sábado, 22 de junio de 2013

DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO

23-06-13 (Ciclo C)


Un domingo más somos invitados por el Señor para celebrar el inmenso don de la fe como comunidad de hermanos e hijos de Dios. En esto consiste el núcleo del domingo, el Día del Señor; una jornada que para los cristianos ha de estar centrada en esta Asamblea pascual, porque de ella vive y se nutre toda nuestra espiritualidad y existencia.

Y en este tiempo litúrgico ordinario, vamos acompañando a Jesús en los momentos cotidianos de su vida, para conocerle mejor, escuchar su enseñanza, recibir su llamada de ser discípulos suyos y fortalecer nuestros vínculos de amor y amistad con él y con los hermanos.

En este día la Palabra de Dios nos invita precisamente a valorar esta actitud personal de ser seguidores del Señor. Algo que también tuvieron que discernir aquellos apóstoles de la primera hora, y que como a nosotros, no siempre les resultó fácil de comprender y asumir.

En el caminar diario junto a Jesús, han pasado por muchas etapas y superado muchos escollos. De la llamada inicial y la curiosidad que en ellos se despertó, tras el conocimiento personal y el afecto profundo, llega el momento de dar su respuesta personal y fundamental. Respuesta que cambiará toda su vida.

Jesús es consciente de que entre las muchas personas que le siguen ha despertado ilusiones y expectativas diversas. Y así cuando se encuentra a solas con sus amigos, les pregunta sobre esta cuestión; ¿qué dicen de mí?

Y en la respuesta de los discípulos se va dibujando las esperanzas de tantas personas sedientas de sentido y de una auténtica liberación, ya que los personajes con los cuales identificaban a Jesús, Juan el Bautista, Elías o uno de los profetas, eran precisamente aquellos que en su tiempo encarnaron la esperanza salvadora de Israel.

Y es de destacar, que Jesús no rechaza estas semejanzas para con su persona. De hecho él ha vivido totalmente volcado en el cumplimiento de la voluntad del Padre Dios, mostrando con su vida y su palabra un nuevo camino de vida y plenitud que suscita en quienes le siguen, la gracia y la paz.

Pero a Jesús lo que realmente le interesa es hasta dónde le han conocido sus más íntimos, aquellos con los que lleva tres años compartiendo la totalidad de su vida, su intimidad, su espiritualidad.

Y Pedro, quien tantas veces asume la representación de sus hermanos, da el mayor paso de toda su vida, “Tú eres el Mesías de Dios”. Pedro no define a la persona, Pedro confiesa al mismo Dios. Pedro ha realizado en su alma una transformación vital que ya no le dejará indiferente ni al margen de lo que suceda con su Señor. Y con Pedro los demás apóstoles que asienten lo definido por él.

Sin embargo todavía no se puede hablar abiertamente de esto, y así Jesús les impone el silencio. Y no porque sea errónea su experiencia, sino porque les falta asumir y aceptar la otra cara de su mesianismo y que inmediatamente les pasa a relatar; “El Hijo del hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día”.

 La euforia de la confesión mesiánica de Jesús, se desvanece ante el anuncio del destino de su vida. Y les muestra que la única manera de confesar de forma auténtica que Jesús es el Mesías de Dios, pasa necesariamente por la aceptación del camino hacia el Calvario que debe tomar.

Este hecho no fue sencillo de asumir por aquellos discípulos, como tampoco lo es para nosotros. De hecho cuando S. Mateo narra en su cap. 16 este episodio, muestra como Pedro intenta disuadir a Jesús para que no tome ese camino de sacrificio absoluto, y cómo Jesús se enfrenta duramente a él porque “piensa como los hombres y no como Dios”.

Nosotros queremos tomar siempre el camino fácil, evitar los sacrificios, vivir en la permanente carcajada. Y sin embargo la vida real, nos guste o no, contiene sus muchas renuncias y sacrificios que necesariamente se han de asumir para vivir en verdad y fidelidad.

