sábado, 27 de septiembre de 2014

DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO

28-9-14 (Ciclo A)

Acabamos de escuchar la Palabra de Dios y como siempre es su núcleo fundamental el Evangelio de Jesús. En él vemos la respuesta de dos hijos a la petición de su padre, y la manera de concluir del Señor sobre lo que significa cumplir la voluntad de Dios.

Este es el tema central de este domingo, el cumplimiento de la voluntad de Dios, de lo cual va a depender toda nuestra vida.

A simple vista el hecho narrado no es nada novedoso, cuantas veces decimos una cosa y hacemos otra, unas para bien y otras para mal, pero de nuestros actos concretos podemos percibir las actitudes fundamentales que animan nuestra vida y sus opciones.

Cumplir la voluntad de Dios es la vocación a la que cada uno de nosotros hemos sido llamados en el amor. Dios no tiene una voluntad arbitraria y contraria a la dignidad del hombre. Precisamente la voluntad de Dios, tantas veces expresada por Jesús, es que todos sus hijos se salven y lleguemos a la plenitud de nuestra existencia en el amor. Los mandamientos divinos, no son normas de conducta contrarias a nuestra condición humana, sino precisamente la condición de posibilidad de que seamos plenamente humanos, y por lo tanto imagen y semejanza de nuestro Creador. Dichos mandamientos Jesús los va a resumir en dos; amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma, y al prójimo, nuestro hermano, como a nosotros mismos. En definitiva, la voluntad de Dios es que seamos perfectos en el amor, un amor que en Jesucristo ha encontrado su plena encarnación, porque en todo momento buscó y cumplió la voluntad del Padre.

En nuestros días, eso de ser orientados por otros, y no digamos cumplir la voluntad de un extraño, resulta a todas luces escandaloso. Las cotas de autosuficiencia  e independencia son muy elevadas.

Nuestra sociedad valora y exhibe la independencia y autonomía del hombre, sobre cualquier ente externo a él, como una máxima de su indiscutible libertad.

Y aunque ciertamente la libertad y autonomía del hombre es un gran valor, en tanto en cuanto le dignifica, su mala comprensión puede albergar en sí misma su mayor sometimiento y esclavitud.

Es más libre un niño, porque sus padres le permitan no comer lo que no le gusta? Es más libre un hombre porque las leyes le permitan acabar con una vida indeseada, como el aborto? Es más libre y autónoma una sociedad, carente de principios éticos y morales, y en la que priman  intereses de rendimiento económico o materiales?

La libertad humana es un instrumento al servicio de la dignidad de la persona, y como cauce para encontrar su pleno desarrollo en armonía con sigo mismo, con los demás y con Dios, su creador y Señor.

Echar de nuestro lado a Dios porque puede condicionar con su Palabra y sus llamadas nuestra independencia, concluye siempre con el arrojo de nuestra vida en manos de ídolos esclavizantes, que mediante ideologías vacías nos seducen y oprimen.

Descubrir que Dios sólo quiere el bien de sus hijos, que desde el momento de crearnos nos ha sellado con su amor paternal, y que jamás se desanima en la búsqueda de aquel que se le ha extraviado, es poner en nuestra vida la gran alegría de sabernos amados y protegidos por su divina Providencia.

Jesús, como nos dice el autor de la Carta a los Hebreos, también “aprendió sufriendo a obedecer”. No debemos entender esto como una experiencia impositiva en la vida del Señor, sino que conforme a su condición humana, y siendo semejante en todo a nosotros, supo lo que era optar por la voluntad de Dios y a la vez verse sometido a las fuerzas de nuestra concupiscencia, de nuestros deseos, de los estímulos del ambiente, del poder, de la riqueza, del prestigio. No olvidemos cómo el Señor, también fue tentado, como nos narra el evangelio.

