viernes, 31 de enero de 2014

LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR - FIESTA


FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
2-2-14 (Ciclo A)

 

Celebramos hoy la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo, y en ella la Jornada de la Vida Consagrada.

José y María van a cumplir con lo establecido en le Ley de Moisés, y así a los ocho días de su nacimiento, es presentado en el Templo al Señor, ofreciendo para ello dos tórtolas.

Es la ofrenda de la acción de gracias a Dios por el hijo que ha nacido, y es la ofrenda de los pobres, ya que las familias más pudientes entregaban ofrendas más generosas.

Pero en este gesto sencillo y habitual, ocurren otros hechos que lo hacen excepcional. Un anciano que “aguardaba el consuelo de Israel”, es empujado por el Espíritu Santo a acercarse a ese niño insignificante, y se produce la primera revelación de su identidad. Es aquel de quien ya ha hablado el profeta Malaquías y que anunciaba que iba a “entrar en el Santuario, el Señor a quien vosotros esperáis”.

Simeón siente su vida colmada, y en sus días finales, vive con gozo el cumplimiento de la promesa de Dios que acaba de visitar a su pueblo de manera definitiva, por eso el anciano ora agradecido sabiendo que ya el Señor “puede dejar a su siervo irse en paz, porque sus ojos han visto a su Salvador, a quien ha presentado ante todos los pueblos”.

Junto a esta acción de gracias, Simeón profetiza el destino de este niño, que será “bandera discutida” y que pondrá al descubierto las intenciones de muchos corazones, haciendo que muchos caigan y se levanten.

Acoger al Señor supone la conversión total de nuestras vidas, las cuales han de pasar por una radical transformación que sólo será posible experimentarla desde la confianza y abandono en su amor.

Y los gozos de este momento en el que unos padres presentan a su hijo, es también teñido por la sombra del dolor futuro; “a ti una espada te traspasará el alma”, le dice a la madre en medio de su alegría.

Poco sospecharía María el alcance de estas palabras, las cuales sólo comprendería al vivirlas a los pies de su hijo en la cruz.

 Los dos ancianos, Simeón y Ana, representan a la humanidad anhelante que espera confiada la intervención de Dios en la historia. Es el cumplimiento de la promesa del Señor, que se realiza para siempre en la persona del Hijo y que por él la humanidad entera es reconciliada en el amor.

Ahora es el momento de que pasemos de los anhelos a las concreciones, de las esperanzas a los compromisos, de los sueños, al ejercicio de la responsabilidad en el seguimiento fiel del Señor. Y ello conlleva asumir la vocación a la que Dios nos llama de manera que seamos con nuestra vida testigos de la Buena Noticia de su reinado.

En este día, la Iglesia celebra la Jornada de la Vida de especial consagración. Toda vida es consagrada al Señor, y este rito de las candelas, es lo que significa, que somos propiedad de Dios y que nuestra vida ha sido entregada a aquel de quien la hemos recibido, para que sea Él quien la bendiga y consagre.

Pero junto a esta celebración comunitaria, está la especial gratitud de la comunidad cristiana por el don de la vida religiosa. Hombres y mujeres, que por la acción del Espíritu Santo, entregan sus vidas al Señor, para vivirlas en torno a un carisma concreto que el mismo Espíritu ha suscitado en su Iglesia. Carismas que son dones, regalos de Dios, de manera que desarrollados en la comunión eclesial, y mediante la opción por la fraternidad vivida en castidad, pobreza y obediencia, promueven el anuncio del Evangelio de Cristo a todas las gentes y pueblos de la tierra.

La vida religiosa es la riqueza de la comunidad cristiana, que por medio de la vocación de sus hijos e hijas, extiende la mano generosa de Dios, en la sencillez de la multitud de manos humanas serviciales y entregadas.

La efusión del Espíritu Santo en Pentecostés, no ha cesado de responder en cada momento de la historia a las necesidades de los hombres de cada tiempo y circunstancia.

