miércoles, 21 de septiembre de 2016

DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXVI DEL AÑO

25-9-16 (Ciclo C)



         Muchas veces encontramos a Jesús utilizando anécdotas o historias mediante las cuales profundizar en la vida de los que le escuchan y provocar en el oyente la conversión del corazón.

         Así hoy S. Lucas nos narra este momento de la vida del Señor en el que pone punto y final a toda una enseñanza de libertad ante la riqueza y de solidaridad para con los pobres.

         La semana pasada nos advertía de la imposibilidad de servir a dos señores, y menos cuando son tan opuestos como Dios y el dinero. Hoy insiste de nuevo para hacernos caer en la cuenta de algo fundamental. La bondad o la maldad del corazón no depende sólo del mal que hacemos, sino también del bien que dejamos de realizar a los demás.



         Esta enseñanza de Jesús va dirigida a los fariseos, es decir, a aquellos que son fieles a la fe judía, pero que se apegan en exceso al dinero, poniendo en él su deseo y confianza y olvidando la permanente llamada de Dios a la misericordia y compasión para con quienes carecen de todo.

         El rico del evangelio no es acusado por Jesús de nada en especial. No le llama pagano, ni malvado, ni destaca ningún defecto. Sin embargo se pone de manifiesto su condena, no por el mal que ha hecho sino por el necesario y urgente bien que debía hacer a un hermano del que se ha despreocupado con indiferencia.

         Ante la puerta de su hogar estaba el mendigo Lázaro, cubierto de miseria y debilidad. Era un indigente, marginado y abandonado de todos que ni tan siquiera podía acercarse a paliar su hambre comiendo las migajas de la mesa del rico, las sobras que se tiran a la basura o a los perros.

         No tenía tampoco ningún mérito especial, de él no nos dice S. Lucas que fuera bueno, ni piadoso, ni solidario, ni generoso, simplemente que era un pobre cubierto de llagas y tirado en la cuneta de la vida.

         Y para expresar con rotunda nitidez la dramática situación en la que se encontraba, nos dice el evangelista que nadie se apiadaba de él, y que sólo los perros lamían sus llagas. Es terrible la imagen que se nos presenta, y negar su enorme realismo y actualidad, es dulcificar falsamente una palabra veraz como la de Dios.



         Pues bien, aunque todos los que lo rodean ignoren su presencia, de este pobre miserable que el autor sagrado bautizó como Lázaro, hay alguien que no se olvida, Dios. Y de hecho, su nombre significa “el ayudado por Dios”, lo cual indica que ante Dios esta persona tenía una identidad escrita en el libro de la vida y rescatada por la misericordia divina. El anonimato del rico (llamado tradicionalmente “opulón”, no por ser su nombre, sino como signo de su opulencia y derroche), expresa también el olvido de Dios de aquellos que anteponen el ídolo del dinero al amor de quien les engendró a la vida. Para Dios, no es indiferente el sufrimiento humano. No pide ni méritos ni piedades, sólo se compadece ante la miseria y el dolor de todos sus hijos, buenos o malos, porque como dice el Salmo, “el Señor hace justicia a los oprimidos”.



         El hecho de no socorrer al necesitado, pudiendo hacerlo, es una agresión al mismo corazón de Dios. “Lo que no hicisteis con uno de estos mis hermanos pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis” (nos recuerda S. Mateo).



         Hoy la Iglesia de Bizkaia eleva su oración para agradecer a Dios el servicio, la generosidad y la entrega desinteresada que tantos hombres y mujeres expresan en la solidaridad y el amor para con los débiles por medio de nuestras cáritas parroquiales y diocesana. Ellos son imagen del buen samaritano que, superando prejuicios y temores, se acerca con amor y compasión al hermano necesitado para curarle las heridas, conocer su necesidad y trabajar con responsabilidad para que pueda recuperar la dignidad perdida o arrebatada por este mundo injusto.

Por medio de ellos se extiende la mano amorosa del Señor que no hace distinción de personas y que a todos ama con inmensa ternura, misericordia y compasión.