No es fácil cumplir la voluntad de Dios. Y no lo es no porque sea mala o contraria a nuestra naturaleza, todo lo contrario, como he dicho somos imagen y semejanza de Dios. Nos es difícil cumplir la voluntad de Dios porque estamos permanentemente influenciados por el poder del pecado. De ese pecado en el origen y del pecado que por nuestra permanente debilidad y condición tantas veces nos invade y somete. De nuestras debilidades personales y del ambiente que muchas veces pretende maquillar la verdad de las cosas, o simplemente pretende imponer su mentira.

Cumplir la voluntad de Dios es la razón de nuestra existencia, porque si todos comprendemos con facilidad, que cualquier padre o madre desea lo mejor para su hijo, y que todo el amor y educación que le darán irá orientado a que sepa valerse por sí mismo, desde unos valores humanos auténticos, con mucha más rotundidad debemos decir que ese amor y esa pedagogía de Dios para con nosotros, buscan nuestra plenitud personal y comunitaria desde el ejercicio de la auténtica libertad.

Para aceptar la voluntad de Dios es necesario poner en él nuestra confianza, nuestra esperanza y dejarnos modelar de nuevo.

Sólo bajo la acción de la gracia es posible escuchar atentamente lo que el Señor nos dice, y en el sacramento de la curación interior, de la reconciliación personal, encontramos el medio eficaz para ponernos en sintonía con Dios.

Es imposible que quien está bajo la acción del mal, del pecado, pueda realizar la voluntad de Dios, si previamente no se arrepiente y cambia de vida. El mal sólo lleva al mal, y quien se introduce en ese camino, es un peligro para sí mismo y para los demás. Sólo la bondad saca de sí lo bueno, y quien tiene en su corazón esta grandeza, incluso cuando tropieza y cae, sabe buscar, con la ayuda de Dios, la salida a su debilidad.

Por eso la frase final del evangelio de Jesús. Hay personas que a pesar de sus debilidades y pecados, buscan siempre superarlos, y con el corazón arrepentido vuelven su mirada hacia Dios, para que él con su misericordia nos devuelva la salud del alma. Otras sin embargo, se mienten a sí mismas y a los demás para permanecer en su sitio, víctimas de la ambición de poder.

Que nosotros estemos siempre abiertos a la conversión; que a pesar de decir muchas veces no, al Señor, abramos nuestra alma al arrepentimiento y acojamos el don de su misericordia y de su amor. Así viviremos en la dicha de los hijos de Dios, nos haremos comprensivos con los demás, y poco a poco, transformaremos nuestra vida por la acción de su gracia.

Que nuestra madre, la Virgen Santa María, nos ayude a reblandecer la dureza de nuestro corazón, y nos haga humildes para escuchar la voluntad del Señor y ponerla en práctica.

sábado, 20 de septiembre de 2014

DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO
21-9-14 (Ciclo A)

         Muchas veces al escuchar este evangelio nos fijamos en el comportamiento final de aquellos jornaleros que reprochaban a Jesús su trato de igualdad. Y tras las palabras del Señor comprendemos su llamada a la gratuidad con la que hemos de desempeñar nuestra misión y no hacer las cosas sólo por interés.

Dios va llamando a cada uno, en un momento determinado de su vida  para una misión conforme a sus talentos, y sólo a él corresponde decidir el salario justo que merecemos.

         Al contemplar esa generosidad desbordante de nuestro Padre Dios, vamos a centrar nuestra mirada no en la actitud del hombre, que siempre está limitada por su egoísmo y deseo de privilegios, sino en el obrar del Señor, en su llamada. Dios, en este simbolismo del dueño de la viña, sale continuamente a buscar operarios. Desde la primera hora de la mañana hasta la última del día. Dios se acerca a nuestra vida, desde el inicio de su existencia hasta el último momento de la misma, y siempre con igual afán, convocarnos a su Reino, a su construcción y desarrollo, a ser sembradores de su misericordia y de su amor, para que demos frutos de vida y de esperanza en medio de esta humanidad tan amada por él.