Multitud de órdenes e institutos religiosos, de vida activa y contemplativa, han desarrollado el mandato del Señor de anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra.

Un anuncio que se ha concretado de manera especial compartiendo la vida de los más necesitados y de los espacios sociales más deprimidos.

Multitud de religiosos y religiosas dedicados a la educación de niños y jóvenes, a los enfermos y marginados, a los pobres y desheredados. Congregaciones cuya vida de acción se sustenta en la contemplación y oración, de la cual nutre su alma para entregarse de manera total y servicial a los hermanos.

La vida religiosa vive ya en este mundo la novedad del Reino de Dios, haciendo de sus comunidades concretas, espacios para la fraternidad auténtica, desde la sencillez y el respeto, creando espacios de auténtica libertad en la comunión y de rica pluralidad en la común misión.

Las comunidades religiosas nos enseñan que Dios regala una inmensa familia a quienes en su opción personal han renunciado a crear una propia, que da una gran riqueza por la libertad que supone el desprendimiento de quien abraza la pobreza, de que nadie es más dueño de sí mismo que quien entrega voluntariamente la capacidad de sus decisiones al acoger la voluntad de Dios mediante la obediencia confiada.

La vida religiosa es en nuestros días un semillero de auténtica humanidad, donde con sencillez y alegría se viven los valores del Evangelio de manera que cada día vayan configurándose con Jesucristo casto, pobre y obediente.

Hoy la Iglesia agradece al Señor este don inmenso de la vida religiosa, sin la cual sería impensable el desarrollo de la misión confiada a ella por el Jesús. Todos los carismas y ministerios, todas las vocaciones y estados de vida en la Iglesia, tienen una común convergencia, vivir con entusiasmo, fidelidad y entrega, la alegría del evangelio de Jesucristo. Todos estamos en la misma barca y con una común tarea; compartirla de manera consciente y agradecida, valorando a cada uno de nuestros hermanos y hermanas, nos ayuda a todos a agradecer el tesoro que hemos heredado de aquellos que nos precedieron y cuyo testimonio y entrega hoy agradecemos.

Pedimos al Señor que siga suscitando en su Iglesia muchas vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal, para que sean en medio del mundo testigos y animadores de las distintas comunidades cristianas, para que la gran familia de los hijos e hijas de Dios, que es la Iglesia, desarrolle con amor y entrega la tarea que el Señor la ha confiado.

Que María, la mujer que aceptó siempre la voluntad del Señor, incluso cuando la espada del dolor atravesaba su alma, siga acompañando y protegiendo a quienes con semejante entrega desean escuchar la llamada de Dios en su vida.

viernes, 24 de enero de 2014

DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO
26-01-13 (Ciclo A)

     El evangelio que acabamos de escuchar, nos muestra el comienzo de la vida pública de Jesús. Y el evangelista San Mateo, discípulo del Señor, ha querido unir por medio del profeta Isaías, la misión que desempeñaba Juan el Bautista, con la que Jesús va a iniciar. “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra de sombras de muerte una luz les brilló”.

Si el apresamiento de Juan suponía una gran decepción para el pueblo que había esperado en sus palabras, el comienzo de la misión de Jesús va a avivar la llama de la esperanza con una fuerza renovada. Y así la llamada a los primeros discípulos que acabamos de escuchar en el evangelio, nos sitúa en el origen del nuevo pueblo de Dios del cual somos hoy sus herederos. La invitación de Jesús a sus discípulos, personal y directa, se ha ido repitiendo a lo largo del tiempo hasta llegar a nosotros, con la misma propuesta de hacernos pescadores de hombres. Lo cual supone dejar nuestras redes y preocupaciones personales a un lado y asumir la nueva tarea que el Señor nos encomienda y que no es otra que la de transmitir la Buena Noticia del Evangelio a los demás.

