viernes, 18 de diciembre de 2015

DOMINGO IV DE ADVIENTO


DOMINGO IV DE ADVIENTO
20-12-15 (Ciclo C)

 
    Llegamos al final de este tiempo de adviento, a través de la Palabra del Señor, de manos de su evangelista S. Lucas fijando nuestra mirada en la Santísima Virgen. El adviento es un tiempo con final en el cumplimiento de la promesa de Dios, y este tiempo se ha cumplido ya en el seno de María.  Este 4º domingo es el “ya sí, pero todavía no” de la Encarnación, porque de hecho el Hijo ya ha tomado carne en las entrañas de Sta. María, aunque todavía no haya visto la luz del mundo por él creado junto al Padre y el Espíritu Santo.

    Por eso a medida que han pasado los días del adviento mayor ha sido la ansiedad de nuestro ánimo, el deseo de ponerlo todo a punto, de que no nos falten detalles en el hogar bien dispuesto para tan ansiado invitado. Así lo hizo la misma protagonista de esta historia del amor divino. María, que como relata S. Lucas se puso en camino para ayudar a su prima Isabel ante el nacimiento de Juan, ciertamente allanó con su vida el camino al Señor. Nadie como María supo llenar los abismos que la humanidad había cavado, ni demoler los muros que contra Dios había levantado. María acogiendo la propuesta de Dios de ser la madre de su Hijo, abrió de par en par las puertas de la historia para que en ella entrara su Salvador y Redentor.

    María, es la mujer que entrega su corazón a Dios y se deja transformar por él. Su sencillez y humildad para escuchar y acoger la Palabra de Dios, la hace dichosa y bienaventurada, porque el poderoso ha hecho obras grandes en ella.

    María nos regala el don de la esperanza y nos ayuda a acoger la salvación que proviene sólo de Dios, quien a través de ella se hace uno con nosotros, para hacernos uno con él. El relato del evangelio nos sitúa a María en marcha, corriendo hacia quien la necesita.

La actitud de servicio y de entrega de María, resultan para todos ejemplares.

    Cómo no va a comprender Jesús lo que significa escuchar atentamente a Dios, entregarse con generosidad al servicio de los hombres y servir con prontitud a su llamada, cuando son los valores que en su propio hogar va a encontrar en sus padres. María y José, el gran discreto de esta historia salvífica, son los pilares sobre los cuales se va a asentar la formación de Jesús, y gran parte de su espiritualidad.

    María unió en su alma el anhelo de lo que estaba por venir y la certeza de que ya se había cumplido porque en su entrega absoluta a Dios, cuya vida acogía con respeto y amor esponsal, sabía que el Señor era fiel a su palabra y cumplía sus promesas.

    María en el adviento nos enseña a vivir la esperanza activa. Es decir, saber que nada está en nuestras manos porque todo depende de Dios, pero tomar a la vez conciencia de que Él ha querido ponerse en nuestras manos como si todo dependiera de nosotros. Ese ha sido el deseo del Señor. Dios, que no necesita de nada ni de nadie para llevar adelante su obra creadora, al encarnarse en nuestra historia ha querido someterse a sus propias leyes, aceptando y respetando nuestra limitada humanidad. Y la confianza de Dios en el ser humano ha sido tan grande que en María se ha visto generosamente correspondida. Por eso ella es Bendita entre las mujeres, por eso ella es la Llena de Gracia, porque jamás nadie tuvo parte tan importante en el ser de Dios como ella, y jamás nadie respondió con tanta entrega, dándose por completo a su proyecto salvador.

    El adviento encuentra su compendio y cumplimiento en la vida de María. Toda su existencia estuvo cuidada por el amor divino, pero fue un amor correspondido por ella de modo que al llegar la petición divina, estaba preparada para responder con fidelidad y confianza. María concibió antes al Hijo de Dios en su mente y corazón que en su seno virginal. Su respuesta positiva ya entrañaba su disposición para llevar adelante la propuesta de Dios, asumiendo con firmeza lo que pudiera comportarle a su vida.

El adviento de este año termina y con él nos disponemos a vivir la navidad con los nuestros. No podemos olvidar en este tiempo a quienes carecen de lo fundamental para vivir y compartir la alegría navideña. La campaña navideña de cáritas en todos sus años de existencia entre nosotros, no es un elemento más de este tiempo. Es la expresión externa de nuestra disposición interior. Es la muestra de que nuestro corazón se siente afectado por los demás, y que no hay alegría plena si parte de nuestra familia humana se siente desolada y desamparada.

Dentro de unos días todo el mundo cantará la gloria de Dios que en el cielo resuena con gozo, y seguiremos pidiendo con los ángeles, paz en la tierra a todos los hombres amados por el Señor. Una paz que sólo es posible si desaparecen las desigualdades y las injusticias. Una paz que todos anhelamos y cuya consecución depende de las actitudes personales tanto como de las estructurales.

“La gloria de Dios es la vida del hombre”, decía S. Ireneo de Lyon. Y si con nuestra actitud personal sembramos de justicia y de paz este mundo, estaremos colaborando de forma activa y eficaz en la acción salvadora de Cristo.

La carta a los Hebreos nos invita a responder a ese amor de Dios derramado en nosotros;  “aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.

Que Santa María nos ayude a mantener fielmente esta actitud de entrega confiada al Señor, sabiendo que en el cumplimiento de su voluntad encontraremos como ella, nuestro gozo más pleno, colaborando en el desarrollo de una humanidad más fraterna, y haciendo posible una verdadera navidad para todos.

sábado, 12 de diciembre de 2015

DOMINGO III DE ADVIENTO


DOMINGO III DE ADVIENTO
13-12-15 (Ciclo C)

      Llegamos a este tercer domingo de Adviento y la invitación que recibimos a la luz de la Palabra de Dios es al gozo y a la esperanza. Hasta la liturgia quiere empaparse de este sentimiento, suavizando la sobriedad del color morado e invitando al canto y a la alabanza.

      Y es que por si nos habíamos despistado en la vivencia del adviento, este es un tiempo de esperanza y la esperanza siempre contiene ilusión, expectación y gozo interior. Así volvemos a escuchar en el evangelio el momento vivido por Juan el Bautista y lo que significaba para aquellos judíos creyentes.

      Juan no se desanima en su misión. Ha comprendido que su vida  ha de ponerla al servicio de Dios y que es el momento de provocar en medio de su realidad un cambio radical, una llamada a la conversión.

      Está a punto de suceder el mayor acontecimiento vivido jamás por la humanidad. Dios se va a manifestar cercano, humano y solidario con su creación, y nada hace presagiar este hecho porque nuestras vidas no han experimentado ningún cambio merecedor de este regalo de Dios. Sin embargo, por su amor y misericordia, Él quiere compartir de forma plena la vida del ser humano y así sembrar en ella la semilla fecunda de su Reino de amor, de justicia y de paz.

