sábado, 31 de mayo de 2014

ASCENSIÓN DEL SEÑOR


SOLEMNIDAD DE LA ASCENSION DEL SEÑOR
1-6-14 (Ciclo A)


Nos vamos acercando al final del tiempo de pascua. En esta fiesta de la Ascensión del Señor, la comunidad cristiana recuerda el momento en el que Jesucristo resucitado termina su misión entre nosotros y tras enviar a sus discípulos a continuar la obra evangelizadora, regresa al Padre a vivir la plenitud de su gloria.

      La liturgia de este día, nos quiere introducir en la profundidad del sentido último de nuestra vida. Es el final de la historia de la humanidad vista con los ojos de Dios, con esos ojos de Padre que se hunden en el amor hacia los hijos para quienes quiere siempre lo mejor.

      Y a esta marcha definitiva de Jesús, acudimos con el corazón bien distinto a lo que supuso la separación por la muerte. El tiempo de pascua ha supuesto una transformación radical en la vida de los discípulos del Señor. Queda muy atrás aquella tarde del viernes santo donde el fracaso y la frustración anegaban el corazón de estos hombres y mujeres. Parece  como si esa visión amarga hubiera sido borrada por completo de su mirada, porque la presencia de Jesús resucitado es tan evidente para todos, que hasta la experiencia de la muerte se ha visto resituada.

Ciertamente el momento de la separación ha llegado, pero la despedida, con ser definitiva y aunque en esta vida ya no vuelvan a compartir una presencia física, saben que el Señor será fiel a su promesa y que siempre estará junto a ellos, hasta el final de los tiempos.

Jesús se va de su lado, pero esa despedida ya no será experimentada con la amargura de la muerte, sino con la esperanza gozosa del encuentro próximo en la plenitud de su Reino.

La fiesta de la Ascensión nos abre de par en par la puerta de la ilusión y la alegría. Porque Cristo sigue vivo y presente entre nosotros aunque su presencia sólo pueda ser percibida en lo profundo del corazón, por la acción del Espíritu Santo que se nos ha enviado. No en vano la fiesta de Pentecostés vendrá a completar esta vivencia en el alma creyente, y así poder contemplar la vida entera a la luz de la resurrección de Jesucristo.

Sin embargo también tenemos que retomar el curso de la vida de cada día. La presencia pascual del Señor entre los suyos no sólo revitalizó la llama de la fe y consolidó su esperanza, sobre todo sirvió para reforzar los lazos en el amor fraterno y comunitario. Jesús les va a acompañar en un proceso, que nosotros hemos simbolizado en estos cincuenta días, de maduración personal y fortalecimiento de su vocación misionera y evangelizadora. Cristo es el maestro de la comunidad eclesial naciente, a la luz de su vida plena será releída toda la historia de la salvación, para que el plan trazado por Dios desde antiguo y realizado en Jesucristo, siga prolongando su mano misericordiosa por medio de nuestra acción personal y comunitaria.

La vida pascual compartida junto al Señor, nos impulsa a nosotros a no quedarnos parados mirando al cielo, como si la partida de Cristo al Padre nos dejara desamparados.

Porque hemos sido privilegiados con esta experiencia pascual, porque hemos recibido en la fuerza vital del Espíritu Santo, tenemos la seria responsabilidad de compartir esta condición de salvados con todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, y a quienes tenemos también que acoger como nuestros hermanos.

El tesoro de la fe, no es para consumo egoísta del creyente, sino un don que, tanto más engrandece a quien lo vive, cuanto más lo entrega generosamente a los demás.

Si aquellos testigos privilegiados que fueron los primeros discípulos del Señor, se hubieran guardado el don recibido, jamás la fe hubiera llegado a nosotros, y la pasión, muerte y resurrección de Cristo se hubiese quedado en el olvido.

Jesucristo, en la plenitud de su poder en el cielo y en la tierra, nos envía a hacer discípulos suyos a todas las gentes por medio del bautismo. Un bautismo que ya no sólo es remisión del pecado y por ello ha de lavarse en el agua, sino que sobre todo nos introduce en el amor Trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por el bautismo somos llamados a vivir el amor pleno de Dios, y su lugar de realización privilegiado en este mundo es la comunidad eclesial que nos acoge, en la cual maduramos a una vida adulta en la fe, y desde la que somos enviados al mundo fortalecidos por la acción de los sacramentos, en especial la Eucaristía.