         Y la viña de Dios hay que comprenderla desde dos realidades. Su extensión territorial, el mundo entero, y su realidad comunitaria en la cual desarrolla su vocación, la Iglesia. Dios nos llama a trabajar por su Reino en el mundo, pero no de forma individual y solitaria, sino como grupo humano, el Pueblo escogido por él. La llamada de Dios no se produce al margen de la comunidad de los creyentes que es la Iglesia, y sólo en ella y a través de ella podemos discernir con fidelidad el camino que el Señor nos invita a recorrer.

En esta Iglesia de Jesús, a la que nosotros pertenecemos por nuestro bautismo, es en la que recibimos la llamada de Cristo para hacernos sus colaboradores en su proyecto de vida y de amor. En la medida en la que vamos tomando conciencia de nuestro ser cristianos y convencidos seguidores del Señor, también sentiremos su llamada para continuar su labor con entrega y fidelidad.

         El Señor nos llama a todos a una vocación concreta, bien en la vida familiar, religiosa, misionera, sacerdotal o  seglar, hombres y mujeres entregados a su proyecto salvador conforme a nuestras posibilidades y con la garantía de su presencia alentadora. Y a esta permanente llamada de Dios, que dura toda la vida,  se le ha de dar una respuesta. Nuestro seguimiento de Cristo, en ocasiones nos traerá el duro trabajo de soportar todo el día, como a los jornaleros de la primera hora, y en otras ocasiones, será más liviano. En cualquier caso, sabemos que en el presente es más probable tener que vivir las inclemencias de una sociedad indiferente e incluso hostil a la fe, que encontrar fáciles caminos por los que echar a andar.

         Todos convocados a la misma misión y por el mismo salario. Y es que no se puede esperar otra cosa del Señor más que una misma promesa y un mismo destino. Qué otro pago puede realizar un padre a sus hijos.  Qué otra cosa puede ofrecer Dios más que un mismo Reino en el que tengamos cabida por igual y donde se rompan para siempre las divisiones existentes entre los hombres y que tienen como base el egoísmo y la ambición que diferencia a unos de otros y oprime a los más débiles.

         Son curiosas las preguntas que Jesús pone en labios del Propietario de la viña dirigidas a quienes se quejan de que el salario sea para todos el mismo, ¿es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos?, ¿o vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?

Preguntas que muchas veces las debemos sentir dirigidas a nosotros porque consciente o inconscientemente podemos caer en una valoración mercantilista de nuestras acciones para con los demás. Tanto hago, tanto merezco, y nos gusta que se nos destaque igual que no aceptamos que nos equiparen a otros considerados menos dignos.

         Dios es totalmente libre y plenamente dueño de desarrollar su providencia. Puede que muchas veces no comprendamos sus planes, y que nos sorprenda su palabra misericordiosa con todos por igual. De hecho cuando en el evangelio nos llama, una y otra vez, a perdonar siempre al hermano arrepentido, nos parece un tanto excesivo, y enseguida buscamos explicaciones que rebajen tanta gratuidad.

         Jesús, por medio de sus parábolas y enseñanzas,  nos va mostrando el gran corazón de Dios. Un rostro lleno de ternura y compasión que se desvive por congregar a todos sus hijos en su Reino de amor, de justicia y de paz.

 
         Esa generosidad inmensa nos desconcierta y muchas veces nos sonroja porque tenemos demasiados prejuicios e intereses que nos impiden asemejarnos a él. Sin embargo sigue llamándonos y confiando en nuestras posibilidades de cambio interior para acoger con mayor grandeza a los demás, de tal modo, que hagamos posible el crecimiento de la semilla de su Reino.

Que acojamos hoy esta llamada de Dios para servir con entrega en su viña. Es una llamada de amor que nos abre un camino de gozo y felicidad plenas, porque sólo en la respuesta generosa y favorable al plan de Dios puede el hombre sentirse realizado.

Que nuestra vocación vivida con fidelidad y alegría, sirvan de testimonio elocuente ante el mundo, de que el Señor sigue cuidando de su viña para que de frutos de auténtica justicia y misericordia en medio de este mundo tan necesitado de su amor.

sábado, 13 de septiembre de 2014

FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ


 
DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO

FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ

14-09-14

       Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.

