A)

El evangelio que acabamos de escuchar, es toda una acción de gracias que brota del corazón gozoso de Jesús ante la acogida que entre los más sencillos va teniendo su Palabra. Jesús da gracias al Padre porque se ha revelado a los últimos de este mundo, mostrando su amor y misericordia para con los sencillos y humildes. No en vano el mismo Jesús nos invita a aprender de él que es “manso y humilde de corazón”.

La mansedumbre y la humildad de Jesús no se contraponen a su misión de anunciar el Reino de Dios con rotundidad y entrega.  Su fidelidad a la misión encomendada por el Padre, le hace seguir su camino sin desvíos ni flaquezas, y la contundencia con la que denuncia la injusticia y el sufrimiento de sus hermanos, los hombres y mujeres más débiles, va siempre acompañado de este sentimiento acogedor y sencillo para todos.

Que necesario se hace en nuestros días asumir las actitudes del Señor. Sometidos a los modos y maneras del mundo, los cristianos corremos el riesgo de comportarnos más según las reglas del mercado, del poder o del bienestar, que conforme al espíritu fraterno, sencillo y misericordioso de Jesús.

Desde niños se nos enseña a competir y pelear. Competimos en los estudios, en las artes y la cultura, en el deporte y en el ocio. Peleamos por ser más que los demás, superarnos respecto de nuestros padres y mayores, y nos olvidamos que la justa promoción humana y el valor de la superación para mejorar, ha de ir siempre acompañada de la sencillez y la humildad para reconocernos limitados y necesitados de los demás.

No sólo hemos de educar a los niños y jóvenes en esta dimensión generosa, servicial y fraterna. Nosotros los mayores debemos reeducarnos también, y recuperar a la luz de la fe, el verdadero carácter cristiano con el que construir nuestras relaciones interpersonales desde valores que nos unan y no nos enfrenten.

La mansedumbre y la humildad son el sustrato necesario para el perdón y la reconciliación. Sólo los corazones sencillos y humildes saben acoger y perdonar con verdad. Podemos recordar ese pasaje del evangelio de S. Lucas donde el Padre espera ansioso la vuelta del hijo pródigo que se había marchado de su lado. No era él el culpable de su marcha y lo sabía, pero lo importante no era buscar culpables. Lo fundamental consistía en recuperar a su hijo perdido, y si para eso tenía que sacrificar cualquier orgullo o reproche no dudaba en hacerlo de corazón y abrazarlo lleno de gozo.

Cuantos de vosotros padres y madres no habéis experimentado el silencio y la paciencia, la humillación y la tolerancia como el medio más eficaz para la reconciliación conyugal y el acercamiento a los hijos. Y por muy grande que haya sido la ofensa sufrida, ¿no ha sido mayor el gozo del reencuentro recuperando así la armonía familiar?

La sociedad necesita de espacios de auténtica humanidad, donde el respeto y la confianza se vayan abriendo paso a la hora de enjuiciar las vidas de quienes nos rodean desde comportamientos más sencillos y menos orgullosos.

Es verdad que en demasiadas ocasiones abrimos brechas en la convivencia que resultan casi insalvables. La intolerancia, la violencia en la sociedad y en el hogar, el egoísmo explotador de los más débiles, todo ello se abre como un abismo de dolor y rencor que es lo más contrario al Reino de Dios que Jesús nos presenta como proyecto de vida. Descubrir la urgencia de ir sanando este mundo desde el amor, y poner todo nuestro esfuerzo en construir puentes de encuentro que favorezcan la fraternidad, es una exigencia de nuestra fe, y un motivo de esperanza para todos.

Jesús nos dice en el evangelio que su yugo es llevadero y su carga ligera. A esta conclusión sólo puede llegar quien asume su misión y condición desde el amor y la entrega a los demás. El yugo de la familia y sus cargas son llevaderos si se viven desde el amor, el respeto y el servicio. El yugo de la amistad y sus cargas, se soportan desde la confianza y la sinceridad. Y así podemos seguir con todo en la vida descubriendo que según cómo nos enfrentemos a cada aspecto de la misma, viviremos en un ambiente interior de gozo y serenidad, o por el contrario desde la amargura y el enfrentamiento.

Hemos de reconocer que en la mayoría de las ocasiones, nuestra forma de enfrentarnos a la vida va a determinar el cómo la vivamos. Si nos movemos en un ambiente interior de paz y esperanza, es más fácil transmitir esa paz en todo lo que hacemos. Si por el contrario caemos con facilidad en los prejuicios, en la envidia o en el mal pensar de los demás, también sembraremos a nuestro lado discordia y malestar. No olvidemos que una de las bienaventuranzas del Señor es “dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”.

Es lo que en esta eucaristía le pedimos al Señor. Que él nos ayude a tener limpieza en el mirar y en el sentir, para que el corazón goce de una salud que nos ayude a ser comprensivos y misericordiosos con quienes nos rodean, y que vayamos creando entre todos un estilo de relaciones humanas basadas en la humildad y la sencillez para podernos reconocer como hermanos y así vivir el gozo de nuestra condición de hijos de Dios.
 
 
DOMINGO V DE CUARESMA


25-3-12 (Ciclo B)



Llegamos al final de la cuaresma para dar paso inmediato a los días más intensos del tiempo litúrgico, y así nos vamos preparando para vivir el acontecimiento central de nuestra fe en la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.



La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos deja apreciar con claridad esa preparación en la misma vida de Jesús para asumir en fidelidad la entrega absoluta de su vida por amor a los hombres, sus hermanos.

Así, mientras que algunos siguen interesados en su persona por la curiosidad que en ellos despierta sus palabras y gestos, otros sentirán el peso de la radicalidad a la que son llamados, renunciando a seguirle y abandonando el grupo de los discípulos del Señor.

Jesús va a ir enfrentándose en los momentos finales de su vida a la incomprensión de casi todos y al rechazo de muchos. Aquel joven nazareno que tanto entusiasmo despertó por sus palabras llenas de autoridad y por sus signos colmados de esperanza, es rechazado al mostrar el verdadero camino que conduce hasta el Padre, la entrega, la renuncia y el servicio. Para dar el fruto que Dios espera, es necesario entregarse sin condiciones a su plan salvador, porque “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo”.

No hay caminos alternativos ni atajos que nos eviten la entrega personal si queremos de verdad seguir a Jesucristo. Tomar el camino del amor egoísta indiferente para con los demás y soberbio ante Dios, sólo conduce a perder la vida, su sentido último y su plenitud.

Para seguir a Jesús no hay otro camino que el andado por él. El camino de la renuncia personal, la búsqueda permanente de la voluntad de Dios y el amor desinteresado para con los hermanos.

El simbolismo del grano de trigo cuya fecundidad depende de su muerte al plantarse en la tierra, se llena de contenido al contemplar a Jesús clavado en una cruz plantada en el Calvario. Cristo es el grano de trigo fecundo que va a colmar abundantemente las aspiraciones de la humanidad, y en medio de la agitación que siente su alma por la misión que ha de asumir en este momento fundamental de su vida, escucha con claridad el respaldo definitivo del Padre “lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. Quien ve a Jesús ve a Dios, quien se une vitalmente a Jesús crucificado compartirá el gozo de Cristo glorificado.

Esta experiencia de fe es importantísimo renovarla constantemente en nuestro corazón porque las dificultades de la vida, los momentos de adversidad y la prueba que debamos superar en cada recodo del camino nos llevarán a sentir también en nuestra alma esa agitación y desasosiego del mismo Señor. No pensemos que para él fue mucho más sencillo que para nosotros mantener firme su ánimo y superar el dolor de las rupturas o del abandono de los suyos. Jesús era plenamente hombre como cualquiera de nosotros y durantes los días santos que se nos acercan contemplaremos la durísima realidad por él vivida.

Pero Jesús sí tenía un asidero indeleble sobre el que sostener su vida, el amor del Padre y su relación íntima con él. La unidad existencial entre Jesús y el Padre Dios que ha acompañado toda su vida, se hace ahora más necesaria y consistente. Y son para nosotros garantía de que Dios también actúa en nuestra vida si vivimos, como Jesús, completamente entregados a él.

Cuando Jesús nos llama al seguimiento en su servicio, lo hace con una promesa firme, “donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará”.

Jesús no nos llama para seguirle a un destino incierto, su llamada es la vida en plenitud, a participar de su misma gloria, a compartir para siempre la realidad del Reino prometido, en una fraternidad universal de hijos e hijas de Dios.

Esta es la meta de nuestra vida para la cual nos vamos preparando a lo largo de la misma sabiendo que muchas veces tendremos que caminar entre luces y sombras, gozos y pesares, dudas y certezas. Pero tengamos muy presente que este camino no lo iniciamos nosotros, sino que lo transitamos tras las huellas de Aquel que nos amó primero y que entregó su vida por el rescate de todos.

Cristo, “a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer”. Su obediencia incondicional y absoluta al plan de Dios fue vivida con entrega y disponibilidad, sin renunciar al sufrimiento que muchas veces llevaba consigo. Porque la obediencia, cuando es veraz y generosa, asume con libertad los costes de la misma por puro amor y en la confianza plena en Dios.

La obediencia de Jesús “llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna”. No seguimos los cristianos a un fracasado de la historia. Somos discípulos del único que ha sellado con su vida la alianza definitiva, y cuya ley ha sido escrita en nuestros corazones para darnos vida eterna.

Pidamos en esta eucaristía, y en los días que nos quedan para vivir la alegría pascual, que el Señor cree en nosotros un corazón puro, como le hemos pedido en el salmo. Un corazón capaz de amar sin reservas a Dios, escuchando su llamada y poniendo por obra su voluntad. De este modo, con la vida renovada por completo, sentiremos de verdad la alegría de su salvación y así nos entregaremos con generosidad al servicio de nuestros hermanos, con quienes estamos llamados a transformar nuestro mundo en el reino de Dios.

Mañana celebraremos, al ser trasladada, la solemnidad de la Anunciación del Señor. Con María Stma. nos abrimos de par en par al don de la vida, que en Cristo ha sido dignificada de tal modo, que nos ha hecho a todos hijos de Dios. Que la Virgen nos ayude a vivir en fidelidad al evangelio de su hijo, y seamos portadores de vida y de esperanza en medio de nuestro mundo.



DOMINGO IV DE CUARESMA


18-03-12 (Ciclo B)

“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.

En esta frase que hemos escuchado en el evangelio de hoy, se condensa con nitidez la obra y la misión de nuestro Señor Jesucristo, quien ha sido enviado por el Padre al mundo, no para condenarlo, sino para que se salve por él.

El cuarto domingo de cuaresma, llamado de laetare, “alegría”, nos presenta en el horizonte la luz pascual donde se cumple de forma definitiva el plan salvador de Dios en la resurrección de Jesús.

Pero para llegar a la luz pascual antes hemos de superar el camino de las sombras y tinieblas, donde es preciso que vayamos transformando nuestra vida para posibilitar que emerja el hombre nuevo cuya viva se identifique plenamente con Cristo.

Vivimos sustentados por una promesa salvífica que nos ofrece la posibilidad de ser hijos de Dios. Esa promesa anunciada por los profetas y esperada por el pueblo de Israel, se ha hecho realidad en la persona de Jesús. “Él es el camino, la verdad y la vida”. La Luz que pone al descubierto todas las obras y conductas del ser humano, para ayudarle a reconocer su desvío en el camino de forma que pueda retomar el rumbo que le conduzca hacia su plenitud en el amor.

La vida de Jesús ha sido un permanente acompañamiento en fraternidad. Asumiendo nuestra condición humana, el Hijo de Dios se hacía partícipe de nuestra debilidad, pero no para sucumbir bajo el peso del pecado y del mal, sino para mostrarnos que es posible superar esa realidad que nos deshumaniza si vivimos bajo la acción del Espíritu de Dios y nos dejamos modelar conforme a su voluntad de Padre.

Sin embargo en multitud de ocasiones hemos dado la espalda a su llamada. Hemos creído como el hijo pródigo que nuestra madurez se encuentra lejos del hogar paterno y que cuanto más lejos estamos de Dios más autónomos, libres e independientes somos. Nuestro egoísmo y soberbia nos llevan a vivir de espaldas a Dios ocultándonos de su mirada y huyendo de la luz que nos denuncia y delata.

Es la experiencia relatada en la primera lectura tomada del 2º libro de las Crónicas. El pueblo entero, con sus jefes y sacerdotes se habían pervertido con las costumbres paganas, viviendo al margen de la Alianza establecida con Dios, y creyendo que una vez llegado el tiempo del bienestar y bonanza, ya Dios no hace falta para nada.

En nuestros días bien podía esto asemejarse a la embriaguez de una sociedad acomodada en sus adelantos económicos y científicos, que se cree autora y dueña de la creación y que interviene sobre ella y sobre la misma humanidad conforme a los criterios que convengan en el momento. Así se va introduciendo en el camino de la insolidaridad para con los pobres, el proteccionismo egoísta de sus bienes, y la subordinación del valor de la vida humana conforme a los intereses del más fuerte.

Y cuando vivimos de espaldas a Dios, buscamos un ídolo al cual entregar nuestra voluntad y del que nos hacemos sus siervos. El ídolo del consumismo, de la violencia y del odio, que van transformando nuestra inteligencia en modas, nuestra libertad en esclavitud, nuestra ilusión en rutina vacía de esperanza.

En esta situación, somos llamados por el Señor a nacer de nuevo, a contemplar al Hijo del Hombre elevado como estandarte de salvación, “para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

El hecho de que la voluntad universal de salvación que Dios nos ofrece sea obra de su amor gratuito, no nos exime de responsabilidades y de tener que dar una respuesta clara en su favor.

La fe que nos salva es para nosotros tarea y compromiso; “el que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado”. Y estas palabras por muy duras que parezcan, no son sino la clarificación de las actitudes que a todos nos mueven.

El evangelio no habla de la increencia como algo involuntario en el hombre. Hay personas que no han conocido a Cristo, no por mala voluntad, sino porque nadie les ha anunciado el evangelio. A estos no se refiere el evangelista.

S. Juan con claridad expresa la causa de la condenación; “que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas”. Esta es la razón de su destino ajeno al amor de Dios.

Dios quiere que todos sus hijos se salven, pero ha puesto en nuestras manos la capacidad de tomar decisiones que abarquen toda nuestra existencia, y de las cuales somos los únicos responsables.

Hablar en nuestros días de pecado, de maldad, de condenación y perdición, parecen trasnochadas, e incluso en ambientes cristianos suscitan rechazo y se busca suavizarlas, cuando no evitarlas. Y preferimos llevar una vida anodina que no nos produzca demasiados quebraderos de cabeza, y mucho menos nos meta el miedo en el cuerpo.

Cuando somos llamados a la conversión no se nos realiza una invitación al miedo o al terror, sino que somos convidados a vivir la alegría del encuentro en el amor y en la paz para con Dios y con los hermanos. Nadie ama por miedo. El amor sólo puede emerger desde la confianza, el afecto, la libertad y el respeto. Y la prueba del amor incondicional de Dios está en que ha enviado a su Hijo al mundo como camino de salvación. Pero a nadie le va a imponer seguir ese camino en contra de su voluntad.

La respuesta del hombre ha de ser libre y responsable, y si bien en su acogida afirmativa al amor de Dios encuentra su dicha y su gloria, en la negación está su condena, por duro que nos parezca el así decirlo.

Los cristianos participamos de la misma misión de Cristo. Y hemos de sentir como propia la tarea salvadora que el Señor inició con la instauración de su Reino. Si creemos de verdad que el Hijo de Dios ha venido al mundo para que el mundo se salve por él, nosotros, hijos de Dios en Cristo, debemos empeñar nuestra vida en esta misma labor, ser portadores de esperanza y de vida para nuestros hermanos.

Que él nos ayude para anunciar con ilusión su evangelio, de modo que por los frutos de nuestra entrega, otros puedan encontrarse con Aquel que tiene palabras de vida eterna.


DOMINGO III CUARESMA


11-3-12 (Ciclo B)



En nuestro recorrido cuaresmal, llegamos ya al ecuador de este tiempo de gracia, y en él, Jesús, que ha sido declarado el Hijo amado de Dios, va a vincular su cuerpo con el Templo del Señor, a la vez que anuncia su próxima muerte y resurrección.

Palabras que todavía no son comprendidas por sus oyentes, ya que lejos de interiorizar en su corazón el mensaje liberador de Jesús, siguen inmersos en sus cálculos, intereses y formas de vida ajenas al amor verdadero y alejados de una auténtica conversión.

El gesto enojado de Jesús, echando duramente a los mercaderes del templo de Jerusalén, causa una enorme conmoción en la sociedad y en el entorno religioso, ya que templo y sacrificios, sacrificios y víctimas, víctimas y negocio, estaban profundamente unidos y en ocasiones seriamente confundidos.

Jesús no critica la práctica de la ofrenda a Dios, cumpliendo así la ley de Moisés en su autenticidad. Lo que no puede tolerar de ninguna manera, es el que esa práctica religiosa que ante todo lo que debe buscar es reconocer la suprema voluntad divina y la escucha de la misma por parte del hombre, se haya convertido en un negocio que mancilla la ofrenda por la perversión de la actitud del oferente, que pretende negociar con Dios su propia salvación. “Habéis convertido mi casa en una cueva de bandidos”. La casa de Dios, lugar de encuentro con el Señor, de oración y de caridad, de amor fraterno y de acogida a la Palabra de Dios para vivirla en fidelidad y coherencia, se había convertido en el mercado del cumplimiento vacío de unas prácticas, por las cuales se creían cumplir suficientemente con el Señor, olvidando el amor a los demás y la obediencia a la voluntad divina. Es la tentación permanente de cosificar a Dios y hacerle un instrumento a mi servicio.

La acción de Jesús viene a reivindicar la recuperación de la auténtica ley mosaica, poniendo al hombre en su sitio en su relación don Dios, y que se sintetiza en la misma afirmación divina; “Yo soy el Señor tu Dios...no tendrás otros dioses frente a mí”.

Sin embargo precisamente ha sido la continua tentación a echarse en manos de otros dioses, cayendo en el pecado de idolatría, lo que ha caracterizado la actitud humana.

Cuantas veces el hombre ha sustituido a Dios por los ídolos; cuantas veces nos hemos erigido nosotros mismos en absolutos frente a Dios y a los demás. Con cuanta frecuencia escuchamos expresiones como “yo soy el dueño de mi vida, yo hago lo que quiero; no necesito de tutores, ni guías espirituales...” Cuantas veces el hombre ha creído que su completa autonomía está lejos de Dios, como si éste fuera su enemigo.

Y sin embargo cuanto mayor es la distancia que nos separa de Dios, mayor es el vacío, el sinsentido y el egoísmo que ahoga nuestra existencia. Porque si expulsamos a Dios de nuestra vida, inmediatamente abrimos las puertas a los ídolos que con falsas promesas de satisfacción inmediata, nos someten y esclavizan, a la vez que nos enfrenta y enemista con nuestros semejantes.

Sólo Dios puede ser tenido por absoluto si de verdad el hombre quiere sentirse libre y realizado, porque en la medida en que nos reconozcamos como criaturas fruto del amor del Creador, seremos plenamente aquello para lo que fuimos por él creados; ser hijos de Dios, en su Hijo Jesucristo y por lo tanto co-herederos de su Reino de amor y de paz.

Manipular la fe, comerciar con las cosas de Dios, pretender utilizar la fe para lograr algún beneficio, lejos de situarnos en el camino del seguimiento de Cristo, nos aleja de él.

Las prácticas religiosas, las ofrendas y las tradiciones, han de ser un vehículo para vivir una fe madura y auténtica, y no cosificarla.

La relación que el hombre establece con Dios, es una relación de amor paterno-filial, en la que la iniciativa siempre la ha tomado el Señor, y a la que nosotros hemos de responder con gratitud y confianza. Dios no nos ha creado para una relación de esclavos, sino de hijos, y por eso tampoco nosotros podemos acoger su llamada a la vida para vivirla desde el interés o el utilitarismo. Sólo una sana relación de respeto, de amor y de confiada obediencia al Señor, nos realiza como personas y como creyentes. Así la vivió el mismo Jesús nuestro modelo y maestro.

Jesús siempre se nos ha manifestado en plena armonía con el Padre Dios, buscando los momentos de encuentro personal con él, en la oración de escucha y contemplación, atendiendo a su Palabra y viviendo conforme a su voluntad, porque como él mismo nos dice no ha venido para hacer su voluntad, sino la voluntad del que lo envió. (Cfr. Jn 5, 30b) Sólo a través de Jesús podemos establecer esta relación con Dios, y sólo la manera de relacionarse Jesús con el Padre es la adecuada para nosotros.

No busquemos otros sustitutos en el camino del encuentro con Dios. No nos engañemos pensando que al margen de Jesús, o por otra ruta distinta de él y de su Iglesia, podemos entablar una relación madura y auténtica con el Señor.

Quien cree que su libertad y autonomía le impide aceptar una palabra distinta de la suya propia, lejos de abrir su corazón al amor, lo está cerrando a su egoísmo.

La ley dada a Moisés por Dios en el Sinaí, ha sido llevada a su plenitud por Jesús, quien lejos de renegar de ella, la ha superado con su entrega y amor absoluto a la voluntad del Padre. Ese amor que S. Pablo nos invita a vivir dando testimonio personal con nuestra vida.

La fe en Cristo es muchas veces necedad para quienes se sienten satisfechos con sus bienes materiales y sus logros personales.

Para otros que se han construido un dios a su medida, autocomplaciente y mudo, resulta escandaloso aceptar al Dios de Jesús que nos indica cuál es el camino, la verdad y la vida que nos ofrece a quienes respondemos a su llamada de amor.

Qué difícil es, mis queridos hermanos, para el corazón soberbio aceptar el don de Dios. Qué difícil para quien pretende ser él mismo el dueño de su vida abrir su corazón para que otro pueda entrar en él. Y sin embargo, cuando el hombre no se postra ante Dios que le ama como a un hijo, acaba arrodillándose ante la bestia que lo somete como a un esclavo.

Pidamos en este tiempo cuaresmal, que el Señor siga infundiendo en nuestra alma la sed de encontrarnos con él. Que nos ayude a retomar el camino hacia él, para vivir así una auténtica vida en plenitud, una vida asentada en la libertad de los hijos de Dios. Que nuestra Madre Sta. María, que cantó con su vida las maravillas del Señor, nos guíe en este caminar cuaresmal, para vivir la conversión personal y sentir el gozo del encuentro con el Señor y con los hermanos.




