sábado, 24 de junio de 2017

DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO

25-06-17 (Ciclo A)



Tres veces repite Jesús en el evangelio la misma frase, “no tengáis miedo”, y la primera de ellas nos muestra a qué no tenemos que temer, “a ellos”, a quienes unos versículos antes ha personificado en quienes nos persiguen, insultan, injurian…, haciéndonos saber, que el discípulo no es más que su maestro.

Efectivamente, en nuestros días podemos atravesar nuevas formas de persecución y de ridiculización de la fe, que hace de los creyentes, confesos o anónimos, el objeto de sus ataques o desprecios. Tal vez nos habíamos acostumbrado en nuestro entorno europeo tan cristianizado, a vivir una fe en plena libertad y sin demasiados sobresaltos. Y tal vez también esa ausencia de conflictividad religiosa, nos haya podido sumir en una actitud anodina ante la vida.

Una fe vivida en el mero ritualismo, sin una recia espiritualidad que conlleve implicaciones profundas en la vida personal y social, va adocenando la propia personalidad diluyendo la sal de la fe en el inmenso lago de la indiferencia religiosa.

Y esto que puede parecer insignificante, o incluso normal en los tiempos de la relatividad en que vivimos, donde todo vale en aras a una magnificada libertad individualista, tiene  consecuencias muy serias.

Primero para la persona creyente que va perdiendo la intensidad de su fe, de manera que le resulta casi innecesaria para vivir conforme a esos cánones hoy establecidos. Después para la misma comunidad eclesial que resulta irrelevante en medio de la sociedad, ya que no es capaz de mostrar ninguna nueva vía de esperanza, y por último para la misma sociedad que carece de referentes que promuevan una humanidad conforme a los valores del Reino de Dios, justa, fraterna y misericordiosa, asentada en la verdad y la justicia.

Y cuando surgen voces cristianas críticas con esta manera de vivir tanto dentro como fuera de la Iglesia, es entonces donde surge la violencia.

Mientras los cristianos estén callados o metidos en los muros de sus iglesias, o lo que sería peor, disimularan su fe mirando para otro lado, se les tolera. Pero en cuanto pretendan hacer oír su voz profética, en fidelidad al Evangelio de Jesucristo, con lo que conlleva de implicación en la vida pública, coherencia en la propia existencia, y denuncia de las injusticias que oprimen y esclavizan al ser humano, entonces se les persigue incluso a muerte.

Y es aquí, donde debemos escuchar con serenidad y esperanza la Palabra del Señor; “no tengáis miedo”.

No tengáis miedo a quien nada puede hacer para apartaros del amor de Dios y de su promesa de vida en plenitud. No tengáis miedo a quienes se sirven del terror para robarnos la libertad y la paz. No debemos dejarnos amedrentar por quienes pretenden atar nuestras manos o amordazarnos para silenciar la voz profética que requiere con urgencia nuestro mundo.

Porque si la voz se silencia, la palabra no puede escucharse. Si nos dejamos vencer por el miedo, quién llevará la esperanza y el consuelo a tantos hermanos necesitados de sentido y de justicia.

La rapidez con que los medios de comunicación nos acercan las malas noticias, y la permanente focalización de las mismas como si sólo existieran las sombras en el mundo, pueden provocar en nosotros el miedo irracional y exclavizante.

Y esto es dejarnos atrapar por la misma dinámica de la mentira, ya que no la hay mayor que aquella que se nutre de medias verdades.

Nuestro mundo sigue siendo el lugar donde Dios ha plantado su tienda, se ha encarnado con ternura, para compartir nuestra historia y transformarla con paciencia y misericordia. Dios no ha permitido la entrega de la vida de su Hijo amado, para dejarse vencer por el odio. Un odio que ya ha sido vencido precisamente por el amor infinito del Señor.

Y aunque las sombras de nuestro mundo muchas veces parezcan oscurecer el firmamento, la luz de Cristo brilla con mayor intensidad si encendemos en medio de esas tinieblas la humilde llama de la fe y la caridad.

