jueves, 10 de marzo de 2016

DOMINGO V DE CUARESMA



DOMINGO V DE CUARESMA

13-03-16 (Ciclo C)



El domingo pasado la parábola del hijo pródigo nos presentaba la misericordia de Dios ante la actitud arrepentida del hijo que vuelve. Se nos narraba a través de una historia conmovedora, cómo en el pecado del hijo menor y a pesar de haber llevado una vida alejada del hogar paterno, siempre hay lugar para el arrepentimiento, y si somos capaces de buscar en lo profundo de nuestro interior reconociendo la verdad de nuestra vida, encontraremos la misericordia de Dios que nos abre sus brazos para llenarnos de su amor.



Pero en este seguimiento de Jesús, todavía hay lugar para las sorpresas. Si la parábola del hijo pródigo nos muestra el colmo de la misericordia divina, la vida misma de Jesús se nos presenta como la realización actualizada y eficaz de ese perdón.

Y así hoy nos situamos ante un acontecimiento en la vida del Señor que no nos deja lugar a dudas sobre su compasión.



Según el relato evangélico, a Jesús le presentan una mujer sorprendida en un grave pecado. Y además se le recuerda, que la Ley de Moisés, fundamento de la vida social y religiosa del pueblo de Israel, deja clara la sentencia que cae sobre la pecadora, la muerte por lapidación.



Desde nuestra mentalidad actual, nos parece desproporcionada e injusta semejante sentencia. Pero no olvidemos que el momento y las circunstancias en las que se produce, hacía que esa ley fuera observada por todos como justa e indiscutible.



Sin embargo, ya el evangelista nos muestra la intencionalidad con la que los acusadores presentaban la cuestión a Jesús, no tanto para que prolongara la ley mosaica, sino para que como bien sospechaban, dictaminara una resolución contraria a ella y así tuvieran algo de qué acusarlo.



Realmente el pecado de adulterio les importaba menos que la posibilidad de tener algo serio contra Jesús, ya que su forma de vida y los argumentos de sus palabras, les descubría la falsedad de sus prácticas religiosas y la incoherencia de su proceder.



Y Jesús ciertamente no va a dejarse amedrentar, y aunque deba medir su intervención, lo que en ningún caso permitirá es que en el nombre de Dios se ajusticie a nadie, aunque la ley lo consienta. Y esta actitud no es irrelevante para nuestra experiencia de fe. La ley de Dios nos muestra el camino que conduce a la vida, desde la fidelidad, el amor y el respeto al prójimo, imagen y semejanza de Dios.

El mandamiento de la fidelidad matrimonial, lo que está custodiando ante todo es el núcleo del amor conyugal, donde han de favorecerse el desarrollo de la vida de los esposos y la transmisión de ese amor y educación a los hijos. Faltar a este principio no sólo supone un pecado ante Dios, sino que en cada ruptura provocada por el egoísmo de uno de los cónyuges, se hiere lo más íntimo del otro rompiendo la unidad familiar, la confianza depositada en ella, y perjudicando gravemente la vida y el desarrollo de los hijos.



El adulterio no es una anécdota en la vida del ser humano, es una traición a las promesas realizadas en libertad, y que rompe la armonía y la estabilidad de la vida de los afectados.

Pero de la aceptación de esta verdad y del compromiso que la pareja y la sociedad han de adquirir para cuidar el vínculo matrimonial, no se deriva que haya que preservarlo a costa de la vida de nadie. Y esto es lo que Jesús reprueba. No la verdad de la fidelidad matrimonial establecida y comprometida por el amor de Dios, sino la injusticia de la ley humana que la pretende custodiar.

Por eso quien se crea libre de todo pecado y debilidad que se atreva a arrojar la primera piedra. Cuando alguien en la vida tropieza y cae, comete un error por grave que sea y fracasa como ser humano, siempre hay que buscar la forma de recuperar su dignidad y de que vuelva a dirigir su vida conforme a los valores fundamentales que la fe en Dios nos propone.



Y Jesús ofrece esa posibilidad porque nos mira a cada uno desde el amor, no desde la condena. Aunque nuestro mal y nuestro pecado sean graves, él no retira su mirada de nosotros y busca siempre la conversión del pecador y no su aniquilación.



