sábado, 16 de enero de 2010

No tenían sino un solo corazón y una sola alma...


Esta frase tomada de los hechos de los Apóstoles (4, 32), y que en este tiempo pascual se nos recuerda en la liturgia, siempre resulta paradigmática para la vida de la Iglesia.
Por muy ejemplar y anhelada que fuere, sabemos por la experiencia que en muchos momentos no nos hemos destacado por vivirla en plenitud, tampoco en nuestros días. Podemos pensar que el autor sagrado expresó más bien un deseo antes que la plasmación de una realidad consumada y permanente. Sin embargo nadie puede negar la veracidad de este episodio narrado y su experiencia ejemplarizante para la Iglesia de todos los tiempos.
Ciertamente ocurrió que tras la resurrección del Señor, el pequeño grupo de los creyentes experimentaron una fuerza nueva, renovadora y creativa, que les llevó a vivir de forma fraterna. No es una quimera que S. Lucas se sacara de la manga. Era posible iniciar unas relaciones humanas, que por la acción del Espíritu Santo dejaran emerger signos elocuentes de la presencia del Resucitado en medio de su pueblo.
Si las apariciones de Cristo fortalecieron la fe de sus discípulos congregando nuevamente a los dispersados por el miedo, impulsándoles al anuncio misionero, la experiencia comunitaria y fraterna va a ser el signo y fundamento de esa presencia del Señor en medio de los suyos.
Por eso necesitamos recordarla con frecuencia, no como una meta inalcanzable, sino como una posibilidad real que si bien ha de ser alentada por el Espíritu del Señor, no se nos niega cuando nos dejamos transformar por él.

El ideal comunitario ha de ser hoy para nuestra Iglesia una meta a promover y buscar sin descanso. Ante todo por fidelidad al deseo del Señor, que quiso que todos fuéramos uno, como lo eran él y el Padre (Cfr. Jn 17). La comunión eclesial no es un acuerdo entre diferentes ideas o proyectos para una convivencia pacífica. La comunión eclesial es una vinculación afectiva, fundamentada en el amor y la entrega mutuos, que conlleva una unidad efectiva, fecunda y generosa, capaz de regenerar el corazón humano y el tejido social.
Las legítimas diferencias que nos distinguen a cada persona y miembro del pueblo de Dios, no pueden ser escollo insalvable en el camino del encuentro, sino oferta enriquecedora de la vida común. Y si lo particular en alguna ocasión, en vez de favorecer la unidad la distorsiona o pone en peligro, debemos de ser generosos para que, renunciando a lo propio salvemos lo común.
Lo mismo que en una familia que quiera permanecer unida, se sacrifica lo que enfrenta en favor de lo que une, así en la Iglesia debemos aprender a relativizar aquello que no es esencial para un desarrollo comunitario gozoso y un compromiso misionero fecundo.
Ciertamente cabe siempre la pregunta sobre qué es lo esencial y cómo arbitrar las diferencias. Cuestión que se agudiza cuando no estamos dispuestos a renunciar a nuestros principios personales. Por esta razón es tan necesario el ministerio apostólico.
Aquellas comunidades que vivían y lo tenían todo en común, se configuraban entorno a los Apóstoles del Señor. Ellos eran principio y fundamento de comunión, y desde ellos hoy nuestra Iglesia, por la sucesión Apostólica, cuenta con el servicio de los Obispos, bajo la guía del Papa, sucesor de Pedro.

Cuando surgen cuestiones que ponen en riesgo la unidad eclesial, es el Colegio Episcopal el que en última instancia debe dirimirlas, y ofrecer al Pueblo de Dios, del que ellos también forman parte, una respuesta acorde a la enseñanza del Evangelio, bajo la guía del Espíritu Santo.
El Evangelio es lo que constituye el centro de la vida eclesial, y sus valores el modo de articular nuestras relaciones fraternas, las cuales se perciben y manifiestan en la vida comunitaria.

Nuestra proximidad o lejanía del ideal anhelado será expresión de nuestra fidelidad o fracaso. No podemos achacar la responsabilidad a otros cuando nosotros en vez de fomentar la unidad sembramos la discordia.
Vivir y tenerlo todo en común, hasta el punto de configurarnos en “una sola alma”, será el espejo en el que se reflecten las actitudes profundas de una vida en el amor de Jesucristo resucitado.