      Muchos de los que escuchaban a Juan, sintieron la necesidad interior de prepararse para este momento y así nos lo presenta el evangelio que hemos escuchado: “¿entonces qué hacemos?”, le preguntan todos, escribas, fariseos, publicanos, soldados. Y para todos hay una respuesta personal y concreta: que cada uno realice su tarea sin injusticias ni opresiones. Y al igual que aquellos que escuchaban al Bautista sintieron la necesidad del cambio personal, e iniciaron un proceso de conversión, nosotros estamos llamados a vivir también esta llamada del Señor.

La conversión personal es siempre semilla fecunda de transformación social y comunitaria, ya que del cambio de cada uno de nosotros se nutre la convivencia de todos.

Uno de los males que más afectan a nuestra sociedad es la falta de conciencia responsable. A ninguno nos gusta mirar con detenimiento nuestro interior y descubrir un rostro desfigurado por el pecado. Preferimos maquillar la realidad para adaptarla a nuestro gusto y así seguir contemplándola de forma superficial e infantil.

Pero a la hora de ver las vidas de los demás cómo cambia el matiz de nuestra mirada. Entonces sí percibimos con mayor claridad sus fallos y miserias, rebuscamos intenciones ocultas y sacamos conclusiones enjuiciando sin pudor sus vidas e incluso condenando aquello que nos disgusta. La desigualdad entre la tolerancia con uno mismo y la severidad con el prójimo es suficiente muestra del desajuste moral que cada uno podemos vivir.

Porque ¿cómo puedo erigirme en juez de mi hermano, si no soy capaz de afrontar mi propia verdad con humildad y sencillez delante de Dios?

Por eso antes de atreverme a juzgar la vida de nadie, debo presentarme ante el evangelio proclamado y, como los personajes citados en él, preguntarle con respeto, ¿qué debo hacer?

Y lo primero que toda persona auténtica ha de hacer es mirar la propia vida con verdad. Pero no con la verdad del mundo que está empañada por sus intereses y ambiciones, sino con la verdad de Dios.

Dios nos ha creado en el amor, para establecer una relación paterno-filial con cada uno de nosotros, y muchas veces le hemos dado la espalda, buscando nuestra independencia y alejándonos de Él. Hemos creído que librándonos de Dios, nuestra condición humana brillaría con luz propia, y sin embargo caemos en las tinieblas del egoísmo.

      La mirada sincera nos abre la puerta del encuentro con nosotros mismos y con los demás, nos ayuda a caer en la cuenta de nuestra pequeñez y nos dispone para que acogiendo la misericordia que Dios nos ofrece con generosidad, demos un cambio a nuestra vida.

El efecto de esta conversión enseguida hace evidentes sus frutos; nos infunde una fuerza interior que sabemos parte de Dios y nos impulsa a seguir adelante en la vida. Sentimos cómo su amor nos reconstruye y armoniza para estar en paz con él y con los hermanos, y salimos confortados de una experiencia que ante todo expresa el encuentro gozoso con Dios nuestro Señor.

Este Año Santo de la Misericordia que el Papa Francisco inauguró el día de la Inmaculada, y que este domingo se abre en todas nuestras Catedrales, es una oportunidad extraordinaria de vivir el encuentro con Dios Padre misericordioso, que nos llama y acoge para curar nuestras heridas, invitándonos a vivir también nosotros la misericordia con los demás.

Un tiempo que nos ofrece la oportunidad de vivir con ilusión un cambio real en nuestra vida, a fin preparar la llegada del Señor.  Cambiar los signos de violencia y de ruptura entre los hombres y los pueblos; superar los momentos de desesperanza y desánimo, porque Dios está con nosotros y nada ni nadie podrán apartarnos de su amor y misericordia.

      Así resuenan con esperanza las palabras del apóstol San Pablo, “hermanos, estad siempre alegres en el Señor”, ... y en toda ocasión, en la oración, en la súplica o en la petición, confiad porque estáis en la presencia de Dios.

      Tengamos siempre presente que a pesar de todas nuestras limitaciones y debilidades el Señor no nos ha abandonado, y que por muy oscuro que veamos nuestro presente personal, familiar o social,  podemos decir con el salmo;  “Mi fuerza y mi poder es el Señor, el es mi salvación”.

Que esta frase repetida con serenidad en lo hondo de nuestros corazones, sea el ambiente interior que mueva nuestras vidas, y así dispongamos la venida del Señor con una esperanza renovada. Que así sea.

sábado, 28 de noviembre de 2015

DOMINGO I ADVIENTO


DOMINGO I DE ADVIENTO
29-11-15 (Ciclo C)

       “Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. Con esta frase de Jesús como fuerte llamada para la esperanza, comenzamos este tiempo de Adviento. Cuatro domingos que nos irán acercando y preparando para acoger a Dios en nuestra vida de forma renovada y gozosa.

       El adviento es ante todo expectación ante la proximidad de Alguien que desde hace mucho tiempo venimos esperando; la entrada de Dios en la historia humana. No es una mera repetición ritual; hoy comienza para nosotros la cuenta atrás y por delante tenemos un tiempo precioso para preparar adecuadamente nuestra vida, a fin de favorecer el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo.

       Adviento supone disposición y compromiso para abrirnos a Dios y dejar que ciertamente libere nuestro ser y transforme el mundo instaurando su reinado. Todo ello en esta realidad que presenta tantas amarguras e injusticias.

       Iniciamos el advenimiento de Dios con nosotros, cuando las divisiones y guerras entre los pueblos, la violencia y el terror en tantos lugares, la dura crisis económica y la miseria de millones de seres humanos, tiñen de desesperanza nuestra realidad más cercana haciendo increíble el que Dios pueda nacer en este entorno.

       Los dirigentes del mundo no entienden que el camino de la paz pasa por la libertad y la justicia de todos los pueblos. Cada uno busca su interés económico o material aún a costa de vidas humanas, utilizando los medios de propaganda conforme a su ambición.

       El evangelio de hoy nos muestra con un lenguaje lleno de simbolismo, la cantidad de catástrofes, miserias y violencias que este mundo soporta. Algunas de ellas responden a fenómenos naturales, en ocasiones provocados por el abuso y la destrucción de la naturaleza, pero en la mayoría se debe a la crueldad del hombre que en vez de haber buscado la fraternidad se ha convertido en fratricida y en vez de vivir la solidaridad se ha cegado por el egoísmo y la ambición. Cómo no ansiar una liberación que nos devuelva nuestra dignidad y alegría.

       Por qué no va a ser posible que comenzando por el núcleo familiar, y prosiguiendo en el entorno social de cada uno, se provoque el nacimiento de una nueva humanidad.