Qué fácil le hubiera sido a Dios desentenderse del hombre cuando en tan innumerables ocasiones le hemos vuelto la espalda. Qué necesidad tenía de buscar una y otra vez nuestra conversión, él no necesita nada de nosotros para seguir siendo Dios. Y sin embargo, si en vez de procurar en todo momento nuestro regreso al hogar paterno, hubiera deseado la ruptura definitiva con el hijo que lo abandona, para qué nos envió a su Hijo Jesucristo como camino de salvación, verdad que nos regenera y vida en plenitud.



“Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”, y si este es el deseo de Aquel que nos ha creado, nadie tiene potestad para modificar su vivificante desarrollo. La dinámica del perdón de Dios, manifestado en Jesús, nos regenera y nos rejuvenece. Nos ayuda a recuperar la mirada limpia y confiada, y sobre todo nos posibilita que al retornar a la casa del Padre, podamos acogernos como hermanos y sintamos la dicha del encuentro en fraternidad.

“Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”. Este fue el final del diálogo entre Jesús y la mujer. Seguro que ante lo sucedido y al verse salvada de la muerte, aquella volvería a nacer. Jesús no sólo la ha salvado de un morir certero, sobre todo experimenta cómo quien sí podía condenarla como Maestro y Mesías, no lo hace, “yo tampoco te condeno”. Y estas palabras pronunciadas hace más de dos mil años, hoy se nos siguen diciendo a nosotros cada vez que con humildad y confianza acudimos sacramentalmente al Señor para pedir su misericordia.



Que no desaprovechemos las oportunidades que él nos da. Este tiempo cuaresmal que pronto concluye, es un recorrido por la verdad de nuestra vida para que contemplada con los ojos misericordiosos del Señor, la sintamos regenerada por su amor y, con vitalidad nueva, se sienta impulsada para ser sus testigos en nuestro mundo.



Que al acoger el perdón del Señor en nuestra vida, abramos siempre el corazón para responder con semejante grandeza a nuestros  hermanos en vez de hacernos sus jueces y verdugos. Y nunca olvidemos que la misericordia que se recibe de verdad, ha de ser entregada a los demás con generosidad.

viernes, 4 de marzo de 2016

DOMINGO IV DE CUARESMA



DOMINGO IV DE CUARESMA

6-03-16 (Ciclo C)



Pasamos el ecuador de este tiempo cuaresmal en el domingo de “laetare”, de la alegría ante la proximidad de la Pascua del Señor. Y al caminar junto a él escuchamos en este día la que sin duda es el alma de las parábolas. Si el domingo pasado contemplábamos la paciencia del Viñador para con la higuera infecunda, por la cual se volverá a desvivir a fin de que dé frutos de vida, hoy nos sorprende ante la misericordia de un Padre que sufre la marcha del hijo, y que lo espera siempre con los brazos abiertos.

Muchas veces al escuchar este evangelio concedemos excesivo protagonismo al hijo menor, de hecho todos la conocemos como “la parábola del hijo pródigo”. Y sin embargo lo que Jesús nos está diciendo con ella es la inmensidad del amor del Padre, que tras sufrir el desprecio de un hijo que le exige en vida su parte de la herencia, se marcha de su lado para malvivir lejos de él.

El personaje citado, muchas veces representa con fidelidad nuestras actitudes ante Dios. Hemos recibido todo de Él, la vida que es su mayor don, el amor de la familia que nos ha acogido en su seno, la fe que se nos ha transmitido como fundamento de nuestra existencia y el seno de la comunidad eclesial en la que hemos crecido y profundizado en nuestra condición de hijos e hijas de Dios. Y como respuesta a este regalo del Señor, respondemos exigiendo nuestra parte de forma egoísta para dilapidarla viviendo perdidamente. Es decir: la vida regalada, la poseemos egoístamente como si nos perteneciera a nosotros, decidiendo la viabilidad y el destino de otros seres humanos, y subordinando su valor absoluto al interés particular, llegando a devaluarla si no me conviene su existencia.

La misma realidad familiar en la que todos subsistimos como personas de pleno derecho es despreciada y quebrada por el egoísmo y la violencia de algún miembro sobre los demás; rupturas entre esposos, imposiciones caprichosas de hijos malcriados o la violencia machista que subyuga a la mujer bajo la tiranía del hombre. La unidad familiar está siempre a merced de la entrega personal de sus miembros, y si alguno de ellos se impone de forma indigna, la dolorosa ruptura a todos afecta y amarga por igual.