La cruz de Jesús no fue urdida por Dios de forma inmisericorde. La cruz fue la consecuencia de la vida fiel, entregada y auténtica de aquel que buscó por encima de todo el Reinado de Dios y su justicia; el amor universal frente al odio; la misericordia y el perdón frente a la venganza; la caridad frente al egoísmo; la paz y la concordia frente a la violencia y la división.

Luchar contra el mal de este mundo y denunciar valientemente a quienes eran sus principales causantes, los poderosos y egoístas cuya ambición no tiene límites, fue la causa de la pasión del Señor. Pero al matar al Justo, no acabaron con el ansia de justicia, al crucificar al Santo, no exterminaron la santidad del Pueblo de Dios que sigue clamando al cielo ante el sufrimiento del ser humano. Porque lo mismo que han existido siempre quienes desean optar por el camino fácil de la manipulación y el triunfo individualista, también han brillado con fuerza quienes recibiendo la luz de Cristo, se han entregado y se entregan siguiendo fielmente su llamada en el amor.

Hoy somos nosotros quienes tenemos que seguir confesando a Jesús como nuestro Mesías y Salvador. Sabiendo que al igual que a los apóstoles del Señor, a nosotros también nos cuesta aceptar los sacrificios que la coherencia de una fe vivida en autenticidad conlleva.

Pero sobre todos debemos tener presente que la fuerza no reside en nuestras capacidades humanas. No fueron las dotes de los discípulos lo que les llevó a mantenerse fieles, de hecho en el momento de la verdad abandonaron al Señor. Fue la fuerza del Espíritu de Cristo resucitado la que revitalizó aquellas vidas heridas para lanzarlas con ímpetu a la evangelización del mundo entero. Y nosotros somos también portadores de este mismo Espíritu, que nos anima y mantiene fieles en la fe y la esperanza.

La Eucaristía es el alimento que renueva esta esperanza manteniéndonos unidos en el amor. Que hoy sintamos con gozo la presencia del Señor cercano y amigo, que nos sigue preguntando a cada uno quién es él para nosotros. De modo que viviendo esta genuina fraternidad, le respondamos con fe y convicción, “tú eres el Mesías”, nuestro Señor.

viernes, 14 de junio de 2013

DOMINGO XI TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XI TIEMPO ORDINARIO
16-06-13 (Ciclo C)

Un domingo más nos reunimos la comunidad cristiana para celebrar juntos nuestra fe, donde la vida de Jesús y su quehacer cotidiano, nos va mostrando las actitudes de misericordia y amor que llenan su vida y su entrega a los demás.

Dos son las cuestiones que la Palabra escuchada nos invita a profundizar en nuestra vida. Por una parte la experiencia del perdón y el ejercicio de la misericordia, y por la otra la realidad de la fe como única fuente de salvación.

En la primera lectura, el breve texto escuchado del segundo libro de Samuel, nos muestra la infidelidad del rey David y su posterior conversión. David que lo posee todo, se deja vencer por el deseo carnal, cayendo en la corrupción y llegando a asesinar a uno de sus soldados para así adueñarse de su esposa y tapar el grave pecado de adulterio cometido con ella. Dios le confronta con severidad ante la perversión de su corazón, y el profeta Natán, le hace caer en la cuenta de su pecado.

David reconduce su vida, siente con amargura las consecuencias del mal cometido y pide humildemente perdón, de tal modo que el mismo profeta le devuelve la esperanza y le conforta por su conversión. En breves líneas, se nos transmite toda una experiencia de vida. No es tan fácil ni tan rápido provocar un cambio radical en la existencia de quienes han optado por la senda del mal. Y tampoco suscitar en el resto de los fieles entrañas de misericordia y acogida para con el hermano arrepentido. Con frecuencia nos quedamos sólo en la parte oscura de esas vidas criminales, y nos conformamos con que esa gente sea entregada a la justicia y cumpla su condena. Todo lo demás nos es indiferente. No nos importa su reinserción, ni su regeneración como persona, ni su conversión como cristiano. Y esta dinámica habitual de nuestro tiempo, en el fondo nos hace insensibles a los demás.