DOMINGO II DE CUARESMA

4-03-12 (Ciclo B)


En este segundo domingo de cuaresma, podemos centrar nuestra atención en la Palabra de Dios desde la pregunta planteada por San Pablo al comienzo de su carta, “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”, o dicho de otra forma, si Dios sostiene nuestra vida, y descansa en él nuestra esperanza, ¿quién podrá romper nuestra paz y nuestra dicha?

Y sin embargo, a pesar de sentir muchas veces con intensidad esta experiencia personal de encuentro con Dios en el que nuestra fe sale fortalecida, podemos experimentar también pruebas fuertes donde sentimos que todo se tambalea.

Así nos situamos en la experiencia de Abraham. Un hombre que según nos relata la Biblia lo dejó todo para seguir la voluntad de Dios. Abandonó su tierra, se despojó de sus seguridades y se lanzó a la aventura de la fe, puesta en un Dios cuya única promesa fue la de darle una descendencia numerosa. Ciertamente esa promesa lo era todo, porque no olvidemos que el valor de los hijos, de la familia y del número de descendientes era la gran riqueza anhelada por todo hombre de aquel tiempo.

Y cuando Dios cumple su palabra y le da un hijo, le pide un imposible, que se lo ofrezca en sacrificio. Y aunque el relato del A.T. no nos deja entrever ningún atisbo de duda, y Abraham se dispone a cumplir fielmente este terrible mandato, no se nos escapa la dureza de aquella experiencia que rompía su alma. Es el momento de afrontar la prueba de la fe.

Algo similar vivieron los discípulos del Señor. Ellos habían dejado todo para seguir con entusiasmo al Maestro. A su lado fueron descubriendo una nueva forma de vida basada en la confianza plena en Dios y que Jesús iba transmitiendo desde su experiencia familiar e íntima con él. A su vez ese entusiasmo crecía por las palabras y los signos extraordinarios que Jesús realizaba, lo que les hacía confiar plenamente en la intervención definitiva de Dios en la historia para salvarla y transformarla en el Reino anunciado por el Señor, el Mesías.

Sin embargo también llegan para los discípulos los momentos de dificultad, de duda y de abandono. Justo antes de este relato evangélico que acabamos de escuchar, Jesús ha anunciado por primera vez la cercanía de su pasión, se ha enfrentado duramente a Pedro que intentaba persuadirle para que tomara otro camino, y acaba de advertir a sus discípulos que el caminar a su lado conlleva sacrificio, sufrimiento y servicio, de tal manera que “si alguien quiere venirse en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mi y por el Evangelio, la salvará”.

Son momentos de incertidumbre, de sopesar las apuestas realizadas y de asumir opciones fundamentales en la vida. Y así Jesús, como nos narra el evangelio de hoy, toma consigo a sus más cercanos y en la intimidad más absoluta les enseña la realidad de su ser, se transfigura ante ellos. Es decir, les abre el alma hasta el punto de mostrarse tal y como es en su realidad humana y divina, en la verdad de su persona unida a la del Padre Dios. Y en esa experiencia que desborda su capacidad de entendimiento, ven junto a Jesús a dos personajes que sustentan los fundamentos de su vida espiritual, Elías quien representa la profecía, y Moisés, quien recibe la ley de Dios. Profecía y ley, convergen en Jesús, sólo él es el “Hijo amado” de Dios, a quién el señor nos manda acoger y escuchar. Ya no hay más profetas, no hay más intermediarios que disciernan los signos de los tiempos. En Jesús Dios lo ha hablado todo, y no se ha dejado ninguna palabra por decir. De modo que su persona es ahora, y por siempre la Encarnación divina.

Y si en esta larga historia humana, hemos necesitado un pedagogo que nos ayudara a caminar, como dirá S. Pablo, y esa ayuda era la ley que nos marcaba los límites para no salirnos del camino y caer en el abismo. Jesús ha superado la ley por el amor. Un amor entregado hasta la muerte, y donde el Padre Dios no encontró la compasión que sí halló Abrahám para con su hijo Isaac.

San Pablo, buen conocedor de la historia sagrada de su pueblo, y meditando este episodio del Génesis que hemos escuchado en la primera lectura, llega a la certeza de que Dios ha pagado por nosotros un rescate demasiado elevado como para dejarnos de la mano o permitir que alguien nos arrebate de su lado.

Dios nos ha engendrado desde la muerte y resurrección de su Hijo, y el precio de nuestro rescate es la sangre vertida en la cruz por aquel a quien presentó ante el mundo como su “Hijo amado”.

Nada, mis queridos hermanos puede apartarnos del amor de Dios, no hay excusas que justifiquen nuestra lejanía de su lado. Sólo nosotros podemos tomar semejante decisión. Sí, el cristiano que ha vinculado su vida a la del Hijo amado de Dios, a nuestro Señor Jesucristo, no puede temer vivir alejado de él, salvo que libremente tome esta decisión.

Las dificultades de la vida, los sufrimientos y penurias por las que podamos atravesar en un momento dado, no son causa suficiente para apartarnos del amor de Dios, porque por esas mismas realidades ya ha caminado Jesús, y en ellas nos ha mostrado que es posible seguir confiando en Dios, ya que su amor nunca nos deja de la mano.

No confundamos la realidad de nuestra limitación personal y como colectividad humana, con una dificultad insalvable para la fe. Porque la fe, cuando realmente existe, todo lo aguanta, lo soporta y lo supera, ya que la fe, como el amor, “cree sin límites, disculpa sin límites, aguanta sin límites”, la fe que se sustenta en el amor, no pasa nunca.

La transfiguración del Señor, nos está ayudando, en medio de la pesadez del camino, a no dejar de centrar nuestra vida en la gozosa esperanza pascual. Si larga es la cuaresma de nuestra vida, y en ocasiones tendremos que soportar la amarga experiencia de la pasión, no dejemos de contemplar con confianza al “Hijo amado de Dios” que nos sigue sosteniendo y alentando desde su resurrección.

Así con esa serena esperanza, seguro que también podremos sentir lo “bien que se está aquí”, a su lado, porque si centramos nuestra mirada en el Señor, y ponemos en sus manos nuestras vidas, seguro que las llevará a su plenitud.

Vivamos este tiempo de gracia de forma fecunda, para que así seamos en medio de nuestro mundo, fermento de esperanza y consuelo para nuestros hermanos.




DOMINGO I DE CUARESMA


26-2-2012 (Ciclo B)

Un año más el año litúrgico nos ofrece vivir este tiempo cuaresmal como una nueva oportunidad para adentrarnos en el desierto y abrir nuestras vidas al Señor: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia”.

Conviene desde este primer domingo ir desgranando lo que va a ser nuestro recorrido cuaresmal, preparar esta entrada en el desierto de nuestras vidas para aprovechar el momento personal, social y eclesial a fin de transformar nuestros corazones y poder celebrar así el misterio central de la fe de forma plena y renovada.

Nos adentramos en el desierto cuaresmal para que libres de lo superfluo, lo innecesario, aquello que tal vez nos estorba e incluso entorpece, podamos centrar nuestra mirada en Dios y acoger con gratitud su mensaje de esperanza.

Esta ha de ser nuestra primera actitud cuaresmal, la gratitud.

Para agradecer hay que recordar, recuperar la memoria personal, familiar y social, y ver que en medio de las penalidades de nuestra vida, a pesar de descubrir un mundo que no es ni mucho menos el Reino de Dios esperado y anhelado por la humanidad, sin embargo sí hemos tenido presencias del Señor que han suscitado en nosotros esperanza y gozo, y han fortalecido nuestra fe y sostenido el ánimo en medio de la adversidad.

Con los ojos de la fe, los cristianos podemos descubrir que es Dios mismo quien nos alienta en cada circunstancia de la vida, y que sólo en él encontramos la razón para seguir caminando por el sendero de la justicia, la verdad y la paz, rechazando las tentaciones de optar por caminos que nos puedan hundir en el individualismo, la venganza o la indiferencia para con los demás.

Los cristianos tenemos por delante un tiempo en el que debemos mirar en profundidad nuestras vidas, desde la verdad y la confianza. No tenemos ninguna necesidad de enmascarar lo que somos, porque la única mirada que descansa sobre nosotros es la nuestra y la de Aquel que nos ama por encima de todo. Debemos reconocernos en la verdad de lo que somos para apuntalar bien nuestro edificio personal, descubriendo dónde están nuestros anhelos, cuáles son nuestras ambiciones, y en qué ponemos las ilusiones y los deseos. De este modo podremos descubrir si nuestra vida asienta sus cimientos sobre la roca de la fe en Jesucristo, o si por el contrario se sustenta sobre las arenas del egoísmo, donde lo material y el bienestar personal ocupan demasiado espacio en el corazón cerrándolo a Dios y a los hermanos.

Debemos preguntarnos también cuáles son nuestros sentimientos ante los problemas y retos del presente. Es la Palabra de Dios la que ilumina nuestras opciones personales, la toma de las decisiones, el ejercicio de nuestras responsabilidades sociales, o por el contrario nos dejamos fácilmente influenciar por los criterios individualistas o ideológicos ajenos a la fe y a los valores que del evangelio se desprenden.

Esta mirada sincera a la profundidad de nuestro ser nos ha de llevar a vivir este tiempo con confianza. La cuaresma no es el aguafiestas de la vida. No es un tiempo de prohibiciones ni de amarguras. Es el tiempo del encuentro gozoso con el Señor que nos ama y anima a vivir en plenitud la existencia que nos ha dado a cada uno de nosotros. Y porque nos ama, nos llama para que retomemos el camino hacia él.

Una llamada a renovar nuestra vida para que desarrollemos en ella todo lo bueno que el Creador nos ha regalado. No olvidemos, que al igual que a Jesús, es el Espíritu Santo el que nos empuja al desierto.

Es el Espíritu de Dios quien nos mira y nos enfrenta ante el espejo de nuestro ser, no para reprochar infecundamente nuestra existencia, sino para motivar el cambio y el reencuentro con nuestra auténtica dignidad de hijos, y recuperar así la semejanza perdida por el pecado.

Durante este tiempo busquemos espacios de soledad y recogimiento donde orar y escuchar la Palabra de Dios. El no condena ni humilla, no pide sacrificios ni imposibles, sólo espera que recuperemos las riendas de nuestra vida, nos liberemos de las ataduras que todavía nos sujetan a esta forma de vivir materialista y superflua, y nos dejemos conducir por su mano bondadosa a fin de recuperar nuestra libertad y responsabilidad ante Dios y ante los hermanos.

Tal vez la primera tentación que debemos superar es la de la apatía o el dejarnos llevar por la corriente ambiental. Ciertamente nuestro mundo presente no es muy dado a crear espacios de silencio y de reflexión personal, por eso el esfuerzo a realizar es mayor. El ruido que se impone en el ambiente, donde hay tantas palabras vacías e interesadas, nos envuelve y confunde. Por eso se hace tan necesario descansar nuestros oídos en Aquel que tiene palabras de vida eterna. Y un instrumento que en este tiempo puede ayudarnos a profundizar en el diálogo con el Señor, es su propia Palabra, la Sagrada Escritura cuya lectura y meditación son insustituibles en la vida espiritual de todo cristiano. Busquemos espacios tranquilos y sosegados para acercarnos a ella, tanto de manera personal como familiar.

Pidamos hoy al Señor que nos ayude a caminar por este desierto cuaresmal del mismo modo que él lo hizo, dejando hablar al Padre Dios, escuchando su voz y descubriéndole en los acontecimientos cotidianos. De este modo sentiremos la invitación de su llamada a la conversión personal, y acercándonos con humildad al sacramento de la reconciliación, bálsamo reparador por su amor, sanar toda nuestra vida con la fuerza de su misericordia.

Que la austeridad, la oración y la caridad actitudes que el evangelio nos urge a integrar en nuestra vida, nos ensanchen el corazón para vivir este tiempo con esperanza y provoque en nosotros signos fecundos de auténtica conversión, desde los cuales anunciar a Jesucristo en medio de nuestro mundo, con la fuerza y el gozo del Espíritu Santo.



DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO


5-2-12 (Ciclo B)



Hoy es el día del Señor, en el que nos acercamos a nuestra comunidad cristiana para sentir este remanso de paz que nos ofrece la Palabra de Dios y ante la cual contemplamos nuestras vidas desde el gozo inmenso que nos produce el seguimiento de Cristo.

Así nos introducimos en la escena narrada en el evangelio, identificándonos con aquellos discípulos que acompañaban al Señor, descubriendo a un Jesús inagotable ante la ardua tarea de llevar la buena noticia de Dios a todos los rincones de su tierra. Un Jesús que escucha la voz de los necesitados, que se acerca a los enfermos y oprimidos, que libera y sana, y que permanentemente expulsa los demonios interiores que esclavizan y someten la voluntad del ser humano.

Y en esta jornada que compartimos a su lado, también observamos a un Jesús contemplativo, que busca sus momentos para orar y estar más cerca del Padre Dios. Esa es la fuente en la que sacia su sed y donde repara sus fuerzas. Sólo desde la plena confianza e intimidad con Dios, podemos explicarnos el tesón con el que afronta su destino y la autoridad que en todo momento transmite desde la coherencia de su vida.

La oración es para Jesús ese tiempo de encuentro y diálogo con Dios Padre. En ella relee cada día y cada acontecimiento, comparte su experiencia de gozo y de rechazo, se siente confortado para seguir adelante y a la vez pacificado para poder entregarse con absoluta libertad, a pesar de las amenazas y persecuciones que padezca.

Al contemplar el rostro de Dios, pone en su presencia a todos sus hijos más débiles y a quienes va ganando para la causa del Reino. No está solo, sus discípulos y muchos más van acogiendo el proyecto de vida de las bienaventuranzas y toman como senda la justicia, la fraternidad y la paz. En la oración, Jesús pone ante Dios sus preocupaciones y dificultades, sus desvelos y abandonos, pero sobre todo en ese encuentro con Dios colma de dicha y de fortaleza su alma para seguir con entusiasmo y fidelidad la misión que se le ha encomendado.

Esta experiencia también la hemos de vivir nosotros para poder sentirnos acompañados por el Señor en cada momento de nuestra vida, para ser fieles transmisores del evangelio de Jesucristo; “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” exclama el apóstol San Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado. Esta es la misión fundamental de todo creyente. Anunciar la Buena Noticia de Jesucristo en cada acontecimiento y situación que nos toque vivir. Toda acción de la Iglesia ha de estar orientada a esta finalidad, a evangelizar. Nuestras reuniones de grupos, nuestros encuentros de formación, las acciones solidarias y caritativas, los compromisos sociales y políticos, las celebraciones litúrgicas y sacramentales, toda la vida de la Iglesia encuentra su razón de ser en el anuncio del Evangelio.

Los cristianos tenemos que ser mensajeros de la Buena noticia que hemos recibido del Señor y que es donde se asienta nuestra esperanza. Un anuncio que comienza por el testimonio personal, que debe explicitarse con claridad en la transmisión de nuestra fe, y que además se ha de materializar en el compromiso de nuestra vida para la construcción del Reinado de Dios.

Es muy importante hacer muchas cosas, pero lo fundamental es el porqué las hacemos y quién anima nuestra fe y caridad.

Somos mensajeros del amor de Dios manifestado en Jesucristo, y que a través de su palabra hemos de seguir ofreciéndolo al mundo como camino, verdad y vida. Este ha sido el testimonio de los santos y de los mártires a quienes tantas veces recurrimos como intercesores y ejemplos de vida. Ellos dieron su vida por amor a Cristo y a los hermanos, especialmente a los más necesitados, y esa entrega es para la Iglesia, modelo de vida y de seguimiento del Señor.

El creyente en Jesús ha de vivir esas actitudes del maestro; entregarse a los necesitados, a los pobres y enfermos, a los más desamparados y marginados. Pero ha de ser este un servicio y una entrega que se nutren de la oración y del encuentro personal con Dios. Jesús mantenía esa relación estrecha con el Padre, y a través de la oración encontraba luz en su camino y fortaleza para entregar toda su vida a los demás.

Descubrir nuestro ser creyente en la tarea evangelizadora nos llenará de gozo y nos mostrará la fecundidad del amor de Dios en la entrega a los hermanos.

Necesitamos hoy quien acoja esta labor con entusiasmo y confianza. Desde la clara conciencia de que no somos dueños del evangelio sino sus servidores, pero siendo conscientes también de la necesidad de nuestro trabajo, “porque la mies es mucha y los obreros pocos”. Por esta razón debemos seguir animando a tantos hermanos nuestros con quienes compartimos la fe, que se animen a entregar parte de su tiempo al servicio de la comunidad eclesial. Porque todos somos necesarios en esta tarea evangelizadora y es el mismo Jesús quien nos envía como misioneros en medio de nuestras familias, trabajo y ambiente social.

Pidamos también al Señor que siga suscitando personas entregadas a la comunidad para el bien de los hermanos. Hombres y mujeres que desde la llamada a la vida religiosa y al sacerdocio ministerial se entreguen al servicio de las comunidades cristianas para congregarlas en la fe, animarlas en la esperanza y mantenerlas siempre en el amor y la comunión eclesial. Personas que haciéndose cercanas a los demás, y en especial a quienes sufren, sean siempre un testimonio del amor y la entrega de Jesucristo en favor de toda la humanidad.

Pidamos hoy al Señor que nos ayude a tener los mismos sentimientos que S. Pablo; vivir la fe con la plena conciencia de nuestra responsabilidad y con el gozo de sentirnos agraciados por el amor de Dios que siempre nos acompaña y fortalece. Porque como nos enseña el apóstol “todo lo que hacemos por el evangelio, nos ayuda para participar también nosotros de sus bienes”.



DOMINGO IV DEL AÑO


29-01-2012 (Ciclo B)

“Este enseñar con autoridad es nuevo”. En esta frase se expresa el sentir de quienes acogen la Palabra de Dios con un corazón abierto y confiado. Jesús va despertando entre las gentes algo más que la admiración o el asombro. Va calando en lo profundo de sus corazones por la unidad existente entre su vida y su palabra, entre lo que dice y lo que hace.

Ya en el antiguo testamento se nos muestra esta necesaria coherencia entre la palabra que en nombre de Dios se pronuncia y la vida de quien la transmite. “Suscitaré un profeta de entre tus hermanos, pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande”. Dios ha puesto en nuestras manos una misión extraordinaria, una tarea apasionante: transmitir con fidelidad y valor su palabra salvadora. No somos dueños de ella ni podemos subordinarla a nuestros intereses. De ahí que la severa advertencia resulte amenazante para el profeta infiel que manipula, utiliza o profana la palabra de Dios, “el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, es reo de muerte”.

Dios es celoso de su palabra y no puede consentir que en su nombre se pervierta la justicia y la verdad. Dios jamás bendice ni ampara la injusticia que tanto dolor provoca y se revela contra quienes en su nombre oprimen, esclavizan o causan sufrimiento a los demás.

Esa fidelidad absoluta a la palabra de Dios es la narrada en el evangelio de hoy. Jesús manifiesta la plena unidad entre la palabra y el obrar de Dios, entre lo que Dios anuncia y su acción salvadora. Es a la luz de esta vida de Jesús donde nosotros hemos de asentar nuestro testimonio evangelizador.

La palabra de Dios transmitida con fidelidad siempre será una palabra consoladora, una palabra de esperanza, de sosiego y de paz. Una palabra que denuncia la injusticia y la muerte, la violencia y el egoísmo, el sufrimiento que unos infringen a otros.

La palabra de Dios es liberadora de toda opresión, y así el evangelista nos narra cómo Jesús devuelve la vida a quien la tenía arrebatada, liberándolo de las ataduras del maligno.

El personaje del endemoniado que de tantas maneras aparece en el evangelio como un claro caso de marginación social y denigración personal, no sólo está sometido a la imposición de un ser opresor, se encuentra bajo el dominio de su esclavitud perdiendo cualquier capacidad de decisión sobre sí mismo y obrando bajo la influencia del pecado y el mal.

La sanación que Jesús ofrece abarca a toda la persona. Sus gestos de acogida y misericordia, nos muestran ante todo el gran amor que Dios nos tiene y que en medio de nuestras limitaciones no nos abandona y nos sigue llamando a una vida digna y dichosa. Para ello el primer gesto que realiza es liberar al hombre de su opresor, imponiendo el silencio a quien usa la palabra para engañar y someter; “cállate y sal de él”.

Cuando la mentira y la falsedad se abren camino en medio de nuestro mundo, y pretenden ocupar el lugar de los valores fundamentales que conducen nuestra vida, entramos en una pendiente que nos va hundiendo como personas y como sociedad. Las palabras que en otro tiempo tenían claros significados y nos ayudaban a configurar un estilo de convivencia, ahora se desvirtúan y relativizan.

Conceptos tan esenciales como la familia, el matrimonio, la concepción de la vida, la violencia y el terrorismo, la solidaridad en tiempos de crisis, todos ellos tan de actualidad, o son contemplados e interiorizados a la luz del evangelio de Jesucristo, o serán manipulados conforme a los intereses de las ideologías dominantes. De manera que lo que ayer tenía un valor absoluto hoy se pueda relativizar o suprimir si con ello se recaudan los votos necesarios.

Jesús nos muestra un camino nuevo basado en el amor de Dios, pero a la vez construido sobre las bases de la fidelidad y la entrega personal para mantener siempre viva la dignidad inalienable de la persona creada a su imagen y semejanza.

Dios nos avala con su autoridad cada vez que nos entregamos al servicio de los demás transmitiendo con nuestra palabra y testimonio la verdad de la fe que profesamos. Y aunque sintamos la incomprensión o el rechazo de quienes desean imponer su propia amoralidad, el Espíritu del Señor nos anima y sostiene para que compartiendo el don de la unidad seamos fieles testigos del evangelio en medio del mundo.

Somos portadores de una palabra de vida y de esperanza, y con esa convicción debemos ofrecerla a nuestros hermanos “a tiempo y a destiempo”. Eso sí con la sencillez y el respeto de quienes saben que sólo tenemos capacidad para proponer y no para imponer. Los medios por los cuales hemos de anunciar el evangelio jamás pueden desdecirse de su contenido esencial, que son la fe, la esperanza y el amor.

