viernes, 23 de diciembre de 2011

Mensaje de Navidad del OBISPO DE BILBAO



Queridos hermanos y hermanas.
1. El tiempo de Adviento nos ha conducido al portal de Belén para que contemplemos un acontecimiento admirable: Dios se ha hecho Niño, tomando nuestra carne, y ha aparecido entre nosotros en extrema humildad y pobreza. De este modo, nos muestra hasta qué punto nos ama. Como afirma San Pablo: “Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo” (Fil 2, 6-7).


Es en esa humildad y pobreza del pesebre donde aprendemos que el amor consiste en darse, en entregarse. Esta sencillez de Belén contrasta con tantos elementos superfluos con los que hemos ido envolviendo estas fiestas llegando a empañar su sentido más profundo y genuino. Por ello, es necesario despojar esta celebración de adherencias estériles y vivirla en su verdad. Quisiera en estas fiestas dirigir un recuerdo lleno de afecto a los enfermos, a quienes vivís solos, a los que sufrís las consecuencia de la crisis, a quienes buscáis trabajo, a los inmigrantes, a quienes echáis de menos a seres queridos que por cualquier motivo no podrán pasar con vosotros estas fiestas o han partido ya a la casa del Padre. Que la paz de Dios prenda en vuestros corazones y os llene de esperanza.

2. San Pablo nos invita a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cfr. Fil 2, 5). El Señor asume por completo nuestra humanidad pasando por el desposeimiento de sí mismo para darnos su vida. La contemplación del misterio de Navidad nos invita a despojarnos de tantas cosas que condicionan nuestra libertad y a amar, como Jesús, en la entrega y el servicio. Este tiempo recio de crisis ha puesto en evidencia las carencias antropológicas y éticas sobre las que se construyen sistemas económicos y financieros donde no es la persona, sino otros intereses, su centro y fin último. Por eso, la Navidad nos invita a revisar nuestros hábitos personales y familiares de vida. Todos, personas, organizaciones e instituciones, debemos realizar una autocrítica sobre algunos planteamientos y comportamientos que pueden haber alimentado una crisis que previsiblemente nos acompañe durante varios años. La Navidad nos llama a recuperar un modo responsable de consumo, la austeridad siempre exigida al discípulo de Jesús, el poner al Señor y al prójimo en el centro de nuestras ocupaciones. Este tiempo nos debe mover a buscar siempre el bien común, a la creatividad en el desarrollo de economías humanizadas, a un especial cuidado en el cumplimiento de las obligaciones tributarias, a una distribución y uso responsable de las ayudas públicas, a la promoción de nuevos proyectos laborales y empresariales, y a la generosidad ordenada y sostenida en el compartir con los más desfavorecidos, sin olvidar la colaboración y solidaridad con los países empobrecidos. El Evangelio de Jesús es ante todo esperanza para el mundo. Es posible vencer esta crisis cuando ponemos a la persona en el centro de toda actividad humana e iniciamos el camino de la conversión personal y comunitaria. La doctrina social de la Iglesia custodia un rico patrimonio de sabiduría práctica que ofrece valiosas indicaciones para recrear las estructuras conforme a la consecución de una economía al servicio de la
persona y promotora de justicia y solidaridad. Hemos de ponerlas en práctica, concertando esfuerzos y sacrificios por parte de todos y con la ilusión de estar contribuyendo a establecer unas bases económicas y sociales más sólidas, justas y sostenibles para las próximas generaciones.

3. En Navidad acogemos a Jesús, que es nuestra Paz y nos ha convertido a todos en “conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2,19). Las noticias de estos meses han avivado nuestra esperanza de vivir en paz. La sociedad ha evolucionado mucho en lo referente al rechazo de todo tipo de violencia. Queda un largo camino por recorrer y muchas heridas que necesitan curación. Queremos empeñarnos en la tarea de construir una convivencia arraigada en la verdad, la justicia y el bien, que sea respetuosa con todos, pacífica y fraterna. La conversión personal y comunitaria, que nos reconcilia con Cristo, resulta determinante para fortalecer la comunión eclesial y poder ser fermento de reconciliación en nuestra sociedad. La Víctima que acogemos y ofrecemos en toda celebración eucarística nos capacita para descubrir su presencia en los rostros de quienes han padecido y padecen la herida del terrorismo y la violencia, de la intimidación y la humillación. Es necesario educar a las futuras generaciones en la auténtica libertad, en el amor a la verdad, al bien y a la justicia que son generadoras de la paz verdadera. A este respecto, la familia constituye el ámbito educativo originario que planta los fundamentos decisivos de la cultura de la paz. Durante este tiempo, en las comunidades cristianas de nuestra diócesis se intensifican los encuentros de oración, reflexión y compromiso a favor de la paz. Que el nuevo año, que comienza justamente con la Jornada Mundial de la Paz, sea rico en iniciativas y caminos de reconciliación. Nuestra Paz, que es Cristo, viene a habitar entre nosotros y es un don que podemos acoger cuando nuestro corazón y todos los ámbitos humanos se vuelven a Él y se dejan transformar por Él.