         Cáritas como realidad eclesial que es, quiere introducir en el mundo de la pobreza y de la precariedad humana, una aliento de esperanza, y en la comunidad creyente una llamada a la conversión personal para liberarnos de los ídolos que oprimen y manipulan para vivir la libertad de los hijos de Dios.

El dinero y los bienes materiales son necesarios para vivir, pero no pueden constituirse en la razón fundamental de nuestra vida. Los voluntarios y voluntarias de cáritas trabajan cada día con un único objetivo, dignificar la vida de los hermanos más desfavorecidos. Y este trabajo consiste en la promoción integral de las personas posibilitándoles las herramientas necesarias para la regeneración de las mismas.



Cáritas diocesana nos pide hoy junto a la aportación solidaria que en todas las iglesias de nuestra diócesis se realice, una súplica especial para compartir la oración y también nuestro tiempo. Hacen falta muchas manos más, capaces de agarrar el arado para sembrar en nuestra sociedad la necesaria semilla de la solidaridad que dé frutos de justicia. Eso es lo que pedimos al Señor. Que siga suscitando de entre nosotros voluntarios generosos que den parte de su tiempo a favor de los demás, y que toda nuestra comunidad sea siempre acogedora y generosa para con los más desfavorecidos.



         Y por último quiero destacar, que Cáritas no es una ONG más, ni su finalidad es el ejercicio de la filantropía. Dios es amor, es caridad. Por lo tanto el fin y el alma de la cáritas eclesial consisten en extender el amor y la misericordia divina entre todos aquellos hijos suyos y hermanos nuestros más desamparados. Por eso, aunque el ejercicio de esa misericordia esté por encima de credos e ideologías, el anuncio explícito de Jesucristo por medio de nuestra acción caritativa y del testimonio personal y comunitario, es algo irrenunciable y necesario. Cáritas no es sólo un dispensario de recursos materiales, es una puerta abierta para todos los hermanos más necesitados por la que entrar a formar parte de este pueblo de Dios, en el que todos nos sintamos hermanos y vivamos la auténtica fraternidad en el amor, la justicia y la paz. Porque la mayor miseria que existe, por encima incluso de la material, es carecer de fe, esperanza y amor, es decir, carecer de Dios en la conciencia de nuestra vida, que nos ayude a vivir el gozo de ser hijos suyos.

         Que el Señor bendiga con su gracia a todos los que desarrolláis vuestro compromiso cristiano en esta dimensión constitutiva de la Iglesia, y os siga animando y sosteniendo por la acción de su Espíritu para que seáis en medio de nosotros manifestación del amor de Dios y expresión de su infinita misericordia. Y que a todos nosotros nos ilumine la conciencia y  transforme el corazón, para crecer en sentimientos fraternos para con los hermanos más desamparados.

sábado, 17 de septiembre de 2016

DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO

18-09-16 (Ciclo C)



       La Palabra de Dios que cada domingo ilumina nuestra vida, nos presenta múltiples aspectos del pensamiento de Jesús y nos acerca a lo que realmente le importó, su enseñanza y testamento.



       Unas veces le veremos preocupado por ofrecer un rostro más auténtico de Dios Padre, otras insistirá en situar al ser humano, su vida y su dignidad, por encima de los comportamientos que lo oprimen, y siempre se alzará como defensor de los pobres y marginados, a la vez que se compadece de los enfermos y necesitados.



       Todo ello nos muestra que en el centro de la vida y del mensaje de Jesús se sitúa Dios, a quien debemos “amar con todo el corazón y con toda el alma”, y de ese amor creador y salvador, brota su entrega absoluta al servicio de los hombres sus hermanos, ya que el amor al prójimo como a uno mismo constituye la seña de autenticidad del amor a Dios.



       Desde esta experiencia vital del Señor, debemos comprender el evangelio de hoy y la llamada que nos hace a ir tomando opciones fundamentales en nuestra vida, “no podéis servir a Dios y al dinero”.