Hoy recibimos del Señor una llamada a la fidelidad. La Palabra de Dios no puede subordinarse a nuestros intereses. Y en nuestros días podemos caer en el riesgo de querer reinterpretar el evangelio para adaptarlo a la conveniencia del oyente moderno, lo cual puede llevarnos a ofrecer una palabra agradable al oído autocomplaciente de nuestra sociedad de bienestar, pero que nada tiene que ver con el Evangelio de Cristo. El único modo de evitar este riesgo, y la garantía de autenticidad a la que todos tenemos derecho está en la comunión eclesial, que animada por el amor, la comprensión y la búsqueda fiel de la voluntad del Señor, se nos transmite por medio de nuestros pastores, sucesores de los apóstoles del Señor.

Pidamos en esta eucaristía el don del Espíritu Santo. Que Él nos ayude a vivir la fe de tal manera, que demos testimonio auténtico de Jesucristo, y transmitiendo con generosidad su evangelio, pueda ser reconocido por todos como su único Señor y salvador.





DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO


15-1-2012 (Ciclo B)

Inmersos ya en el tiempo ordinario, tras las fiestas navideñas, la Palabra de Dios nos muestra la vida adulta del Señor y su misión al servicio del Reino de Dios. Para lo cual va a ir llamando de forma distinta, pero siempre cercana y personal a sus primeros discípulos.

Desde la Palabra que hemos escuchado varias son las llamadas que recibimos. La primera de ellas parte del mismo Dios, quien se acerca a nuestro lado con respeto y delicadeza, esperando que lo acojamos con entera disponibilidad.

Samuel, uno de los grandes profetas del Antiguo testamento puede representar a tantas personas en búsqueda de Dios y que necesitan de alguien que les ayude a discernir dónde está realmente el Señor. Cada uno de nosotros, en distintos momentos de nuestra vida podemos sentir alguna llamada y creer que Dios nos habla en lo más íntimo de nuestro ser; pero necesitamos de personas que nos acompañen a discernir lo que nuestro corazón y mente van sintiendo, personas honestas y autorizadas, verdaderos guías del espíritu, que nos ayuden a reconocer a Dios a nuestro lado, a saber escuchar su voz, e interiorizar su palabra para acoger su voluntad. Toda nuestra espiritualidad va a depender de ello, y en la medida en la que me sienta acompañado por Dios y así lo celebre con el resto de los hermanos creyentes, mi fe se verá reforzada.

Dios ha querido entrar en diálogo con el ser humano, y ese momento encuentra su realización plena en la vida de Jesús, el Hijo amado del Padre. Él nos llama a cada uno de nosotros como lo hizo con aquellos discípulos suyos. Y al igual que ellos, también nosotros necesitamos saber dónde está él, “¿Señor, dónde vives?”. Pregunta que se hace más urgente en los momentos de oscuridad o de cansancio espiritual por el que tantas veces podemos pasar en la vida.

La respuesta de Jesús es una invitación a seguirle y conocerle personalmente: “venid y lo veréis”. En ese seguimiento vamos descubriendo la entrañable persona de Jesús. Un hombre capaz de implicarse en la vida de los demás compadeciéndose de los que sufren, comprensivo con los débiles, que no rechaza a los excluidos sino que come con ellos. Un Jesús que sana el corazón abatido por la vida y que ama a todos sin distinción mostrando el camino de la entrega, el perdón y la reconciliación como garantía de encuentro con Dios y recuperación de nuestra más auténtica humanidad.

Pero hay algo mucho más impresionante. En el seguimiento de Jesús los discípulos van descubriendo el rostro de ese Dios al que él llama Padre. Es un Dios misericordioso y compasivo, pero que se revela ante la injusticia y cualquier clase de opresión, máxime cuando se comete contra los más indefensos. El Dios de Jesús no se desentiende del mundo, no puede abandonar la obra de su amor, y por ese mismo amor creador se ha encarnado en él. Ese es el gran descubrimiento que transforma por entero nuestra existencia, no el haber encontrado sólo a un hombre extraordinario, sino sobre todo haber encontrado a Dios hecho hombre en la persona de Jesucristo nuestro Señor y Salvador.

Desde esta experiencia fundamental escuchamos una vez más una carta apostólica de San Pablo. Pablo que vivió esa experiencia de encuentro con Jesucristo sintió la transformación de su existencia, de modo que todo su ser y la comprensión de la realidad que le rodeaba quedarán traspasados por la fe en el Señor. Así afronta en esta carta que hemos escuchado un tema de permanente actualidad, y con el valor de quien se sabe asistido por el Espíritu de Dios realiza una seria llamada a la renovación de las relaciones interpersonales más íntimas y que han de estar orientadas a la mutua donación de los esposos desde el amor sincero, respetuoso y libre, propio del matrimonio entre el hombre y la mujer.

Si miramos cómo está siendo tratado este tema en nuestros días, podemos darnos cuenta de que se siguen cometiendo abusos que lejos de humanizarnos nos envilecen. La sexualidad se ha banalizado tanto que se quiere mostrar como algo normal lo que en el fondo a todos nos abochorna y escandaliza.

Matrimonios rotos por la infidelidad de los esposos. Mujeres inmigrantes explotadas y oprimidas sacadas de sus países bajo engaño de trabajo digno y que al llegar aquí se ven condenadas a la prostitución. El comercio de la pornografía infantil que destruye la infancia y marca para siempre la vida de niños y niñas por dar enormes beneficios a sujetos aparentemente respetables, pero carentes de escrúpulos. La frivolidad del modo de vida de algunos famosos que airean su vida más íntima buscando la fama a cambio de su propia dignidad.

Todo esto va configurando un modelo de sociedad donde se pierden los valores más elementales, de respeto a uno mismo y a los demás cambiándolos por el hedonismo egoísta e irresponsable. En vez de educar a las jóvenes generaciones desde el conocimiento sano de su sexualidad y el modo adecuado de establecer relaciones interpersonales auténticas, basadas en el amor y su dignidad, se les deja a su libre albedrío, ofreciéndoles parches que les eviten asumir responsabilidades y en el peor de los casos mostrándoles la vía del aborto como solución a un problema que ellos mismos se han buscado y para el que nadie les había preparado. El año pasado hubo más de 10.000 abortos de adolescentes en España.

Ante esta situación, la voz de la Iglesia ha de anunciar el evangelio de la vida, desde el amor a Cristo y a los hombres. Y al igual que S. Pablo también nosotros debemos ofrecer una palabra acorde a la moral cristiana, que ilumine toda nuestra vida así como las relaciones que establezcamos con los demás, desde la verdad y la fidelidad para con los fundamentos de nuestra fe.

Un cristiano no puede llevar una vida disoluta e inmoral, tan semejante a los modelos del ambiente que en nada se diferencie de los demás. Porque para eso qué tiene de especial su supuesta fe. Nada.

San Pablo nos enseña como ha de ser Cristo quien viva en nosotros, abriendo nuestra vida a su amor y misericordia para dejarnos transformar por él y favorecer que emerja el hombre nuevo al que estamos llamados a convertirnos por su gracia.

La vida cristiana debe iluminar con su autenticidad la totalidad de nuestras relaciones, y por la forma de vivir la vocación matrimonial se ha de transparentar el amor puro y verdadero del Señor, que en la fidelidad de los esposos expresa su permanencia y cercanía.

En la escuela del hogar, los niños y los jóvenes se abren a la vida, a sus posibilidades futuras y al modo como orientar su existencia desde el modelo integrado desde pequeños por el amor recibido. Crecer en un entorno familiar sano y equilibrado, donde los roles de la maternidad y paternidad están claramente definidos y asumidos, experimentando que el amor, el respeto y la fidelidad de sus progenitores son valores que asientan y fundamentan la felicidad del núcleo familiar, es la mejor garantía para un desarrollo adecuado de sus personas.

Todos necesitamos de acompañantes que nos ayuden a madurar en la vida, personas que desde la cercanía, el amor, el respeto y la comprensión nos acerquen a Jesús nuestro maestro. Él nos habla al corazón e ilumina nuestra vida con su amor, para que vivamos la dignidad de los hijos de Dios.

 
Que el Señor nos ayude para vivir con madurez nuestra experiencia cristiana, desde la coherencia y la fidelidad con el evangelio que anunciamos.

 
 

 
DOMINGO IV DE ADVIENTO
18-12-11 (Ciclo B)

Al llegar al final de este tiempo de Adviento, la Palabra de Dios nos regala con una de las páginas más bellas de la Escritura. El diálogo entre el enviado de Dios y María, nos descubre una experiencia llena de ternura, de confianza y de disponibilidad.

“Alégrate llena de gracia”; con este saludo tan denso, el ángel se presenta ante María, una humilde joven de Nazaret, que del anonimato más absoluto, va a pasar a ser protagonista fundamental de la Historia de la Salvación.

La vida de María, desde el momento de su nacimiento, ha estado bendecida por Dios. Y es la profundidad de su vida espiritual, su experiencia de fe y su capacidad de servicio, lo que capacita a María para recibir esta propuesta de Dios con responsabilidad y entera disponibilidad.

Pero seguimos desgranando este Evangelio tan hermoso; Ante el sobresalto de María, por esta presencia inesperada, el enviado de Dios, Gabriel, prosigue con el contenido fundamental de su misión. María es la elegida por Dios para ser la puerta de su Encarnación en la historia. Y aunque todos los elementos humanos estén en contra de esta posibilidad, el ángel explica cómo acontecerá esta acción divina: “la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que va a nacer se llamará Hijo de Dios”.

Para Dios nada hay imposible, no tiene más que mirar la situación de su prima Isabel. Ella también ha sido elegida por Dios para que de sus entrañas nazca quien preparará el camino al Señor.

Y el diálogo concluye con esta frase que tantos creyentes han ido repitiendo a lo largo de su vida, “aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

En un texto tan breve, se condensa toda una vida orientada por entero al Señor. Y ante el inmenso amor que María siente por parte de Dios, se llena de ilusión y de esperanza al recibir de su mano la misión más importante que jamás nadie haya recibido.

Ser la madre de Jesús, el Mesías, el Salvador, se contempla ahora como una bella responsabilidad, llena de gozo y de futuro esperanzado.

La vida de la madre estará siempre unida a la de su hijo, vivirá pendiente de su suerte y se convertirá en víctima inocente del mismo destino que a él le aguarda. Desde el momento de su concepción y hasta el pié de la cruz en el Calvario, María acompañará a su hijo, compartiendo su misma vida y su misma muerte.

En María todos hemos puesto nuestra mirada como modelo de creyente. Ella nos muestra el camino que conduce hasta su Hijo, nos alienta en todos los momentos de nuestra vida y nos sostiene ante las dificultades.

El pueblo de Dios la ha otorgado los más hermosos títulos que adornan su figura, y también aquellos por los que busca su amparo. Ella es abogada nuestra, aquella que vuelve sus ojos misericordiosos en medio de este valle de lágrimas.

Y en ella encontramos los cristianos a la madre que el mismo Señor Jesús nos regaló para que alentara nuestra fe y nuestra esperanza.

En nuestros días siguen siendo muchas las personas que a ejemplo de María entregan su vida al servicio de los demás. Con su generosa disponibilidad van sembrando de amor y de ilusión este mundo nuestro a través de múltiples servicios dentro y fuera de la Iglesia.

Esta es la respuesta que todos debemos dar al Señor en medio de nuestra vida, que se haga siempre su voluntad. El no nos va a pedir cosas imposibles ni que superen nuestras capacidades. Y si se fija en nosotros para una tarea concreta bien en la vida laical, sacerdotal o religiosa no es para complicarnos la existencia, sino para hacernos responsables de ella siendo plenamente felices en la entrega generosa al servicio de su Reino.

La fe no es una realidad que pueda reducirse al ámbito de lo privado, al silencio y oculto del corazón. Ciertamente es una experiencia de encuentro personal con Dios, pero que de forma inmediata se pone en camino, en apertura a los demás y en comunión fraterna con quienes sentimos arder en el alma la misma llama del amor del Señor. No en vano la colecta de este día es la gran llamada a la solidaridad que todos recibimos desde la urgencia de quienes padecen el sufrimiento que la pobreza y el abandono les ocasiona. Hoy es el día de mirar más allá de lo individual y sentir la necesidad de ser generosos con los necesitados, porque en ellos Dios nos llama a socorrer su necesidad.

Queridos hermanos. Nos acercamos a vivir el nacimiento del Señor. Y año tras año lo rememoramos con la ilusión y la esperanza de que por fin sea una navidad de paz y de felicidad para todos. Pero este deseo permanente depende en gran medida de nuestra disposición personal, de nuestra acogida a la llamada que Dios nos hace y a la que debemos responder con generosidad. El nos señala con su estrella el camino que nos conduce a su presencia para que lo recorramos unidos en una misma fraternidad. De este modo podremos cantar la gloria de Dios, que llena de paz la vida de los hombres y mujeres de buena voluntad.

Que María, la mujer que se hizo servidora del Señor, y desarrolló plenamente su libertad al ponerla confiadamente en las manos amorosas de Dios, nos enseñe a vivir la entrega personal desde la confianza y así podamos como ella alegrarnos en Dios nuestro Salvador, cuya misericordia cantamos por siempre, dando testimonio con nuestra vida de Jesucristo, cuya venida a nuestras vidas anhelamos.


DOMINGO III DE AVDIENTO
18-12-11 (Ciclo B)

 
“Estad siempre alegres en el Señor”, este domingo llamado precisamente así, “Gaudete”, el del gozo, nos sitúa ante la cercana venida del Señor. Cómo no estar gozosos cuando sentimos cada vez más próximo el nacimiento del Salvador. Es el gozo de aquellos a los que van destinadas las palabras del profeta Isaías, los pobres, los cautivos, los enfermos. Estar alegres en el Señor porque en medio de la oscuridad e incertidumbre, hemos de hacer brillar la luz de la esperanza que se sostiene sobre la siempre viva antorcha de la solidaridad.

 

El adviento cristiano debe preparar la venida del Señor de forma efectiva y para todos. Al igual que Juan el Bautista hace dos mil años, nosotros hoy somos los precursores, los que allanamos el camino al Señor. Y allanar el camino al Salvador supone rellenar los huecos y recortar las montañas.

 
El Espíritu del Señor ha sido derramado sobre nosotros para anunciar la Buena noticia a los que sufren, vendar los corazones desagarrados, proclamar la libertad de los cautivos y el año de gracia del Señor.

De esta forma vamos preparando el camino por el que el Mesías quiere acercarse a cada ser humano para morar de forma permanente en él y colmar así de esperanza y dicha su existencia.

Pero como decía hemos de rellenar los huecos y vacíos que hay en nuestro entorno y a la vez tirar abajo aquellos muros o montes que dificultan el desarrollo del reinado de Dios.

En estas fechas donde tanto se consume, hemos de vivir la caridad cristiana con los hogares vacíos de lo imprescindible para subsistir. En momentos donde nos deseamos de corazón los mejores sentimientos entre los amigos y familiares, tenemos que llenar de fraternidad y de misericordia los huecos que la marginación y el desarraigo provocan en tantos inmigrantes alejados de sus seres queridos.

Pero también hay que derruir lo que nos impide ver el horizonte de Dios. Ante los muros que levantan la violencia y el odio, hay que cimentar la justicia y la paz desde bases sólidas de convivencia y respeto en la solidaridad con las víctimas. Ante las barreras que suponen los miedos y recelos para con aquellos que viven excluidos y en la calle, hemos de limpiar la mirada del corazón y descubrir en ellos a unos hijos de Dios, y por lo tanto a hermanos nuestros.

 
La vida de Juan el bautista fue acogida por muchos como un don de Dios. Su llamada a la conversión y a recibir un bautismo que abriera la puerta a un estilo de vida nuevo, basado en la misericordia y en el amor, fue seguido por muchas personas que anhelaban una vida más digna y fraterna.

Pero la voz de Juan no sólo anunciaba la cercanía del Salvador. También denunciaba la injusticia y la opresión; tanto en el plano de la vida pública, como en los comportamientos morales individuales donde se gestan las acciones que condicionan nuestra vida y las de los demás.

 
Preparar el camino al Señor para favorecer que su reinado se implante en nuestras vidas, no será posible si no conlleva la conversión individual, la de todos sin excepción.

Ciertamente que la meta no es quedarnos en el intimismo. Que la fe ha de vivirse y desarrollarse en comunión con los hermanos de forma que sus frutos redunden en la transformación de toda la realidad. Pero la única manera de poder transformar este mundo nuestro e implantar en él el reino de Dios, es haciendo que primero Dios reine en nuestros corazones y así, con nuestra vida renovada en su totalidad, transparente y testimonie la verdad de una existencia totalmente entregada al servicio del Señor y de los hermanos.

Esta llamada a la conversión y al cambio radical de nuestras vidas, también va a encontrar serios detractores. Personas que como a Juan nos cuestionen con qué autoridad nos permitimos los cristianos denunciar comportamientos asumidos socialmente e incluso justificados y amparados legalmente.

Cuando la Iglesia, a través de sus pastores, ofrece una palabra iluminadora de la vida cotidiana, sus primeros destinatarios somos los cristianos, pero no los únicos. También se ofrece a todo el que lo desee una palabra de esperanza y una doctrina que ayude a vivir en plenitud.

Y el hecho de que otros dirijan sus vidas por caminos distintos y contrarios no nos desautoriza en absoluto, sino que nos diferencia, lo cual además de bueno es necesario.

 
En una sociedad como la nuestra que tantas veces atenta contra la vida y la dignidad de las personas, no sólo tenemos que denunciar las agresiones que padecen quienes gozan de plenos derechos; tenemos que defender con valor a los indefensos y a los sin voz. Así lo hacemos cada vez que nos situamos frente al odio y la violencia, contra los malos tratos que tantas mujeres padecen a manos de los hombres, cada vez que alzamos nuestra voz en contra del aborto o de la eutanasia. No es más digna una vida por el hecho de haber concluido su proceso de gestación, o por gozar de buena salud, o por contribuir al bien común. La vida o tiene dignidad siempre, porque así se la ha dado su Creador, o nadie puede otorgársela de forma arbitraria.

 
La llamada del adviento a nuestra propia conversión, exige de nosotros una conciencia clara de nuestra responsabilidad personal y social. Y por muchas que sean las dificultades que hoy encuentran quienes se comprometen en esta defensa de la persona en su totalidad, no por ello su misión se ve deslegitimada o desprotegida. La comunidad cristiana la bendice, sostiene y anima con su oración y aliento.

El tiempo de adviento canta constantemente “Ven Señor Jesús”. Y Jesús ya vino hace dos milenios, viene hoy en nuestro presente concreto, y vendrá a nuestro encuentro en la consumación de nuestra vida. Pero su venida sólo es gozosa si es acogida. Pedirle al Señor que venga, supone abrir nuestra vida para que entre en ella, de modo que habitados por su Espíritu, prolonguemos con nuestros gestos sencillos pero eficaces, su obra de salvación.

 
Dios sigue enviando su mensajero delante de los hombres para prepararle el camino. Y lo mismo que ayer Juan el Bautista se entregó con eficacia y valor, anunciando a tiempo y a destiempo la venida del Salvador, ese mensajero hoy somos cada uno nosotros. Que el Señor nos sostenga en este empeño y nos dejemos sorprender por su venida, para que así nos sintamos renovados en la esperanza y en el amor.




DOMINGO II DE ADVIENTO
4-12-11 (Ciclo B)

En este segundo domingo de adviento, la llamada del Señor a través de los personajes de la Sagrada Escritura, es la de “prepararle el camino”. Una tarea a la que el pueblo de Dios ha sido siempre urgido y que en diferentes momentos de densidad espiritual, la ha vivido con esperanza e ilusión.

Ciertamente si echamos una mirada a nuestra historia podemos comprobar con tristeza que la realidad humana actual no difiere demasiado de la de otros tiempos. Sí que la sociedad ha evolucionado en la tecnología y la ciencia, que los adelantos actuales permiten salir de la propia tierra hacia el espacio algo inimaginable para generaciones pretéritas. Pero en el fondo del ser humano, en su forma de vivir y relacionarse con los demás, en sus anhelos más profundos ¿podríamos decir que hemos cambiado tanto? Todos buscamos la felicidad, luchamos por sobrevivir y fundamos nuestra dicha en las relaciones más personales y cercanas, con los nuestros. Algo que desde siempre ha procurado desarrollar el hombre con igual intensidad.

Sin embargo los mismos problemas afectan a esta humanidad en el discurrir de los tiempos. A la luz de la Sagrada Escritura vemos cuantas veces se nos narran sucesos que oscurecen el Plan salvador de Dios. Enfrentamientos, opresiones, injusticias, abusos del inocente, guerras… Hechos que a pesar de distanciarse de nosotros en miles de años, sin embargo destacan en nuestra mente con una frescura singular.

Cómo no vamos a comprender el sufrimiento del pueblo hebreo en medio de una guerra que lo aniquilaba, cuando en nuestros días son demasiados los pueblos en guerra que se acercan a nuestro hogar por el televisor. Cómo no vamos a saber lo que sufre el inocente oprimido cuando en nuestros días millones de seres humanos mueren en la miseria y el abandono. Cómo no vamos a sentirnos cercanos al dolor de los enfermos y desahuciados que buscaban con desesperación quien les acogiera cuando en medio de esta sociedad tan avanzada hay ancianos y enfermos que acaban sus días en el olvido hasta de sus familiares más cercanos. Cómo no vamos a comprender y solidarizarnos con el dolor de las víctimas del terrorismo, cuando el fanatismo religioso o político siguen dejando regueros de sangre a la vista de todos.

 
Y a la luz de esta realidad podemos preguntarnos, ¿dónde está la salvación de Dios? Qué es lo que celebramos en navidad, el acontecimiento histórico de la entrada de Dios en nuestra vida, o el recuerdo de una promesa incumplida. Y es entonces donde ha de abrirse paso con fuerza la luz de la esperanza y de la fe.

“No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos”, nos ha recordado el apóstol S. Pedro en su carta. La historia contemplada con los ojos de Dios supera el tiempo y sus acontecimientos concretos. La navidad no es la manifestación de un deseo imposible, sino el recuerdo de un hecho que cambió la historia humana porque Dios entró en ella para asumirla y sanarla, compartirla a nuestro lado y regenerarla de modo que la semilla de su reino ha sido sembrada y su crecimiento, aunque lento y costoso, es imparable.