Os deseo una santa y feliz Navidad y un año 2012 lleno de bendiciones. Que en la Nochebuena encontréis en familia un espacio de silencio y oración para que acojáis a Jesús Niño e iniciéis con Él una nueva etapa de vuestra vida llena de amor, esperanza y paz. Con afecto.

+ Mario Iceta Gabicagogeascoa.
Obispo de Bilbao

sábado, 17 de diciembre de 2011

IV DOMINGO ADVIENTO-HOMILÍA



DOMINGO IV DE ADVIENTO
18-12-11 (Ciclo B)

Al llegar al final de este tiempo de Adviento, la Palabra de Dios nos regala con una de las páginas más bellas de la Escritura. El diálogo entre el enviado de Dios y María, nos descubre una experiencia llena de ternura, de confianza y de disponibilidad.
“Alégrate llena de gracia”; con este saludo tan denso, el ángel se presenta ante María, una humilde joven de Nazaret, que del anonimato más absoluto, va a pasar a ser protagonista fundamental de la Historia de la Salvación.
La vida de María, desde el momento de su nacimiento, ha estado bendecida por Dios. Y es la profundidad de su vida espiritual, su experiencia de fe y su capacidad de servicio, lo que capacita a María para recibir esta propuesta de Dios con responsabilidad y entera disponibilidad.
Pero seguimos desgranando este Evangelio tan hermoso; Ante el sobresalto de María, por esta presencia inesperada, el enviado de Dios, Gabriel, prosigue con el contenido fundamental de su misión. María es la elegida por Dios para ser la puerta de su Encarnación en la historia. Y aunque todos los elementos humanos estén en contra de esta posibilidad, el ángel explica cómo acontecerá esta acción divina: “la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que va a nacer se llamará Hijo de Dios”.

Para Dios nada hay imposible, no tiene más que mirar la situación de su prima Isabel. Ella también ha sido elegida por Dios para que de sus entrañas nazca quien preparará el camino al Señor.

Y el diálogo concluye con esta frase que tantos creyentes han ido repitiendo a lo largo de su vida, “aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
En un texto tan breve, se condensa toda una vida orientada por entero al Señor. Y ante el inmenso amor que María siente por parte de Dios, se llena de ilusión y de esperanza al recibir de su mano la misión más importante que jamás nadie haya recibido.
Ser la madre de Jesús, el Mesías, el Salvador, se contempla ahora como una bella responsabilidad, llena de gozo y de futuro esperanzado.
La vida de la madre estará siempre unida a la de su hijo, vivirá pendiente de su suerte y se convertirá en víctima inocente del mismo destino que a él le aguarda. Desde el momento de su concepción y hasta el pié de la cruz en el Calvario, María acompañará a su hijo, compartiendo su misma vida y su misma muerte.

En María todos hemos puesto nuestra mirada como modelo de creyente. Ella nos muestra el camino que conduce hasta su Hijo, nos alienta en todos los momentos de nuestra vida y nos sostiene ante las dificultades.
El pueblo de Dios la ha otorgado los más hermosos títulos que adornan su figura, y también aquellos por los que busca su amparo. Ella es abogada nuestra, aquella que vuelve sus ojos misericordiosos en medio de este valle de lágrimas.

Y en ella encontramos los cristianos a la madre que el mismo Señor Jesús nos regaló para que alentara nuestra fe y nuestra esperanza.

En nuestros días siguen siendo muchas las personas que a ejemplo de María entregan su vida al servicio de los demás. Con su generosa disponibilidad van sembrando de amor y de ilusión este mundo nuestro a través de múltiples servicios dentro y fuera de la Iglesia.