Sentir esta vinculación fraterna entre nosotros, y abrirla cordial y generosamente a otros, en especial a los pobres y necesitados, es la mejor muestra de que Cristo sigue actuando de forma constante en el tiempo presente. Nuestro mundo no está hoy más alejado de la fe que en otros tiempos, ni las dificultades que podemos encontrar los creyentes son más duras que antaño. Las piedras han existido siempre en medio del camino, y muchas veces han sido lanzadas contra el pueblo de Dios. De ahí el inmenso elenco de mártires que ha sembrado la historia con la fecundidad de su sangre.

Pero tal vez en nuestro tiempo sí tengamos el peligro añadido de la comodidad de la vida del bienestar, lo cual embota el alma, adormece el ánimo y aturde las opciones fundamentales, dando como resultado una vida cristiana poco comprometida y a veces frivolizada.

Al celebrar hoy esta fiesta de la Ascensión del Señor concluyo con la oración que San Pablo en su carta a los Efesios nos ha regalado; “Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos”.

Que nuestra fe se asiente en un corazón agradecido para valorarla y muy generoso para transmitirla a los demás.

sábado, 24 de mayo de 2014

DOMINGO VI DE PASCUA - PASCUA DEL ENFERMO


DOMINGO VI DE PASCUA
25-05-14 (Ciclo A – PASCUA DEL ENFERMO)

 
En este domingo de pascua, en el que seguimos celebrando con gozo la resurrección del Señor, la comunidad cristiana vive una jornada de solidaridad y cercanía con los enfermos. Hoy celebramos que también en medio de la debilidad, del dolor y la enfermedad, es posible vivir la esperanza en Jesucristo resucitado, Salud de los enfermos.

Los signos más frecuentes que acompañan la predicación de los Apóstoles continuadores de la obra del mismo Jesús, son la oración por los enfermos y su poder sanador. La palabra de Dios conforta y serena de tal modo que incluso en medio del sufrimiento y de la enfermedad emerge con vigor la esperanza y el sosiego.

La cercanía apostólica al mundo de los enfermos, los ancianos y los que sufren, extiende la misericordia de Dios y vincula estrechamente a los hermanos en el amor. Amar a Cristo resucitado conlleva necesariamente seguir sus pasos, imitando su entrega desde el servicio a los más necesitados.

Nuestro mundo moderno intenta maquillar la vida quitando las capas que la afean. Como si de una hortaliza se tratara, y empujados por simples criterios estéticos o de conveniencia, aquellas hojas que la hacen menos bella son separadas del tronco y apartadas de la vista. Las limitaciones humanas y entre ellas la enfermedad, nos incomodan e interpelan y al mostrarnos la realidad auténtica y en ocasiones dura de una parte de nuestro ser, la rechazamos o la alejamos de nosotros creyendo que así solucionamos el problema, o por lo menos lo distanciamos.

De esta manera vemos cómo cada vez más junto a los grandes logros de la medicina que han mejorado nuestro nivel de salud y vida, siguen existiendo la soledad y el abandono de muchos ancianos y enfermos que sufren su situación al margen de la sociedad y en ocasiones lejos del calor y del afecto del hogar.

Las situaciones de precariedad nos interpelan a todos, y si nos es posible evitamos mirarlas de frente, como si de ese modo alejáramos de nuestro lado a la indeseable compañera que es la enfermedad.

La vida del ser humano, ha de ser contemplada más allá de sus posibilidades y fortalezas. Nuestra dignidad inalienable no está a merced de las capacidades físicas o psíquicas, de nuestra juventud o vejez, ya que esa dignidad nos viene de nuestra condición de hijos e hijas de Dios. El lema de este año “dar nuestra vida por los hermanos”, nos invita a vivir la experiencia del dolor humano desde la verdadera fraternidad que brota del amor auténtico. Nuestra vida vale sólo por el hecho de existir, porque nuestra existencia nunca es fruto de la casualidad, sino que es debida a la voluntad divina, la cual nos creó por amor, a su imagen y semejanza.