Por ese motivo en este tiempo de gracia recordamos tantas veces el mismo estribillo, “preparad el camino al Señor”, o como también insiste el profeta Isaías, “consolad, consolad a mi pueblo dice vuestro Dios, habladle al corazón”. Si nuestra experiencia de fe nos presenta con toda su fuerza esta cercanía del Señor en medio del tiempo presente, hemos de desbrozar el camino para favorecer su encuentro con los hombres y mujeres necesitados de esperanza.

Preparar el camino al Señor no es una frase añeja en un libro caduco. Es un imperativo moral vivo y actual, que brota de la misma persona de Jesucristo de cuya Buena Noticia somos nosotros sus testigos.

Es verdad que la realidad social, humana, política y económica no ha sido saneada en su totalidad.

Que por mucho que nos esforcemos los cristianos nada nos garantiza un cambio radical de la historia. Pero esta triste limitación no debe vencer nuestra esperanza ni la adhesión vital al proyecto de Jesús. Él tampoco modificó la historia inmediata de su pueblo, pero con su entrega nos abrió la puerta de la salvación. Una realidad que trasciende los límites de nuestra historia, pero que hunde sus raíces en nuestra realidad presente.

Sabemos que es difícil cambiar la realidad de forma inminente, y que por muchos gestos de solidaridad y justicia que tengamos para con los más necesitados, no vamos a erradicar el hambre y la miseria de inmediato, o expulsar la lacra de la violencia y el odio con la ignominia que supone para toda la humanidad. Pero también sabemos que en cada signo de fraternidad que tenemos para con nuestros hermanos más pobres e indefensos, estamos cimentando de amor y de esperanza las relaciones humanas. Y aunque sean aparentemente insignificantes, son expresión real de que algo en este mundo se va transformando en la línea del Reino de Dios.

 
El adviento es para nosotros los cristianos tiempo de esperanza y de compromiso. Con el recuerdo vivo y fresco de lo acontecido en la historia humana en aquella primera navidad, sabemos con certeza que Dios está entre nosotros. Que su amor se ha derramado de forma plena y permanente en su Hijo Jesús y que en él hemos sido tomados como hijos e hijas todos nosotros.

Esta experiencia nos ha de llenar de gozo y de consuelo, a la vez que nos ayuda a vivir cada día con ilusión a pesar de las dificultades y penurias que podamos padecer. Y a la vez, porque somos conscientes del don de Dios que hemos recibido por la fe, tomamos con responsabilidad la tarea de preparar el camino al Señor, para que por medio de nuestro testimonio creyente, de nuestras palabras y obras, podamos acercar a los demás nuestra propia esperanza y compartir la auténtica fraternidad.

Es lo que en esta eucaristía le pedimos al Señor, por intercesión de su madre bendita, cuya fiesta de su concepción inmaculada vamos a celebrar este próximo jueves. Que ella nos asista siempre en esta misión de sembrar de esperanza nuestro mundo, y así vivamos con gozo nuestra vocación cristiana.



I DOMINGO DE ADVIENTO
27-11-11 (Ciclo B)

 

Hoy la liturgia de la Iglesia inaugura un tiempo de gracia para todos los cristianos, el Adviento. O lo que es lo mismo, el tiempo de la esperanza gozosa por lo que de forma inminente está por llegar; la Salvación de Dios encarnada en su Hijo Jesús, Señor nuestro.

 

Un tiempo que nos invita a revitalizar en nosotros las actitudes de acogida, apertura y confianza. Todo ello desde la escucha de la Palabra de Dios que interpela y prepara nuestras vidas para disponerlas adecuadamente y así poder recibirle. De este modo, por medio del profeta Isaías y de los diferentes personajes que nos han precedido en esta historia de nuestra salvación, iremos escuchando la voz del Señor cuyo “nombre de siempre es `nuestro redentor”.

Y la primera llamada que en este tiempo escuchamos es la de estar en vela; “vigilad, pues no sabéis cuando es el momento”. Muchas veces recordamos la realidad sorpresiva de la vida. Nuestras capacidades para controlar todos los movimientos y determinar imprevistos, se ven superadas por la constante incertidumbre que encierra todo futuro humano. Nadie puede determinarlo, ni decidirlo de forma permanente, por mucho que se empeñe. Siempre nos sorprende la libertad individual y la responsabilidad que de ella se deriva.

Somos previsores de nuestro futuro y responsables del presente. Y por esta razón debemos saber interpretar bien cada momento y circunstancia a fin de resolver la conducta precisa que más conviene a nuestra vida y a la de los demás. No podemos perder las referencias a la comunidad cristiana y humana porque todos participamos de un mismo destino.

 
La vigilancia del cristiano está marcada por la confianza plena en ese Dios que pasa continuamente a nuestro lado. Comparte nuestra vida y se implica en ella de forma constante y fiel. Vigilar para descubrirlo, acogerlo y escucharle. Vivir en permanente atención a la realidad porque en ella se encarna Dios con la finalidad de transformarla y sanarla en su raíz más profunda. Dios nos habla en cada acontecimiento, en cada situación personal y social. Habla en el susurro de una vida serena y en el drama de quienes sufren. Y sólo si tenemos a punto nuestra capacidad para atenderle podremos encontrarnos con él.

 
Pero también hay espacios donde esa palabra de vida pretende enmudecerse y silenciarse. La llamada del adviento a estar atentos también nos previene frente a las situaciones donde los contravalores que oprimen y tiranizan al ser humano se extienden bajo falsas promesas de felicidad.

 
Nuestra sociedad acomodada del primer mundo se arroja en los brazos de los ídolos del dinero, el poder y el placer, cuyas amplias redes pretenden someter a todos ofreciendo un porvenir donde sólo tengan cabida los valores estéticos y de mercado. Así se comprende el adoctrinamiento de la sociedad con propuestas de familia difusa, de devaluación de la vida en sus estadios menos vigorosos o cuando resultan una molestia indeseada, el establecimiento de las relaciones interpersonales desde la conveniencia individualista y el rechazo de cualquier autoridad que imponga el debido respeto para el desarrollo equilibrado de la convivencia, bien sea familiar o social.

 
Muchas veces da la impresión de que andamos a la deriva por haber renunciado a unos valores que, a pesar de sus limitaciones, garantizaban la estabilidad de nuestro entorno personal y social, y habernos lanzado a la búsqueda de una libertad vana exenta de responsabilidades para con los demás.

Cuando rechazamos a Dios como el referente absoluto de nuestra vida enseguida se apropiará de su lugar alguna ideología totalizadora que nos someterá a su antojo.

Dios no es el enemigo del ser humano, ni un rival para su desarrollo. Al contrario, es su razón de ser y aquel que garantiza su progreso y plenitud. Desde esta realidad podemos comprender el porqué de su encarnación. Cómo sólo desde el amor incondicional y generoso del Padre se puede comprender el deseo de compartir una naturaleza limitada y frágil como la nuestra. Dios se ha comprometido tanto con nosotros que se ha hecho uno más de la humanidad de forma que esta historia humana nuestra es también historia de salvación. Y a pesar de que como nos recuerda el profeta Isaías, muchas veces hemos andado extraviados, y que “nuestra justicia era un paño manchado”, podemos tener la certeza de que “sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla, y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano”.

 
Vivir con esta convicción no nos ahorra las dificultades del presente, pero sí nos impulsa a afrontarlas con esperanza y confianza, de forma que desde nuestro compromiso cristiano y responsabilidad para con el mundo que Dios ha puesto en nuestras manos podamos dar testimonio de Jesucristo y preparar su venida a nuestros corazones y a los de aquellos que lo quieran acoger con apertura de corazón.

 
Son muchas las personas que andan en la vida buscando una razón profunda por la que vivir y un sentido auténtico que dar a su existencia. Y si no reciben una propuesta clara, sencilla y generosa por nuestra parte, desde el testimonio personal y comunitario auténtico y gozoso de ser testigos de Jesucristo, la buscarán en otros lugares con falsas promesas de dicha y libertad.

Cuando Jesús en el evangelio nos llama a la vigilancia, no sólo nos previene a nosotros contra la falsedad del ambiente, también nos llama para que realicemos la tarea que nos ha encomendado y no caer en la comodidad irresponsable de quien se acompleja en su fe y oculta su identidad apostólica.

 
En el evangelio, S. Marcos expresa con claridad cómo Dios ha dejado su casa en nuestras manos confiando a cada uno su tarea. Pidamos para que en todo momento estemos dispuestos a dar razón de nuestra fe y esperanza, comprometiéndonos en el servicio evangelizador y así podamos preparar su venida a nuestras vidas.

 
Que este tiempo de adviento sea realmente un tiempo de gracia y de encuentro con Jesucristo nuestro Señor.




SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO


20-11-11 (Ciclo A)



El tiempo llamado ordinario culmina en esta fiesta de Jesucristo Rey y Señor del Universo, y así la semana que viene comenzaremos el tiempo de Adviento preparatorio de las fiestas de Navidad.

La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos evoca el final de todos los tiempos. Ese momento de la historia en el que toda la realidad sea acogida por el Creador y llevada a plenitud en su Reino. No conocemos el cuando ni el cómo, pero sí sabemos que un día Dios reunirá entorno a sí a todos sus hijos para transformar de forma definitiva este mundo conocido y dar paso a esa realidad anunciada por Jesús, esperada por quienes formamos su Pueblo santo, y ya compartida junto al Señor, por los hermanos que nos precedieron.

 
Proclamamos a Jesucristo como único Señor de nuestras vidas. Sólo a él le rendimos culto y sólo en él ponemos nuestras esperanzas y anhelos sabiendo que como Buen Pastor sale al encuentro de los perdidos y abandonados, para congregarnos a todos en una misma familia fraterna y abierta, donde descansen los agobiados, se reconcilien los enfrentados y juntos alabemos a Dios nuestro Padre por siempre.

El reinado de Cristo comenzado en su vida mortal, se manifiesta también en cada corazón que lo acoge y en cada uno de sus discípulos, llamados a prolongar su obra y a anunciar la Buena Noticia de su Reino. Jesús nos habla siempre en cada situación cercana y próxima. Y nuestra dicha y bienaventuranza se hace realidad si somos capaces de reconocerlo en el hermano necesitado, en el enfermo y abatido, en el hambriento y marginado. Dios mismo se nos acerca a cada uno de nosotros con semblante humilde y frágil, y seremos dichosos si lo reconocemos tan real y tan humano.

El reinado de Cristo no se asemeja al de los poderosos de este mundo. Su trono se asienta en el calvario junto a las cruces y sufrimientos de todos los crucificados. Su corona se clava en sus sienes con las espinas de la opresión, la violencia y la injusticia que padecen tantos inocentes, y cuyo dolor es recogido y elevado ante el Padre. Reconocer en Jesús crucificado el reinado de Dios emergente, implica de nosotros una respuesta solidaria y fraterna.

Jesús llama bienaventurados a quienes son capaces de mirar con el corazón el rostro de los demás y superan sus prejuicios raciales, ideológicos o culturales, porque por encima de todo prevalece el amor al prójimo, al ser humano, al hermano. Cada vez que a uno de estos hacemos cualquier bien, que no cerramos nuestra puerta a su llamada ni volvemos el rostro a su mirada, a Dios mismo hemos asistido y jamás quedará en el olvido del Señor.

Pero si en la generosidad y la solidaridad está nuestra ventura, en el odio o la indiferencia se encuentra nuestra desgracia. Cada vez que cerramos el corazón al necesitado y su llanto cae en el desprecio y en el olvido, es a Dios mismo a quien damos la espalda y aunque su amor todo lo puede y perdona, le cuesta olvidar el sufrimiento de sus hijos a causa de la dureza de sus hermanos.

 
Al proclamar hoy a Jesucristo como nuestro Señor, hemos de revisar con fidelidad el lugar que realmente ocupa en nuestras vidas, buscando esos espacios en los que todavía no ha podido entrar porque hemos dejado que los acaparen otros señores o ídolos.

Nuestra cultura y forma de vida, son muy propicios para vivir en la fragmentación.

Son muchos los que reducen su fe a la práctica de unos ritos religiosos más o menos arraigados en nuestras costumbres, pero carentes de profundidad espiritual, lo cual conlleva la ruptura entre la fe y la vida, relegando la experiencia religiosa al ámbito de lo privado y evitando que toda nuestra existencia sea iluminada por ella.

Dejar que sea Cristo el centro de nuestra vida ha de suscitar en nosotros la necesidad natural de estar en diálogo permanente con él. Llevando a la oración diaria lo que somos y sentimos, nuestros proyectos y problemas para que a la luz de su Palabra experimentemos el gozo de su cercanía y podamos seguir el camino que nos conduce hacia él, en el encuentro con los hermanos.

 
Nuestra libertad y responsabilidad han de desarrollarse desde la comunión con el resto de la comunidad cristiana. Todos nosotros formamos parte del mismo grupo de creyentes y aunque no podamos conocernos unos a otros, sí nos sentimos cordialmente unidos en la misma alabanza y oración al Señor. Desde esta pertenencia comunitaria y fraterna, colaboramos mútuamente para atender a los más necesitados, acompañamos el crecimiento en la fe de los más jóvenes y celebramos una misma esperanza en el amor. Esta experiencia de la fe vivida en unidad va construyendo el reino de Dios por medio de su Iglesia presente y actuante en el mundo a través de la implicación comprometida de sus miembros.

Jesús promovió con insistencia la experiencia de la auténtica fraternidad, un cristiano ante todo es hermano y hermana de los demás, debe asentar sus relaciones en el amor, y fundamentar sus opciones en la justicia, la solidaridad, la misericordia y la búsqueda del bien común. Y aunque la realidad de inseguridad y violencia se mantengan dramáticamente en nuestro mundo, no por ello podemos olvidar la esencia de nuestro ser creyente, porque si dejamos de vivir este principio fundamental que cada día repetimos en el Padre nuestro, Cristo será el sujeto de una bella idea, pero no el Señor de nuestras vidas.

Hoy como en cada eucaristía, volveremos a rezarlo justo antes de disponernos a compartir su Cuerpo entregado por nosotros. Hagamos un esfuerzo para sentir con autenticidad que somos hermanos, y aunque nos cueste muchas veces vivirlo, y tengamos que aceptar nuestra mala conciencia asumiendo nuestra necesidad de conversión por ello, no dejemos de repetir y anhelar día tras día, que el Dios Padre de todos, nos ayude a construir los puentes que nos acerquen y a evitar todo aquello que nos separe.

 
La fe se transmite con la palabra unida al testimonio de la vida, que al ofrecérsela a los demás como el proyecto que merece la pena ser vivido por todos, lo avalemos siempre con la autenticidad de nuestro corazón que confiesa a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador.





DOMINGO XXXIII DEL AÑO


13-11-11 (Ciclo A) Día de la Iglesia Diocesana

Como se nos ha indicado al comienzo de esta eucaristía, celebramos hoy el día de la Iglesia Diocesana, bajo el lema “La Iglesia contigo, con todos”. Una jornada especialmente indicada para renovar la conciencia eclesial y revitalizar nuestro compromiso comunitario y misionero.

La Iglesia de Jesucristo instaurada por él hace casi dos mil años y desarrollada por la predicación apostólica y pastoral de sus discípulos, llega hasta nuestros días con fidelidad y espíritu renovado. Queriendo ser fiel al mandato del Señor de anunciar su Evangelio a todos los pueblos, comparte el presente de las gentes de hoy con sus luces y sombras, gozos y esperanzas, y prepara el futuro de esta humanidad construyendo con ilusión y confianza el reinado de Dios; un reino de justicia, de amor y de paz.

Aquella Iglesia que nacía en Pentecostés con la fuerza del Espíritu Santo es la que hoy se hace realidad en los lugares concretos del mundo, congregadas entorno a un Obispo, sucesores de los apóstoles y animadas por los presbíteros colaboradores de éstos en corresponsabilidad con los laicos y religiosos, partícipes todos de la misión de la Iglesia por su bautismo.

La Iglesia Diocesana de Bizkaia, pastoreada por nuestro Obispo D. Mario, es nuestra Iglesia local en la que cada uno de nosotros vivimos y celebramos nuestra fe, compartimos nuestra esperanza y desde ella vamos construyendo el reino de Dios.

Todos nos sentimos Iglesia porque somos miembros de la misma familia-comunidad. Hijos del mismo Dios que nos congrega ante su altar, y hermanos llamados a vivir la auténtica fraternidad desde la vinculación eclesial y en comunión con ella.

La Iglesia es más que nuestra parroquia o unidad pastoral, aunque sea en su interior donde sentimos su calor y cercanía. La Iglesia la formamos todos los cristianos que caminamos en este pueblo y deseamos transformarlo para que sea más justo y fraterno, superando sus miserias y violencias y dejándolo mejor de lo que lo hemos encontrado. Como nos recuerda nuestro Obispo: “En Ella hemos nacido a la vida nueva, somos alimentados con el pan de la Eucaristía, sanados en nuestras heridas y levantados de nuestras caídas. En ella hemos conocido el amor, la misericordia, el perdón y la fraternidad. Formamos un solo Cuerpo con Jesús, una familia de hijos e hijas, discípulos de Jesús, escuchando su Palabra y sumergiéndonos en el misterio de su vida. Y somos enviados gozosamente, como testigos y misioneros, para hacer presente su misterio de salvación que redime y sostiene la dignidad de toda persona herida en los avatares y caminos de la vida”.

Desde esta experiencia eclesial vivimos nuestra pertenencia a la Iglesia de Bilbao con espíritu comunitario y responsable. Espíritu comunitario que estimula nuestra sensibilidad para con aquellas comunidades más necesitadas que las nuestras, bien por la debilidad de sus miembros o por las necesidades económicas por las que atraviesen. Las comunidades ricas han de compartir con las más pobres por eso la colecta de hoy será para equilibrar esas necesidades, de forma que ninguno padezca una penuria que debilite su apostolado.

Pero también hemos de compartir nuestra potencialidad pastoral, nuestros talentos de forma responsable. Es el Señor quien nos ha dotado a cada uno de capacidades esenciales que debemos desarrollar y poner al servicio de los demás. La fe no es una ideología egocéntrica ni una teoría individual sobre la vida. La fe es una experiencia de encuentro personal con Jesucristo de la cual brota espontáneamente la necesidad de vivirla y comunicarla en el seno de la comunidad cristiana y fuera de ella. En este sentido todos somos necesarios para desarrollar la misión de la Iglesia, cada uno desde sus capacidades, desde los dones que ha recibido del Señor, y viviendo la comunión fraterna para ser en medio del mundo testigos del amor de Dios y transmisores de su esperanza.

En este mundo nuestro, donde tantas veces podemos sentir la frialdad de un ambiente un tanto hostil para con la Iglesia, se hace más necesario vivir esta unidad de fe, de amor y esperanza. En este sentido nuestro Obispo nos anima para que “en esta comunión eclesial aprendemos a amar y a perdonar, a romper las barreras del egoísmo y volcarnos en los rostros sufrientes de nuestro mundo pregonando por todo el mundo el Evangelio, el advenimiento del Reino. El Señor en la Eucaristía se ha hecho don para que nosotros seamos también don para los demás. Llevar a todos los rincones del mundo la luz y esperanza de Dios, su Palabra y su Eucaristía, portar el abrazo del Padre, la vida del Hijo, el amor del Espíritu es la misión y tarea de la Iglesia y, consiguientemente de cada uno de nosotros. Hemos sido enviados a convidar a toda persona, especialmente a las más necesitadas, al banquete nuevo donde todo se nos ofrece como don: “todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios” (1 Cor 3, 1)

En este día de nuestra Iglesia diocesana, debemos recuperar con vigor el sentimiento de la fraternidad cristiana. Por el bautismo fuimos un día incorporados a esta Iglesia, y aquel gesto que fue decisión de nuestros padres en coherencia con la fe que ellos profesaban y que nos han transmitido, lo debemos revitalizar y alimentar cada día con nuestra maduración personal. Porque ahora somos nosotros los que seguimos a Cristo, no sólo por lo que nos han contado nuestros mayores, sino porque de alguna manera hemos sido protagonistas del encuentro personal con Él en el seno de esta Iglesia de la que formamos parte y que nos ha ayudado a razonar, expresar y sobre todo vivir este don que llena nuestra vida con su gracia.

Terminando con palabras de nuestro Obispo D. Mario, imploramos la intercesión de nuestra Madre la Virgen. “María es Quien convierte la casa en hogar. Nuestra Madre es siempre acogida y ternura y Ella nos enseña a amar y edificar la Iglesia como familia. Os invito a dar gracias a Dios por este don, a participar en la vida de nuestra Iglesia diocesana, a purificarnos de todo aquello que impide que sea transparencia y sacramento de Dios en medio de nosotros, a colaborar en su sostenimiento y necesidades, y a participar en su caminar por los surcos de nuestra historia”.



Este es también nuestro deseo y así se lo pedimos al Señor con confianza y gratitud. Confiamos en que su Espíritu seguirá animando la misión de su Iglesia que camina por este pueblo nuestro con ilusión y esperanza, y agradecemos de corazón el don de la fe recibido por el testimonio de tantos hermanos que nos han precedido y supieron cimentar esta Iglesia nuestra sobre la roca de los apóstoles.



DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO


6-11-11 (Ciclo A)



Este mes de noviembre está especialmente dedicado al recuerdo de nuestros seres queridos y que ya han pasado a vivir la plenitud de la gloria de Dios. Los textos de la Sagrada Escritura que en estos días se nos proclaman, desde la fiesta de Todos los Santos hasta el fin del tiempo litúrgico ordinario con la fiesta de Jesucristo Rey del Universo, nos invitan a traspasar con la mirada del corazón la realidad de esta vida presente para confiar en la promesa del Señor y esperar con confianza nuestro encuentro definitivo con él.

Nuestra vida ha de ser vivida con toda su intensidad y consciencia. Ella es un regalo de Dios, quien por su amor inmenso ha creado este mundo nuestro y en medio de él nos ha situado para que naciendo a la vida humana y asemejándonos a su Hijo Jesucristo, nazcamos a la vida divina a la que ha de tender toda la creación.