Sin embargo en nuestros días esta misión eclesial, con ser labor importante, no está exenta de dificultades que afectan a su desarrollo. San Pablo en su primera carta a los corintios detecta un problema serio en el interior de la comunidad cristiana. Al ir creciendo el número de los creyentes y formar grupos comunitarios distintos, unos se ven más cercanos al estilo y predicación de algunos de sus líderes que al de otros. Y aunque las peculiaridades de cada persona son algo inevitable y hasta bueno, ya que no somos hechos a troquel, todos iguales, las cuestiones accesorias a veces se situaban en primer plano, llevando al olvido de la misión fundamental y creando discordias en la comunidad.

Las distintas maneras de exponer el mensaje de la fe, así como los destinatarios del mismo no pueden condicionar, hasta el punto de dividir, a la comunidad cristiana. Por eso Pablo, en el ejercicio de su ministerio apostólico, va a realizar una llamada a la unidad, que ante todo se ha de basar en la fidelidad al evangelio, del cual el apóstol es su servidor y fiel intérprete en la comunión con los demás apóstoles.

Y esta cuestión es de una relevancia y actualidad extraordinarias.

La experiencia de fe de cada uno de nosotros, se basa además de en la relación personal con Dios por medio de la oración y la vida sacramental, en el conocimiento de la Sagrada Escritura y la tradición eclesial heredada. No somos los aquí presente los primeros creyentes de la historia, y formamos parte de un largo proceso de reflexión y profundización teológica que nos ha llevado a confesar un mismo Credo, compendio de las verdades que los cristianos creemos y que son fundamentales para nuestra fe.

De hecho como todos sabemos, las distintas interpretaciones que en momentos concretos de esa historia se han realizado por diferentes grupos eclesiales, han causado serias divisiones que todavía perduran entre nosotros.

Sin embargo la Iglesia Católica a la que pertenecemos, bajo la guía pastoral del sucesor de Pedro y en comunión con los demás obispos del mundo, ha compaginado el desarrollo teológico realizado por los distintos pensadores y maestros de la fe, con el cuidado permanente de la comunión. De tal manera que ante cuestiones novedosas, donde no ha existido una acogida suficientemente amplia por parte del pueblo de Dios, y que tampoco el evangelio explicita de forma clara, se ha preferido mantener la unidad antes que provocar la división.

Y esta garantía de unidad es la misión que los pastores de la Iglesia tienen especialmente encomendada. Muchas son las funciones que cada uno de los cristianos debemos ejercer, pero el ministerio de la comunión ha sido conferido a los Obispos, y éstos a sus colaboradores.

Este asunto adquiere mayor relevancia, cuando a través de los medios de comunicación hoy resulta sencillo acercarnos a un elenco de opiniones, que colocadas todas ellas en el mismo plano, carecen de una justa discriminación. Podemos escuchar argumentos sobre problemas de fe, tratados con el mismo rango a teólogos, obispos, políticos y personas de cualquier condición. Y si bien es verdad que como creyentes todos podemos y debemos expresar y compartir la fe, no tenemos que confundir lo que es opinar libremente sobre algo, de lo que supone proponer autorizadamente la verdad de la fe católica.

La libertad de expresión, no conlleva la autoridad moral sobre lo expresado, la cual proviene del ministerio legítimamente recibido en la comunión eclesial. 

La fe y la tradición eclesiales son un bien común de todo el pueblo de Dios, y no le es lícito a nadie por su cuenta erigirse en portavoz universal de una interpretación meramente personal. Las opiniones individuales, por sí solas, no conducen a la construcción de la comunidad, y cuando éstas pretenden imponerse como verdades al margen de la fe común, generalmente son un fraude.

 
La comunión eclesial es la única garantía que podemos tener de vivir la fe en lealtad al evangelio de Jesús. Una comunión que sostenida y alentada por el Espíritu Santo, busca siempre el bien común, la promoción de las personas y la construcción de la convivencia fraterna, en el amor y la esperanza.