       Pues bien, creemos que cabe la esperanza. Nosotros, los cristianos no podemos arruinar nuestro ánimo ni presentarnos ante el mundo derrotados en el desamor. Hemos de seguir esperando aún teniendo en contra situaciones desfavorables. Nos hemos fiado del Señor, y él mismo nos ha prometido su presencia hasta el fin de los tiempos.

       La fe que profesamos debe colorear el presente infundiendo a nuestro alrededor un ambiente nuevo, solidario y fraterno capaz de generar esperanza en los demás. Dejar que nuestras ilusiones se apaguen o que nuestro compromiso decaiga, es sucumbir ante la adversidad y renunciar a ser luz en medio de las sombras de este mundo.

       Necesitamos fortalecer nuestra vida de oración. Recurrir permanentemente al Señor para que nos muestre el camino a seguir y nos ayude a recorrerlo con la fuerza de su Espíritu. Pero rogar a Dios nos ha de llevar a poner de nuestra parte todo lo humanamente posible.

       Las víctimas de este mundo se encuentran muchas veces tan abatidas que les es imposible salir adelante solas. Hemos de estar a su lado, acompañarlas en todo momento y comprometernos activamente por la transformación de su situación desde la denuncia de la injusticia y la búsqueda de su dignidad. Son signos elocuentes de esta grandeza humana, gestos como la disposición de viviendas para familias desahuciadas, y campañas como la recogida de alimentos.

En el adviento dirigimos nuestra mirada hacia el Dios-con-nosotros que está por llegar. En su nacimiento se regenera la vida y la esperanza, posibilitando que emerja una nueva creación. La cual resultará imposible si no se produce en cada uno de nosotros una verdadera renovación personal y espiritual.

La liberación a la que somos llamados por el Señor en este primer domingo, pasa por nuestra conversión personal. Por preparar adecuadamente el camino que nos acerca a su amor sabiendo que todavía son muchas las barreras que nos separan del encuentro pleno con él y con los hermanos.

Y el Señor nos hace una clara promesa por medio de su palabra; si somos capaces de favorecer este encuentro con él, “veremos la salvación de Dios”.

       Al comenzar este adviento, podemos aceptar que el camino que tenemos por delante no es sencillo ni cómodo, pero con la fuerza de Dios y nuestra fidelidad a su amor desde el compromiso por los necesitados, es posible confiar en la victoria del Señor y de su Reino.

       Fue en medio del desasosiego donde resonó la Palabra de Dios haciéndose carne en María. Fue en medio de la noche y lejos de la comodidad donde nacía el Hijo de Dios. Fue en las afueras de Jerusalén y en una cruz ensangrentada donde brilló la luz de la vida definitiva, de Cristo resucitado.

       Este tiempo de adviento nos ha de ayudar a buscar caminos que nos conduzcan al Dios de la misericordia, que por amor se encarnó en nuestra historia y por su compasión la ha reconciliado para siempre.

       Dios está con nosotros, y en esta cercana familiaridad nos sigue enviando a preparar su venida. Que su amor nos fortalezca y su misericordia nos impulse a transformar nuestro mundo, comenzando por nuestras familias que han de ser escuela de humanidad y fermento de paz.

sábado, 21 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXIV T.O. - JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO


 
DOMINGO XXXIV TIEMPO ORDINARIO
JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO 2-11-15 (Ciclo B)

Terminamos el tiempo litúrgico ordinario con esta solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Una fiesta en la que reconocemos a Jesús como nuestro Señor, y en la que anhelamos la instauración de su Reino entre nosotros; el nuevo Pueblo de Dios que animado por el Espíritu Santo va desarrollando una humanidad nueva donde todos, sin exclusión, vivamos la auténtica fraternidad de los hijos de Dios.

El Evangelio que hemos escuchado, narra una experiencia en la que la realeza es sinónimo de poder absoluto. Poncio Pilato con sus preguntas cargadas de recelo y descrédito busca desenmascarar a un rival; sin embargo se encuentra ante un hombre sencillo, despreciado y humillado que le desconcierta, porque en su debilidad reside su fuerza y su palabra señala la verdad: “Mi reino no es de este mundo”, responde Jesús ante la insistencia del gobernador.

El reino que Dios quiere, no encuentra en este mundo su lugar apropiado. Y no es porque no se haya esforzado el Creador en poner todo de su parte para que germinara ese proyecto de vida en plenitud tan deseado para sus hijos. Su Reino no germina por la dureza de una tierra que no se deja empapar, donde la terquedad del corazón humano sometido a sus ambiciones, siembra de injusticia la realidad.

Dios ha enviado sus mensajeros delante de él, hasta a su propio Hijo Jesús;  y como vemos en el evangelio que hemos escuchado, será sentenciado a muerte. El rechazo de Dios y de su reinado es la realidad a la que ha de enfrentarse el Señor antes de morir.

Y sin embargo nosotros hoy seguimos confesando a Cristo como el Rey del universo y nos sentimos llamados a favorecer el desarrollo de su reinado desde los valores permanentes e irrenunciables del amor, la justicia, la verdad, la libertad y la paz.

Y es que Dios ha puesto este mundo en nuestras manos y con ello nos está invitando a proseguir su obra creadora. A través de nuestro compromiso con el presente, de nuestra implicación en los asuntos temporales, hemos de avanzar en la consecución del reinado de Dios como meta y horizonte de nuestras vidas. El Reino de Dios ha de germinar en todos los ámbitos de la sociedad por medio de la implicación de los cristianos en aquellas realidades donde se decide el destino del ser humano. Es decir, en la vida pública.

Por eso, cuando los cristianos se comprometen en el mundo sindical, o el de la política, y siendo elegidos de forma libre y democrática reciben la confianza de sus conciudadanos, no reciben un cheque en blanco para hacer lo que les venga en gana subordinando sus convicciones a los intereses ideológicos, sino para que siendo fieles a su fe, y a los principios morales que de ella se derivan, pongan todos sus esfuerzos y sacrificios al servicio del bien común, la defensa de la vida humana, la promoción y el desarrollo de los más necesitados, y la concordia y la paz entre todos los pueblos desde la auténtica solidaridad.

Los cristianos comprometidos en la vida pública no lo están para mimetizarse con el entorno, sino para que con su voz, sus propuestas y trabajos, inserten una llama de esperanza y una bocanada de frescura que proviniendo de su fe en Jesucristo, renueve los pilares de la tierra cimentándola con los valores del evangelio.

Muchas veces se sentirán incomprendidos y enfrentados a sus propios compañeros de grupo, otras sentirán la presión de la comunidad eclesial que les exige más compromiso. Ciertamente no resulta sencillo comprometerse con la realidad presente, pero esa es la vocación de todos los cristianos, que según nuestras capacidades debemos asumir con coherencia y fidelidad al Señor.