Así lo ha entendido el autor sagrado en su libro de la Sabiduría. A ella, que es una forma de expresar el ser de Dios la “ven los que la aman y la encuentran los que la buscan”. Nuestro Dios, por medio de diferentes formas y experiencias, ha buscado siempre relacionarse con el ser humano. Dios no es un ser lejano e impersonal que permanece al margen de la vida de sus criaturas de una forma indiferente. La experiencia de los Patriarcas y profetas descrita en el A.T., es para nosotros un testimonio de la relación personal, cercana y amorosa de Dios con su Pueblo.

Claro que la lejanía histórica y las diferentes realidades culturales nos pueden dificultar su comprensión, pero por muy alejada que esté de nuestra propia realidad aquellos hechos y experiencias narradas, sí nos queda suficientemente claro que nuestro Dios no es un personaje distante del hombre, sino su Principio y Fin fundamental, no en vano hemos sido creados a imagen y semejanza suya.

Sólo desde ese sentimiento que nos vincula profundamente al Señor podemos cantar con el salmista “mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”. Sentir sed de Dios sólo es posible si también se experimenta la sequedad del corazón. Y en nuestra vida pasamos muchas veces por momentos de vacío, de oscuridad y también de frialdad espiritual. En ocasiones los vivimos de una forma más inconsciente, y nos aferramos a otras realidades creyendo que podemos llenar ese vacío con cosas materiales o ilusorias.

Cuando nos alejamos de Dios buscamos otros ídolos que llenen su hueco, y nos dejamos invadir de realidades que aunque aparentemente ocupan su lugar siempre nos dejan insatisfechos.

Tomar conciencia de esta realidad nos ayuda a recuperar un corazón sediento que nos ayuda a estar en vela, esperando y anhelando al único que lo puede saciar plenamente.

Una experiencia similar es la que nos ofrece S. Mateo en el evangelio, y que en parte no hace más que narrar la suya propia. El también estuvo preocupado de las cosas materiales, del dinero y del poder que le daban ser recaudador de impuestos. Su lámpara se vaciaba del aceite de la misericordia y de la compasión de los demás buscando satisfacer sus ambiciones y egoísmos, hasta que un día se topó con Jesús.

En ese encuentro descubrió su vacío interior y la riqueza humana que el desconocido le ofrecía. Ante Jesús, Mateo descubrió su pobreza y pequeñez en claro contraste con la vida plena que el Maestro le ofrecía. Y en ese seguimiento confiado y agradecido, fue llenando su lámpara del mismo aceite del Señor; el amor, la cercanía a los demás, el servicio generoso y la compasión ante los que sufren. Un aceite con el que encender la lámpara que ilumine a los demás para mostrarles el camino que conduce a una vida plena y gozosa.

La luz que irradia una vida así va despejando las tinieblas del egoísmo, la injusticia y la desesperanza. Ciertamente todos pasaremos en nuestra vida por momentos de mayor oscuridad, de dolor e incertidumbre, especialmente cuando tengamos que afrontar la prueba de la muerte.

S. Pablo es muy consciente de ello y así nos invita, en su carta a los hermanos de Tesalónica, a permanecer unidos desde la confianza en el Señor. Porque “si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él”.

La lámpara de nuestra fe no sólo ha de alumbrar nuestra vida y calentar nuestra esperanza. Si somos luz en medio del mundo es para iluminar a los hermanos cuyas fuerza flaquean, y sostener en medio de las adversidades de la vida a quienes peor lo puedan pasar.

Ahora bien, sólo podremos desarrollar esta misión si alimentamos nuestra experiencia de fe de forma continua y profunda. Difícilmente podremos acompañar y sostener a quien flaquea si nuestras fuerzas no nos sostienen a nosotros mismos. Eso mismo reprocha Jesús en la parábola a quienes no han previsto alimentar su lámpara con el suficiente aceite. A veces nosotros podemos hacer muchas cosas por los demás, entregarnos apasionadamente a proyectos y empresas que busquen la promoción y la justicia entre los hombres, y eso es bueno y hay que hacerlo. Pero si a la vez no alimentamos el alma que sustenta esa acción, la vida interior de quienes nos entregamos puede ir apagándose hasta perder el sentido por el que actuamos, y así podremos hacer cosas, pero sin el fundamento de una fe que las anima y sostiene.

Hoy es un buen día para ir revisando cómo está la lámpara de nuestra espiritualidad. Si vivimos con el suficiente aceite que la alimenta y da vigor a la luz que desprende, o si por el contrario nos despreocupamos un poco de su cuidado interior.

En la eucaristía encontramos los cristianos la fuente de la que beber para calmar la sed y reponer las fuerzas en el camino de la vida. En ella nos confortamos como hermanos en una misma tarea y, alentados por la Palabra del Señor, sentimos cómo su Espíritu Santo nos sigue sosteniendo y animando para vivir con gozo y esperanza en medio del mundo.

Pidamos en esta celebración para que compartiendo una misma esperanza, vivamos con ilusión nuestros compromisos pastorales y sociales, intentando transmitir a los demás la fe que nos hace hermanos e hijos de Dios.



DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO


30-10-11 (Ciclo A)

Un domingo más somos invitados a compartir este don gratuito de Dios que nos congrega como familia eclesial, para fortalecer nuestra fe y unirnos en la esperanza.

Y la Palabra de Dios que se nos ha proclamado hoy, nos invita a la reflexión profunda sobre nuestra forma de vivir la responsabilidad pastoral y apostólica. El evangelio siempre nos confronta con la vida y en unos casos nos demandará mayor solidaridad para con los pobres, en otros autenticidad en la vida personal y social, o bien una mayor generosidad y profundidad en la dimensión espiritual y vida de oración. Todos sacamos consecuencias prácticas para nuestra vida si con apertura de corazón y humildad acogemos esa palabra del Señor.

Pero en este día, tanto Jesús en el evangelio como el profeta Malaquías en la primera lectura, nos ayudan a mirar con verdad la vida de quienes tienen la misión especial de ser guías y maestros en el conocimiento y aceptación de la voluntad de Dios, los sacerdotes. Y si bien es verdad que todos los cristianos debemos dar fiel testimonio de Jesucristo a través de una vida coherente, no cabe duda de que esta fidelidad ha de ser especialmente cuidada por quienes han asumido una responsabilidad sagrada ante la comunidad eclesial.

En la historia de Israel han existido grandes hombres entregados y generosos, que han dedicado sus vidas por entero al servicio de Dios con dedicación a su pueblo. Ellos han contribuido con claridad a preparar el camino al Señor y disponer debidamente a su pueblo para acogerlo con gozo.

También en la vida de la Iglesia han sido y son innumerables los ministros del evangelio que se han entregado con entusiasmo y dedicación a anunciar el Reino de Dios, sin buscar nada que no fuera la alegría de compartir junto a los hermanos una misma fe y esperanza, y dentro de unos días celebraremos la fiesta de los innumerables santos que han completado su carrera hacia Dios. Gracias a ellos hoy nosotros podemos vivir nuestro seguimiento de Cristo, porque por su testimonio sencillo y fraterno nos han abierto a la fe transmitiéndonos su alegría y avalando con su generosidad y sacrificios la palabra testimoniada.

Sin embargo Jesús y el profeta nos muestran también el lado oscuro del mal ejercicio de este ministerio. “En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y fariseos: haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen”. Que dura crítica, pero con qué claridad es dicha.

Jesús se enfrenta a quienes aprovechándose de su posición ante la comunidad creyente, reducen su misión a la imposición de normas y preceptos o a la condena inmisericorde de quienes los quebrantan, sobre todo por su incoherencia y falsedad. Situándose al amparo de la posición que ostentan se han convertido en jueces de los demás, pero sus vidas quedan al margen de sus juicios, y esto el pueblo entero lo descubre cayendo en el error de valorar los principios de la fe en función de la forma de vida de quienes los enuncian. Es decir, que si un sacerdote nos dice que en la vida hay que ser misericordioso y solidario con los demás, pero él es egoísta y ruin, es que entonces su palabra no sirve de nada. De este modo la misma fe se hace depender de la autenticidad de vida de quien la profesa.

Y aunque en gran medida esto es así, y si nos falta coherencia personal y eclesial difícilmente haremos creíble el mensaje que anunciamos, ante todo debemos saber separar la verdad de la fe de las limitaciones de la vida de quienes la proponen. Y esta es una tarea en la que todos los cristianos tenemos igual responsabilidad.

En nuestro tiempo presente es mucho más destacable la entrega absoluta y desinteresada de los servidores de la comunidad eclesial que sus pretensiones personales. Claro que entre tantos siempre habrá quienes busquen su beneficio personal, o los que reduzcan su labor ministerial a la doctrina desencarnada y carente de compasión, pero no creo que sea ni destacable.

Sin embargo sí es notable el hecho de magnificar cualquier tipo de escándalo eclesial, y dar una imagen generalizada de ese hecho que por muy deleznable que sea sólo responde a la acción de un sujeto y nunca al desarrollo de la vida eclesial. El caso es que esta imagen, en parte real pero también enormemente distorsionada, genera una opinión en algunos sectores de la sociedad e incluso de la propia Iglesia de que o bien todo vale, o no hay que fiarse de nadie.

Y es entonces cuando hay que volver a escuchar la voz del Señor, “haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen”. El hecho de que la vida de algunos vaya en contra de lo que sus labios profesan, no quita valor a la fe anunciada, sino sólo a la autenticidad de sus vidas. Y esto que en los sacerdotes y Obispos adquiere notas mayores, también sirve para el conjunto de los cristianos.

Todos somos responsables de la acción evangelizadora por lo que si conforme a nuestra manera de vivir estamos poniendo en riesgo la veracidad de esa misión, debemos saber acoger la justa crítica que se nos pueda hacer e iniciar un camino de conversión. No podemos pretender ser seguidores de Jesús, anunciar su Palabra, proponer su proyecto de vida y llevar nosotros un estilo contrario a los fundamentos de la misma. En este sentido debemos ser humildes y saber aceptar la justa denuncia que se nos pueda hacer por parte de los creyentes y de cualquier otra persona.

Pero junto a esto, también debemos tener clara conciencia de que a pesar de nuestras infidelidades y fracasos, la verdad del Evangelio no depende de nuestra forma de vivir, sino que viene avalada por Aquel que se entregó por nosotros, y con su sangre mostró al mundo el amor de Dios que a todos ofrece su salvación y vida en plenitud.

El evangelio, mis queridos hermanos, a todos nos confronta con la verdad del Señor, y por mucho que nos resistamos, al final esa verdad prevalece y resplandece con intensidad. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido, dice el Señor.

Pidamos con humildad al Señor, el don de la fidelidad y de la coherencia, para que los cristianos llevemos siempre una vida acorde a nuestra fe, y de esa forma podamos dar un testimonio creíble Jesucristo en medio de nuestro mundo, tan necesitado de amor y de esperanza.


DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO
23-10-11 (Ciclo A)

Hoy es el día del Señor, y como cada domingo, la comunidad cristiana nos reunimos para vivir juntos la alegría de nuestra fe en Cristo resucitado, que nos convoca para compartir la mesa de su palabra y de su misma vida.

Y en esta jornada del Domund, donde la Iglesia universal celebra su misión evangelizadora y misionera, resuena con intensidad las palabras que Dios dice de sí mismo; “Yo soy compasivo”. Así concluye el relato del libro del Éxodo que hemos escuchado. Nuestro Dios es compasivo, es decir, se deja conmover por la situación de sus hijos, ya que su amor y ternura le hacen sensible a sus necesidades y penurias.

El autor sagrado, nos ha relatado con nitidez aquello que Dios reprueba en el comportamiento humano, la avaricia, el egoísmo, la violencia y usura. Todo lo que oprime al pobre y débil y en cuya opresión se sustenta la opulencia y prepotencia de los grandes y fuertes.

Dios no es indiferente a lo que sucede en este mundo. El ha querido participar activamente de su destino, y nos ha abierto un camino de solidaria fraternidad por el que la humanidad entera pueda encontrarse con él, a la vez que reconocerse como hermanos.

El mismo Jesús en el evangelio, nos muestra cuáles son los preceptos fundamentales y que resume la ley entera; el amor incondicional y absoluto a Dios, nuestro único Señor, y el amor al prójimo nuestro hermano, a quien debemos tratar como nos gustaría que nos trataran a nosotros, porque en eso consiste el amarlo como a uno mismo.

Esta es la nota fundamental de la jornada mundial de la propagación de la fe que hoy vivimos. El Domund no es sólo una fiesta de la solidaridad material en la que los cristianos compartimos nuestros bienes con los más necesitados de la tierra, que también. Ante todo festejamos que la fe que hemos recibido de la comunidad cristiana, y a la que por la gracia de Dios nos hemos abrazado con consciencia y gratitud, es un don que debemos transmitir con entrega y generosidad.

Somos seguidores de Jesucristo, quien nos envía a anunciar a todos los pueblos y gentes, el gran don del amor de Dios. Un amor universal y gratuito, donde no existen límites raciales ni culturales.

Donde el amor es el gran don que hemos recibido y la tarea por la que debemos entregar la vida cada día.

El mundo está repleto de situaciones donde ese amor es constantemente agredido y silenciado. El odio, las guerras, el terror y la violencia parecen no mitigarse ni tener intenciones de extinguirse. Por eso los signos de pacificación que podemos vivir, han de ser por todos acogidos con intensa responsabilidad y esperanza. Y en este sentido, debo referirme al último acontecimiento que esperemos cierre una historia de terror para abrir una etapa de reconciliación y paz.

Esa paz parece abrirse paso entre nosotros, tras el último comunicado de ETA, y si bien no tenemos nada que agradecerles por su disolución, ya que nadie debe agradecer al asesino que deje de asesinar, ni al violento que cese en su violencia, sí debemos potenciar aquello que nos ayude a cimentar sobre la roca de la verdad y la justicia, la construcción de una paz auténtica y definitiva.

Para ello es imprescindible en primer lugar, agradecer a las víctimas de esta etapa más dolorosa de nuestra historia, su ejemplar comportamiento. Muchas de ellas, además de haber sufrido la muerte de un ser querido, lo han tenido que vivir en silencio y soledad, sintiendo que la misma sociedad atenazada por el miedo, y en ocasiones la misma Iglesia, no les apoyaba lo suficiente. Que sepan perdonarnos esta falta de valor y de justa solidaridad.

En segundo lugar, y para ser garantes de la verdad, hay que decir que en esta secuencia de terror sólo hay unos responsables de la misma, y son los terroristas, quienes para conseguir sus fines utilizaron la vida humana como moneda de intercambio y presión, algo que es del todo inmoral y perverso.

En tercer lugar, y para asentar desde claves de justicia cualquier futuro de libertad y esperanza, los causantes de este mal han de dar cuenta del mismo a la sociedad entera a través de los legítimos cauces existentes en nuestro ordenamiento jurídico. De lo contrario el mal causado jamás será sanado ni reconducido hacia un horizonte de auténtica reconciliación.

Y por último, esta nueva situación requiere de todos la toma de conciencia del momento para no poner obstáculos innecesarios en el camino. Si las víctimas nunca utilizaron la violencia como respuesta, ni alentaron la venganza como solución, debemos saber mirar el futuro con serenidad y firmeza para sembrar adecuadamente los caminos por los que iniciar esta nueva andadura. Apoyando por una parte a nuestros gobernantes para que realicen su tarea con la debida altura de miras, garantizando el escrupuloso respeto a la memoria de las víctimas, y por otra, nosotros los cristianos, seamos en medio de nuestra sociedad vehículo de concordia y reconciliación.

La Iglesia, mis queridos hermanos no es la institución que marca el ritmo de los acontecimientos, pero los que formamos la Iglesia sí debemos comprometernos en cuanto afecta y condiciona la vida social, que en definitiva es la de todos nosotros.

En este sentido los cristianos tenemos el gran valor de nuestra fe en Jesucristo, la cual es del todo normativa y fundamental para nuestro comportamiento personal y social.

Hoy estamos llamados a propagar nuestra fe no sólo a los pueblos lejanos y desconocedores de Jesucristo. Somos ante todo evangelizadores de nuestro entorno más cercano, y así se abre ante nosotros una misión apasionante que ha de germinar en la renovación de nuestra sociedad, para que en ella emerja con toda su fuerza el Reino de Dios, un reino de amor, de justicia y de paz.




DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO

9-10-11 (Ciclo A)

A lo largo del evangelio son varias las comparaciones con las que Jesús describe las características del Reino de Dios, y una de las más expresivas es la de la comida festiva.

El profeta Isaías ya anunciaba que Dios prepara un banquete generoso y universal, donde todos somos invitados para vivir el gozo de la salvación. Una alegría que hemos cantado con el salmo 22, sintiendo cómo el Señor nos va conduciendo hacia su Reino de amor y de paz, a través de “fuentes tranquilas en las que repara nuestras fuerzas”.

De este modo entendía el pueblo judío su propia historia, donde toda ella era fruto del amor de Dios que les había elegido como su Pueblo santo y preferido.

Sin embargo el apego y acomodo a las realidades temporales, muchas veces provocan en nosotros la ingratitud al creernos autosuficientes, y así el evangelio de hoy nos lanza una llamada de atención frente a la apatía y la desidia en la que muchas veces cae el pueblo creyente.

San Mateo dirige su evangelio a la comunidad judía. El conoce muy bien su tradición personal y comunitaria y sabe en qué terreno se mueve. Tras manifestar con claridad que el Reino de Dios es un don, fruto del amor y de la misericordia divina, pasa con igual verdad a mostrar su exigencia y la respuesta personal que Dios nos pide a su llamada.

Jesús nos ha transmitido el verdadero rostro de Dios. En su persona se ha hecho realidad lo ya anunciado por los profetas, de manera que su reinado ha comenzado a emerger entre nosotros. Un reino al que todos somos convocados para colaborar en su construcción, bien a primera hora del día o a última, pero con el mismo salario. Un reino donde no existan barreras que nos separen egoístamente, porque todos somos invitados con igual generosidad por parte del Señor, pero como hemos escuchado en el evangelio no siempre acogemos la invitación con entusiasmo ni gratitud.

Jesús reprocha a sus oyentes esa actitud mezquina y prepotente de quienes se creen merecedores del don de Dios. Un don que siempre es gratuito y que brota del amor que Dios nos tiene, pero que ni es fruto de nuestros méritos ni un derecho que podamos exigir.

El Señor manifiesta su tristeza por la falta de respuesta en aquellos que han sido elegidos por Dios. Ese pueblo suyo que tantas veces ha experimentado las pruebas del amor de Dios y que sin embargo sigue endureciendo el corazón ante sus llamadas, cerrándose a la conversión y prefiriendo caminar por la senda del egoísmo y la indiferencia para con los demás. Una actitud que S. Mateo les recuerda con dureza ya que muchas veces ese pueblo escogido, en vez de aceptar y escuchar la palabra de Dios expresada por boca de sus profetas y mensajeros, los han despreciado, maltratado y asesinado.

De esta forma el evangelista apunta a la misma vida de Jesús. Él ha sido el Dios con nosotros, y sin embargo “los suyos no lo recibieron”.

Por todo ello la invitación inicialmente ofrecida al pueblo elegido, se entregará a “otro pueblo que de sus frutos a su tiempo”, el nuevo pueblo de Dios que somos la Iglesia. En ella toda la humanidad es convocada al Reino de Dios llegando hasta los confines del mundo para que nadie quede excluido de su proyecto salvador.

Los cristianos debemos tener clara conciencia de ser el nuevo Pueblo de Dios instaurado por Jesucristo. Sin rechazar a nadie y sin creernos más que nadie, pero sintiendo con gozo y vitalidad fecunda, que el Señor camina a nuestro lado y que somos portadores de una misión evangelizadora, que ha de transmitirse a los demás con generosidad y respeto, pero ante todo con fidelidad y valentía.

Desde esta toma de conciencia de nuestra vocación cristiana, acogemos la llamada que hoy se nos realiza para ver en qué medida no nos hemos acomodado también al bienestar del presente, cayendo en el mismo pecado que nuestros padres en la fe.

¿Somos los cristianos auténticos mensajeros de la vida del Señor, viviendo los valores del evangelio en medio de nuestra sociedad, o por el contrario también estamos cayendo en la desidia y superficialidad que nos aleja de una vida auténticamente cristiana?

El Papa Benedicto XVI ya ha expresado en varias ocasiones, y así lo expuso en Colonia ante miles de jóvenes en el año de su elección como Sucesor de Pedro, que nuestro mundo moderno se ha acostumbrado a consumir religión, pero que cada vez se aleja más de Dios. La moderna sociedad ha convertido el fenómeno religioso en otro producto de consumo, pero carente de contenido y hondura para la vida del ser humano.

Hay quien consume sacramentos como expresión de una costumbre social, o por la mera belleza de lo estético, desvinculándolo de su profundo sentido, y pervirtiendo así su contenido esencial.

Es como el invitado a la fiesta del evangelio, a quien el Señor le reprocha su vestido. “¿Cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?”. Cuantas veces asistimos a celebraciones matrimoniales, bautismales o eucarísticas donde una gran parte de los invitados, e incluso de los protagonistas principales, viven al margen de la fe. Y no lo digo desde el punto de vista moral, que todos somos pecadores y estamos necesitados de la misericordia de Dios, sino desde una realidad existencial de pertenencia auténtica a la familia eclesial.

Es una gran desgracia para la vivencia cristiana, el que la celebración de los misterios de la fe se convierta en un mero signo ornamental. Un matrimonio celebrado sin fe es inválido, lo mismo que el bautismo que recibe un niño, sin el concurso de la fe de sus padres, resulta a la larga infecundo. Para vivir plenamente la fiesta del banquete del Señor debemos estar vestidos adecuadamente para la ocasión.

Vestido que no es otro que el de nuestra actitud interior. La fe no es cosa de apariencia externa, sino de autenticidad interna. Celebramos los sacramentos porque en ellos sentimos la presencia de Dios, quien por medio del bautismo nos acoge en su familia eclesial haciéndonos hijos suyos, por medio de su Palabra y de la Eucaristía nos nutre con el pan de la vida, y que también bendice el amor conyugal cuando los esposos comprometen sus vidas para siempre.

Desde esta fe recibida y vivida con autenticidad y coherencia vemos cómo en todos los momentos fundamentales de nuestra vida Dios se hace presente para alentarnos y colmarnos con su amor, sintiendo cómo su gracia nos conforma cada día teniendo como único modelo a Jesucristo nuestro Señor.