No tengáis miedo! No merece la pena vivir en la permanente esclavitud del pánico. Y menos cuando muchas veces es fruto de la magnificación de los voceros, más que de la propia realidad de las cosas. Es verdad que a una religiosa la han agredido, y que una capilla ha sido pasto de las llamas. Pero cuantas religiosas y religiosos, sacerdotes y misioneros, seguimos realizando nuestra labor con confianza y entrega, superando dificultades y animando con ilusión la vida de nuestros hermanos.

Cuantas capillas, iglesias y lugares de oración, siguen siendo espacio de encuentro con el Señor, donde escuchamos su Palabra, nos nutrimos con la Eucaristía, y nos fortalecemos con sus sacramentos.

 Dejarnos vencer por el miedo, es permitir que se apropie de este mundo quien nada hace por él, quienes sólo se sirven de falsos discursos para mantener la mentira que les sustenta, quienes necesitan pervertir la verdad para vivir en su impostura.

Y la única voz capaz de denunciar y descubrir esa mentira, es la Palabra de la Verdad, y como nos dice el Señor, “la verdad os hará libres” (Jn 8, 32). Y cuando se experimenta con gozo la libertad, el miedo queda vencido para siempre. Por eso, “no les tengáis miedo”.

Los cristianos tenemos infinitas razones para vivir con alegría, tanto en los tiempos de bonanza como en las adversidades. Y es precisamente en medio de las dificultades, donde con mayor intensidad se experimenta el don de la fortaleza que proviene de la fe. El Espíritu Santo que actúa de forma permanente en nosotros, es el que nos llena con su gracia para afrontar esos momentos de debilidad. Porque una cosa es la tristeza y el dolor que podemos sentir en tantas circunstancias, y otra muy distinta dejarnos vencer por la desolación. Como nos dice S. Pablo, la fuerza de Dios, se realiza en la debilidad (Cfr. 2Cor 12,9).

Hoy se nos invita a recuperar la mirada positiva de la vida, en esta maravilla de mundo que el Señor ha puesto en nuestras manos. A tomar las riendas de nuestra historia para que sea regada con el fecundo rocío del amor de Dios, capaz de vencer para siempre cualquier atisbo de rencor o de mal.

Jesucristo es el Señor de la historia, y nada podrá impedir la instauración de su Reino de amor, de verdad, y de justica. Por eso podemos vivir con la plena confianza de que estamos en sus manos.

Que esta experiencia de fe nos ayude en todos los momentos de nuestra vida, porque sólo a él corresponde el juicio de la historia, ya que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

sábado, 17 de junio de 2017

CORPUS CHRISTI



SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

CORPUS CHRISTI  18-06-2017



       Un año más celebramos la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Memorial de su Pasión, muerte y resurrección, y Sacramento de su amor universal. Precisamente por ese amor entregado para nuestra salvación, podemos unir en esta fiesta del Corpus el día de la Caridad. Al compartir el alimento que nos une íntimamente a Cristo nos hacemos partícipes de su  mandato “haced esto en memoria mía”, aceptando su envío en medio de los más pobres para compartir con ellos nuestra vida y nuestra fe.



       No podemos separar la eucaristía de la caridad. Los cristianos que nos reunimos para escuchar la palabra del Señor y compartir el pan de la vida que él nos da, hemos de prolongar esta fraternidad eucarística en el mundo nuestro, junto a los hermanos que carecen de afecto, de medios, de una vida digna y feliz.



       No todo el mundo vive dignamente, de hecho somos una minoría los que en el mundo actual podemos agradecer esta vida digna. La mayoría de la población mundial carece de los recursos necesarios para una subsistencia adecuada. Y en vez de acoger su precariedad para sentirnos solidarios con ellos, muchas veces nos fijamos en aquellos que se enriquecen con facilidad y rapidez poniéndolos como modelos a seguir, y hasta envidiándolos por su opulencia.

Una cosa es luchar legítimamente por alcanzar esa vida digna a la que todos tenemos derecho y otra muy distinta la ambición desmesurada que al final nos endurece el corazón hasta llevarnos al egoísmo y a la idolatría del dinero.

La entrega de Jesucristo en la cruz, nos abre la puerta de la redención. Y aquella entrega viene precedida de una vida sensible para con los necesitados, los enfermos, los pobres y los marginados.