Para ello cuentan con el apoyo y la oración de toda la Iglesia, y el estímulo fecundo del Espíritu Santo que los alienta en su misión.

El reinado de Dios se va sembrando en cada gesto de misericordia y compasión para con los más pobres y necesitados. Esta ha de ser una labor constante de toda comunidad creyente y ha de marcar el corazón de la vida social y de las leyes que la regulan de manera que éstas sean realmente justas.

Los signos del Reino de Dios no pueden ser percibidos si a nuestro alrededor se impone la desigualdad, la marginación o la violencia. Y en los tiempos de especial dificultad social y económica, como los presentes, mayores han de ser los esfuerzos por sembrar la semilla de la esperanza desde el compromiso activo con los más desfavorecidos.

Por último, si algo destaca con vigor la llegada el Reinado de nuestro Dios y así se ha podido escuchar siempre a través de su extensa Palabra revelada, es la paz. Desde el momento del nacimiento de Cristo hasta su muerte, Dios ha sembrado la paz en la tierra. “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a toda la humanidad amada por Dios”.

La paz es el saludo y el deseo más entrañable que se puede ofrecer. Una paz que sellada con el perdón de Jesús, agonizante en el tormento de la cruz, abre la puerta a la reconciliación y a la salvación de todos.

Hoy celebramos y confesamos a Jesucristo como el verdadero y el único Señor del Universo lo cual nos ha de llevar a trabajar por su reinado, con entrega y confianza. Sabiendo que este Reino no es obra de nuestras manos, sino don de su amor y misericordia, y que aún siendo conscientes de que el Reino de Dios no se puede dar de manera plena en el presente, sometido al mal y al pecado, no por ello dejamos de entregar nuestra vida para que de alguna manera vaya emergiendo, porque el Señor ha puesto en nosotros su confianza.

Jesús no impuso su palabra ni sus convicciones. Sólo las propuso con sencillez y eso sí, acompañadas en todo momento con la autenticidad de su propia vida. Ni en los momentos más duros de su predicación ni ante el abandono de los más cercanos cae en la tentación de los atajos falsos, la ira o la condena a este mundo hostil. Su respuesta siempre fue la mirada limpia para perdonar, el corazón dispuesto para amar y los brazos abiertos para acoger a los demás.

Así iba sembrando su reino, y convocando a él a ese Pueblo Santo que tomó forma de comunidad de seguidores, la Iglesia, y que a pesar de los muchos avatares por los que ha pasado en la historia, podemos sentir que su presencia alentadora sigue entre nosotros y nos anima a mantenernos fieles a su amor.

Hoy damos gracias al Señor por conservar fiel su promesa de estar a nuestro lado todos los días de nuestra vida, y confiamos en que la fuerza de su Espíritu Santo seguirá animando nuestros corazones para colaborar en la construcción de su reinado hasta que lo vivamos plenamente junto a él en la Gloria eterna. Que así sea.

sábado, 14 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO - DIA DE LA IGLESIA DIOCESANA


DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO
15-11-15 (Ciclo B)

 
La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos ayuda a percibir, la realidad presente como un tiempo en camino, para conducirnos al encuentro con Dios nuestro Padre. Y así Jesús nos anima a poner nuestra confianza en ese amor de Dios por el que hemos sido creados a esta vida, y lo que es mucho mayor, a no perder la esperanza de compartir a su lado la vida en plenitud, en su reino de amor, de justicia y de paz.

Y este domingo tiene además una cualidad que lo hace realmente especial. Es la jornada de la Iglesia diocesana, algo que a primera vista puede dejarnos indiferentes, pero que a mi juicio nos introduce en la clave para entender nuestra identidad cristiana.

No me voy a detener en la opinión que la gente tiene de la Iglesia, porque de verdad, me importa poco. Lo que realmente me resulta esencial, es lo que para mí significa la Iglesia, y con ello os invito a que también vosotros realicéis este camino de identificación en el amor.

La misma Iglesia se autodefine como Madre y Maestra. Y dentro de poco, al confesar nuestra fe, de ella diremos que es UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA.

Pues desde esta fe confesada, y sobre todo vivida, os digo con todo orgullo de hijo, que la Iglesia es mi madre, nuestra madre. Ella me engendró a la vida por medio del amor de unos padres unidos en el sacramento del matrimonio. A ella me unieron para siempre por el bautismo que además de hijo de Dios me hacía hermano vuestro. En ella, por la educación cristiana recibida en el hogar y en la parroquia, pude descubrir a Jesús, hermano, amigo y Señor a quien merece la pena seguir, y su proyecto de vida imitar.

En esta Iglesia he descubierto la riqueza de una gran familia con sus luces y sombras, pero donde la pequeñez de algunos de los hermanos, y sus miserias, es muy superada por la santidad y el amor de los  más.

En esta Iglesia, yo como vosotros, hemos descubierto nuestra vocación, la opción de nuestra vida desde la que vivir felices y realizarnos bien en la vida matrimonial, misionera, seglar, religiosa o sacerdotal.

Es en esta Iglesia donde Dios se nos revela por medio de su Palabra, diariamente escuchada y donde nos alimentamos con su Cuerpo para seguir caminando con esperanza y sembrando la semilla fecunda del evangelio.

Es en la Iglesia donde la cercanía de los hermanos, el consuelo de los cercanos y la fortaleza de los robustos nos han ayudado a superar enormes dificultades e incluso desgracias personales, porque su fe vigorosa, ha sostenido la nuestra en los momentos de mayor incertidumbre y desconsuelo.

Es esta Iglesia, la que como maestra nos ayuda a responder en cada circunstancia de la vida, no desde nuestros egoísmos personales, sino con criterios evangélicos lo que mejor conviene a mi vida y a la de los demás. Y es esta Iglesia la que incluso cuando me confundo, tropiezo y me introduzco en caminos de desolación, me ayuda a recuperar el rumbo, me corrige y me ofrece el perdón de Dios, auténtico bálsamo que sana las heridas más profundas de nuestro corazón.

La Iglesia nos ha acompañado todos los días de nuestra vida, desde el momento de entrar en ella por medio del santo bautismo, hasta el instante en que ungidos con el óleo de los enfermos, nos prepara para ser recibidos por el Señor. Ella nos despide con el mismo amor y respeto con el que nos recibió, y lo mismo que un día se alegraba con nuestra vida emergente, se siente afectada cuando nos llega el ocaso, aunque el dolor del corazón humano, no es suficiente para acallar nuestra esperanza y sentir el consuelo de la promesa que en Cristo es certeza de vida eterna.