Con esta esperanzadora afirmación concluye el evangelio que acabamos de escuchar, y de esta forma tan sencilla, nos revela el evangelista el Plan salvador de Dios, la razón última por la cual asumió nuestra condición humana, para que el mundo se salve por medio de Jesucristo.

Y porque en aquel madero seco y terrible estuvo calvado el Hijo amado del Padre, es por lo que desde entonces podemos exaltar la Cruz, “escándalo para los judíos y necedad para los gentiles”.

       La fiesta de este día nos recuerda a todos nosotros la realidad más decisiva de la vida de Jesús. Una vida que fue sellada con su propia sangre, por amor a la humanidad entera y por fidelidad al Padre. Las palabras dichas, su forma de vivir y relacionarse con todos, en especial con los más pobres y necesitados, van a quedar avaladas en su autenticidad por la entrega de su vida, sin reservas ni reproches.

La liturgia de hoy nos ayuda a comprender cómo Dios ha ido escribiendo la historia de la salvación de una forma generosa y llena de misericordia. La conciencia que el pueblo creyente ha tomado de este hecho, se ha visto contrastada con sus respuestas negativas e incluso desleales para con su Creador. Siempre hemos vivido en nuestro interior esa lucha entre el bien y el mal, entre la vida de la gracia y la del pecado, entre vivir como hermanos o enfrentarnos como enemigos, rompiendo así la fraternidad que ha de brotar de nuestra común condición de hijos de Dios.

Esta permanente controversia va a quedar vencida para siempre por medio de Jesús, quien a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango, pasando por uno de tantos. Así nos lo describe S. Pablo en este bello himno a los filipenses.

Cristo ha cambiado para siempre la dinámica infecunda e injusta que el mal provoca en el mundo. Si es verdad que ese mal persiste con obstinación y que sigue causando dolor y sufrimiento a tantos inocentes, igualmente cierto es que por medio de su entrega, de su pasión, muerte y resurrección, aquel instrumento de tortura que infringía  la peor de las muertes, va a ser desde entonces puerta de salvación.

       Una cruz que lejos de ser un adorno o talismán vacío de sentido, supone para los cristianos el signo de nuestra identidad y compromiso.

Al igual que la serpiente que causaba el desaliento entre los israelitas, se convertiría en estandarte de curación para quienes confían en Dios, la cruz tenida como el mayor de los suplicios va a ser desde aquel primer Viernes Santo, el signo identificador de quienes han seguido y seguimos a Jesucristo ayer, hoy y siempre.

Cada vez que contemplamos la cruz de Jesús, y en ella a Cristo crucificado, se nos llama a profundizar en nuestra vida de servicio y amor a los demás. La cruz es reverenciada cada vez que por fidelidad al Señor nos acercamos de forma fraterna y solidaria a los crucificados de nuestro mundo. Las cruces de esta vida nos dignifican, cuando al tener que sufrir cualquier adversidad somos capaces de unirnos a Cristo y lo ofrecemos por los demás.

En la cruz de Jesús se rompió para siempre la dinámica destructora del odio y del mal, que sólo engendran más dolor y rencor.

En la cruz, el Justo víctima de la injusticia, se compadece de todos los hombres y sella su entrega con el perdón. Con aquellas palabras de misericordia y compasión hacia quienes no éramos dignos de ellas, Jesús completa su misión salvadora, porque no vino al mundo para condenar el mundo sino para que el mundo se salve por él.

Esta es la luz que irradia la cruz de Cristo, y que para nosotros los discípulos del Señor se convierte en gracia y tarea.

Unidos todos en la cruz de Jesús, anhelamos la promesa de la vida en plenitud. Sabemos que la muerte no es el final, que aunque nos cueste cruzar el umbral de este mundo, nuestro futuro no es incierto sino promesa realizada ya en la multitud de los bienaventurados.