Hoy le pedimos por intercesión de Ntra. Madre de Dios de Begoña, cuya solemnidad celebraremos este martes, que nos ayude siempre para hacer de la comunidad cristiana fermento de una humanidad nueva y entregada al servicio de su Reino, y que los seguidores de Jesús llevemos siempre el traje de fiesta, propio de quienes han acogido y agradecido el don de la fe.


DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO
2-10-11 (Ciclo A)

Después de escuchar durante las semanas pasadas, como Dios es compasivo y misericordioso, y que el perdón que siempre nos ofrece ha de ser compartido y vivido por todos nosotros, hoy la Palabra del Señor nos invita a dar un paso más para que vivamos nuestra fe con autenticidad y coherencia.

 
La fe en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo no es una fe abstracta, pasiva, lejana o indiferente con el destino del mundo. La fe cristiana se autentifica en el seguimiento de Jesús, para vivir conforme a su estilo de vida y encarnar en nuestra realidad su mismo proyecto salvador. La fe verdadera, tiene consecuencias concretas para nuestra vida.

 
La historia de Israel mirada a través de los ojos del profeta Isaías, y recogida por el mismo Jesús en el evangelio, es denuncia por su actitud de autocomplacencia e irresponsabilidad en aquellos que, debiendo ser agradecidos por los dones recibidos y por ello generosos con los demás, muchas veces han caído en el egoísmo y la soberbia de creerse los dueños del mundo y superiores respecto de otros pueblos.

 
Ese mundo contemplado por el profeta, es descrito por Jesús, como la Viña de Dios. Una viña creada por amor, cuidada con esmero y preparada por Él, para que en ella se desarrolle la vida humana en su plenitud, y poniendo las condiciones necesarias para que sea el germen de donde brote su Reino de amor. Para ello, Dios ha confiado su desarrollo al ser humano, y la ha puesto en nuestras manos para que conforme a su plan, la vayamos sembrando de relaciones fraternas y solidarias y cosechemos frutos de paz, concordia y justicia entre todos y para todos, sabiendo que esta viña no es posesión privada de nadie sino un regalo, un don para cada uno de nosotros y para toda la humanidad.

Sin embargo, no hay más que echar una mirada a la viña del mundo para ver el solar estéril en el que tantas veces la hemos convertido, y no porque Dios nos haya castigado conforme a la amenaza vertida por el profeta, sino por la perversión que ocasiona el pecado egoísta, que nos hace creernos dueños de la creación sometiéndola al capricho de los intereses particulares y esclavizando o eliminando a quienes desde su pobreza y necesidad, nos recuerdan lo injusto e inhumano de nuestro proceder.

Y aunque ciertamente mayor responsabilidad tienen quienes más altos cargos ostentan y más bienes poseen, todos de alguna forma queremos vivir mejor y en nuestras ambiciones personales vamos olvidándonos de la caridad fraterna y la compasión por los demás.

El egoísmo del ser humano es la actitud que mejor muestra la idolatría que la sustenta. Porque no olvidemos que la denuncia del Señor en el evangelio, no sólo se debe a que aquellos jornaleros no dan los frutos debidos a su tiempo, sino que además de no aceptar a los enviados que el Dueño les envía, terminan por matar a su propio hijo.

En esta figura, quedará anunciada la propia entrega de Jesús, el Hijo amado del Padre, y que habiendo sido enviado para recoger el fruto de esta humanidad amada por Dios, en vez de recibirlo con gozo y gratitud, lo condenará a la muerte de cruz.

Jesús, por encima del egoísmo material, está denunciando la soberbia del corazón que lejos de reconocer al Dueño de nuestra vida, quien tanto nos ha amado y tantas veces buscado, le damos la espalda para echarnos en los brazos de los ídolos que satisfacen nuestras pasiones más superfluas, disfrazándolas de deslumbrantes horizontes, como son el dinero, el prestigio o la fama, el poder o el placer, pero que tras su consecución inmediata, sólo dejan víctimas frustradas y fracasadas, con el alma vacía y la conciencia amordazada.

Por eso la llamada a la solidaridad con los demás es tan importante, porque en la medida en que nos hacemos conscientes de la enorme desigualdad e injusticia que existe en el mundo, podremos dejarnos interpelar por las necesidades de los demás, lo cual nos puede acercar a descubrir el rostro de Dios en los más pobres, avanzando hacia una plena conciencia de universal fraternidad.

 
Dios nos ha colmado de gracia y bendición, nos ha creado a su imagen y semejanza, nos ha llamado a la vida para vivirla con el gozo de sabernos sus hijos. Y esta realidad si es vivida con la gratitud debida, nos hace más dichosos y generosos con los demás. Quien se sabe muy afortunado por todos los dones recibidos, lleva una existencia en permanente acción de gracias, lo cual le llena el corazón de alegría, y eso se nota por sus consecuencias para con los demás.

Por el contrario, quien en su vida la fe se va desdibujando, porque en ella entran intereses contrarios a la dignidad humana y por lo tanto ajenos a Dios, y se arroja en los brazos del materialismo y del hedonismo, endurece tanto su corazón para con sus semejantes, que termina por no reconocerse a sí mismo rompiéndose interiormente.

La totalidad de las injusticias existentes, tienen en sus fundamentos la rebelión contra Dios, porque hay que echar a Dios de la vida del hombre, para que éste se convierta en su sustituto. Así actuaron los labradores de la parábola de hoy. Con su maldad y crimen, estaban diciéndole a su señor que ya no era dueño de sus vidas ni de su viña. Y cuando falta el legítimo señor, otro usurpador lo sustituirá.

Hoy mis queridos hermanos, recibimos una llamada a la fidelidad. Dios nos sigue pidiendo frutos de vida y de amor, aquellos que él mismo sembró en nuestra alma y que cada día con su gracia quiere abonar para que demos una cosecha abundante y generosa. Y sabemos que bajo su mano amorosa es posible vivir con esta gratuidad.

Que nuestra vida cotidiana sea un testimonio elocuente de esta fe que tanto llena nuestra existencia. Y que por el modo de vivirla, con coherencia y autenticidad, sepamos transmitirla a los demás con alegría y sencillez.

Que nuestra Madre la Virgen, nos ayude en esta labor permanente, para que como ella, engendremos en nuestros corazones el fruto del amor de Dios, y así seamos en medio de nuestro mundo portadores de paz y de esperanza.



DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO
18-9-11 (Ciclo A)


Muchas veces al escuchar este evangelio nos fijamos en el comportamiento final de aquellos jornaleros que reprochaban a Jesús su trato de igualdad. Y tras las palabras del Señor comprendemos su llamada a la gratuidad con la que hemos de desempeñar nuestra misión y no hacer las cosas sólo por interés.

Dios va llamando a cada uno, en un momento determinado de su vida para una misión conforme a sus talentos, y sólo a él corresponde decidir el salario justo que merecemos.

 
Al contemplar esa generosidad desbordante de nuestro Padre Dios, vamos a centrar nuestra mirada no en la actitud del hombre, que siempre está limitada por su egoísmo y deseo de privilegios, sino en el obrar del Señor, en su llamada. Dios, en este simbolismo del dueño de la viña, sale continuamente a buscar operarios. Desde la primera hora de la mañana hasta la última del día. Dios se acerca a nuestra vida, desde el inicio de su existencia hasta el último momento de la misma, y siempre con igual afán, convocarnos a su Reino, a su construcción y desarrollo, a ser sembradores de su misericordia y de su amor, para que demos frutos de vida y de esperanza en medio de esta humanidad tan amada por él.

 
Y la viña de Dios hay que comprenderla desde dos realidades. Su extensión territorial, el mundo entero, y su realidad comunitaria en la cual desarrolla su vocación, la Iglesia. Dios nos llama a trabajar por su Reino en el mundo, pero no de forma individual y solitaria, sino como grupo humano, el Pueblo escogido por él. La llamada de Dios no se produce al margen de la comunidad de los creyentes que es la Iglesia, y sólo en ella y a través de ella podemos discernir con fidelidad el camino que el Señor nos invita a recorrer.

En esta Iglesia de Jesús, a la que nosotros pertenecemos por nuestro bautismo, es en la que recibimos la llamada de Cristo para hacernos sus colaboradores en su proyecto de vida y de amor. En la medida en la que vamos tomando conciencia de nuestro ser cristianos y convencidos seguidores del Señor, también sentiremos su llamada para continuar su labor con entrega y fidelidad.

 
El Señor nos llama a todos a una vocación concreta, bien en la vida familiar, religiosa, misionera, sacerdotal o seglar, hombres y mujeres entregados a su proyecto salvador conforme a nuestras posibilidades y con la garantía de su presencia alentadora. Y a esta permanente llamada de Dios, que dura toda la vida, se le ha de dar una respuesta. Nuestro seguimiento de Cristo, en ocasiones nos traerá el duro trabajo de soportar todo el día, como a los jornaleros de la primera hora, y en otras ocasiones, será más liviano. En cualquier caso, sabemos que en el presente es más probable tener que vivir las inclemencias de una sociedad indiferente e incluso hostil a la fe, que encontrar fáciles caminos por los que echar a andar.

 
Todos convocados a la misma misión y por el mismo salario. Y es que no se puede esperar otra cosa del Señor más que una misma promesa y un mismo destino. Qué otro pago puede realizar un padre a sus hijos. Qué otra cosa puede ofrecer Dios más que un mismo Reino en el que tengamos cabida por igual y donde se rompan para siempre las divisiones existentes entre los hombres y que tienen como base el egoísmo y la ambición que diferencia a unos de otros y oprime a los más débiles.

 
Son curiosas las preguntas que Jesús pone en labios del Propietario de la viña dirigidas a quienes se quejan de que el salario sea para todos el mismo, ¿es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos?¿o vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?

Preguntas que muchas veces las debemos sentir dirigidas a nosotros porque consciente o inconscientemente podemos caer en una valoración mercantilista de nuestras acciones para con los demás. Tanto hago, tanto merezco, y nos gusta que se nos destaque igual que no aceptamos que nos equiparen a otros considerados menos dignos.

Dios es totalmente libre y plenamente dueño de desarrollar su providencia. Puede que muchas veces no comprendamos sus planes, y que nos sorprenda su palabra misericordiosa con todos por igual. De hecho cuando en el evangelio nos llama, una y otra vez, a perdonar siempre al hermano arrepentido, nos parece un tanto excesivo, y enseguida buscamos explicaciones que rebajen tanta gratuidad.

 
Jesús, por medio de sus parábolas y enseñanzas, nos va mostrando el gran corazón de Dios. Un rostro lleno de ternura y compasión que se desvive por congregar a todos sus hijos en su Reino de amor, de justicia y de paz.

Esa generosidad inmensa nos desconcierta y muchas veces nos sonroja porque tenemos demasiados prejuicios e intereses que nos impiden asemejarnos a él. Sin embargo sigue llamándonos y confiando en nuestras posibilidades de cambio interior para acoger con mayor grandeza a los demás, de tal modo, que hagamos posible el crecimiento de la semilla de su Reino.

 
Que acojamos hoy esta llamada de Dios para servir con entrega en su viña. Es una llamada de amor que nos abre un camino de gozo y felicidad plenas, porque sólo en la respuesta generosa y favorable al plan de Dios puede el hombre sentirse realizado.

Que nuestra vocación vivida con fidelidad y alegría, sirvan de testimonio elocuente ante el mundo, de que el Señor sigue cuidando de su viña para que de frutos de auténtica justicia y misericordia en medio de este mundo tan necesitado de su amor.



DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO
11-9-11 (Ciclo A)

 
Si el domingo pasado Jesús nos enseñaba a corregir al hermano, desde esa actitud tan auténtica de la corrección fraterna, hoy el Señor realiza una llamada a la generosidad en el perdón. Un perdón que proviene de su amor y misericordia, y del que todos estamos necesitados por igual. De tal modo que si nuestro ánimo se deja llevar por la mezquindad, a la hora de acoger al hermano, ponemos en serio riesgo nuestra capacidad para acercarnos de forma auténtica al perdón de Dios.

En la pasad JMJ celebrada en Madrid, llamó especialmente la atención de los MM.C. el hecho de que en el parque del Retiro, se hubieran instalado más de 200 confesionarios. Y nada dijeron de las decenas de miles de jóvenes que hicieron buen uso de los mismos.

Y es que nos gusta quedarnos en la superficie de las cosas, costándonos profundizar de forma auténtica en las mismas.

La Palabra de Dios de hoy nos invita precisamente a tomar conciencia de nuestra común condición de pecadores, de manera que al asumir nuestra limitación y miseria, nos hagamos sensibles a las debilidades de los demás, y sobre todo, asumamos el serio compromiso de transformar nuestras vidas, en el camino de la conversión y del encuentro gozoso con Jesucristo que nos perdona setenta veces siete, es decir siempre que de corazón y verdad, acudamos a él.

Pero la triste realidad de nuestros días, y podemos volver al relato de las anécdotas, es que evitamos enfrentarnos de forma madura a nuestra propia verdad, justificando nuestros comportamientos y dulcificando las actitudes que en ellos se manifiestan para no asumir la responsabilidad que de los mismos se puedan derivar.

Y lo primero que hacemos en este sentido es devaluar la realidad del pecado. De hecho es una palabra que sólo se utiliza para ridiculizar las prácticas religiosas, creyendo que de este modo superamos sus efectos reales y alejamos de nosotros sus consecuencias.

Al rechazar y diluir en la vanalidad, los comportamientos contrarios a una recta moral, formada de forma adulta en los valores del evangelio, o de la misma ética social, el hombre de hoy se erige en paradigma de su comportamiento, rechazando cualquier intervención distinta de su antojo a la hora de valorar y decidir sus actos.

Y cuando esto ocurre, la decadencia personal y el desastre colectivo se abren paso de manera inexorable.

Es doctrina fundamental de nuestra fe, que Cristo murió por nuestros pecados, y que en la Cruz, Jesús redimió a la humanidad entera. Por lo tanto cuando un cristiano se permite el lujo de decir que él no tiene pecado, simplemente está rechazando la obra redentora de Cristo, y alejándose de su efecto salvador.

 

Todos, en virtud de nuestra común condición humana, estamos sometidos a las consecuencias del mal en nuestra vida, y ese mal tiene resultados para nosotros, bien como causantes del mismo o como víctimas de su efecto. Y hace falta una gran calidad humana, manifestada en la humildad del corazón, para aceptar con sencillez nuestra responsabilidad y acudir al Señor para acoger su misericordia y perdón.

El evangelio que acabamos de escuchar nos da una gran lección de lo que significa la misericordia divina, y del camino que nos conduce a ella, así como de las consecuencias letales que para el hombre tiene su rechazo y orgullosa obstinación.

 
Todos queremos que se nos mire con misericordia y bondad. Y por grandes que sean nuestras miserias, siempre buscamos la compasión y comprensión. Sin embargo cuanto nos cuesta ejercitar esas mismas actitudes con los demás. Jesús, buen conocedor del corazón humano, acoge la pregunta de Pedro para dar una lección de lo que significa el perdón, y nos ofrece el único camino que conduce hacia él.

En primer lugar, vemos como un gran deudor, o en términos morales, un gran pecador, se presenta ante su Señor a rendirle cuentas.

Y cuando es requerido ante el tribunal, y siendo consciente de la enorme pena que le será impuesta por su gran pecado, se humilla ante el Señor pidiendo clemencia. Y Dios, representado en aquel rey, se compadece de él perdonándole todo, devolviéndole su libertad.

Pero ésta persona lejos de haber vivido con auténtica conversión este regalo divino, manifiesta su desprecio del mismo cuando teniendo ante sí a un hermano que le adeuda una miseria, lo trata con implacable dureza y sin compasión.



El episodio narrado causa tanto desasosiego entre quienes lo contemplan que acuden al Señor a narrarle lo sucedido. Y el resultado es concluyente, así como has actuado tú con tu hermano, serás justificado o condenado.



No podemos presentarnos ante el Señor pidiendo su misericordia con auténtica actitud de conversión, si no somos capaces de vivir la compasión con nuestros hermanos. De hecho cuando ponemos en nuestros labios la oración que Jesús nos enseñó, y pedimos al Señor que perdone nuestras ofensas, seguidamente decimos “así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, y si es verdad que el perdón de Dios no puede ser condicionado por la acción del hombre, difícilmente podremos aceptar el perdón divino, si no somos capaces de acoger y ofrecer el perdón humano.



El sacramento de la reconciliación, donde nosotros acudimos con sencillez ante el Señor, presente en la persona del sacerdote, es cauce eficaz de la misericordia divina. No importa la gravedad o la levedad de nuestro pecado, lo importante es la actitud de autenticidad que en nuestra alma se vive, para presentarnos ante Dios con la verdad de nuestra vida.

Y tengamos presente una cosa, la mayor frecuencia en la recepción de esta gracia, nos ayuda a mejorar eficazmente nuestra vida, porque el don de Dios realiza su acción sanadora cuando dejamos que sea él quien nos orienta y estimula, ayudándonos a levantarnos después de la caída.



La práctica de la confesión ha descendido en nuestros días, especialmente en nuestras sociedades tan secularizadas. Y mirad, el hecho de no confesarnos no nos ha hecho mejores personas, ni ha mejorado las relaciones entre nosotros, más bien al contrario. Cuando impido que mi vida sea contemplada con otros ojos distintos de los míos, y cierro mis oídos a los consejos que desde el evangelio el ministro de la Iglesia me ofrece, para mi mejor provecho y conversión, al final voy expulsando a Dios de mi vida, para situarme yo en su lugar, constituyéndome en principio y fin de mis acciones y deseos.



Pidamos en esta Eucaristía la gracia de acoger la verdadera conversión que el Señor nos ofrece. Que nunca desconfiemos de Él que se acerca para restañar nuestras heridas con el bálsamo de su misericordia, y que sepamos encontrar en este sacramento de sanación la fuerza necesaria para aceptar la verdad de nuestra vida, presentarla con confianza ante el Señor, acoger su misericordia salvadora, y así comprender y perdonar a nuestros hermanos, como deseamos que Dios nos acoja y perdone a nosotros.




DOMINGO XVII TIEMPO ORDINARIO
24-07-11 (Ciclo A)

Con el evangelio que acabamos de escuchar, culminamos estos tres domingos donde a través de parábolas, Jesús nos habla del Reino de Dios.

Un Reino donde el sembrador siembra su semilla de amor, justicia y paz, un Reino donde muchas veces, y como fruto del egoísmo humano también crece la cizaña de la envidia, la violencia y la injusticia, y hoy el Señor nos habla en esta parábola de la necesidad de encontrar en el Reino de Dios, el sentido último de nuestra vida, el tesoro por el que merece la pena entregarlo todo.

Jesús nos muestra la necesidad que todos tenemos de encontrar el fundamento de nuestra vida. Y que si en ese horizonte de voluntades y anhelos ponemos a Dios, y con él su proyecto de auténtica humanidad, entonces habremos descubierto el núcleo de una vida dichosa, serena y bienaventurada.

No en vano, todas las comparaciones que el Señor va poniendo a sus discípulos tienen un único objetivo; que comprendan el gran amor que Dios nos tiene, desde el cual nos ha llamado a la vida, nos ha regalado este mundo para que en él convivamos desde una auténtica fraternidad, y así compartamos la armonía de la creación entre Dios y sus criaturas.

Para ello Jesús nos va desvelando el rostro de Dios. Un Dios que ante todo es Padre y nos ama, cuyas entrañas de misericordia se conmueven ante el dolor y el sufrimiento humano y que no duda en llamarnos a la conversión para desterrar de este mundo el odio y el mal que lo oprime y a todos nos conduce a la desolación.

Con todo, Jesús sabe que de poco sirven sus palabras si cada uno de aquellos que las escuchan no tienen una experiencia de encuentro personal y profundo con Dios. El Reino de Dios es un tesoro escondido, velado a la mirada apresurada e interesada.

El Reino de Dios no aparece en medio de las grandezas ni de los honores de este mundo. Más bien se encuentra en lo opuesto a todo ello, en los signos sencillos y humildes, en los gestos serviciales y generosos, en los anhelos solidarios y de fraterna universalidad.

El Reino de Dios no emerge en medio del interés individualista, comercial o ideológico, ni se puede proyectar para disfrute de unos pocos. El Reino de Dios no está cerca de quienes sólo se preocupan de sí mismos olvidándose de los demás. El Reino de Dios se aleja del corazón de los violentos, los egoístas y los soberbios, porque donde no hay amor se está negando el reinado de Dios.

Toda esta experiencia necesita ser descubierta de manera personal, por cada uno de nosotros. Quien reconoce la presencia y cercanía del Señor en su vida, sintiendo la fuerza del Espíritu Santo que le llena el corazón con su luz y ternura, ha descubierto el tesoro de una existencia plena de sentido y de dicha.

Entonces las demás cosas pasan a un segundo lugar. Los intereses quedan trastocados y aunque la vida siga trayendo sus dificultades y problemas, toda ella es contemplada con la esperanza de que Dios nos va conduciendo con su mano acogedora y paternal.

Este sentimiento profundo y verdadero, contrasta con la actitud de quien excluye a Dios de su vida, cerrando su corazón al diálogo permanente que el Creador establece con sus criaturas. Cuando el ser humano se cierra sobre sí mismo entendiéndose como el único fundamento y centro de la vida, todo lo demás lo subordina a su criterio subjetivo y personal a la vez que a sus afectos. Y aunque en el corazón de todo hombre fue sembrada por el Sembrador la semilla de la bondad, al no dejarse cuidar por el dueño de la viña, que es Cristo, pronto crecerá en su interior la cizaña del egoísmo que todo lo somete y acapara para su propio provecho.

Cuando alejamos a Dios de nuestras vidas creyendo que así nos constituimos en autónomos y mayores de edad, y nos deshacemos de Aquel que ordena y armoniza la creación en pro de una convivencia y desarrollo solidario y fraterno, lo que hacemos es erigirnos cada uno en dioses para nosotros y para los demás, y así nos comportamos con nuestros semejantes conforme a lo que en cada momento nos interesa, cayendo precisamente en lo que más nos deshumaniza.