Esta es la Iglesia en la que todos nosotros nos encontramos; UNA, porque a pesar de las diferentes culturas, razas y lenguas, toda ella alaba unida a su Señor, y es congregada bajo la guía de un único Pastor, Cristo. La unidad en la Iglesia es su razón de ser y la garantía de autenticidad. Es un don de Dios que los distintos y distantes, podamos congregarnos con un solo corazón y una sola alma, para bendecir al mismo Dios. Es SANTA, no por nuestros méritos y logros, que bien sabemos de nuestra miseria y limitación, sino porque en ella habita el Santo, Jesucristo, quien prometió su presencia todos los días hasta el fin del mundo. Y nada ni nadie, como nos enseña San Pablo ha podido ni podrá apartarnos del amor del Señor. Precisamente porque en la Iglesia está presente Jesús, debemos orientar nuestra vida cada día para hacer que toda ella resplandezca en medio del mundo como fiel testigo del Señor.

La Iglesia es CATOLICA porque su vocación es llegar a todos los rincones del orbe. El mandato del Señor “id y haced discípulos de todos los pueblos”, nos obliga a sembrar de manera incansable la semilla del evangelio con nuestro testimonio personal, nuestro anuncio explícito de Cristo y el compromiso transformador. Labor que sigue siendo necesaria en el presente, en medio de las jóvenes generaciones y entre los alejados.

Y la Iglesia es APOSTÓLICA, porque los que hoy somos los testigos del presente, somos herederos de una fe y tradición que nace con aquellos apóstoles del Señor, y son para nosotros modelos normativos en el seguimiento actual de Jesucristo. La Iglesia no se reinventa con cada nueva moda o generación. La Iglesia para que pueda mantener estas cualidades esenciales que he mencionado, debe custodiar y vivir conforme al depósito de la fe que hemos heredado y que es para nosotros don y tarea.

Don porque gratuitamente lo hemos recibido, y tarea porque al acogerlo y vincular nuestra vida a Cristo, asumimos la misión que él mismo nos ha confiado.

Pues esta Iglesia, hoy celebra su fiesta de una manera más explícita, y nos llama a vivir con consciencia y coherencia nuestra pertenencia a ella.

Cuanto tenemos que agradecer a esta familia el haber nacido en ella, pero sobre todo, cuanto tenemos que reconocer el enorme bien que nos hace permanecer unidos a ella.

Hoy damos gracias a Dios por este regalo inmenso que nos ha hecho la llamarnos a formar parte de su Pueblo Santo, y pensemos una cosa importante, lo que no nos gusta de ella no es por culpa de la familia eclesial, sino por la indignidad de algunos de sus miembros.

En una ocasión alguien preguntó a la Beata Madre Teresa de Calcuta: ¿Cambiaría algo de la Iglesia?, y ella respondió “Sí, dos cosas, primero yo, y luego tu”.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos ayude a vivir con gozo nuestra vinculación eclesial, y dar testimonio con nuestra vida de que merece la pena vivir en ella.

viernes, 6 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

18-11-15 (Ciclo B)


Al escuchar las lecturas de hoy, lo primero que nos sugieren es el sentido de la generosidad. Qué es ser realmente generosos. Y descubrimos que la generosidad no es solamente la cantidad de lo que se da, sino que entran otros factores mucho más importantes a los ojos de Dios. Los cuales los podemos resumir en esta pregunta: ¿Qué parte de mí, implico en lo que doy? Jesús dice: “los demás han echado de lo que les sobra”. Al dar, ellos no han tenido que darse. Lo que ellos dan tiene una implicación muy baja, muy pobre en sus vidas, en cambio, las dos viudas que han aparecido en las lecturas de hoy, aquella viuda de Sarepta, con el profeta y esta otra viuda anónima del evangelio, al dar han tenido que implicar su propia subsistencia, han puesto sus vidas en peligro.         

La generosidad, la verdadera generosidad está en el darse y sabemos que hemos empezado a darnos cuando eso mismo que somos lo entregamos y nos lleva al riesgo. Decía la bienaventurada Madre Teresa de Calcuta: “dar hasta que duela, dar hasta que te afecte, dar hasta que tú mismo seas cambiado por la ofrenda que das”. Esta es la clase de generosidad a la que nos invita el Señor, y por supuesto, uno podría preguntarse: ¿cuál es el sentido de ese dar? ¿Por qué se nos reclama tanto?         

Observemos que si uno baja un poco la medida, si uno baja la exigencia, no es tan difícil encontrar gente que aporte. Hay en la naturaleza humana, no solamente un impulso para acumular y para retener, también existe la alegría de dar. Esa alegría que es como natural y espontánea, es lo que se llama la filantropía. Prácticamente todos los seres humanos sienten en algún momento de sus vidas, o en muchos, que es bueno hacer algo por alguien, por los demás.    

Nuestra personalidad está hecha de tal manera que sentimos gozo, nos sentimos bien cuando compartimos con una persona que lo necesita. Pero aquí estamos hablando casi de lo contrario. Porque según lo que la Madre Teresa de Calcuta decía, hay que dar casi hasta que te sientas mal, hasta que te duela.         

O conforme a lo escuchado en el evangelio, no es dar de lo que nos sobra, sino dar de lo que tenemos para vivir. Y eso produce riesgo, produce inseguridad, y tal vez produzca incluso preocupación. La generosidad, la genuina caridad cristiana, en su expresión más fuerte, no es filantropía, no se trata de dar un poquito, de sentirse uno bien sin ponerse en riesgo.     
La caridad cristiana conlleva la entrega de uno mismo en aquello que comparte o realiza en favor de los demás, sin calcular los riesgos que comporta, y sintiendo como único motor, el amor fraterno que mana de nuestra propia espiritualidad y vocación.    

Dos son las enseñanzas que hoy recibimos: La primera, cuál es el sentido de la generosidad, cuál es el sentido del dar y esto se resuelve con una pregunta: ¿Qué tanto de mí está implicado en esa entrega? Y lo segundo que hemos dicho hoy es que esa generosidad va mucho más allá de la filantropía, aunque podamos preguntarnos ¿Qué obtengo con eso?   

Si uno lo mira desde un punto de vista solamente humano como que no tiene mucho sentido, pero la clave está en lo que sucede en nuestra vida cuando descubre primero la generosidad de Dios. La generosidad de mi donación me pone en riesgo, pero también me pone en las manos del Dios generoso.   

Eso aparece muy bien en la primera lectura, la viuda se pone en riesgo, esto era todo lo que tenia para ella y para su hijo y eso se lo va a dar al hombre de Dios, al profeta. Es como una ofrenda religiosa realmente, ¿qué gana ella con eso? Gana la experiencia de la generosidad de Dios, el acento no hay que ponerlo en todo lo que uno puede llegar a perder, que puede ser hasta la vida, nos lo muestran los mártires, sino que el acento está en lo que uno puede llegar a ganar cuando entra en el ámbito de la generosidad de Dios.     