Nuestra fe en Jesucristo no puede quedarse en la condena del pecador. Sería una actitud contraria a la vida de Cristo que vino para salvar y no para condenar, y cuya muerte y resurrección son la fuente de la redención universal y gratuita de Dios.

Cuando hablamos del pecado y del perdón, debemos también aproximarnos a las vidas de quienes se han hundido en el mal y necesitan su regeneración humana y social. Y aunque la justicia sea necesaria y el cumplimiento de su penitencia deba ser proporcional al mal cometido, todo eso debe tener como horizonte fundamental la re-humanización de quien por su propia degeneración, consciente o inducida, ha caído en el mal de su perversión personal y criminal.

Qué nos enseña la fe en Jesucristo, ante esta realidad del mal y el pecado. Que por una parte tenemos la responsabilidad de hacer consciente al hermano del mal que ha cometido, y por otra vencer nuestro afán de venganza y de justicia desencarnada para favorecer la sanación del pecador, y todo ello desde la absoluta confianza en la acción salvífica del amor de Dios capaz de provocar la auténtica conversión del pecador y su rescate para la vida en plenitud.

Los fariseos del evangelio le reprochan a Jesús el que se deje contaminar por el contacto con la pecadora. Ponen en tela de juicio su honestidad y autenticidad de palabra y obra, porque no repudia a quien ha pecado gravemente.

Y Jesús no necesita justificar su actitud, lo que hace es plantear una cuestión muy sencilla y evidente; a quien mucho se le perdona mucho tiene que agradecer porque ha recibido mucho amor.

Pero a quien poco se le perdona, poco ama.

Y ante todo nos deja bien claro que es la gratuidad del amor de Dios lo que en este caso se pone en juego. “Tu fe te ha salvado”. No son el cumplimiento de las normas y las leyes, o el ejercicio de grandes obras y misiones lo que nos trae la salvación, sino la fe en Jesucristo. Es la fe y sólo la fe, lo que conduce a una vida nueva porque nos regenera y nos transforma.

Si fueran nuestras obras la fuente de la gracia, Dios nos sobraría. No necesitaríamos de Dios para nada, ya que sería la capacidad humana la única necesaria para la salvación. Pero que necedad opinar así. Por mucho que nos esforcemos y por grandes que sean las obras de las que podemos ser autores, la verdad es que el amor de Dios es gracia y don. Dios nos ha amado primero sin necesidad de que nosotros hagamos nada para corresponderle, y la única razón de nuestra respuesta está en el gozo que sentimos al sabernos amados por él.

Un padre o una madre, aman a sus hijos mucho antes de que estos siquiera hayan nacido, y mucho antes de que puedan recibir ninguna respuesta a su amor. El amor de Dios es igualmente gratuito e inmenso, y ese amor es el que nos hace hijos suyos, criaturas de su propiedad y destinatarios de su salvación.

Nuestras obras son necesarias como respuesta a ese amor. La única manera de sentir el amor es correspondiendo de la misma manera; porque “amor, con amor se paga”. Y además ninguna otra respuesta, que no sean el amor y la fe, es agradable a Dios.

Muchas veces caemos en la tentación de creer que nuestro cristianismo depende de las obras que hacemos. De nuestro compromiso a favor de la justicia y del bien de los demás. Y aunque las buenas obras hablan bien de quienes las realizan, en ellas no está la fuente de la fe. La única fuente y su fundamento es Jesucristo, y sólo él. Por muchas obras buenas que realicemos, si nos falta este fundamento de nada nos sirven. Y este es un riesgo que en nuestro mundo materialista podemos correr con facilidad. Tendemos a materializarlo e instrumentalizarlo todo, hasta el amor y la fe. Y estas son realidades absolutamente gratuitas.

Hoy es un día de acción de gracias, y esta gratitud encuentra su mejor expresión en la vivencia de la Eucaristía, perfecta acción de gracias a Dios por el don de Jesucristo que se nos entrega como alimento de salvación.