A Jesucristo resucitado se llega por medio de una vida ungida por el Espíritu de Dios para anunciar la Buena Noticia a los pobres, la libertad a los oprimidos, la salud a los enfermos y la salvación para aquellos que acogen este don de Dios.



       Cristo nos dejó su testamento en el cual nos ha incluido a todos y no sólo a unos privilegiados. La vida en este mundo es injusta y desigual no porque Dios lo haya querido sino porque nosotros lo hemos causado. Dios no quiere que haya pobres y ricos, rechaza la injusticia que causa este mal, y nos llama a su seguimiento a través del camino de la auténtica fraternidad y solidaridad.



       Este testamento de Cristo lo actualizamos cada vez que nos acercamos a su altar. Su Cuerpo y su Sangre entregadas por nosotros, y compartidos con un sentimiento fraterno y solidario, nos unen a la persona de nuestro Señor Jesucristo y a su proyecto salvador. Por eso “cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte y tu resurrección hasta que vuelvas”.

      

       La caridad no se hace, se vive. No hacemos caridad cuando damos dinero a un pobre, vivimos la caridad cuando nos preocupamos por su vida, buscamos cómo atenderla mejor, y nos esforzamos por acompañarle a salir de su situación para siempre.

       Vivir la caridad es prolongar la Eucaristía del Señor, su cuerpo y su sangre derramada por amor a todos, para la salvación de todos. Las palabras que día tras día escuchamos en la Consagración nos muestran que Jesús no economizó su entrega sino que fue universal y por siempre.

       Desde aquel momento en el que nacía la Iglesia, ésta siempre tuvo como acción primera y fundamental, unida al anuncio de Jesucristo, la vivencia de la caridad.  Atender a los pobres y necesitados estaba unido a la oración y a la fracción del pan de tal manera que no se podía permitir que en la comunidad de los cristianos alguien pasara necesidad.



       Vamos a pedir en esta Eucaristía que el Señor nos ayude a recuperar nuestra capacidad solidaria y fraterna para poder compartir con autenticidad el pan de la unidad y del amor.


viernes, 9 de junio de 2017

SANTÍSIMA TRINIDAD



SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

11-6-17 (Ciclo A)



       Celebramos hoy la fiesta en la que la comunidad cristiana vive de forma unitaria el ser de nuestro Dios. Un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

       Diferentes Persona, presencias y maneras de actuar en la historia del mismo Dios que se hace uno con nosotros, acompaña nuestra vida y nos llena de sentido, alegría y esperanza.

       Muchas veces hemos escuchado que la Santísima Trinidad es un misterio. Y es verdad porque todo lo que hace referencia a Dios desborda nuestra comprensión y entendimiento. Todas las personas somos un misterio y siempre hay algo en el otro que nos queda por descubrir. Hemos sido creados distintos, libres, capaces de recrear nuestra realidad y forjarnos nuestro ser y nuestro futuro.

       Esta experiencia, siempre novedosa y distante, es inabarcable si nos referimos a Dios. Nadie puede acapararlo en su mente o en su corazón. Dios siempre escapa a nuestra capacidad de comprensión o de explicación.

       Nuestro mayor acercamiento a la realidad divina  sólo ha sido posible a través de Jesús. El es el Hijo de Dios, y como tal nos ha mostrado quién es ese Dios a quién él se dirigía como su Padre. El Dios revelado a nuestros antepasados en la fe, Abrahán, Moisés, David... y anunciado por los profetas, es el mismo a quién Jesús llama Abba, Padre.

       Así lo reconocieron los mismos discípulos de Jesús cuando le pidieron que les enseñara a orar. “Cuando oréis hacedlo así, Padre nuestro del cielo...”.

       Parecía que estaba claro que Dios era padre y sólo eso.

       Pero a medida que transcurría la vida de Jesús, aquellos discípulos fueron viendo en él la misma presencia e imagen de Dios. Él era el Hijo amado a quien había que escuchar, seguir y anunciar a todos los pueblos.