Si esta afirmación que se asienta en los fundamentos esenciales de nuestra fe en Jesucristo, la interiorizáramos hasta lo más profundo de nuestro ser, cómo cambiaría nuestra mirada para acompañar la vida de nuestros hermanos enfermos, y lo que es más importante, cómo nos ayudaría a asumir la propia situación de enfermedad.

En este día del enfermo, debemos a alumbrar con la luz de la esperanza y del amor la vida de los que sufren, la de sus familias y la nuestra propia. Las palabras de Jesús “no os dejaré desamparados”, se hacen realidad cada vez que le sentimos cercano y amigo, sosteniéndonos en medio del dolor, y también cuando prolongamos la mano sanadora y fraterna del Señor bien desde el ejercicio de una vocación profesional o desde el voluntariado. Todos sabemos lo importante que es encontrar buenos profesionales que acompañen la realidad del enfermo con su saber y con su afecto, poniendo a su servicio los cuidados médicos que la persona necesite, y sobre todo mostrando su lado más humano y cercano que respeta la dignidad del enfermo y su entorno familiar.

Pero igualmente importante para nosotros los creyentes es poder vivir en la fe esta realidad, sintiendo la cercanía del mismo Jesucristo por medio del amor y la oración. Así se nos ha transmitido desde los comienzos mismos del cristianismo, cada vez que algún hermano en la fe caía enfermo o su ancianidad lo acercaba a la muerte, los fieles se reunían en la oración acompañándole a él y a su familia, colaborando en sus cuidados y llevando a la celebración eucarística la vida de los enfermos de la comunidad. Los presbíteros acudían al hogar del enfermo para confortarle en la fe y sostener su esperanza. El sacramento de la Unción además de vincular al enfermo a la misma Pasión del Señor, le prepara para vivir con plenitud el momento del encuentro con Cristo.

La vida es un don que siempre hay que agradecer, en los buenos momentos y en los de mayor debilidad, y cuando nuestra existencia se va aproximando a su final en esta tierra, al margen de nuestra juventud o ancianidad, nos debemos preparar para entregarnos con serenidad y confianza a la Pascua definitiva, al paso de esta vida a la resurrección.

Una preparación que aún siendo personal, no cabe duda de su gran riqueza en la vivencia comunitaria de la fe. La Pastoral de la Salud es la forma concreta por la que la comunidad cristiana desarrolla esta vinculación con los enfermos y sus familias.

En nuestras comunidades parroquiales, trabajan desde hace años personas especialmente vocacionadas para esta misión. Hombres y mujeres que forman un gran equipo humano y cristiano, cuya sensibilidad y espiritualidad les impulsa a dedicar parte de su tiempo al servicio de los ancianos y enfermos.

Su trabajo consiste en visitar a quienes lo desean acercándoles la realidad de la comunidad parroquial, acompañando sus vidas y las de sus familias, atendiendo sus necesidades y también llevándoles la comunión como expresión de su vinculación a la vida de la Iglesia a la que siguen vitalmente unidos.

Estas visitas se hacen tanto en los domicilios como en las residencias y hospitales. Por eso junto a la enorme importancia de las familias, también debemos reconocer la labor de los profesionales, enfermeras, cuidadores, médicos, personas que en ocasiones llegan a sustituir con su afecto y ternura el vacío que algunos sufren en sus vidas. De hecho la vocación médica, responsablemente asumida y servicialmente entregada, está llamada a colaborar en el desarrollo integral de la persona en su parte corporal sin descuidar la espiritual.

Pidamos en esta eucaristía por todos los enfermos, sus familias y aquellos que les dedican sus cuidados. Para que el Señor siga asistiéndoles con su amor y predilección a la vez que suscite en medio de nuestras comunidades cristianas personas que se sientan especialmente llamadas para esta labor.

domingo, 18 de mayo de 2014

DOMINGO V DE PASCUA


DOMINGO V DE PASCUA
18-05-14 (Ciclo A)


       Durante estos domingos de pascua, junto a los relatos evangélicos que nos narran la experiencia de encuentro con Cristo resucitado vivida por los discípulos, también se nos recuerdan aquellos momentos previos a la Pasión del Señor que releídos con este espíritu pascual, adquieren un significado bien distinto.