Dios no es un rival para el hombre, al igual que un buen padre no lo es para su hijo. Todo lo contrario, como nos recuerda S. Ireneo, la gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios. Dios es el mejor aliado del ser humano, porque por voluntad suya y como fruto de su amor, nos ha llamado a la vida en plenitud, de la cual gozaremos para siempre en su Reino.

Quien descubre esta realidad en su vida, ha encontrado el mayor de los tesoros por el que merece la pena entregarse y vivir. Y como signo visible de haberlo encontrado estará nuestro estilo de vida; una existencia gozosa y serena, abierta a los demás, donde la experiencia de oración personal y comunitaria se viva de forma intensa y profunda, como el motor de todo nuestro ser.

Que nosotros, al haber encontrado el tesoro de nuestra vida en Cristo, sepamos cuidarlo y compartirlo con los demás transmitiendo el gozo de la fe y la esperanza con generosidad.




DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO


10-07-11 (Ciclo A)



El domingo pasado escuchábamos en el evangelio, cómo Jesús daba gracias a Dios porque se había revelado a los sencillos y humildes, y no a los que se tienen por sabios y entendidos. Esa revelación divina, se nos ofrece por medio de la palabra del Señor, quien adaptaba su lenguaje para que pudieran entenderle todos, utilizando parábolas, ejemplos de la vida concreta y cercana que cada uno podía comprender con mayor facilidad.

Durante estos domingos Jesús nos va a hablar del Reino de Dios, ese va a ser el centro de su mensaje, a la vez que el motivo principal de su misión, procurar que ese Reino vaya emergiendo en medio de nosotros y su búsqueda se convierta en el objetivo fundamental de nuestras vidas.

Y lo primero que nos enseña el Señor, es que para posibilitar el desarrollo del Reino de Dios, es prioritario preparar el terreno donde su semilla debe germinar, para lo cual nos propone esta hermosa parábola que acabamos de escuchar, y que no por muy oída acaba de calar en nuestro ser.

Ante todo Jesús nos muestra cómo ese Reino de Dios no es obra del hacer humano, ni tan siquiera por mucho que lo anhele su corazón. El Reino de Dios es un regalo que se nos da por pura gratuidad y generosidad de Aquel que nos ha creado para compartir su misma vida en plenitud. Y como nos cuenta la parábola, es el Sembrador quien sale a sembrar, y su semilla es esparcida por toda la tierra con idéntica abundancia y generosidad.

El Sembrador no escatima en su esfuerzo, y no repara en gastos a la hora de procurar que sobreabunde el fruto en la tierra. Y como nos ha recordado el profeta Isaías en la primera lectura, Dios confía en que al igual que como baja la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar,…, así será su palabra que sale de su boca, no volverá a él vacía sino que hará su voluntad.

Sin embargo, como sigue diciendo Jesús, parte de esa semilla cae al borde del camino, o en terreno pedregoso, o entre zarzas. En unos casos será pisada por la gente o alimento para pájaros, en otros se secará por falta de profundidad y en otros casos la fuerza de las zarzas que la rodean la ahogarán antes de que se desarrolle.

Así siente Jesús que está resultando la siembra de su Palabra en medio de su pueblo. Un pueblo que inicialmente parecía estar abierto y dispuesto a escucharle, que animados por el testimonio de Juan el Bautista y ante el asesinato de éste, van en busca de Jesús para sentir revitalizada su esperanza, pero que ante las dificultades que comienzan a surgir, las aspiraciones que se habían creado y que no llegan a cumplirse, y la presión de los poderosos que atemorizan y amenazan cualquier atisbo de cambio y de justicia, hacen que se pierdan por el camino y comiencen a abandonar el entusiasmo original.

La semilla del Reino de Dios no desarrolla su fruto de forma inmediata e inminente. Requiere también de nuestro trabajo confiado y paciente, para lo cual es imprescindible que hunda sus raíces en la profundidad de una tierra buena, fértil, fecunda, limpia de otras yerbas o intereses creados que puedan ahogarla antes de crecer.

Y esa tierra también ha sido encontrada por el Sembrador dando fruto abundante y generoso.

Los creyentes debemos ser buena tierra donde germine con vigor la semilla del Reino de Dios, porque en la vida concreta del cristiano es donde han de darse los frutos del amor, la misericordia y el servicio que transformen por completo toda la realidad social y eclesial. Esta tierra humana y limitada que somos, ha de velar para protegerse de dos peligros siempre presentes, uno externo y otro interno.

El externo no es otro que las dificultades que se derivan de este mundo nuestro tan materialista e indiferente ante las necesidades de los demás. En él la semilla de la fe encuentra la aridez de una tierra que sólo se preocupa del bienestar egoísta y donde los valores de la generosidad y la sencillez difícilmente pueden arraigarse ante la dureza del corazón.

Pero también se encuentra con dificultades internas y que al igual que la cizaña amenazan con ahogar los espíritus débiles e inmaduros. En ocasiones los mismos cristianos ponemos graves dificultades al desarrollo del Reino de Dios. Fomentamos la división entre nosotros, acogemos ideologías contrarias al evangelio y facilitamos con nuestro silencio propuestas deshumanizadoras. Los proyectos legales que atentan contra la dignidad del ser humano, la amenaza a los no nacidos y a quienes padecen la debilidad extrema de su vida, van configurando un clima social donde sólo tienen derechos los fuertes, los sanos y quienes producen. Y ante esta realidad no podemos estar callados, ofreciendo un silencio infecundo y a la larga cómplice de la injusticia. La semilla del Reino de Dios que hoy nosotros debemos esparcir con generosidad y en abundancia requiere de permanentes cuidados para que, limpia de obstáculos, germine en frutos de vida y de esperanza.

Hoy también nosotros debemos salir como sembradores a sembrar. Sembrar la semilla de la fe en el hogar y en el trabajo, entre nuestros niños, jóvenes y mayores. Sembrar una palabra de denuncia de las injusticias que atentan contra la dignidad del ser humano y el respeto de las vidas más débiles. Sembrar la esperanza gozosa de Cristo resucitado, para que encuentre corazones dispuestos donde el Señor haga germinar abundantemente su gracia y su amor, y así el fruto que cada uno coseche, redunde en beneficio de la humanidad entera. Que él bendiga nuestro servicio generoso, arraigándolo en la tierra fecunda de nuestros corazones, y lo premie con el gozo inmenso de sabernos fieles colaboradores suyos en la instauración de su Reino de amor, de justicia y de paz.






SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI


26-06-11

 
Un año más celebramos la fiesta del Santísimo Cuerpo y Sangre de Jesucristo. Memorial de su Pasión, muerte y resurrección, y Sacramento de su amor universal. Precisamente por ese amor entregado para nuestra salvación, podemos unir en esta fiesta del Corpus el día de la Caridad. Al compartir el alimento que nos une íntimamente a Jesucristo nos hacemos partícipes de su mandato “haced esto en memoria mía”, aceptando su envío en medio de los más pobres para compartir con ellos nuestra vida y nuestra fe.

En esta fiesta litúrgica de hoy, la Iglesia nos invita a profundizar en el don inmenso de la Eucaristía. Como nos enseña el Vaticano II, "Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura" (SC 47).

Y así también el Catecismo de la Iglesia nos recuerda la tradición que hemos recibido:

(C.I. 1376) El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: "Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación" (DS 1642).

(C.I.1377) La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (cf Cc. de Trento: DS 1641).

(C.I.1378) Sobre el culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. "La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión" (MF 56), como será el caso en este día del Corpus Christi.

Desde esta fidelidad al don recibido de manos del Señor, no podemos separar la eucaristía de la caridad. Los cristianos que nos reunimos para escuchar la palabra del Señor y compartir el pan de la vida que él nos da, hemos de prolongar esta fraternidad eucarística en el mundo nuestro, junto a los hermanos que carecen de afecto, de medios, de una vida digna y feliz.

No todo el mundo vive dignamente, de hecho somos una minoría los que en el mundo actual podemos agradecer esta vida digna. La mayoría de la población mundial carece de los recursos necesarios para una subsistencia adecuada. Y en vez de acoger su precariedad para sentirnos solidarios con ellos, muchas veces nos fijamos en aquellos que se enriquecen con facilidad y rapidez poniéndolos como modelos a seguir, y hasta envidiándolos por su opulencia.

La entrega de Jesucristo en la cruz, nos abre la puerta de la redención. Y aquella entrega viene precedida de una vida sensible para con los necesitados, los enfermos, los pobres y los marginados.

A Jesucristo resucitado se llega por medio de una vida ungida por el Espíritu de Dios para anunciar la Buena Noticia a los pobres, la libertad a los oprimidos, la salud a los enfermos y la salvación para aquellos que acogen este don de Dios.

 
Cristo nos dejó su testamento en el cual nos ha incluido a todos y no sólo a unos privilegiados. La vida en este mundo es injusta y desigual no porque Dios lo haya querido sino porque nosotros lo hemos causado. Dios no quiere que haya pobres y ricos, rechaza la injusticia que causa este mal, y nos llama a su seguimiento a través del camino de la auténtica fraternidad y solidaridad.



Este testamento de Cristo lo actualizamos cada vez que nos acercamos a su altar. Su Cuerpo y su Sangre entregadas por nosotros, y compartidos con un sentimiento fraterno y solidario, nos unen a la persona de nuestro Señor Jesucristo y a su proyecto salvador. Por eso “cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte y tu resurrección hasta que vuelvas”.

 
La caridad no se hace, se vive. No hacemos caridad cuando damos dinero a un pobre, vivimos la caridad cuando nos preocupamos por su vida, buscamos cómo atenderla mejor, y nos esforzamos por acompañarle a salir de su situación para siempre.

Vivir la caridad es prolongar la Eucaristía del Señor, su cuerpo y su sangre derramada por amor a todos, para la salvación de todos. Las palabras que día tras día escuchamos en la Consagración nos muestran que Jesús no economizó su entrega sino que fue universal y por siempre.

Desde aquel momento en el que nacía la Iglesia, ésta siempre tuvo como acción primera y fundamental, unida al anuncio de Jesucristo, la vivencia de la caridad. Atender a los pobres y necesitados estaba unido a la oración y a la fracción del pan de tal manera que no se podía permitir que en la comunidad de los cristianos alguien pasara necesidad.

Vamos a pedir en esta Eucaristía que el Señor nos ayude a recuperar nuestra capacidad solidaria y fraterna para poder compartir con autenticidad el pan de la unidad y del amor.






































SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

19-6-11 (Ciclo A)



Celebramos hoy la fiesta en la que la comunidad cristiana vive de forma unitaria el ser de nuestro Dios. Un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Diferentes Persona, presencias y maneras de actuar en la historia del mismo Dios que se hace uno con nosotros, acompaña nuestra vida y nos llena de sentido, alegría y esperanza.

Muchas veces hemos escuchado que la Santísima Trinidad es un misterio. Y es verdad porque todo lo que hace referencia a Dios desborda nuestra comprensión y entendimiento. Todas las personas somos un misterio y siempre hay algo en el otro que nos queda por descubrir. Hemos sido creados distintos, libres, capaces de recrear nuestra realidad y forjarnos nuestro ser y nuestro futuro.

Esta experiencia, siempre novedosa y distante, es mayor si nos referimos a Dios. Nadie puede acapararlo en su mente o en su corazón. Dios siempre escapa a nuestra capacidad de comprensión o de explicación.

Nuestro mayor acercamiento a la realidad divina sólo ha sido posible a través de Jesús. El es el Hijo de Dios, y como tal nos ha mostrado quién es ese Dios a quién él se dirigía como su Padre. El Dios revelado a nuestros antepasados en la fe, Abrahán, Moisés, David... y anunciado por los profetas, es el mismo a quién Jesús llama Abba, Padre.

Así lo reconocieron los mismos discípulos de Jesús cuando le pidieron que les enseñara a orar. “Cuando oréis hacedlo así, Padre nuestro del cielo...”.

Parecía que estaba claro que Dios era padre y sólo eso.

Pero a medida que transcurría la vida de Jesús, aquellos discípulos fueron viendo en él la misma presencia e imagen de Dios. El era el Hijo amado a quien había que escuchar, seguir y anunciar a todos los pueblos.

La muerte y resurrección de Jesús, es el momento trascendental para aquel grupo de hombres y mujeres creyentes. Jesús no sólo era el Hijo de Dios sino que era el Dios con nosotros anunciado por el profeta Isaías. Dios mismo se había encarnado para asumir nuestra condición humana y así llevarla a su plenitud. Y esta experiencia vital hace de los discípulos testigos de la Buena Noticia a la cual entregar su vida con gozo y esperanza.

Pero cómo hemos podido nosotros, casi dos mil años después, llegar a comprender y acoger este don de Dios. Y aquí resuena la promesa del Señor que tras su resurrección anuncia dos acontecimientos, el primero en forma de regalo “recibid el Espíritu Santo”, y el segundo en el momento de su Ascensión en forma de promesa, “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. El Espíritu Santo es el Dios que permanece a nuestro lado para seguir animando nuestro peregrinar por este mundo.

Es el Dios que nos orienta en la vida para dar testimonio de su palabra y de su gloria. El Espíritu Santo mantiene viva la llama de la esperanza frente a los momentos de temor, duda o angustia, y es el que nos une de forma vital al Padre Dios a través del Hijo Jesús.

La llamada que cada uno recibimos no es la de elucubrar cómo es el misterio que encierra el ser de Dios en sí mismo, lo realmente importante para nuestras vidas, es descubrir cómo está actuando ese Dios que me ha hecho hijo e hija suyo, en mi vida, en mi entorno personal, familiar y social, y qué me pide en cada momento de mi existencia para entrar en plena comunión con él.

La definición tradicional de la Santísima Trinidad como Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero, podemos comprenderla mejor sintiendo que es el mismo Dios quien de manera distinta y a través de su ser paternal y fraterno entrega todo su amor en nuestra historia para realizar en ella su obra salvadora.



Nosotros hemos sido constituidos hijos de Dios, y como hijos, herederos de su reino. Pero también somos mensajeros de su Buena Noticia y es aquí donde la fuerza de su Espíritu nos sigue animando e impulsando en el presente.

Nuestra vida de oración nos ha de unir más a Cristo y a la comunidad para que podamos desarrollar nuestra misión, tal y como él nos la encomendó, “id al mundo entero y anunciad el Evangelio”.

Por eso es de vital importancia la dimensión contemplativa y orante de la Iglesia. No en vano unida a la fiesta Trinitaria, está la vida de tantos hombres y mujeres cuya vida está dedicada a la oración por la Iglesia y la humanidad entera.

Los monjes y monjas contemplativos han descubierto que en la escucha de la Palabra de Dios, en la profundización de su enseñanza y en el diálogo personal e íntimo con él se pueden realizar plenamente como personas y a la vez ofrecer un generoso servicio al Pueblo de Dios.

Sin su testimonio y entrega vocacional, todos los servicios y compromisos apostólicos quedarían desvirtuados. No hay entrega cristiana si no viene animada por la acción del Espíritu que nos manifiesta en todo momento cuáles son los cimientos de la fe. Y este pilar central del edificio cristiano no es otro que la vida de oración y de escucha del Señor. Sólo así podremos orientar bien nuestra acción comprometida a favor del reino de Dios, y bebiendo de la fuente que es Jesucristo, podremos ofrecer a los demás el agua viva que sacia la sed de sentido y de esperanza que tanto ansían.

Hoy pedimos por todas las vocaciones cristianas, solicitando al Señor que siga llamando obreros a su mies, que con generosidad y confianza se entreguen al servicio de los hermanos. Damos gracias a Dios por el don precioso de la vocación contemplativa, que acerca los ruegos y necesidades de los hombres hasta Dios, a la vez que va sembrando con sencillez la semilla del Reino de Dios en medio de este mundo, haciendo germinar espacios de esperanza, amor y paz.

Que en esta fiesta del Señor, sintamos con agradecimiento el don de nuestra fe, y por medio de la oración confiada nos sintamos animados y alentados para ser sus testigos en medio de los hermanos. La fiesta que el próximo domingo celebraremos, nos recuerda dónde está el alimento fundamental de esta vida interior. Que cada vez que participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo, sintamos nuestras vidas más unidas a él, y sepamos entregarlas al servicio de su reino.






DOMINGO DE PENTECOSTÉS
12-06-11 (Ciclo A)







Celebramos hoy la fiesta de Pentecostés, el día en el que por la acción del Espíritu Santo la Iglesia de Cristo toma conciencia de su misión, y se siente llamada a ser evangelizadora de todos los pueblos.
Si en la fiesta de la Ascensión del Señor recibíamos el mandato misionero, “Id por todo el mundo y anunciad el evangelio....”, hoy recibimos la fuerza necesaria para poder desarrollar esta misión desde la fidelidad al amor de Dios y en comunión con toda la Iglesia.








Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo, el Dios siempre a nuestro lado que sostiene, anima y alienta nuestra fe y nuestra esperanza para que sea germen de inmensa alegría en nuestros corazones y estímulo para seguir siempre al Señor en cada momento de la vida.
Muchos son los dones que del Espíritu recibimos, sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, santo temor de Dios, todos ellos orientados a la construcción del Reino de Dios en la comunión eclesial. El Espíritu Santo es quien anima y da valor en los momentos de debilidad, quien sostiene y alienta ante la adversidad, quien mantiene viva la llama de la esperanza cuando todo parece oscurecerse en nuestra vida, quien nos inunda con un sentimiento de gozo interno desde el que contemplar la vida con ilusión y confianza.
El Espíritu Santo es quien garantiza que nuestra fe está unida a la vida de Jesús que se hace presente en medio de su Pueblo santo, y quien en cada momento de nuestro existir nos conduce con mano amorosa para vivir el gozo del encuentro personal con él, fomentando la experiencia de la auténtica fraternidad entre todos los hermanos.
El Espíritu Santo nos une al Padre a través de su amor, y nos hace conscientes de que hemos sido transformados en herederos de su Reino a través de su Hijo Jesús.
Fue el Espíritu quien acompañó a Jesús en todos los momentos de su vida. El mismo Espíritu que lo proclama el Hijo amado de Dios en su bautismo. Fue el Espíritu Santo quien ayuda a comprender a los discípulos que aquel a quien siguen por Galilea no es un hombre cualquiera, sino que es el Salvador, el Mesías.
Será el Espíritu Santo quien mantenga en la agonía de Jesús la fuerza para entregar en las manos del Padre el último aliento de su vida. Y es que el Espíritu Santo no deja jamás de su mano a quienes han sido constituidos hijos de Dios.








Pero esta experiencia personal, profunda y desbordante, la tenemos que vivir en la Iglesia y a través de ella construir nuestra comunidad. Ningún don de Dios es para fomentar el egoísmo personal. Todo don del Espíritu está orientado a construir la comunidad desde la fe, la esperanza y el amor.
Así vemos, según nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, cómo al recibir el don del Espíritu Santo, los Apóstoles salen a anunciar la Buena Noticia a todos los congregados en Jerusalén, y lo hacen de modo que todos les comprendan.








Desde el momento de la Creación ha sido voluntad de Dios, que todos sus hijos se salven, para lo cual fue acompañando bajo su mano amorosa a la humanidad de todos los tiempos. Y cuando llegó el momento culminante, envió a su Hijo amado para que por medio de su palabra, su testimonio y la entrega de su vida, todos sintiéramos el amor de Dios y acogiéramos ese don en nuestras vidas.
La vuelta del Hijo de Dios a su Reino, no nos deja abandonados, sigue con nosotros por medio del Espíritu Santo sosteniendo y alentando nuestra esperanza de manera que en nuestro corazón crezca cada día la certeza de participar un día de su promesa de vida eterna.
Este sentimiento será más fuerte en la medida en que afiancemos en nosotros la comunión eclesial, la unidad fraterna entre los hermanos. La comunión, el sentimiento afectivo de unidad y concordia, es la garantía de que nuestra fe es auténtica. Donde hay división y enfrentamiento, no está el Espíritu Santo; el individualismo y la discordia no están alentados por el Espíritu Santo. Las palabras del Señor “que todos sean uno, como tu, Padre, y yo somos uno”, han de resonar siempre en el corazón de la Iglesia como el único camino para abrirnos al don del Espíritu Santo.








Hoy volvemos a acoger este don que ya en nuestro bautismo recibimos de una vez y para siempre. En el Espíritu Santo hemos sido hechos hijos de Dios, y aunque ese amor jamás nos será arrebatado, de nosotros depende en gran medida que cada día crezca y madure en lo más hondo de nuestra alma. Así nos llenará de dicha y alegría, nos identificará ante los demás como seguidores de Jesucristo, y nos sostendrá en cada momento de nuestra existencia.









Acojamos, pues con gratitud, el regalo del Espíritu Santo, y pidámosle que su fuerza regeneradora nos ayude a trabajar cada día en favor del reinado de Dios, de manera que contribuyamos con nuestra fe, amor y esperanza, a la emergencia de una sociedad nueva, en la que la dignidad humana, la libertad del corazón y la luz de la verdad, nos ayuden a acogernos como hermanos y a sentir el gozo de sabernos hijos de Dios.




DOMINGO VI DE PASCUA



29-05-11 (Ciclo A – PASCUA DEL ENFERMO)






En este domingo de pascua, en el que seguimos celebrando con gozo la resurrección del Señor, la comunidad cristiana vive una jornada de solidaridad y cercanía con los enfermos. Hoy celebramos que también en medio de la debilidad, del dolor y la enfermedad, es posible vivir la esperanza en Jesucristo resucitado, Salud de los enfermos..






Los signos más frecuentes que acompañan la predicación de los Apóstoles continuadores de la obra del mismo Jesús, son la oración por los enfermos y su poder sanador. La palabra de Dios conforta y serena de tal modo que incluso en medio del sufrimiento y de la enfermedad emerge con vigor la esperanza y el sosiego.


La cercanía apostólica al mundo de los enfermos, los ancianos y los que sufren, extiende la misericordia de Dios y vincula estrechamente a los hermanos en el amor. Amar a Cristo resucitado conlleva necesariamente seguir sus pasos, imitando su entrega desde el servicio a los más necesitados.






Nuestro mundo moderno intenta maquillar la vida quitando las capas que la afean. Como si de una hortaliza se tratara, y empujados por simples criterios estéticos, aquellas hojas que la hacen menos bella son separadas del tronco y apartadas de la vista. Las limitaciones humanas y entre ellas la enfermedad, nos incomodan e interpelan y al mostrarnos la realidad auténtica y en ocasiones dura de una parte de nuestro ser, la rechazamos o la alejamos de nosotros creyendo que así solucionamos el problema, o por lo menos lo distanciamos.