Que sepamos acoger con gratitud este don del amor del Señor, y que al vivirlo de forma fraterna, extendamos con generosa abundancia sus frutos, para el bien de nuestros hermanos.

sábado, 1 de junio de 2013


SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

CORPUS CHRISTI  2-06-13


        Un año más celebramos la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Memorial de su Pasión, muerte y resurrección, y Sacramento de su amor universal. Precisamente por ese amor entregado para nuestra salvación, podemos unir en esta fiesta del Corpus el día de la Caridad. Al compartir el alimento que nos une íntimamente a Cristo nos hacemos partícipes de su  mandato “haced esto en memoria mía”, aceptando su envío en medio de los más pobres para compartir con ellos nuestra vida y nuestra fe.

        No podemos separar la eucaristía de la caridad. Los cristianos que nos reunimos para escuchar la palabra del Señor y compartir el pan de la vida que él nos da, hemos de prolongar esta fraternidad eucarística en el mundo nuestro, junto a los hermanos que carecen de afecto, de medios, de una vida digna y feliz.

        No todo el mundo vive dignamente, de hecho somos una minoría los que en el mundo actual podemos agradecer esta vida digna. La mayoría de la población mundial carece de los recursos necesarios para una subsistencia adecuada. Y en vez de acoger su precariedad para sentirnos solidarios con ellos, muchas veces nos fijamos en aquellos que se enriquecen con facilidad y rapidez poniéndolos como modelos a seguir, y hasta envidiándolos por su opulencia.

Una cosa es luchar legítimamente por alcanzar esa vida digna a la que todos tenemos derecho y otra muy distinta la ambición desmesurada que al final nos endurece el corazón hasta llevarnos al egoísmo y a la idolatría del dinero.

La entrega de Jesucristo en la cruz, nos abre la puerta de la redención. Y aquella entrega viene precedida de una vida sensible para con los necesitados, los enfermos, los pobres y los marginados.

A Jesucristo resucitado se llega por medio de una vida ungida por el Espíritu de Dios para anunciar la Buena Noticia a los pobres, la libertad a los oprimidos, la salud a los enfermos y la salvación para aquellos que acogen este don de Dios.

        Cristo nos dejó su testamento en el cual nos ha incluido a todos y no sólo a unos privilegiados. La vida en este mundo es injusta y desigual no porque Dios lo haya querido sino porque nosotros lo hemos causado. Dios no quiere que haya pobres y ricos, rechaza la injusticia que causa este mal, y nos llama a su seguimiento a través del camino de la auténtica fraternidad y solidaridad.

        Este testamento de Cristo lo actualizamos cada vez que nos acercamos a su altar. Su Cuerpo y su Sangre entregadas por nosotros, y compartidos con un sentimiento fraterno y solidario, nos unen a la persona de nuestro Señor Jesucristo y a su proyecto salvador. Por eso “cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte y tu resurrección hasta que vuelvas”.

        La caridad no se hace, se vive. No hacemos caridad cuando damos dinero a un pobre, vivimos la caridad cuando nos preocupamos por su vida, buscamos cómo atenderla mejor, y nos esforzamos por acompañarle a salir de su situación para siempre.

        Vivir la caridad es prolongar la Eucaristía del Señor, su cuerpo y su sangre derramada por amor a todos, para la salvación de todos. Las palabras que día tras día escuchamos en la Consagración nos muestran que Jesús no economizó su entrega sino que fue universal y por siempre.

        Desde aquel momento en el que nacía la Iglesia, ésta siempre tuvo como acción primera y fundamental, unida al anuncio de Jesucristo, la vivencia de la caridad.  Atender a los pobres y necesitados estaba unido a la oración y a la fracción del pan de tal manera que no se podía permitir que en la comunidad de los cristianos alguien pasara necesidad.

        Vamos a pedir en esta Eucaristía que el Señor nos ayude a recuperar nuestra capacidad solidaria y fraterna para poder compartir con autenticidad el pan de la unidad y del amor.