A través de esa entrega personal y total, que en el fondo es un acto de confianza por el que yo me regalo a las manos de Dios, estoy descubriendo cómo el Señor es un Dios generoso, que desborda su gracia y su amor en todas sus criaturas y que me llama a prolongar esa actitud vital con todos los hombres, mis hermanos más necesitados.
De este modo podemos comprender el asombro de Jesús ante el gesto casi insignificante de aquella pobre mujer del evangelio. Lo que a los ojos de cualquiera pasa desapercibido, e incluso resulta despreciable, para él contiene todo el germen de la generosidad de Dios.    

Pero no sólo eso, Jesús nos enseña a mirar la realidad con los ojos de Dios. El no desprecia a quienes han dado de lo que les sobra, también es de agradecer el gesto de aquellos que entregan parte de lo que tienen, y nadie debe sentirse mal por compartir generosamente de lo que le sobra. Todo lo contrario. Pero lo que Jesús destaca para quienes hemos tomado en nuestra vida la opción de seguirle siendo discípulos suyos, es que debemos vivir las actitudes humanas transformadas por el amor generoso y desbordante de Dios.   

Un amor que tiene su más clara expresión en la entrega absoluta de Jesús, cuya donación personal nos muestra hasta dónde ha estado Dios dispuesto a darse, ciertamente hasta el vaciarse por completo para que todos tengamos vida en plenitud.      


Ese amor testimoniado a lo largo de la historia por tantos hombres y mujeres que se han dado por completo en favor de los demás, sigue siendo en nuestros días testimonio de auténtica caridad cristiana. No se trata de la cantidad material de lo entregado, sino la calidad vital que en ello se contiene. Y la caridad que se ejerce desde el amor, siempre resulta liberadora y fecunda.

Hoy somos invitados a experimentar cada uno, en su propio estado de vida, la generosidad de Dios. Nuestro Dios es un Dios generoso en amor y en alegría, generoso en dones y en perdón, generoso en espíritu, en sabiduría y en palabra. Y esa generosidad también ha sido derramada en nuestros corazones para que se desborde en favor de los demás. 

Que el poder del Evangelio se adueñe de nuestras vidas y que por medio del Espíritu de caridad que hemos recibido, la hagamos contagiosa a muchos más.  

sábado, 24 de octubre de 2015

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO
25-10-15 (Ciclo B)

       El canto de júbilo que el profeta Jeremías nos proclama, introduce el gozo que se produce ante el encuentro sanador con Jesús. “Gritad de alegría por Jacob,... porque el Señor ha salvado a su pueblo”.

       El pueblo al que anuncia Jeremías esta visión se encuentra en el destierro. Abatido por la esclavitud a la que se ve sometido y humillado por la injusticia que está sufriendo.

       Ante esto el profeta no deja que su pueblo se hunda en la desesperación; Dios ha dicho una palabra salvadora, y su promesa pronto se cumplirá. Tal vez el momento sea desolador, tal vez el sufrimiento del presente nos debilite la esperanza, tal vez la tragedia de tantos hermanos sufrientes nos conduzca hacia el desengaño por el futuro. Es en esta situación donde se necesitan profetas del consuelo y de la misericordia que devuelvan la ilusión y el vigor para cambiar el presente. Dios nos congrega como pueblo suyo para vivir la dicha de la salvación.

       Así escuchamos el relato de Marcos que nos muestra una escena de la vida de Cristo donde el encuentro con Bartimeo va a cambiar para siempre la vida de éste.

       La pobreza y la enfermedad en tiempos de Jesús eran consideradas excluyentes de la vida del pueblo. Los leprosos, los ciegos, sordos, mudos, deficientes, eran alejados del centro del pueblo y condenados a mendigar de por vida. La enfermedad no sólo era sinónimo de exclusión social, sino también de castigo de Dios por algún pecado propio o de familia.

       Cómo no va a gritar ese hombre, Bartimeo, cuando escucha que Jesús, el hijo de David, el Salvador, va a pasar a su lado. Cómo no aferrarse a ese “salvavidas” que se aproxima cuando todo el mundo habla de que Jesús hace maravillas entre los pobres y excluidos.

       No puede dejar pasar esta oportunidad única. Sus fuerzas las orienta a hacerse notar por el Señor, y aunque todas las voces del mundo lo recriminen y quieran silenciarlo, él gritará más y más hasta ser oído. Es la señal de socorro de un náufrago en medio del mar que ve acercarse un barco, su salvación.

       Y se produce el encuentro, primero el diálogo y la acogida, ¿qué quieres que haga por ti?  Jesús no rechaza a nadie, mira de frente reconociendo la dignidad de todos. Para él Bartimeo no es un excluido sino un hermano que clama su misericordia y su amor. “Señor, que pueda ver”; tu fe te ha curado.

       La fe, que no es otra cosa que acoger el don del amor de Dios y agradecerlo con la propia vida de entrega y servicio a Dios y a los hermanos, es lo que nos salva, nos cura, nos llena de vida y de gozo eterno. Así, Bartimeo se convierte en discípulo de Cristo, le sigue por el camino dando gloria a Dios y ofreciendo su testimonio a favor del Señor con quien se ha encontrado.

       Esa es también nuestra historia de salvación. Todos tenemos pasajes de nuestra vida en los cuales hemos notado de forma especial que Cristo nos ha abierto los ojos. Ante un problema familiar grave, la muerte de un ser querido, la enfermedad de un hijo o tal vez su adicción a las drogas. Todo eso puesto en las manos de Dios nos ha ayudado a seguir luchando y a ir dando pasos de sosiego y paz a nuestra vida.

       Tal vez no hayamos visto una curación milagrosa entre nosotros. Pero sí es cierto que el milagro se ha producido en nuestro corazón al ser capaces de seguir adelante con esperanza y amor.

Las situaciones de mayor precariedad pueden ser para nosotros espacios de especial encuentro con Dios. Allí donde todas las señales nos muestran desolación y amargura, es posible dejar que emerja la esperanza si escuchamos la palabra salvadora de Jesucristo.

Son tantos los hermanos que necesitan escuchar esta palabra iluminadora de la vida, que los cristianos debemos tomarnos muy en serio nuestra dimensión misionera.

Bartimeo gritó a Jesús porque sabía quién era y el contenido de su mensaje. Difícilmente pueden poner sus esperanzas en el Señor quienes desconocen su existencia. Por eso debemos ser nosotros quienes fieles a la misión recibida del Señor anunciemos con valor y fidelidad su Reino de amor, de justicia y de paz.

Y después igualmente importante es no poner barreras al encuentro personal con él. A Bartimeo le insistían para que se callase y no molestara al Maestro. Nadie molesta al Señor, al contrario, él desea el encuentro con sus hermanos para compartir generosamente su gracia salvadora.