       Cuantas veces va a insistir Jesús, en la necesidad de superar ambiciones, egoísmos y materialismos desmesurados. Cuantas veces nos va a descubrir que tras los enfrentamientos, las violencias, la opresión, la pobreza y la desigualdad se encuentra ese poner al dinero como meta de nuestra vida que sustituye al único Dios verdadero, y que acaba por adueñarse de nuestro corazón porque se convierte en el ídolo al que sacrificamos nuestra libertad y dignidad, haciéndonos sus esclavos dependientes.

       Ya el profeta Amós, en el siglo VIII antes de Cristo, denuncia la opulencia de los poderosos frente a la miseria de los pobres. El Dios que se revela a su pueblo y que entabla una relación de amor y misericordia con él, a la vez manifiesta su rechazo y condena de todas las injusticias que oprimen a los débiles y que va sumiendo en el caos a la creación entera, al romper la armonía de la fraternidad humana.



       Y si ya aquel profeta del Antiguo Testamento, manifestaba la rotunda oposición de Dios por la marcha de este mundo sustentado sobre las diferencias sociales, hemos de contemplar cómo los tiempos modernos con todos sus adelantos y logros en el campo de la técnica, lejos de paliar esas desigualdades y sus efectos, los ha incrementado hasta el extremo haciendo que la gran mayoría de la población mundial esté sumida en la miseria y condenada a ella, sin remedio aparente.



El evangelio de Jesús nos sitúa ante una cuestión crucial, ¿quién es para nosotros nuestro Señor? Porque el dilema de servir a Dios o al dinero, no es una alternativa en el seguimiento de Cristo. Es la opción fundamental de nuestra vida ya que amar a Dios sobre todas las cosas, nos impulsa a reconocer a los demás como hermanos y a sentir que nuestro futuro tiene un mismo final de vida en dignidad y amor.

El texto del evangelio parte de una experiencia en la que se relata la vida de un empleado infiel. Se sabe sorprendido en su infidelidad y pretende reconciliarse con aquellos a los que había estafado previamente siendo generoso en las cuentas. Y concluye Jesús el episodio con una frase desconcertante “ganaos amigos con el dinero injusto”. Es decir, el dinero tiene como finalidad el servicio a la vida y a su justo desarrollo, tanto de aquellos que lo poseen como de los que carecen de él. Y si todos debemos abrir las manos para compartir generosamente con quien mayor necesidad padece, mucho más se exige esta actitud con aquellos cuya ganancia actual proviene por medios ilícitos. Es la manera de empezar a sanar su injusto egoísmo y ambición.

       Pero no es suficiente con la generosidad. Ésta puede resultar autocomplaciente y tranquilizadora de malas conciencias. El hecho fundamental donde Jesús pone la fuerza de su enseñanza está en, quién es tu Señor. A quién sirves y te entregas, ante quien rindes tu vida y te reconoces en sana dependencia de amor, ante el Dios Padre que te ha llamado a la vida, te ha conducido con ternura y siempre te acompaña con su misericordia y fidelidad, o ante el poderoso dinero que te hechiza y deslumbra con falsas promesas de felicidad inmediata haciéndote dependiente y esclavo de sus normas e intereses.



Y esta radicalidad en la respuesta no es cualquier cosa. Los medios que posee el mundo de la economía son extraordinarios, marcan con claridad las leyes y conductas sociales, y crean ideologías a su servicio que de una u otra forma condicionan los valores fundamentales en los que todos nos movemos y vivimos.

Los creyentes en Jesucristo, acogemos la propuesta que él nos hace y que conlleva un cambio radical en la vida más acorde con su evangelio.

      

Sólo desde ese amor que alimenta el corazón del ser humano con la Palabra fecunda del evangelio de Jesucristo, es posible realizar el milagro de multiplicar los panes para que lleguen a más. Y aunque sabemos que nuestras pequeñas aportaciones  siempre serán escasas, no debemos despreciarla porque es precisamente la suma de los muchos pocos, lo que llena de esperanza a tantísimos hogares hasta los que llega la mano generosa y caritativa de la Iglesia, por medio de sus cáritas diocesanas.