Esta es la respuesta que todos debemos dar al Señor en medio de nuestra vida, que se haga siempre su voluntad. El no nos va a pedir cosas imposibles ni que superen nuestras capacidades. Y si se fija en nosotros para una tarea concreta bien en la vida laical, sacerdotal o religiosa no es para complicarnos la existencia, sino para hacernos responsables de ella siendo plenamente felices en la entrega generosa al servicio de su Reino.

La fe no es una realidad que pueda reducirse al ámbito de lo privado, al silencio y oculto del corazón. Ciertamente es una experiencia de encuentro personal con Dios, pero que de forma inmediata se pone en camino, en apertura a los demás y en comunión fraterna con quienes sentimos arder en el alma la misma llama del amor del Señor. No en vano la colecta de este día es la gran llamada a la solidaridad que todos recibimos desde la urgencia de quienes padecen el sufrimiento que la pobreza y el abandono les ocasiona. Hoy es el día de mirar más allá de lo individual y sentir la necesidad de ser generosos con los necesitados, porque en ellos Dios nos llama a socorrer su necesidad.

Queridos hermanos. Nos acercamos a vivir el nacimiento del Señor. Y año tras año lo rememoramos con la ilusión y la esperanza de que por fin sea una navidad de paz y de felicidad para todos. Pero este deseo permanente depende en gran medida de nuestra disposición personal, de nuestra acogida a la llamada que Dios nos hace y a la que debemos responder con generosidad. El nos señala con su estrella el camino que nos conduce a su presencia para que lo recorramos unidos en una misma fraternidad. De este modo podremos cantar la gloria de Dios, que llena de paz la vida de los hombres y mujeres de buena voluntad.

Que María, la mujer que se hizo servidora del Señor, y desarrolló plenamente su libertad al ponerla confiadamente en las manos amorosas de Dios, nos enseñe a vivir la entrega personal desde la confianza y así podamos como ella alegrarnos en Dios nuestro Salvador, cuya misericordia cantamos por siempre, dando testimonio con nuestra vida de Jesucristo, cuya venida a nuestras vidas anhelamos.

viernes, 9 de diciembre de 2011

HOMILIA DOMINICAL



DOMINGO III DE AVDIENTO
18-12-11 (Ciclo B)

“Estad siempre alegres en el Señor”, este domingo llamado precisamente así, “Gaudete”, el del gozo, nos sitúa ante la cercana venida del Señor. Cómo no estar gozosos cuando sentimos cada vez más próximo el nacimiento del Salvador. Es el gozo de aquellos a los que van destinadas las palabras del profeta Isaías, los pobres, los cautivos, los enfermos. Estar alegres en el Señor porque en medio de la oscuridad e incertidumbre, hemos de hacer brillar la luz de la esperanza que se sostiene sobre la siempre viva antorcha de la solidaridad.

El adviento cristiano debe preparar la venida del Señor de forma efectiva y para todos. Al igual que Juan el Bautista hace dos mil años, nosotros hoy somos los precursores, los que allanamos el camino al Señor. Y allanar el camino al Salvador supone rellenar los huecos y recortar las montañas.

El Espíritu del Señor ha sido derramado sobre nosotros para anunciar la Buena noticia a los que sufren, vendar los corazones desagarrados, proclamar la libertad de los cautivos y el año de gracia del Señor.
De esta forma vamos preparando el camino por el que el Mesías quiere acercarse a cada ser humano para morar de forma permanente en él y colmar así de esperanza y dicha su existencia.
Pero como decía hemos de rellenar los huecos y vacíos que hay en nuestro entorno y a la vez tirar abajo aquellos muros o montes que dificultan el desarrollo del reinado de Dios.
En estas fechas donde tanto se consume, hemos de vivir la caridad cristiana con los hogares vacíos de lo imprescindible para subsistir. En momentos donde nos deseamos de corazón los mejores sentimientos entre los amigos y familiares, tenemos que llenar de fraternidad y de misericordia los huecos que la marginación y el desarraigo provocan en tantos inmigrantes alejados de sus seres queridos.
Pero también hay que derruir lo que nos impide ver el horizonte de Dios. Ante los muros que levantan la violencia y el odio, hay que cimentar la justicia y la paz desde bases sólidas de convivencia y respeto en la solidaridad con las víctimas. Ante las barreras que suponen los miedos y recelos para con aquellos que viven excluidos y en la calle, hemos de limpiar la mirada del corazón y descubrir en ellos a unos hijos de Dios, y por lo tanto a hermanos nuestros.