       San Juan en el evangelio que acabamos de escuchar nos vuelve a situar en aquel instante de la última cena con el Señor. En esa tarde donde Jesús abría su alma a sus amigos de una forma totalmente nueva, donde los gestos y las palabras dichas adquieren un significado sagrado de amor y entrega absolutos, el Señor va a unir en su persona tres elementos esenciales de nuestra fe.

       En la mesa donde se comparte la cena, el pan y el vino van a ser constituidos en su Cuerpo y Sangre entregados por toda la humanidad. Una acción de gracias a Dios y una bendición en las que Jesús promete su asistencia para siempre a fin de sostener la fe y la esperanza de sus amigos.

       Si la cena pascual de los judíos produjo de forma inmediata la liberación del pueblo de Israel  hacia una tierra nueva, la nueva Pascua instaurada por Jesús también nos saca de nuestra vieja humanidad condicionada por las limitaciones y miserias, para llevarnos a la vida en plenitud que nos ofrece la comunión con Jesucristo el Señor.

       En esa misma cena narrada por S. Juan, Jesús unirá al hecho de compartir su mesa el gesto del servicio y la entrega a los demás. En el lavatorio de los pies,  no se perpetúa una costumbre antigua de la tradición judía, ante todo se instaura un nuevo mandato, el del amor, que nos lleva a hacernos servidores de los hermanos buscando con especial afecto y ternura a los últimos y más necesitados de todos.

       Compartir la mesa de los hermanos nos impulsa a la misión de construir un mundo fraterno y justo, y esta unidad es de tal entidad, que si nos desentendemos de esta necesaria actitud vital de servicio y de entrega a los demás tampoco nos podremos encontrar con Cristo en su mesa de una forma digna y plena.

       Y el tercer elemento vivido en aquella cena pascual es el que hemos escuchado en el evangelio de hoy, la llamada a la esperanza en la resurrección; “no tengáis miedo, no perdáis la calma”. Quienes hemos compartido su mesa y vivimos conforme a su proyecto de vida entregados al servicio de los hermanos, tenemos asegurada una morada en su Reino.

       La cena pascual es preparación y fortaleza para lo que está por venir. Es verdad que en muchas ocasiones perdemos de vista esa perspectiva global de la fe, y la inmediatez de nuestros problemas, dificultades y sufrimientos, pueden empañar la visión de nuestros ojos impidiéndonos alcanzar con la mirada el rostro del Señor que nos sigue sosteniendo y esperando con ternura.

       Y es en esos momentos donde adquiere enorme importancia la vida de la comunidad cristiana. La fe vivida entre nosotros y compartida en cada encuentro oracional y celebrativo como este, nos ayuda a mantener viva la llama de la esperanza. Solos no podemos hacer nada, y una fe que se intenta esconder y vivir en soledad acaba por vaciarse de contenido y por perder su sentido vital.

       El tiempo pascual que estamos viviendo es también el tiempo de la Iglesia de Cristo. La experiencia narrada en los Hechos de los Apóstoles nos ayuda a comprender el porqué del empuje misionero y evangelizador de aquellos primeros discípulos del Señor. En ellos encontramos cómo las comunidades van creciendo, cuantos hermanos y hermanas se van sumando por la predicación apostólica, y cómo desde la unidad, la oración y la apertura al Espíritu Santo, es posible superar incluso las mayores penalidades de la vida.

       Hoy nosotros nos reconocemos herederos de esta verdad que con nuestra vida hemos de confesar y testimoniar a los demás. Las dificultades en las que nos vemos inmersos pueden ser similares o distintas a las de otras épocas, aunque en su raíz fundamental haya una clara coincidencia: la tentación de creernos autosuficientes y vivir prescindiendo de Dios.

       Por eso debemos también cuidar con esmero nuestra vinculación a la comunidad eclesial para evitar absolutizar los criterios personales, y buscar con honestidad la verdad que nos une como hermanos y nos ayuda a vivir con la dignidad de los hijos de Dios.