El trabajo ferviente y paciente de tantos teólogos y pensadores cristianos a lo largo de los siglos, nos han ayudado a comprender mejor los designios del Señor. La fe necesita comprenderse, razonarse, y ser propuesta a los demás en un lenguaje actualizado a fin de que en diálogo con la cultura, podamos compartir un horizonte de justicia y dignidad humana para todos. Pero la fe siempre es don, y como tal no es algo de lo que el hombre pueda apropiarse egoístamente, llegando a manipularla para que responda a sus criterios individualistas e ideológicos. Como don que proviene de Dios, la fe siempre ha de estar referida a Él, y ha de ser vivida con gratitud y humildad, en la madurez de la vida comunitaria de la Iglesia.

La unidad eclesial es nuestra garantía de autenticidad. La división sólo conduce al ensoberbecimiento de uno mismo, al enfrentamiento teórico y existencial con los hermanos, y a la ruptura con el deseo de Cristo de que todos seamos uno, “como él y el Padre son uno”.

En la eucaristía es el Señor quien se entrega por todos, para que viviendo la auténtica fraternidad de forma gozosa y agradecida, seamos enviados al mundo para convocar a otros hermanos a esta mesa del amor. La unidad de los creyentes es la mejor visibilización y testimonio de fidelidad a Jesucristo, nos ayuda a sentirnos hijos de la Iglesia que él fundó, y favorece nuestra misión evangelizadora.

Que por medio de esta celebración, el Señor nos ayude a saber vivir con humildad y generosidad el don de la fe recibido, y así valorar con agradecimiento la unidad de la familia cristiana de la cual formamos parte por medio de nuestro bautismo.

viernes, 17 de enero de 2014

DOMINGO II TIEMPO ORDINARIO - A


DOMINGO II DEL AÑO
19-1-14 (Ciclo A)

 
        Una vez que hemos dejado atrás las fiestas navideñas, tras el Bautismo de Jesús damos comienzo a este tiempo litúrgico llamado “ordinario”, un espacio en el que se resalta la vida cotidiana del Señor, su palabra y su obra misionera de anuncio del Reino de Dios.

        Es el momento de marcar la diferencia con el estilo de vida y de fe vividos hasta entonces, y cuyo cambio va preparando el gran profeta Juan  con su llamada a la conversión.

        El va a ser el primero en señalar ante todos que el tiempo se ha cumplido, y que la promesa de Dios de instaurar su reinado, se ha realizado en Jesús; “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Una frase que para nosotros puede parecer extraña, pero que en aquel contexto enmarcado en la tradición judía, manifestaba claramente que ese Jesús, era el Hijo de Dios.

        El Cordero de Dios, en la simbología bíblica, muestra la inocencia, la pureza y la bondad más plenas. Los corderos sacrificados en el Templo de Jerusalén eran la mejor ofrenda a Dios, porque eran animales puros, sin mancha.

        Pues en esta experiencia religiosa, definir a uno como el Cordero de Dios era lo mismo que señalarlo como el enviado de Dios, el Mesías, el Salvador. El único capaz de salvar a su pueblo y de redimirlo de sus pecados. Y si es muy importante que sobre alguien recaiga esta señal, igualmente fundamental es quien lo señala.

        Juan no es un personaje cualquiera, es el profeta del momento, con gran ascendencia sobre un pueblo sediento de Dios.

        Su palabra no dejaba indiferente a nadie, ni tan siquiera a los poderosos alejados de la fe. Hijo de un gran sacerdote, Zacarías, Juan va a constituir el nexo de unión entre los tiempos en los que Dios enviaba mensajeros delante de él, hasta este momento central de la historia donde él mismo va a irrumpir en la persona de su Hijo amado.