La vida de Juan el bautista fue acogida por muchos como un don de Dios. Su llamada a la conversión y a recibir un bautismo que abriera la puerta a un estilo de vida nuevo, basado en la misericordia y en el amor, fue seguido por muchas personas que anhelaban una vida más digna y fraterna.
Pero la voz de Juan no sólo anunciaba la cercanía del Salvador. También denunciaba la injusticia y la opresión; tanto en el plano de la vida pública, como en los comportamientos morales individuales donde se gestan las acciones que condicionan nuestra vida y las de los demás.

Preparar el camino al Señor para favorecer que su reinado se implante en nuestras vidas, no será posible si no conlleva la conversión individual, la de todos sin excepción.
Ciertamente que la meta no es quedarnos en el intimismo. Que la fe ha de vivirse y desarrollarse en comunión con los hermanos de forma que sus frutos redunden en la transformación de toda la realidad. Pero la única manera de poder transformar este mundo nuestro e implantar en él el reino de Dios, es haciendo que primero Dios reine en nuestros corazones y así, con nuestra vida renovada en su totalidad, transparente y testimonie la verdad de una existencia totalmente entregada al servicio del Señor y de los hermanos.
Esta llamada a la conversión y al cambio radical de nuestras vidas, también va a encontrar serios detractores. Personas que como a Juan nos cuestionen con qué autoridad nos permitimos los cristianos denunciar comportamientos asumidos socialmente e incluso justificados y amparados legalmente.
Cuando la Iglesia, a través de sus pastores, ofrece una palabra iluminadora de la vida cotidiana, sus primeros destinatarios somos los cristianos, pero no los únicos. También se ofrece a todo el que lo desee una palabra de esperanza y una doctrina que ayude a vivir en plenitud.
Y el hecho de que otros dirijan sus vidas por caminos distintos y contrarios no nos desautoriza en absoluto, sino que nos diferencia, lo cual además de bueno es necesario.

En una sociedad como la nuestra que tantas veces atenta contra la vida y la dignidad de las personas, no sólo tenemos que denunciar las agresiones que padecen quienes gozan de plenos derechos; tenemos que defender con valor a los indefensos y a los sin voz. Así lo hacemos cada vez que nos situamos frente al odio y la violencia, contra los malos tratos que tantas mujeres padecen a manos de los hombres, cada vez que alzamos nuestra voz en contra del aborto o de la eutanasia. No es más digna una vida por el hecho de haber concluido su proceso de gestación, o por gozar de buena salud, o por contribuir al bien común. La vida o tiene dignidad siempre, porque así se la ha dado su Creador, o nadie puede otorgársela de forma arbitraria.

La llamada del adviento a nuestra propia conversión, exige de nosotros una conciencia clara de nuestra responsabilidad personal y social. Y por muchas que sean las dificultades que hoy encuentran quienes se comprometen en esta defensa de la persona en su totalidad, no por ello su misión se ve deslegitimada o desprotegida. La comunidad cristiana la bendice, sostiene y anima con su oración y aliento.
El tiempo de adviento canta constantemente “Ven Señor Jesús”. Y Jesús ya vino hace dos milenios, viene hoy en nuestro presente concreto, y vendrá a nuestro encuentro en la consumación de nuestra vida. Pero su venida sólo es gozosa si es acogida. Pedirle al Señor que venga, supone abrir nuestra vida para que entre en ella, de modo que habitados por su Espíritu, prolonguemos con nuestros gestos sencillos pero eficaces, su obra de salvación.

Dios sigue enviando su mensajero delante de los hombres para prepararle el camino. Y lo mismo que ayer Juan el Bautista se entregó con eficacia y valor, anunciando a tiempo y a destiempo la venida del Salvador, ese mensajero hoy somos cada uno nosotros. Que el Señor nos sostenga en este empeño y nos dejemos sorprender por su venida, para que así nos sintamos renovados en la esperanza y en el amor.