       Desde este sentimiento, agradecemos a Dios de forma especial el don del ministerio pastoral. La sucesión apostólica representa para la comunidad creyente la continuidad de la misión encargada por Cristo a su Iglesia, y la comunión entre los Pastores la garantía de la autenticidad evangélica.

       Hoy damos gracias de forma especial por nuestro Papa Francisco, llamado por el Señor para congregar a sus hermanos en la fe y el amor siguiendo así la misión de S. Pedro. Un servicio que conlleva una enorme entrega y sacrificio, y que sólo tiene sentido desde una fe profundamente asentada en Jesucristo y una confianza absoluta en la misericordia y el amor de Dios.

Que el Señor siga mandando obreros a su mies y todos vivamos nuestra vocación cristiana como un servicio a los demás de forma que germine, abundantemente, la semilla del Reino de Dios.

sábado, 10 de mayo de 2014

DOMINGO IV DE PASCUA


DOMINGO IV DE PASCUA
11-05-14 (Ciclo A – Jornada por las vocaciones)

En este domingo de pascua, en el que seguimos celebrando la alegría de la fe en Cristo resucitado, la Iglesia nos invita a orar de forma especial por las vocaciones. Estas son un don de Dios para quienes son llamados por él a la misión evangelizadora, y un regalo generoso para las comunidades cristianas a las que son enviados.

En el tiempo pascual no sólo se nos cuenta la experiencia gozosa que vivieron aquellos discípulos ante la resurrección del Señor. También recordamos el nacimiento de la Iglesia como fiel continuadora de la obra de Jesús, que él mismo nos encomendó.

En la resurrección de Cristo, los creyentes recibimos la fuerza alentadora del Espíritu Santo, y ahora nos toca a nosotros proseguir el camino trazado por el Señor viviendo conforme a su enseñanza. Así van surgiendo las primeras adhesiones al grupo de los creyentes. Aquellos que escuchan a Pedro narrar su vivencia, se sienten alentados a seguir sus mismos pasos y abrazan con entusiasmo la fe en Jesucristo. Todos son llamados a la fe. Todos son convocados a participar de la misma comunidad creyente, viviendo en una misma esperanza y construyendo el Reino de Dios. Y para esta tarea hacen falta muchos brazos.

Dios nos llama a cada uno de forma personal, pero sirviéndose de mediaciones. Todos los creyentes hemos nacido a la fe por medio de la palabra y del testimonio de otros creyentes que nos han precedido. Nuestros padres, los catequistas y educadores que tuvimos, la misma comunidad cristiana en la que cada domingo celebramos la eucaristía, todos ellos son piedras vivas que sostienen y alimentan el edificio de nuestra personalidad creyente y gracias a ellos hoy podemos mantener de forma adulta nuestra fe.

Ninguno de nosotros podría sostener su fe y su esperanza si no contáramos a nuestro lado con otros hermanos que nos conforten en la debilidad, fortalezcan en la adversidad y nos ayuden en medio de las dificultades de la vida.

Pues hoy la Iglesia nos hace partícipes de una necesidad cada vez más interpelante. Hacen falta una clase muy específica de obreros en la mies del Señor. Si todos los brazos y carismas son igualmente importantes para la vida de la Iglesia, en nuestros días hay unas vocaciones que se necesitan suscitar con extraordinaria urgencia; la llamada a la vida religiosa y a la sacerdotal.

La vocación religiosa es en nuestros días un estímulo de renovada humanidad. En medio de un mundo donde cada uno se preocupa de lo suyo, en el que crece el individualismo y donde muchos ponen su esperanza en el materialismo, se pueden contemplar también espacios fraternos donde la vida comunitaria, la generosidad y la disponibilidad se abren camino y se entregan al servicio de los demás.

En medio de la sequedad y del desierto, brotan oasis de vida que no piensan en sí mismos sino en los más necesitados. Que no se preocupan de su bienestar sino del bien de los más pobres, y que por encima de sus vidas ponen las de aquellos a los que sirven con dedicación, porque en ellos aflora con frescura y generosidad, el manantial inagotable del amor de Dios.