Todas nuestras acciones apostólicas y proyectos pastorales, han de estar abiertos a esta posibilidad de encuentro del creyente con Jesús. Y los medios son buenos en tanto en cuanto nos ayudan a este objetivo.

Acaba de terminar el Sínodo de los Obispos, cuyo centro ha sido la misión evangelizadora de la Iglesia en el presente actual. También estamos ya en este Año de la Fe, que llama a cada uno de nosotros a revitalizar este don que Dios nos ha concedido, y que en Jesucristo ha encontrado su centro y esperanza. Pues bien, mis queridos hermanos, vivamos este momento como una oportunidad nueva en nuestra vida de encuentro con el Señor. Que el gozo de nuestra fe, y su vivencia coherente en medio de nuestro mundo, sea para nosotros motivo de alegría, y para aquellos a quienes somos enviados como discípulos de Jesús, una razón nueva para encontrar consuelo y esperanza en medio de sus dificultades.

       En las manos de María, nuestra Madre de Begoña, ponemos este deseo, con la ilusión de quienes somos conscientes de que es Dios quien nos envía, y la confianza de que Él permanece siempre a nuestro lado.

jueves, 15 de octubre de 2015

DOMINGO XXIX T.O. - DOMUND


DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO
18-10-15 (Ciclo B – DOMUND)

       “El Hijo del Hombre ha venido para servir, y dar su vida en rescate por todos”. Con esta frase entresacada del Evangelio que acabamos de escuchar, quiero centrar nuestra atención para acoger la Palabra de Dios y así vivir este Día del Señor. Día en el que la Iglesia nos muestra su dimensión universal y misionera en el Domingo Mundial de la Propagación de la fe, el Domund.

       El seguimiento de Jesucristo es una opción personal que aún vivida con entusiasmo y generosidad, no está exenta de serias dificultades. Aquellos discípulos de Jesús estaban entusiasmados con su Maestro. Lo seguían con sinceridad, le querían de verdad y acogían su palabra con un corazón abierto e ilusionado.

       Pero por muy dispuestas que estaban sus almas para recibir la Buena Noticia del Evangelio, y por grande que fuera su voluntad a la hora de ponerlo en práctica en sus vidas, eran hijos de su tiempo y como todos tenían sus limitaciones. Una de las mayores y que a todos nos afecta siempre, es sentir y desear las cosas del mundo. Somos barro de esta tierra con sus luces y sombras, grandezas y miserias. Y a la vez que podemos lanzarnos a la aventura de construir un mundo más justo y fraterno, también nos deslumbran los destellos del poder o del lujo.

       Santiago y Juan no eran más interesados de que el resto de los apóstoles, tal vez fueran más osados a la hora de atreverse a manifestar sus aspiraciones e inquietudes. De hecho Jesús no les reprocha a ellos nada en particular, sino que su advertencia es general y para todos. “Sabéis que los grandes (los jefes) de los pueblos los tiranizan y los oprimen”; es decir, echad una mirada a vuestro entorno: no tenéis más que contemplar el mundo y las relaciones entre las personas, los ricos con los pobres, los señores con sus siervos... Allí donde hay poder hay luchas, y donde hay dinero hay intereses y ambiciones. Todo ello en vez de humanizar al ser humano lo envilece, y las grandezas que se anhelan conllevan la degradación de los más débiles.

       El seguimiento de Jesucristo sólo se puede realizar por el camino que él mismo ha recorrido y no existe ningún otro. Ese camino es el servicio y la búsqueda del bien común. Es la entrega de la propia vida por amor a los demás y no exigir nada a cambio de ella. Es el camino del abandono de uno mismo para anteponer las necesidades de los más humildes y pobres.

       Esta opción de vida cristiana puede parecernos demasiado exigente en un mundo donde se nos está educando en la primacía del bienestar personal sobre todo lo demás. Y sin embargo quienes han sido fieles a la llamada de Dios nos han demostrado una felicidad inmensa en sus rostros, en esa vida vivida en plenitud desde el servicio.

       Y es que como nos dice San Pablo, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, al contrario, él mismo ha sido probado en todo y por eso conoce nuestra masa y nos ama como somos. Y porque nos conoce y nos ama nos da su confianza y su gracia para que desarrollemos la enorme capacidad que ha puesto en nuestros corazones el Creador. Unos dones que entregados con amor a los demás son capaces de cambiar el rumbo de la historia. Así lo han manifestado vidas sencillas que hemos tenido la dicha de conocer y admirar. Vidas gastadas generosamente y silenciosamente en lugares lejanos y sumidos en la miseria más absoluta; son las vidas de nuestros misioneros y misioneras, que en este día del Domund agradecemos a Dios como un don de su amor a la humanidad entera.

La jornada del Domund es mucho más que un gesto de solidaridad.

El Domund ante todo es la propagación universal de la fe, a las gentes y pueblos que desconocen el amor de Dios porque nadie les ha revelado a Jesucristo el Señor.

Este es el centro de la vida del misionero; anunciar a Jesucristo muerto y resucitado, que sigue sembrando amor y esperanza en todos los lugares de la tierra. El misionero desarrolla su vocación en este anuncio explícito de Cristo a las personas que lo desconocen, o que tienen una idea difusa del Señor y su mensaje. Y después, porque la fe se ha de concretar en las obras, también ejercen la solidaridad material con aquellos que carecen de lo necesario para vivir con dignidad.

No podemos reducir la jornada del Domund a un espacio de solidaridad material olvidando la dimensión evangelizadora. Los cristianos, viviendo en coherencia nuestra fe en Jesús, compartiendo la experiencia vital del seguimiento de Cristo, es como podemos y debemos experimentar la dimensión fraterna del amor compartiendo nuestros bienes con aquellos que carecen de ellos. Y aunque los bienes materiales son necesarios para vivir, el bien de la fe es indispensable para nuestra salvación.

En este día de fiesta acercamos al altar del Señor la vida y la entrega de nuestros misioneros, auténticos heraldos del evangelio cuyas vidas nos recuerdan que siguen existiendo espacios donde la Palabra de Dios aún no ha sido revelada. De este modo nosotros nos hacemos solidarios con su misión, y nos comprometemos con ellos para que la Luz de Cristo ilumine la vida de aquellos que lo buscan con sincero corazón.

Y también desde nuestra realidad cotidiana, pedimos al Señor que nos ayude a ser misioneros de este primer mundo, que olvidando muchas veces sus raíces cristianas, se va echando en las manos de los ídolos del dinero, del egoísmo y de la ambición.