Fiesta en la Iglesia de Bilbao



Una fiesta grande en la Iglesia de Bilbao

En la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, nuestra diócesis de Bilbao se ha visto bendecida con tres nuevos diáconos. Fue una fiesta diocesana que abarrotó el templo catedralicio de fieles, y donde nuestro Obispo D. Mario Iceta estuvo acompañado en la concelebración por más de 90 sacerdotes junto a los cuatro diáconos permanentes de nuestra diócesis.
Hacía 18 años que no eran ordenados a la vez tres diáconos, las ordenaciones eran una o dos por año, y aunque ahora se ve el seminario con tres seminaristas menos, seguro que el Señor seguirá llamando a jóvenes que escuchen su voz con un corazón como el de la Virgen María, acogiendo con gratitud su vocación y dejándose guiar por su amor para llevar a buen término la obra buena que Dios comenzó en ellos.

Los periódicos locales se han hecho eco de este acontecimiento, algo que unido a la noticia de que no hay profesión en el mundo más feliz que la de sacerdote, hace que estemos recibiendo una infusión de ánimo nada desdeñable.

Dios también nos habla por medio de los signos de los tiempos, y si bien es verdad que la fe cristiana, y en especial la Iglesia es tantas veces despreciada e incluso perseguida, no deja de ser una llamada de Dios el hecho de que también esta fe en Cristo suscite en muchas personas una llamada a sus vidas en busca de autenticidad y felicidad plenas.

El contraste entre la crítica y la admiración, nos dejan ver que Jesús sigue provocando en el hombre una respuesta a su búsqueda de sentido, tantas veces confundido y desorientado por las modas y las corrientes que lo enredan y perturban.

La entrega de la vida al Señor de estos tres jóvenes de Bilbao, Oscar, Jovaisa e Ignacio, se vio acompañada por cientos de personas que con su presencia y oración les decía: ánimo, nos hacéis mucha falta, y vuestras vidas son un estímulo y un regalo para las nuestras.

Don Mario les animó a que pongan como cimiento de su vocación tres cosas esenciales, la oración permanente donde la centralidad de sus vidas en Cristo esté alimentada por la eucaristía, la comunión eclesial que garantiza la autenticidad de su ministerio, y la caridad pastoral que debe orientar la entrega total de sus vidas al servicio del Señor y de los hermanos.

La presencia de tantos sacerdotes, además de ser un gesto de acogida y de fraternidad ministerial, es una expresión de que la pastoral vocacional es un anhelo permanente en quienes hemos sido llamados por el Señor a la “profesión” más feliz del mundo.

Gracias a Dios por todos los dones que nos sigue regalando.

sábado, 3 de diciembre de 2011

II DOMINGO DE ADVIENTO



DOMINGO II DE ADVIENTO
4-12-11 (Ciclo B)

En este segundo domingo de adviento, la llamada del Señor a través de los personajes de la Sagrada Escritura, es la de “prepararle el camino”. Una tarea a la que el pueblo de Dios ha sido siempre urgido y que en diferentes momentos de densidad espiritual, la ha vivido con esperanza e ilusión.
Ciertamente si echamos una mirada a nuestra historia podemos comprobar con tristeza que la realidad humana actual no difiere demasiado de la de otros tiempos. Sí que la sociedad ha evolucionado en la tecnología y la ciencia, que los adelantos actuales permiten salir de la propia tierra hacia el espacio algo inimaginable para generaciones pretéritas. Pero en el fondo del ser humano, en su forma de vivir y relacionarse con los demás, en sus anhelos más profundos ¿podríamos decir que hemos cambiado tanto? Todos buscamos la felicidad, luchamos por sobrevivir y fundamos nuestra dicha en las relaciones más personales y cercanas, con los nuestros. Algo que desde siempre ha procurado desarrollar el hombre con igual intensidad.
Sin embargo los mismos problemas afectan a esta humanidad en el discurrir de los tiempos. A la luz de la Sagrada Escritura vemos cuantas veces se nos narran sucesos que oscurecen el Plan salvador de Dios. Enfrentamientos, opresiones, injusticias, abusos del inocente, guerras… Hechos que a pesar de distanciarse de nosotros en miles de años, sin embargo destacan en nuestra mente con una frescura singular.
Cómo no vamos a comprender el sufrimiento del pueblo hebreo en medio de una guerra que lo aniquilaba, cuando en nuestros días son demasiados los pueblos en guerra que se acercan a nuestro hogar por el televisor. Cómo no vamos a saber lo que sufre el inocente oprimido cuando en nuestros días millones de seres humanos mueren en la miseria y el abandono. Cómo no vamos a sentirnos cercanos al dolor de los enfermos y desahuciados que buscaban con desesperación quien les acogiera cuando en medio de esta sociedad tan avanzada hay ancianos y enfermos que acaban sus días en el olvido hasta de sus familiares más cercanos. Cómo no vamos a comprender y solidarizarnos con el dolor de las víctimas del terrorismo, cuando el fanatismo religioso o político siguen dejando regueros de sangre a la vista de todos.