No tenemos más que echar la mirada a los países más pobres donde tantos religiosos y religiosas han regado con su sangre la semilla de su entrega generosa. También entre nosotros hay múltiples comunidades que encuentran su sentido en el servicio a Dios y a los demás, desde la gran riqueza de sus carismas. Son una muestra de la mano abierta de Dios que sigue entregando su amor al ser humano sin pedir nada a cambio, sin reproches ni condiciones, simplemente por amor.

Y junto a las vocaciones religiosas también está la vocación sacerdotal. Si es verdad que en una época era un estado de vida respetado socialmente y que muchas familias se alegraban de tener un hijo sacerdote, hoy es una posibilidad poco contemplada e incluso rechazada, hasta por las familias cristianas.

Hoy nuestras comunidades cristianas necesitan de sacerdotes, que a ejemplo del Buen Pastor, acompañen la fe y la vida de los creyentes de manera que todos formemos una auténtica fraternidad, unida en la comunión, y viviendo en fidelidad al evangelio del Señor.

Jesús nos previene contra quienes pretenden entrar  en el aprisco de las ovejas por una puerta distinta de él. Aquellos que en vez de buscar el bien de los demás se preocupan del suyo propio, quienes en vez de anunciar la Palabra de Dios, pretenden imponer sus ideas, poniendo en peligro la unidad de la familia eclesial.

El sacerdote tiene como misión fundamental ser garante de la comunión en su comunidad concreta, desde la estrecha colaboración con su Obispo de quien ha recibido la ordenación sacramental. Y este servicio es en nuestros días de vital importancia en la Iglesia, donde tantas veces asistimos a expresiones confusas que en nada ayudan a la unidad deseada por el Señor.

En un tiempo de conflictos, donde incluso en la Iglesia es fácil caer en la controversia y la división, necesitamos de personas que nos ayuden a vivir conforme al evangelio de Jesucristo y sean un referente de unidad comunitaria. La única manera de conservar viva esta llama es mantenernos unidos en la fe, la esperanza y la caridad, y si perdemos a las personas que pueden ayudarnos a ello, corremos un serio peligro de arbitrariedad y de egoísmo.

       En esta eucaristía vamos a pedir que el Señor siga llamando al corazón de los jóvenes para que desde esa generosidad que ellos tienen se abran a su voz.

Que nosotros, padres, madres, catequistas y comunidad cristiana entera seamos tierra buena en la que la semilla de su fe y de su entrega se desarrolle adecuadamente. De su respuesta generosa y de nuestra aportación responsable depende nuestro futuro creyente y humano. Que lo que Dios haya sembrado en su corazón, cuente con nuestra ayuda y cuidado para que llegue a buen fin.

sábado, 3 de mayo de 2014

DOMINGO III DE PASCUA


DOMINGO III DE PASCUA
4-05-14 (Ciclo A)

El domingo pasado, destacábamos la actitud alegre como fruto de la experiencia pascual en la que vivimos los creyentes. Una alegría serena y realista que sin dejar de mirar la verdad de nuestro mundo, con sus permanentes oscuridades, no por ello se deja arrebatar el gozo que siente nuestro corazón al celebrar el triunfo de Cristo sobre la muerte.

Y esta alegría es posible mantenerla viva  si se alimenta constantemente del don eucarístico que hoy nos narra el evangelio.

Dos discípulos de Jesús, de quienes sabemos que uno se llamaba Cleofás, huyen de la Jerusalén hostil donde han matado al Señor. En su huída se encuentran desconcertados ante la compañía de un misterioso viajero que se les ha unido, y que les habla de la Palabra de Dios. La Sagrada Escritura y los acontecimientos pasados, son comprendidos e iluminados de una forma nueva y esperanzada, “les ardía el corazón”. En el encuentro con el Resucitado, descubren que la vida y la muerte de Jesús  es el resultado de una absoluta fidelidad a la voluntad de Dios, y Dios no puede dejar sucumbir el amor y la entrega generosa de quien era su propio Hijo, el Señor.

Esas palabras del compañero desconocido van a ser acompañadas por un signo fundamental, “Sentados a la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio”. Entonces, nos cuenta el evangelista, “a ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”.

En la fracción del pan, reconocen a Jesús cuyo ser ha quedado para siempre vinculado al sacramento de su amor.