Como nos enseña S. Pablo es su carta apostólica, debemos a la vez seguir orando al Señor, para que su Espíritu vaya ablandando la dureza del corazón de los poderosos a fin de que la justicia, la equidad y la paz lleguen a todos los rincones del mundo. Y aunque parezca poca cosa, la unión entre la oración y la acción de tantos creyentes en Jesucristo, es lo que va sembrando nuestro mundo de amor y de esperanza.

 “Sólo Dios basta”, decía Santa Teresa de Jesús al comprender que en el abandono de su vida en las manos amorosas de Dios, era como la había recuperado con generosa abundancia en amor, libertad y entrega.



Esta libertad es la que nos capacita para seguir a Cristo en la vocación a la que él nos llama, y por la cual alcanzamos el gozo y la dicha plenas.  Hoy, los cristianos no debemos dar pena por la vivencia de nuestra fe, todo lo contrario, lo que deberíamos dar es envidia por la experiencia gozosa que tenemos la suerte de compartir.

Porque si nuestro semblante transmite tristeza y agobio, difícilmente podremos convocar a nadie a esta comunidad eclesial, y a demás estaremos desvirtuando la autenticidad del mensaje de Jesucristo, que nos ha llamado a vivir la alegría de los hijos de Dios. Y esto sólo es posible, si de verdad Dios es nuestro Padre, amigo y único Señor.



Que María, la fiel esclava del Señor, que proclamaba con su vida y entrega la grandeza de Dios, nos ayude a nosotros a reconocer en Cristo y su evangelio de vida, al único Salvador.

sábado, 10 de septiembre de 2016

DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO

11-09-16 (Ciclo C)



La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, vuelve a insistir en lo que sin duda es el corazón de la fe cristiana, la experiencia del perdón, como fruto del amor auténtico.

Y la liturgia de este día nos propone tres miradas distintas para aproximarnos a esta realidad tan necesaria para todos. La primera vendrá de la imagen que los israelitas tenían de Dios, la segunda nos mostrará la experiencia de San Pablo y por último, en el evangelio el auténtico rostro de Dios mostrado por su Hijo Jesús.



El pueblo de Israel ha vivido una intensa relación con Dios. Ellos se saben escogidos por él, y liberados de la esclavitud de Egipto, y a pesar de haber recibido tanto por parte del Señor, cuando comienzan a pasar dificultades, y ante la ausencia de líderes adecuados que les ayuden a caminar en la esperanza, se lanzan en las manos de los ídolos fabricados por sus manos.

Esta ofensa a Dios deberá tener un castigo ejemplar, y así nos narra el autor del libro del Éxodo ese diálogo entre Dios y Moisés, dando a entender que la ira de Dios sólo ha sido aplacada por la intervención del caudillo de aquel pueblo duro de cerviz.



Para los israelitas el justo castigo de Dios se ha convertido en perdón por la intervención generosa de Moisés que ha salido en su defensa. De ese modo comienza a cambiar la imagen del Dios justiciero y vengativo, y emerge el rostro de un Dios capaz de desdecirse y de mostrar misericordia y compasión, aunque el pueblo pecador no lo merezca.

Ningún otro dios de los conocidos en su entorno aceptaría perdonar al pueblo sin recibir nada a cambio. Y el Dios de Israel, por la intercesión de Moisés, comprende la debilidad humana y se compadece de él.

La segunda experiencia es la vivida por el mismo San Pablo. Él conocía la capacidad de perdonar de Dios por razón de su fe judía, pero tras su encuentro con Jesucristo a quien con tanto fanatismo perseguía, experimenta en sí mismo el amor y la misericordia de Dios. Como el mismo apóstol cuenta, él era un blasfemo, un perseguidor y violento, no creía en Jesús y con toda su ira atacaba a los cristianos. Y a pesar de todo el dolor que había causado a su alrededor entre los que ahora eran sus hermanos, ha sentido la misericordia de Dios y en el encuentro amoroso con Jesucristo ha vuelto a renacer.