O bien podemos asemejar la herencia derrochada por el hijo menor con nuestras actitudes de desafecto e incluso rechazo para con la comunidad eclesial a la que pertenecemos y en la que nacimos a la fe. Cuantas veces perdemos el tiempo y la paz discutiendo sobre ideologías particulares, creando problemas donde no existen y sospechando los unos de los otros. Cuantas veces fomentamos la división en el hogar eclesial avivando conflictos superfluos por las simpatías o rechazos que suscitan personajes de moda.

La fe sin comunión es pura falacia que concluye en el sectarismo y la ruptura de la unidad, sólo la unidad que nace del amor, de la comprensión y la acogida fiel del evangelio del Señor, es garantía de autenticidad en el seguimiento de Jesús.



Aquel hijo menor de la parábola, no sólo se marchaba de su casa a vivir una aventura personal fruto de una inmadurez existencial. Rompía los fundamentos de la vida familiar, humillaba al Padre que todo lo había puesto en sus manos, escandalizaba a los empleados que observaban la osadía de su acción, y abría un abismo de desencuentro con su hermano mayor, quien se presenta al final del relato evangélico con una dureza extrema, incapaz de perdonar su pecado, tal vez más por envidia que por virtud.



Y en toda esta realidad está la persona fundamental, el Padre que vive con dolor de corazón, tanto la actitud irresponsable de su hijo menor, a quien además lo pierde sin saber de su destino, y la amargura del hijo mayor quien se va desmoronando en un odio hacia su hermano lo que sume en mayor angustia si cabe al Padre de ambos.

Cómo afectan nuestras decisiones individualistas al conjunto del hogar. Cuán grande es la ruptura que provoca la acción de uno sólo y cómo repercute sobre la vida de todos. El Padre preocupado, dolorido y angustiado por el hijo que no ve por la distancia; y también sufriendo y sintiendo la pérdida del otro hijo que pese a estar a su lado vive como si no existiera para él.



Sólo la conversión sincera y auténtica cimienta la nueva relación. Cuando el hijo vuelve, tras reconocer su maldad y la indignidad de su vida, lo hace de corazón. Él sabe que no es digno de ser hijo, y que lo justo será tratarlo como a un sirviente.

Pero una vez más es el Padre quien nos sorprende; el dolor y la injusticia sufrida no le han dañado el corazón. Él ante todo es su Padre y eso nada puede cambiarlo, y como tal lo acoge con un amor inmenso, que supera cualquier comprensión. Ciertamente el pequeño merecerá cualquier castigo por su acción; pero cuando un hijo muerto vuelve a la vida, un hijo perdido es recuperado, lo único que cabe es celebrarlo por todo lo alto, porque se ha vuelto a restañar la unidad familiar, y el gozo de la conversión es mucho mayor que el dolor del pecado.



De hecho la actitud del hijo mayor nos deja bien claro lo infecundo e inútil del rencor. Su rechazo a compartir la fiesta por su hermano recuperado expresa el resquemor de su alma en esta historia. En realidad, y a tenor de sus palabras, él también vivía lejos de su padre aunque compartiera el mismo techo; no había sido capaz de sentirle cerca y de vivir como un auténtico heredero ya que al reprocharle que no le hubiera dado nunca un cabrito para celebrar algo con sus amigos, en el fondo reconocía su desafecto filial.

De qué le servía vivir como hijo, si en realidad se comportaba como un esclavo. Por qué ahora aprovecha para reprochar la generosidad de su padre cuando él no ha sabido cogerla diariamente en su vida.

Además el mayor abunda en su mezquindad al rechazar al hermano diciendo “ese hijo tuyo”. Si el padre había acogido a su hijo, el hermano lo sigue rechazando, y por eso no puede entrar en la fiesta común. El relato del evangelio se queda aquí. No nos dice el final de la historia, si hubo abrazo fraterno, o el padre sigue sufriendo la ausencia de uno de sus hijos.



Nosotros somos quienes debemos terminar esta historia en cada momento de nuestra vida. No tenemos nada que envidiar a los hermanos de la parábola; sus actitudes por una u otra parte son causantes del dolor del Padre y de la fractura familiar. Sólo la vida del Padre es digna de ser compartida; una vida de amor, de búsqueda, de espera, de misericordia y de perdón. Una vida que genera gozo y que construye la unidad esencial del hogar donde todos podamos tener sitio en la misma mesa donde se celebra el único banquete pascual.



Si no somos capaces de perdonarnos no podremos compartir la misma fiesta. Que este tiempo cuaresmal nos ayude a purificar nuestras actitudes personales y comunitarias, de manera que nos lleven a una auténtica conversión para volver al hogar como hijos de Dios y hermanos entre nosotros.