Hoy no están tan lejos de nosotros los espacios de increencia. En ocasiones es mucho más difícil hablar de Dios a quienes por inconstancia o desidia, voluntariamente le han dado la espalda, que a quienes lo desconocían porque nadie les había hablado de él

Pidamos en esta eucaristía que poniendo ante el Señor nuestra vida confiada, sintamos cómo la fuerza de su Espíritu nos sigue enviando para ser en medio del mundo sal y luz que haga germinar la semilla de su Reino.

viernes, 9 de octubre de 2015

DOMINGO XXVIII T.O. - SOLEMNIDAD DE LA VIRGEN DE BEGOÑA


SOLEMNIDAD DE NTRA. SRA. LA VIRGEN DE BEGOÑ
11-10-15 (DOMINGO XXVIII T.O.)
En este domingo celebramos la solemnidad de la Madre de Dios de Begoña, y así tenemos la ocasión de poder venerar y honrar a la que sin duda es tenida por todos los cristianos de Bikaia como Madre y Patrona.
Esta vinculación profunda de todos nosotros con Ntra. Sra. de Begoña, se debe ante todo al afecto y el cariño que nuestras madres y padres nos han sabido transmitir hacia ella desde nuestra más tierna infancia. Sigue siendo costumbre elocuente, el que cada 15 de agosto, al celebrar la Asunción de la Virgen, miles de vizcaínos nos congreguemos a lo largo de la jornada ante nuestra Amatxo, para presentarle nuestras vidas con amor y sencillez, confiando con filial afecto en que ella sigue extendiendo su manto para darnos protección y cobijo. Y es muy significativo que a esta fiesta acudan familias enteras, padres con sus hijos, en un gesto que además de mantener una entrañable tradición, transmite de generación en generación el tesoro precioso de la fe.
La Virgen de Begoña es para nuestra diócesis de Bilbao la principal advocación mariana, símbolo de fraternidad cristiana y modelo en el seguimiento de Jesucristo. Es la imagen que transmite de forma permanente y serena que el contenido de la fe es el fruto bendito de su vientre que a todos nos muestra desde su regazo. La Madre de Dios de Begoña nos presenta en toda ocasión al Señor Jesucristo, que en su imagen de niño, acoge con misericordia y ternura a todos los que peregrinamos en este valle de lágrimas y esperanzas.
Por eso al contemplar hoy a Ntra. Señora, lo hacemos a la luz de la Palabra de Dios que se nos acaba de proclamar. María junto a su esposo y su hijo, acude a las fiestas de Pascua en Jerusalén, y al regresar de las mismas hacia su pueblo, se encuentra con que han perdido a Jesús. La angustia experimentada la recoge el evangelista S. Lucas: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”.
Y la respuesta del niño no es ni mucho menos un desplante hacia los padres, sino una constatación de lo que va a ser el desarrollo de su vida y misión: “¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”
El texto concluye con la actitud vital de María ante las cosas de Dios; “Su madre conservaba todo esto en su corazón”.
S. Lucas es el evangelista que más nos habla de María. Comienza su evangelio con la intervención de Dios en la historia preparando la Encarnación de su Hijo. Después de abrir el camino al nacimiento de Juan el Bautista, su precursor, se va a dirigir a María para llamarla a una vocación, por una parte muy normal y común, la maternidad, pero por otra una vocación única e irrepetible, la Maternidad Divina.
Sus planes de formar una familia junto a José no son en absoluto despreciados por Dios, pero sí van a ser transformados de forma radical. Lo primero porque ella ha encontrado gracia ante Dios, de tal manera que su vida está colmada de dicha en el Señor. La adolescente que desde niña había crecido en el ambiente del amor divino, ahora se encuentra preparada para acoger con confianza la propuesta de su Señor, de modo que puede decir con libertad y entereza, “aquí está la esclava del Señor”.
Después de este episodio el evangelista narrará la visita a su prima Isabel, la cual la llamará “bendita entre las mujeres”. Tras el nacimiento de Jesús y el asombro ante lo que los pastores y los Magos profetizan de su hijo, se verá forzada a vivir la huída y el exilio por la amenaza de perderlo a manos de Herodes.
María como cualquier madre lucha sin dudarlo por su hijo. Pero además se va haciendo consciente de que la misión anunciada por el ángel en el momento de concebirlo se ha de abrir paso de forma silenciosa e inevitable. Por eso las palabras del niño, aunque probablemente le sorprendieran, no le extrañaron tanto. Más bien se preparaba para comprenderlas en toda su amplitud y así poder seguir los pasos de su hijo desde el pesebre de Belén hasta el patíbulo de la Cruz en Jerusalén.
Contemplar de este modo a María nos ha de llevar a descubrir en ella no sólo la grandeza de su maternidad divina, sino sobre todo la fidelidad y entrega de su discipulado. Ninguno de nosotros podremos experimentar jamás los sentimientos de la Madre de Dios, pero sí podemos compartir con semejante alegría y confianza su experiencia de discípula del Señor.

María recibió de manos de su Hijo el testamento de ser la Madre de todos los creyentes. En la hora de la muerte y cuando apenas quedaban momentos para dar instrucciones a nadie, Jesús dona con generosidad a su propia madre para que nos acoja a nosotros como a él mismo. “Mujer ahí tienes a tu hijo,/.../ ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27)

En la entrega de María como madre nuestra, Jesús no sólo intercedía para que también ella perdonara a los causantes de su suplicio, además le encargaba que nos acogiera con el mismo amor y misericordia que sentía hacia él. Y María aceptaba una vez más la nueva misión que Dios le solicitaba por medio de su Hijo, aunque este nuevo escenario fuera tan radicalmente distinto de aquel de Nazaret donde dio su primer sí.

Qué gran intercesora y compañera de camino nos ha dado el Señor. Cuanto amor podemos tener la dicha de sentir quienes somos hijos de María, porque ella nos ha engendrado con los dolores de la Pasión de su Hijo, mucho mayores que los sufridos para darle a luz a él.

Por eso podemos tener la absoluta confianza de que si bien la salvación nos viene sólo por la muerte y resurrección de Jesucristo nuestro Señor, quien nos puede preparar adecuadamente para acogerla con un corazón bien dispuesto es la mujer en quien esa gracia se ha dado de manera desbordante.

Los cristianos no estamos solos en el camino de la fe. El Señor camina a nuestro lado “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20), y además nos ha entregado a su Madre Santísima como apoyo y pilar en esta apasionante experiencia de ser discípulos del Señor resucitado.

Hoy nos sentimos agradecidos por la Madre de Dios de Begoña, quien a lo largo de los siglos ha acompañado y sostenido la fe de nuestro pueblo. Una fe que a pesar de las dificultades de antaño y de las del presente, sigue queriendo vivir en fidelidad a Jesucristo para el bien de nuestros hermanos.
Por eso con filial confianza podemos pedir a la Virgen de Begoña una vez más, que mire a su pueblo que sube hasta sus plantas, y que lo mire y lo proteja con amor.