Ahora se disipan las dudas y los miedos, sabiendo que el compañero de camino no era otro que el Señor resucitado, y ese encuentro fue tan real y evidente para ellos, que les cambió la vida para siempre.

Los que huían aterrados regresan a Jerusalén, porque el mensaje que deben dar a sus hermanos es mucho más importante que sus propias vidas. De hecho tienen la certeza existencial de que aunque esta vida conocida termine o se la arrebaten, Dios la llevará a su plenitud por la misma entrega de Jesús, el Cristo.

Como nos ha recordado el mismo S. Pedro en su carta, “Por Cristo, vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza”.

Nuestra fe se asienta en esta experiencia pascual que renovó las vidas de los apóstoles ayudándoles a superar las dudas y los miedos. Y es alimentada día tras día mediante la acogida de la Palabra del Señor y la celebración comunitaria de la fe cuya máxima expresión y vínculo con Cristo, se produce en la Eucaristía.

La Eucaristía, es mucho más que un recuerdo de algo que sucedió en el pasado, es la actualización en el presente de la muerte y resurrección de Jesucristo. Hoy y aquí, Jesús se hace presente en el Pan y el Vino que mediante su consagración por medio de la acción del Espíritu Santo y de las palabras que el Señor pronunció en aquella tarde  del Jueves Santo, se convierte para nosotros en su Cuerpo y su Sangre entregados para nuestra salvación.

Por la escucha de su palabra alimentamos nuestra vida, sostenemos la esperanza y fortalecemos la fe que nos une. Compartir el pan que el Señor nos entrega, nos impulsa a asumir el mismo compromiso que adquirieron los discípulos, volver a la Jerusalén de nuestro entorno, y anunciar la Buena Noticia de la resurrección del Señor. Un anuncio que implica todo nuestro testimonio personal, y la entrega generosa y solidaria al servicio de nuestros hermanos más necesitados.

La comunidad eclesial que en este tiempo pascual vive gozosa la resurrección del Señor, no es ajena a la realidad sufriente de nuestro mundo. La alegría nunca puede ser plena cuando hay tantos rincones donde se padece y se sufre por causa de la injusticia, de la violencia y de la desigualdad.

Y para descubrir estos espacios de oscuridad tampoco tenemos que ir demasiado lejos de nuestro entorno. Entre nosotros siguen existiendo pobres. Personas sin los recursos necesarios para subsistir con dignidad. Familias desesperanzadas por la falta de un trabajo, inmigrantes que no encuentran la oportunidad buscada y que muchas veces sufren el rechazo y la persecución, jóvenes esclavos de las drogas que los arroja a un pozo de miseria y marginación de donde les resulta imposible salir en su soledad, ancianos que soportan sus últimos años de vida en la soledad y el abandono.

Todas estas personas nos muestran el lado más doloroso y sufriente de la realidad, un calvario permanente donde sigue en pie la cruz de Jesús que sufre y padece a su lado.

En medio de ellos, Cáritas lucha con denodada entrega para hacer que germine en sus vidas la semilla de la esperanza. Y aunque siempre hay necesidades que nos superan, también es justo acoger los signos de vida que por medio de la generosa solidaridad de las comunidades cristianas, se van desarrollando cada día.

Compartir el pan de la Eucaristía que el Señor mismo nos reparte, es un gesto elocuente  de la fraternidad que a todos nos une. Cristo resucitado sigue manifestando toda su misericordia y ternura en cada expresión de generosidad que nos lleva a compartir con aquellos que pasan necesidad.

Si nosotros reconocemos al Señor resucitado en este Pan Sagrado que cada día comulgamos ante su altar, pensemos que también nuestros hermanos necesitados le pueden reconocer con semejante claridad, si quienes nos confesamos cristianos prolongamos el amor de Cristo por medio de nuestra solidaridad para con ellos.

      Esta experiencia de fraterna comunión es lo que vamos a compartir en la eucaristía. Porque cada vez que nos reunimos para celebrar el misterio de la fe, es Jesucristo resucitado quien se hace presente en medio de nosotros. Que él siga sosteniendo nuestra esperanza y acrecentando nuestro amor, para que podamos entregarnos al servicio del evangelio, y así un día podamos participar de su misma mesa en el Reino prometido a todos los que él ama.