       La muerte y resurrección de Jesús, es el momento trascendental para aquel grupo de hombres y mujeres creyentes. Jesús no sólo era el Hijo de Dios sino que era el Dios con nosotros anunciado por el profeta Isaías. Dios mismo se había encarnado para asumir nuestra condición humana y así llevarla a su plenitud. Y esta experiencia vital hace de los discípulos testigos de la Buena Noticia a la cual entregar su vida con gozo y esperanza.

       Pero cómo hemos podido nosotros, casi dos mil años después, llegar a comprender y acoger este don de Dios. Y aquí resuena la promesa del Señor que tras su resurrección anuncia dos acontecimientos, el primero en forma de regalo “recibid el Espíritu Santo”, y el segundo en el momento de su Ascensión en forma de promesa, “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. El Espíritu Santo es el Dios que permanece a nuestro lado para seguir animando nuestro peregrinar por este mundo.

       Es el Dios que nos orienta en la vida para dar testimonio de su palabra y de su gloria. El Espíritu Santo mantiene viva la llama de la esperanza frente a los momentos de temor, duda o angustia, y es el que nos une de forma vital al Padre Dios a través del Hijo Jesús.

       La llamada que cada uno recibimos no es la de elucubrar cómo es el misterio que encierra el ser de Dios en sí mismo, lo realmente importante para nuestras vidas, es descubrir cómo está actuando ese Dios que me ha hecho hijo e hija suyo, en mi vida, en mi entorno personal, familiar y social, y qué me pide en cada momento de mi existencia para entrar en plena comunión con él.

       La definición tradicional de la Santísima Trinidad como Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero, podemos comprenderla mejor sintiendo que es el mismo Dios quien de manera distinta y a través de su ser paternal y fraterno entrega todo su amor en nuestra historia  para realizar en ella su obra salvadora.



       Nosotros hemos sido constituidos hijos de Dios, y como hijos, herederos de su reino. Pero también somos mensajeros de su Buena Noticia y es aquí donde la fuerza de su Espíritu nos sigue animando e impulsando en el presente.

       Nuestra vida de oración nos ha de unir más a Cristo y a la comunidad para que podamos desarrollar nuestra misión, tal y como él nos la encomendó, “id al mundo entero y anunciad el Evangelio”.

       Por eso es de vital importancia la dimensión contemplativa y orante de la Iglesia. No en vano unida a la fiesta Trinitaria, está la vida de tantos hombres y mujeres cuya vida está dedicada a la oración por la Iglesia y la humanidad entera.

       Los monjes y monjas contemplativos han descubierto que en la escucha de la Palabra de Dios, en la profundización de su enseñanza y en el diálogo personal e íntimo con él se pueden realizar plenamente como personas y a la vez ofrecer un generoso servicio al Pueblo de Dios.

       Sin su testimonio y entrega vocacional, todos los servicios y compromisos apostólicos quedarían desvirtuados. No hay entrega cristiana si no viene animada por la acción del Espíritu que nos manifiesta en todo momento cuáles son los cimientos de la fe. Y este pilar central del edificio cristiano no es otro que la vida de oración y de escucha del Señor. Sólo así podremos orientar bien nuestra acción comprometida a favor del reino de Dios, y bebiendo de la fuente que es Jesucristo, podremos ofrecer a los demás el agua viva que sacia la sed de sentido y de esperanza que tanto ansían.

       Hoy pedimos por todas las vocaciones cristianas, solicitando al Señor que siga llamando obreros  a su mies, que con generosidad y confianza se entreguen al servicio de los hermanos. Damos gracias a Dios por el don precioso de la vocación contemplativa, que acerca los ruegos y necesidades de los hombres hasta Dios,  a la vez que va sembrando con sencillez la semilla del Reino de Dios en medio de este mundo, haciendo germinar espacios de esperanza, amor y paz.

       Que en esta fiesta del Señor, sintamos con agradecimiento el don de nuestra fe, y por medio de la oración confiada nos sintamos animados y alentados para ser sus testigos en medio de los hermanos. La fiesta que el próximo domingo celebraremos, nos recuerda dónde está el alimento fundamental de esta vida interior. Que cada vez que participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo, sintamos nuestras vidas más unidas a él, y sepamos entregarlas al servicio de su reino.