De esta manera vemos cómo cada vez más junto a los grandes logros de la medicina que han mejorado nuestro nivel de salud y vida, siguen existiendo la soledad y el abandono de muchos ancianos y enfermos que sufren su situación al margen de la sociedad y en ocasiones lejos del calor y del afecto del hogar.


Las situaciones de precariedad nos interpelan a todos, y si nos es posible evitamos mirarlas de frente, como si de ese modo alejáramos de nuestro lado a la indeseable compañera que es la enfermedad.


Pero no sólo son sujetos de padecerla las generaciones mayores, el lema escogido para este año, nos resulta paradójico, “Juventud y salud”, algo que a simple vista parece evidente y redundante.


Qué hay más saludable que una vida joven, con toda su potencialidad y vigor en pleno desarrollo, y por otro lado que imagen nos muestra de forma evidente la salud, sino el semblante de una persona joven. Y sin embargo, son miles los jóvenes que por un sin fin de circunstancias también sufren la enfermedad, e incluso en ocasiones les acompañará para siempre.


La vida del ser humano, ha de ser contemplada más allá de sus posibilidades y fortalezas. Nuestra dignidad inalienable no está a merced de las capacidades físicas o psíquicas, de nuestra juventud o vejez, ya que esa dignidad nos viene de nuestra condición de hijos e hijas de Dios. Nuestra vida vale sólo por el hecho de existir, porque nuestra existencia nunca es fruto de la casualidad, sino que es debida a la voluntad divina, la cual nos creó por amor, a su imagen y semejanza.


Si esta afirmación que se asienta en los fundamentos esenciales de nuestra fe en Jesucristo, la interiorizáramos hasta lo más profundo de nuestro ser, cómo cambiaría nuestra mirada para acompañar la vida de nuestros hermanos enfermos, y lo que es más importante, cómo nos ayudaría a asumir la propia situación de enfermedad.






En este día del enfermo, debemos a alumbrar con la luz de la esperanza y del amor la vida de nuestros hermanos, la de sus familias y la nuestra propia. Las palabras de Jesús “no os dejaré desamparados”, se hacen realidad cada vez que le sentimos cercano y amigo, sosteniéndonos en medio del dolor, y también cuando prolongamos la mano sanadora y fraterna del Señor bien desde el ejercicio de una vocación profesional o desde el voluntariado. Todos sabemos lo importante que es encontrar buenos profesionales que acompañen la realidad del enfermo con su saber y con su afecto, poniendo a su servicio los cuidados médicos que la persona necesite, y sobre todo mostrando su lado más humano y cercano que respeta la dignidad del enfermo y su entorno familiar.






Pero igualmente importante para nosotros los creyentes es poder vivir en la fe esta realidad, sintiendo la cercanía del mismo Jesucristo por medio del amor y la oración. Así se nos ha transmitido desde los comienzos mismos del cristianismo, cada vez que algún hermano en la fe caía enfermo o su ancianidad lo acercaba a la muerte, los fieles se reunían en la oración acompañándole a él y a su familia, colaborando en sus cuidados y llevando a la celebración eucarística la vida de los enfermos de la comunidad. Los presbíteros acudían al hogar del enfermo para confortarle en la fe y sostener su esperanza. El sacramento de la Unción además de vincular al enfermo a la misma Pasión del Señor, le prepara para vivir con plenitud el momento del encuentro con Cristo.






La vida es un don que siempre hay que agradecer, en los buenos momentos y en los de mayor debilidad, y cuando nuestra existencia se va aproximando a su final en esta tierra, al margen de nuestra juventud o ancianidad, nos debemos preparar para entregarnos con serenidad y confianza a la Pascua definitiva, al paso de esta vida a la resurrección.


Una preparación que aún siendo personal, no cabe duda de su gran riqueza en la vivencia comunitaria de la fe. La Pastoral de la Salud es la forma concreta por la que la comunidad cristiana desarrolla esta vinculación con los enfermos y sus familias.


En nuestras comunidades parroquiales, trabajan desde hace años personas especialmente vocacionadas para esta misión. Hombres y mujeres que forman un gran equipo humano y cristiano, cuya sensibilidad y espiritualidad les impulsa a dedicar parte de su tiempo al servicio de los ancianos y enfermos.


Su trabajo consiste en visitar a quienes lo desean acercándoles la realidad de la comunidad parroquial, acompañando sus vidas y las de sus familias, atendiendo sus necesidades y también llevándoles la comunión como expresión de su vinculación a la vida de la Iglesia a la que siguen vitalmente unidos.






Estas visitas se hacen tanto en los domicilios como en las residencias y hospitales. Por eso junto a la enorme importancia de las familias, también debemos reconocer la labor de los profesionales, enfermeras, cuidadores, médicos, personas que en ocasiones llegan a sustituir con su afecto y ternura el vacío que algunos sufren en sus vidas. De hecho la vocación médica, responsablemente asumida y servicialmente entregada, está llamada a colaborar en el desarrollo integral de la persona en su parte corporal sin descuidar la espiritual.






Pidamos en esta eucaristía por todos los enfermos, sus familias y aquellos que les dedican sus cuidados. Para que el Señor siga asistiéndoles con su amor y predilección a la vez que suscite en medio de nuestras comunidades cristianas personas que se sientan especialmente llamadas para esta labor.






Que él bendiga a quienes se dedican con amor a los enfermos y a todos nos anime para acompañar y sostener al hermano en medio de su debilidad.




DOMINGO IV DE PASCUA




15-05-11 (Ciclo A – Jornada por las vocaciones)






En este domingo de pascua, en el que seguimos celebrando la alegría de la fe en Cristo resucitado, la Iglesia nos invita a orar de forma especial por las vocaciones. Estas son un don de Dios para quienes son llamados por él a la misión evangelizadora, y un regalo generoso para las comunidades cristianas a las que son enviados.






En el tiempo pascual no sólo se nos cuenta la experiencia gozosa que vivieron aquellos discípulos ante la resurrección del Señor. También recordamos el nacimiento de la Iglesia como fiel continuadora de la obra de Jesús, en la misión evangelizadora que él nos encomendó.


En la resurrección de Cristo, los creyentes recibimos la fuerza alentadora del Espíritu Santo, y ahora nos toca a nosotros proseguir el camino trazado por el Señor viviendo conforme a su enseñanza. Así van surgiendo las primeras adhesiones al grupo de los creyentes. Aquellos que escuchan a Pedro narrar su vivencia, se sienten alentados a seguir sus mismos pasos y abrazan con entusiasmo la fe en Jesucristo. Todos son llamados a la fe. Todos son convocados a participar de la misma comunidad creyente, viviendo en una misma esperanza y construyendo el Reino de Dios. Y para esta tarea hacen falta muchos brazos.






Dios nos llama a cada uno de forma personal, pero sirviéndose de mediaciones. Todos los creyentes hemos nacido a la fe por medio de la palabra y del testimonio de otros creyentes que nos han precedido. Nuestros padres, los catequistas y educadores que tuvimos, la misma comunidad cristiana en la que cada domingo celebramos la eucaristía, todos ellos son piedras vivas que sostienen y alimentan el edificio de nuestra personalidad creyente y gracias a ellos hoy podemos mantener de forma adulta nuestra fe.


Ninguno de nosotros podría sostener su fe y su esperanza si no contáramos a nuestro lado con otros hermanos que nos conforten en la debilidad, fortalezcan en la adversidad y nos ayuden en medio de las dificultades de la vida.






Pues hoy la Iglesia nos hace partícipes de una necesidad cada vez más interpelante. Hacen falta una clase muy específica de obreros en la mies del Señor. Si todos los brazos y carismas son igualmente importantes para la vida de la Iglesia, en nuestros días hay unas vocaciones que se necesitan suscitar con extraordinaria urgencia; la llamada a la vida religiosa y a la sacerdotal.






La vocación religiosa es en nuestros días un estímulo de renovada humanidad. En medio de un mundo donde cada uno se preocupa de lo suyo, en el que crece el individualismo y donde muchos ponen su esperanza en el materialismo, se pueden contemplar también espacios fraternos donde la vida comunitaria, la generosidad y la disponibilidad se abren camino y se entregan al servicio de los demás.


En medio de la sequedad y del desierto, brotan oasis de vida que no piensan en sí mismos sino en los más necesitados. Que no se preocupan de su bienestar sino del bien de los más pobres, y que por encima de sus vidas ponen las de aquellos a los que sirven con dedicación, porque en ellos aflora con frescura y generosidad, el manantial inagotable del amor de Dios.


No tenemos más que echar la mirada a los países más pobres donde tantos religiosos y religiosas han regado con su sangre la semilla de su entrega generosa. También entre nosotros hay múltiples comunidades que encuentran su sentido en el servicio a Dios y a los demás, desde la gran riqueza de sus carismas. Son una muestra de la mano abierta de Dios que sigue entregando su amor al ser humano sin pedir nada a cambio, sin reproches ni condiciones, simplemente por amor.






Y junto a las vocaciones religiosas también está la vocación sacerdotal. Si es verdad que en una época era un estado de vida respetado socialmente y que muchas familias se alegraban de tener un hijo sacerdote, hoy es una posibilidad poco contemplada e incluso rechazada, hasta por las familias cristianas.






Hoy nuestras comunidades cristianas necesitan de sacerdotes, que a ejemplo del Buen Pastor, acompañen la fe y la vida de los creyentes de manera que todos formemos una auténtica fraternidad, unida en la comunión, y viviendo en fidelidad al evangelio del Señor.


Jesús nos previene contra quienes pretenden entrar en el aprisco de las ovejas por una puerta distinta de él. Aquellos que en vez de buscar el bien de los demás se preocupan del suyo propio, quienes en vez de anunciar la Palabra de Dios, pretenden imponer sus ideas, poniendo en peligro la unidad de la familia eclesial.


El sacerdote tiene como misión fundamental ser garante de la comunión en su comunidad concreta, desde la estrecha colaboración con su Obispo de quien ha recibido la ordenación sacramental. Y este servicio es en nuestros días de vital importancia en la Iglesia, donde tantas veces asistimos a expresiones confusas que en nada ayudan a la unidad deseada por el Señor.






En un tiempo de conflictos, donde incluso en la Iglesia es fácil caer en la controversia y la división, necesitamos de personas que nos ayuden a vivir conforme al evangelio de Jesucristo y sean un referente de unidad comunitaria. La única manera de conservar viva esta llama es mantenernos unidos en la fe, la esperanza y la caridad, y si perdemos a las personas que pueden ayudarnos a ello, corremos un serio peligro de arbitrariedad y de egoísmo.


En esta eucaristía vamos a pedir que el Señor siga llamando al corazón de los jóvenes para que desde esa generosidad que ellos tienen se abran a su voz.


Que nosotros, padres, madres, catequistas y comunidad cristiana entera seamos tierra buena en la que la semilla de su fe y de su entrega se desarrolle adecuadamente. De su respuesta generosa y de nuestra aportación responsable depende nuestro futuro creyente y humano. Que lo que Dios haya sembrado en su corazón, cuente con nuestra ayuda y cuidado para que llegue a buen fin.




DOMINGO V DE CUARESMA




10-04-11 (Ciclo A)






Llegamos al final de nuestro recorrido cuaresmal, con este evangelio que nos presenta S. Juan y que nos sirve de pórtico para la semana de pasión.


Estos cinco domingos nos han conducido desde la llamada a la conversión, hasta la revelación de Jesús convertida en promesa: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”.


Cinco domingos en los que el Señor nos ha adelantado la experiencia del Reino en su transfiguración, ha calmado la sed de agua viva de la Samaritana y devuelto la vista al ciego de nacimiento.


Todo un proceso de fe que culmina con este relato evangélico en el que la muerte, como realidad sufriente y amarga que trunca proyectos e ilusiones, se detiene ante la palabra de Jesús, “Lázaro, sal afuera”.






La muerte del amigo y el dolor de su familia, conmueven a Jesús. Esta experiencia toca profundamente su corazón porque ya no se trata del dolor de alguien alejado o desconocido. Lázaro es uno de sus íntimos, aquel que tantas veces le ha proporcionado momentos de paz y serenidad. Su hogar se le ofrecía al Señor como el propio y ahora está vacío y lleno de aflicción. Marta le ha mandado mensajes sobre la gravedad de su hermano y Jesús se ha retrasado, de ahí su reproche a la vez que su confianza, “si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto, aún así sé que todo lo que le pidas a Dios, él te lo concederá”.






En las palabras de Marta, se encuentran las soledades de tantas personas que mueren sin el cariño y la cercanía de los suyos. Tantos momentos de espera para reconciliarse y que llegan demasiado tarde.


La muerte, realidad dramática de por sí, muchas veces agudizada sus punzadas por la forma del morir. No es lo mismo llegar al final de la vida con paz y serenidad, tras una existencia suficientemente larga, que la provocada por la violencia, la injusticia o el terror.


Aunque toda muerte es una tragedia para los seres queridos que han de separarse para siempre, la manera de morir también debe de ser plenamente humana y humanizada.


Sabemos que la muerte vendrá para todos, y la aceptación cristiana de la misma nos ayuda a preparar el encuentro con el Señor, pero la muerte provocada por el hombre nunca puede ser aceptada ni asumida con resignación ya que va en contra de la naturaleza humana y de la voluntad divina.


Dios nos ha creado para que nuestra vida tenga un sentido y en ella podamos encontrarnos con el Creador a través del justo y digno desarrollo de la misma. Por eso debemos rebelarnos contra lo que atenta a su normal devenir y luchar responsablemente por la paz y el respeto a la dignidad de todos, estando de forma permanente al lado de los más débiles e indefensos.


Pero el evangelio de hoy, lejos de ser una narración mortuoria y descorazonadora, es una explosión de gozo y esperanza ante la vida que Jesús nos ofrece. La muerte de un ser querido, aunque siempre produzca dolor, necesite de la compañía y el afecto de los nuestros, además de la cercanía y el respeto de todos, sólo puede ser superada desde la esperanza en Cristo resucitado.


Las palabras y los gestos ayudan, pero es la fe firme en la promesa de vida que Jesús nos ofrece, la única que puede sanar el corazón roto por el dolor, de manera que vuelva a recuperar el ritmo de la vida agradecida a Dios por el don del amor compartido junto a nuestros seres queridos.






La muerte no tiene la última palabra sobre la Creación, y el Dios Creador nos ha llamado a la vida en plenitud por medio de su Hijo Jesucristo. “Yo soy la resurrección y la vida: el que muere y cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”, ¿Creemos esto nosotros?


Este es el fundamento de nuestra fe cristiana. Los cristianos no sólo admiramos a Jesús, el hombre que pasó haciendo el bien por nuestra historia. Para esto ni tan siquiera hace falta ser cristiano, hay muchas personas que valoran la bondad humana sin más. Nuestra razón de ser cristianos es que creemos en Jesucristo resucitado que ha vencido a la muerte y nos ha abierto el camino de la vida para todos sin distinción.






Desde esta certeza que es más fuerte que las dudas y sinsabores de la vida, brota la confesión de Marta. Su fe en Jesús supera la densidad de su dolor, de modo que la confianza en Dios le ayuda a vencer la amargura del momento, y así confiesa que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.






Este evangelio de hoy se hace realidad cada vez que un creyente entrega en las manos del Señor a un ser querido. Es un evangelio convertido en profecía, porque a pesar de que muchas veces nos embargue la desolación y el desconsuelo, a pesar de que nuestra fe sea débil y nos cueste comprender el designio de Dios, por encima de todo ponemos nuestra confianza en el Señor.


La resurrección temporal de Lázaro no fue más que un signo de la vida a la que estamos llamados. Devolvió la alegría a sus hermanas pero con además les mostraba el umbral necesario que todos debemos cruzar, la muerte física. Pero lo más importante es que en ella, se estaba prefigurando la resurrección gloriosa de Cristo, donde la muerte es vencida para siempre, y la vida en Dios se prolongue por toda la eternidad.


La muerte no debemos vivirla desde la rebelión contra Dios, tampoco con una resignación infecunda, hemos de asumirla como la entrega de la propia existencia por amor a Dios y a los hermanos. Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor, en la vida y en la muerte, somos del Señor”, nos dice S. Pablo.


No hemos sido creados para terminar en la nada. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien en su Hijo Jesucristo, nos ha hecho hijos suyos, y por lo tanto herederos de su Reino.


Vivamos pues con esta firme convicción, “porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma”, y de este modo podremos trasmitir a los demás la esperanza que no defrauda porque está asentada en la roca firme de Aquel que nos ha amado desde siempre.


Preparémonos en estos días que nos faltan para vivir con gozo la fiesta central de nuestra fe.






DOMINGO IV DE CUARESMA


3-04-11 (Ciclo A)

Si el domingo pasado contemplábamos a Jesús como el agua viva, hoy se nos revela como la luz del mundo. En el evangelio que hemos escuchado se nos muestra algo más que la recuperación de la vista por parte de un ciego de nacimiento. La luz de Cristo devuelve la esperanza, la dignidad y la alegría. De hecho en este cuarto domingo de cuaresma, hacemos un paréntesis en la sobriedad propia del tiempo litúrgico, para dejar que se introduzca la luz de la esperanza en la resurrección prometida. Hoy es el domingo de “Laetare”, de la alegría, por nuestro futuro en plenitud.


Y como tantas veces hemos escuchado en la Escritura, la vida de Jesús conlleva numerosos contrastes. Para aquel ciego será el Salvador, el Mesías prometido, para los fariseos será un trasgresor de la ley, ya que por encima de una curación sorprendente, que devuelva la vista o la vida a un ser humano, para ellos ha de imponerse el cumplimiento estricto de la ley de Moisés, y de modo especial la observancia del sábado.


La luz de Dios pone al descubierto las actitudes más ocultas y también las obras más auténticas. Para quienes se dejan interpelar por los hechos, ven que un hombre impedido y marginado por su ceguera, ha recuperado su dignidad y la liberación de la enorme carga que de ella se derivaba. Ya no tiene que mendigar ni que depender de la caridad y misericordia de los demás. Para él se ha hecho la luz en su vida y desde ahora puede caminar sin tropezar en las piedras del camino, superando también los obstáculos que le impedían vivir con esperanza.


Este hecho extraordinario lo ha realizado otro hombre que nada ha exigido a cambio, cuyas palabras y obras lo preceden, ya que para muchos está suponiendo un aliento de ilusión en medio de sus vidas marcadas por el dolor, el abandono o el desprecio.


Está claro que Jesús tiene un don especial que a todos desconcierta y que a nadie deja indiferente.


Pero lo que más extraña de su actuar es que no busca beneficio personal, ni se pone al servicio de los poderosos que le pueden devolver el favor o promocionar su mensaje, su obrar va unido al anuncio del Reino de Dios, que expresa el deseo del Padre eterno de que todos sus hijos se salven.


La luz de Cristo busca iluminar nuestras vidas y darlas calor con su amor incondicional. Una experiencia que es regeneradora de los corazones desgarrados y que llena de alegría a todos los que se dejan sanar por su misericordia.


El encuentro de Jesús con el ciego se da desde la compasión que le produce esa situación. Sus discípulos le preguntarán quién pecó él o sus padres. Porque según su mentalidad, arraigada en la tradición judía, cuando uno padecía una enfermedad de nacimiento tan grave, era por un pecado suyo o de sus antepasados.


Sin embargo a Jesús no le preocupan tanto las razones morales, ya que el pecado del ciego o de sus padres también está llamado a ser redimido por la conversión de sus vidas, lo que en este momento le mueve es sólo la realidad de esclavitud y dependencia que aquel ser humano había padecido desde siempre, por causa de una ceguera de la que nadie tenía porqué ser culpable, y mucho menos ser fruto de un castigo divino.


Jesús desea que vuelva a brillar para aquel hombre la verdadera luz de Dios, restaurar la verdad divina que no es causante de ninguna desgracia ni vengadora del mal humano, y en su nombre le devuelve la vista y con ella la esperanza de iniciar una vida nueva.


Jesús es la luz del mundo. Y la primera claridad que busca instaurar es la de una imagen de Dios sana y auténtica. La historia humana ha manchado demasiado la imagen de Dios utilizando su nombre de forma arbitraria y alejándolo de los más necesitados como si estuvieran desamparados de su mano y de su amor. Nadie puede apropiarse del nombre de Dios, y esa es la primera lección que Jesús da a los fariseos y sacerdotes de su tiempo, lo cual le llevará a la persecución y a la muerte en la cruz.


Hoy somos nosotros quienes revivimos este pasaje del evangelio en nuestro recorrido cuaresmal. Y por ello nos convertimos en destinatarios de su enseñanza, que por una parte nos llama a acercarnos a los hermanos con compasión y misericordia, a la vez que nos exige vivir la fe desde su verdad más profunda y auténtica.


Una fe que ha de ser confesada por una vida coherente y misericordiosa. Una fe que se manifieste ante los demás con el testimonio personal, entregado, solidario y fraterno, buscando siempre hacer el bien al necesitado antes que preocuparnos por su forma de vivir y pensar.


La comunidad cristiana recibió del Señor un claro mandato de ser misionera; de anunciar al mundo la Buena Noticia del Reino de Dios desde el anuncio explícito de Jesucristo, la denuncia de las injusticias y el testimonio personal. Todo ello ha de verse reflejado cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía, ya que ésta es la mesa de la auténtica fraternidad, en la que presididos por el mismo Jesucristo, nos sentimos enviados con la fuerza de su Espíritu Santo a sembrar en el mundo su semilla de amor y de paz.


Junto a este mandato del Señor, también debemos escuchar otra exigencia evangélica que a todos nos iguala y a nadie lo eleva sobre los demás; “no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad y seréis perdonados, la medida que uséis con los demás la usarán con vosotros”.


Hoy es un buen día para que todos nos acerquemos a Cristo con nuestras cegueras personales y sociales, a fin de que él nos vaya sanando. Recordando el final del evangelio no hay peor ciego que aquel que no quiere ver. Que el Señor nos ayude para que iluminados por la luz del amor, veamos siempre con limpieza de corazón a los demás y así vivamos conforme a su voluntad, porque serán los limpios de corazón, los que verán el rostro de Dios.