Y también en la cruz descubrimos nuestra tarea misionera y evangelizadora, a favor de todas las personas, en especial los más necesitados, siendo para ellos testigos de la Buena noticia de Jesús.

La tentación más frecuente que los creyentes solemos padecer es la de ocultar nuestra identidad para evitar la cruz de la incomprensión, el rechazo y la burla a la que tantas veces nos vemos sometidos. Caer en ella es como apagar la vela que ilumina el mundo. Si nosotros, que debemos ser la sal de la tierra nos volvemos sosos, quién dará sabor de auténtica humanidad a este mundo.

La fidelidad al evangelio sabemos que conlleva sus dificultades, no en vano el santo Papa Juan Pablo II entregó la cruz a los jóvenes a quienes convocaba a las Jornadas Mundiales de la juventud, para que en todo momento tuvieran presente a quién y por quién entregamos la vida. Sólo por Cristo.

Sólo en Jesús podemos descansar seguros y vencer las adversidades, porque cuando nos creemos capaces de superarlas por nosotros mismos, confiando sólo en nuestras fuerzas, es cuando más débiles somos y mayor es nuestro fracaso. Asumimos la cruz de Cristo no por nuestras capacidades personales, sino por la gracia de Dios que nos asiste y conforta en todo momento. El Señor la ha llevado primero, y como buen cireneo se acerca para compartir las nuestras y sostenernos con su amor.

Las Cofradías de la Sta. Vera Cruz, que hoy celebran su fiesta mayor, y con ella las demás hermandades penitenciales, encuentran en la Cruz de Cristo el baluarte desde el que vivir la fe, sabiendo que la entrega amorosa del Señor, demanda de nosotros una respuesta fiel y generosa para con nuestros hermanos, los hombres y mujeres de hoy, que necesitan una palabra de aliento y esperanza.

La fiesta de este día precede a la memoria de Ntra. Sra. de los Dolores que celebraremos mañana. Nadie como María supo acoger en su alma el contenido de la Pasión de su Hijo.

Que ella nos ayude a vivir en fidelidad a Jesucristo, sabiendo asumir las cruces de nuestra vida y también acompañar a quienes las padezcan, pero que sobre todo nos muestre siempre que la cruz no es la realidad definitiva, ya que la certeza de la resurrección es el fundamento de una espiritualidad auténticamente cristiana.

Jesús crucificado nos muestra el camino, la verdad y la vida, que en Cristo resucitado gozaremos para siempre, a él el honor y la gloria por los siglos de los siglos amén.

sábado, 6 de septiembre de 2014

DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO
7-09-14 (Ciclo A)

Tras el periodo estival, poco a poco vamos volviendo a la rutina cotidiana, que tras este tiempo de descanso vacacional se retoma con nuevas fuerzas e ilusión. Los adultos volvemos al trabajo, los niños y jóvenes a los estudios, y todo ello, como cada domingo lo ponemos en la presencia del Señor, para que nos siga fortaleciendo la fe, la esperanza y el amor.

Y así, entre las labores que debemos recomenzar, está la que recibimos por parte del Señor, que nos envía en medio de los hermanos para ser mensajeros de su Buena Noticia. Así nos lo recuerda a través del profeta Ezequiel “a ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel”.

Los cristianos debemos de vivir nuestra fe en medio del mundo con la plena consciencia de tener una misión personal y comunitaria consistente en ser mensajeros de Jesucristo para bien de toda la humanidad.

Como hemos visto tantas veces a través del Antiguo Testamento, los profetas sentían muchas veces la desazón por el desprecio y la indiferencia de los suyos. Ellos entregados a propagar la palabra de Dios en medio de su pueblo, eran rechazados, perseguidos y maltratados cuando sus profecías no eran del agrado del oyente. El desánimo calará tan hondo en su ser, que la Sagrada Escritura nos muestra cómo Jeremías, Isaías y Jonás llegarán a pedir a Dios que les retire de esa misión, que no cargue sobre sus hombros un peso tan difícil de llevar y que les causa tanto sufrimiento.