        Al señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, Juan está anunciando que la entrada de Dios en la historia  ya se ha hecho realidad, y que ahora es cuestión de seguir a su elegido porque su bautismo no será sólo de agua, sino que el mismo Espíritu Santo se derramará sobre todos realizando en ellos la salvación.

        Aquel anuncio de Juan tuvo consecuencias inmediatas. Sus seguidores comenzaron a acercarse a Jesús haciéndose sus discípulos. Ya no necesitaban de alguien que les hablara de los designios de Dios porque Jesús transparentaba su amor y su misericordia.

        Juan aceptó el final de su misión, y supo menguar en su protagonismo personal para favorecer el seguimiento de Jesús por parte de todos, para que encontraran en él, el único camino, verdad y vida.

        Jesús asume así su papel en la historia, comenzando como uno de tantos al recibir el bautismo, signo de su misión, y aceptando el testimonio que Juan ha dado de él, sabiendo que su vida ya no será la misma. El tiempo se ha cumplido y ahora con su vida va a mostrar que el Dios con nosotros camina al lado de sus hijos para llevar la creación a su plenitud.

        Este comienzo de la vida pública del Señor, en el que nuevamente se remarca el papel fundamental de Juan, nos ayuda a comprender la importancia de las mediaciones en la transmisión de la fe.

        Al igual que Juan el Bautista, también nosotros tenemos que señalar al Cordero de Dios que pasa a nuestro lado, favoreciendo el encuentro de los hermanos con él, y ayudando a que muchas personas alejadas de la fe puedan sentir que Dios les ama y les llama.

        Esta vocación misionera y evangelizadora es un don de Dios que siempre debemos agradecer como comunidad cristiana. Una gratitud que hacemos extensiva a tantos hombres y mujeres que desde los diferentes servicios y ministerios comparten su vida y su fe con los demás; catequistas, monitores, animadores de grupos de jóvenes, adultos, matrimonios, liturgia. Y junto a ellos también destacamos el servicio tan necesario para con los más pobres, enfermos y necesitados, a través de cáritas y pastoral de la salud.

        Pero no acaba en estos servicios eclesiales la misión de la Iglesia. Todos los cristianos estamos llamados a anunciar la Buena Noticia de Jesucristo en cualesquiera de los ambientes de nuestra vida, personal, familiar y social, para que el don de la fe que hemos recibido sea también experimentado por aquellos que buscan a Dios en sus vidas. Por eso debemos vivir nuestra fe con sencillez y verdad.

        Sencillez porque no podemos ni debemos tratar de imponer nada a nadie. La fe para que sea auténtica ha de nacer de la libertad de la persona.

        Pero también hemos de ser cristianos en verdad, es decir, sin temor ni vergüenza ante nadie. No tenemos una fe para ocultarla a los demás, ni para devaluarla a fin de que sea aceptada por todos. Seguir a Cristo exige del cristiano fidelidad y coherencia, y porque sabemos que ambas virtudes nos cuestan, por las limitaciones de nuestra condición humana, no debemos caer en la cobardía de quienes siempre quieren quedar bien ocultando los fundamentos de su vida para no ser criticados. La fe que no se vive, se muere, y los valores que se disimulan no convencen.

        Cuando S. Juan anunciaba la presencia del Mesías, no era una mera información; era una invitación a seguirle a él y sólo a él. Y esta misión de señalar al Señor en medio de nuestra vida para que le puedan reconocer los demás, la hemos de acoger como propia en nuestro corazón. Hoy somos nosotros los testigos de Jesucristo en medio de nuestra sociedad.

        De este modo, cada vez que nos reunimos para celebrar nuestra fe, le sentimos presente en medio de nosotros, y por eso antes de recibirle en el Sacramento de la Eucaristía le reconocemos como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Que este sacramento que a todos nos une como hermanos, nos ayude a seguir los pasos de Jesucristo con esperanza, y con la fuerza de su Espíritu seamos testigos de su amor en el mundo.