Y a la luz de esta realidad podemos preguntarnos, ¿dónde está la salvación de Dios? Qué es lo que celebramos en navidad, el acontecimiento histórico de la entrada de Dios en nuestra vida, o el recuerdo de una promesa incumplida. Y es entonces donde ha de abrirse paso con fuerza la luz de la esperanza y de la fe.
“No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos”, nos ha recordado el apóstol S. Pedro en su carta. La historia contemplada con los ojos de Dios supera el tiempo y sus acontecimientos concretos. La navidad no es la manifestación de un deseo imposible, sino el recuerdo de un hecho que cambió la historia humana porque Dios entró en ella para asumirla y sanarla, compartirla a nuestro lado y regenerarla de modo que la semilla de su reino ha sido sembrada y su crecimiento, aunque lento y costoso, es imparable.
Por ese motivo en este tiempo de gracia recordamos tantas veces el mismo estribillo, “preparad el camino al Señor”, o como también insiste el profeta Isaías, “consolad, consolad a mi pueblo dice vuestro Dios, habladle al corazón”. Si nuestra experiencia de fe nos presenta con toda su fuerza esta cercanía del Señor en medio del tiempo presente, hemos de desbrozar el camino para favorecer su encuentro con los hombres y mujeres necesitados de esperanza.
Preparar el camino al Señor no es una frase añeja en un libro caduco. Es un imperativo moral vivo y actual, que brota de la misma persona de Jesucristo de cuya Buena Noticia somos nosotros sus testigos.
Es verdad que la realidad social, humana, política y económica no ha sido saneada en su totalidad.
Que por mucho que nos esforcemos los cristianos nada nos garantiza un cambio radical de la historia. Pero esta triste limitación no debe vencer nuestra esperanza ni la adhesión vital al proyecto de Jesús. Él tampoco modificó la historia inmediata de su pueblo, pero con su entrega nos abrió la puerta de la salvación. Una realidad que trasciende los límites de nuestra historia, pero que hunde sus raíces en nuestra realidad presente.
Sabemos que es difícil cambiar la realidad de forma inminente, y que por muchos gestos de solidaridad y justicia que tengamos para con los más necesitados, no vamos a erradicar el hambre y la miseria de inmediato, o expulsar la lacra de la violencia y el odio con la ignominia que supone para toda la humanidad. Pero también sabemos que en cada signo de fraternidad que tenemos para con nuestros hermanos más pobres e indefensos, estamos cimentando de amor y de esperanza las relaciones humanas. Y aunque sean aparentemente insignificantes, son expresión real de que algo en este mundo se va transformando en la línea del Reino de Dios.

El adviento es para nosotros los cristianos tiempo de esperanza y de compromiso. Con el recuerdo vivo y fresco de lo acontecido en la historia humana en aquella primera navidad, sabemos con certeza que Dios está entre nosotros. Que su amor se ha derramado de forma plena y permanente en su Hijo Jesús y que en él hemos sido tomados como hijos e hijas todos nosotros.
Esta experiencia nos ha de llenar de gozo y de consuelo, a la vez que nos ayuda a vivir cada día con ilusión a pesar de las dificultades y penurias que podamos padecer. Y a la vez, porque somos conscientes del don de Dios que hemos recibido por la fe, tomamos con responsabilidad la tarea de preparar el camino al Señor, para que por medio de nuestro testimonio creyente, de nuestras palabras y obras, podamos acercar a los demás nuestra propia esperanza y compartir la auténtica fraternidad.
Es lo que en esta eucaristía le pedimos al Señor, por intercesión de su madre bendita, cuya fiesta de su concepción inmaculada vamos a celebrar este próximo jueves. Que ella nos asista siempre en esta misión de sembrar de esperanza nuestro mundo, y así vivamos con gozo nuestra vocación cristiana.