Sin embargo el Señor les anima a continuar con esa labor porque si ellos tampoco se entregan al servicio de los demás, nadie sembrará en medio del mundo la semilla del Reino de Dios.

Por otra parte, debemos caer en la cuenta, de que la fe es una experiencia personal pero no individualista; íntima pero no exclusivista; basada en el encuentro entre Dios y nosotros, pero siempre por medio de Jesucristo, de su palabra y de su vida,  y que animados por la acción del Espíritu Santo, nos impulsa a vivir la comunión entre los hermanos de forma solidaria y fraterna.

De este modo podemos comprender la profundidad que la Palabra de Dios contiene, y que es ante todo una llamada a vivir la fe con responsabilidad y fidelidad.

Nuestra condición de seguidores de Jesucristo nos lleva a asumir la misión que él nos ha encomendado y que tiene claras consecuencias para la vida cotidiana. No podemos pasar por la vida como si lo que en ella ocurre no fuera con nosotros. No podemos dejar abandonada a su suerte a esta humanidad de la que formamos parte, y por eso debemos sentir con fuerza la necesidad de hacer partícipes a los demás de este proyecto de nueva humanidad, cuyos valores se asientan en el Evangelio de Cristo.

Para que la experiencia cristiana pueda ser vivida por otros, necesita de testigos y transmisores que muestren con su vida que vale la pena abrazar este camino. Si los cristianos no nos convertimos en maestros de la fe, difícilmente convenceremos a nadie del sentido auténtico de nuestra vida.

Por lo tanto, proponer explícitamente nuestra fe a los demás, con verdad y sencillez, no es un favor que hacemos al mundo, sino una exigencia que brota de nuestro bautismo por el cual hemos sido constituidos en discípulos del Señor y evangelizadores de la sociedad.

Esta misión evangelizadora ha de vivirse en fidelidad al Señor, siendo conscientes de que la verdad del evangelio, al confrontarse con la realidad presente, va a provocar por nuestra parte una clara denuncia de las injusticias aunque eso nos comporte conflictos e incomprensiones.

No podemos sustraer del debate social sobre los temas más diversos y controvertidos que actualmente se suscitan, como son la indefensión de la vida en su origen y la aniquilación de la misma en su deterioro, la enseñanza religiosa, la familia y otros, la voz que sobre los mismos ha de expresar la Iglesia en fidelidad a Jesucristo.

Y debemos manifestar públicamente nuestra clara oposición a aquellas cuestiones que atentan contra la dignidad del ser humano, por muy maquilladas que se presenten bajo falsas formas de derechos inexistentes.

El derecho a la vida es el primero y fundamental sobre el que han de descansar los demás, y si este no es defendido, ningún otro tiene sentido ni se puede desarrollar con dignidad.

Los cristianos no podemos silenciar nuestra voz por miedo a la crítica, a la manipulación  o a la incomprensión que podamos sufrir por parte de quienes optan por otra forma de vida. Ni debemos apoyar con nuestro silencio complaciente a quienes dirigen los destinos de nuestro pueblo, cuando no se hacen dignos de esa confianza.

Cuando un hermano nuestro atenta tan gravemente contra la vida, debemos ayudarle a retomar el camino de la conversión y el arrepentimiento, así si nos escucha, habremos colaborado en la salvación de nuestro hermano. Y si persiste en su camino de muerte y rechazo de Dios, él será quien de deba dar cuentas por ello.

Qué necesidad tenemos de escuchar la voz del Señor. Una voz de amor y de misericordia que si bien reprende con firmeza el pecado y se resiste ante el mal, con mayor ternura se apiada del arrepentido y de aquel que humildemente desea retomar la senda del bien y de la vida.

Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva.

Hoy es un buen momento para reconvertir nuestro corazón, y así comenzar este periodo nuevo que pastoralmente iniciamos con una ilusión renovada y asentada en Cristo, que nos ama y nos envía para ser testigos de su amor en medio del mundo.