San Pablo no olvida sus orígenes, ni niega la realidad de su pasado, pero tras su conversión profunda y verdadera, ese recuerdo no es algo paralizante ni doloroso, sino el resorte desde el que vivir una vida nueva, gozosa y plena en el seguimiento de Jesucristo.

Esta experiencia es muy importante para nosotros, porque muchas veces, a pesar de celebrar el sacramento de la reconciliación y de sabernos perdonados por el Señor, seguimos acercando a  nuestra memoria y corazón, los remordimientos del pasado, como si no nos creyéramos que Dios nos ha perdonado de verdad, y dejando que nuestra desconfianza en el Señor nos paralice y agobie.

Si Dios nos ha perdonado, debemos perdonarnos también nosotros. Si Dios no nos reclama nada, ni nos echa en cara nada, tampoco nosotros debemos mantenernos en el pasado, sino que acogiendo su gracia y su fuerza, miremos al futuro con confianza. Como nos dice San Pablo en su carta: “podéis fiaros y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”.



Y si eso no es suficiente tenemos el relato del evangelio en el que el mismo Jesús nos muestra la intimidad del amor de Dios nuestro Padre: “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Sentimientos que nos muestran el amor universal e incondicional de Dios para con sus criaturas. Porque a ningún padre le sobra uno solo de sus hijos. Ningún hogar se siente pleno cuando en él existen asientos vacíos. Ninguna familia está sana cuando las rupturas y los abandonos agudizan la ausencia de alguno de sus miembros.



Por eso la alegría de Dios por la vuelta y el encuentro con sus hijos alejados se comprende con claridad si de alguna forma vivimos esa experiencia paterna o fraterna.

Sólo cuando se ama de verdad sin complejos ni condiciones, duelen las distancias de los nuestros. Cuando el otro no nos importa y su vida nos resulta indiferente tampoco nos preocupa su distanciamiento y olvido.



Dios nos llama a vivir con responsabilidad nuestra realidad de hijos y hermanos. Lo cual no quiere decir que todo valga, y que los malos comportamientos de unos carezcan de consecuencias para los demás. Cuando alguien rompe la sana armonía, necesaria en toda convivencia y lo hace de forma tan grave como lo es la violencia, la opresión y la muerte, no podemos hablar de perdón y olvido como si nada hubiera ocurrido. Una cosa es salir en busca de quien se pierde en el camino por errores y fracasos comunes a todos, y otra muy distinta tener que ir tras aquel que ni se arrepiente del mal provocado ni pide perdón a quien con tanta gravedad ha herido. El perdón, que siempre es gratuito, necesita de la actitud sincera de la conversión y de la reparación por parte del pecador, y así además de recibir el gozo del perdón divino, podrá experimentar también la auténtica acogida del hermano y su plena regeneración.

La verdad, que ha de iluminar nuestros actos, nos lleva a reconocer nuestra responsabilidad, y así aceptar con humildad las consecuencias de los mismos.

Pero lo mismo que sin la actitud de conversión no es posible sanar la propia vida, sin la apertura al perdón por quien ha sufrido el mal tampoco curará su herida. El rencor, el odio y el deseo de venganza, lejos de solucionar nada, a quien primero destruye es a quien lo siente.

Ninguna relación humana puede asentarse en la venganza, y además de ser lo más contrario a la ley del amor instaurada por Jesús, olvida su entrega salvadora en la cruz.



El perdón es lo más genuino y grandioso de la fe cristiana. Ella nos exige una y otra vez abrirnos a la reconciliación con los demás, a superar nuestros rencores y a establecer cimientos de  misericordia y compasión. Que seamos capaces de aceptar siempre este estilo de vida, y cuando sintamos serias dificultades para ello, recordemos las palabras del Señor, por cuyo perdón en todos hemos sido salvados.